22 de marzo de 2018

Samanta Schweblin: "Nos sigue costando mucho aceptar que, en algún punto de nuestras vidas, vamos a morirnos" (II)

Samanta Schweblin empezó a formarse en talleres literarios cuando tenía doce años. El primero, en el colegio, fue algo rudimentario. En dos cuatrimestres leyeron apenas un par de cuentos, pero eso bastó para que ella escribiera sus primeras historias acostada en el piso del aula. En su casa la lectura era casi una religión. Sus padres le leían desde muy corta edad y su primera experiencia con las letras la tuvo a los siete años con la redacción de un diario en el que, estimulada por su abuelo, escribía todo lo que hacía en cada jornada. “Mi abuelo era artista plástico y grabador -recuerda-. Íbamos a museos, al teatro, al cine, visitábamos a sus amigos, que eran todos unos personajes increíbles. A él le gustaba asustarme, ponerme a prueba. Quería entrenarme para la supervivencia del artista, y esto incluía robar relojes antiguos de la feria de Dorrego, viajar sin boleto en los trenes, cruzar a la isla Maciel en bote y un montón de historias y anécdotas insólitas. En el diario, después de la entrada de cada día, elegíamos una estrofa de algún poema de nuestras dos grandes heroínas, Alfonsina Storni y Gabriela Mistral, y lo transcribíamos como conclusión del día”. A los diecisiete años empezó a madurar sus textos en talleres más formales en el centro de Buenos Aires, pero los descartó después de presenciar un par de clases como oyente. “Lo que pasaba ahí era interesante, pero no tenía nada que ver con el acto de la escritura, con la cocina literaria. Era algo absolutamente distinto de lo que yo buscaba, que era aprender a contar una historia”. Lectora compulsiva, a los veinticuatro años llegó al taller de la cuentista, novelista y ensayista Liliana Heker (1943) donde cambió su manera de trabajar para siempre. “Fue la única escuela seria que tuve -dice-. Fue fundacional porque Liliana es una gran autora y una gran maestra”. Al poco tiempo publicó su primer libro. “Creo que me dediqué a la literatura -confiesa- porque era una guerra demasiado importante para mí, la única manera de llegar realmente algún día a hacerme entender, y todavía estoy en plena lucha”. Para la crítica especializada, la eficacia de sus relatos se basa en la selección de anécdotas y situaciones a través de las que ofrece su poco complaciente punto de vista. Sus narraciones se asemejan a pesadillas hechas realidad dado que aborda lo real desde su reverso fantasmagórico y lo fantástico nos remite a la oscuridad de lo real. Éste se presenta en una vertiente del absurdo que a ratos duele y a ratos conforta. Su gran cualidad consiste en armar un mundo particular que se parece al normal pero donde algo no cuadra del todo. Una especie de rendija por la que se escapa lo cotidiano y se filtra lo extraño, lo perturbador. A continuación, la segunda parte del resumen editado de algunas entrevistas que la escritora concedió a diversos medios en los últimos tres años.


¿Cómo fue el recorrido que hiciste hasta convertirte en escritora? ¿Por qué decís que fue una guerra con vos misma?

No recuerdo ahora a qué pude referirme con “una guerra contra mí misma”, aunque casi todo lo que hago tiene algo de esta eterna batalla. Empecé a escribir para desaparecer: si escribía, o leía, todo se me perdonaba. En la primaria, al que se distraía en matemáticas le ponían un cero, pero si yo escribía la profesora Elvira -que hoy en día sigue felicitándome y mandándome “besotes” por Facebook- me perdonaba cualquier tipo de distracción. En la secundaria estaba muy mal visto eludir los recreos y no sociabilizar, pero si te quedabas leyendo o escribiendo, un aura de misterio perdonaba las desapariciones sin grandes castigos. Después vinieron algunos talleres literarios, los primeros grandes maestros, y fui enamorándome de ese mundo, entendiéndolo de a poco. La carrera de cine también ayudó. Y por supuesto, mi paso por el taller de Liliana Heker.

¿Cuánto aportó el cine a tu escritura?

Supongo que mucho. No sólo por un tema generacional sino porque, llegado el momento de elegir una carrera, entre Letras y Cine me decidí por lo segundo, y creo que fue una buena elección. Siento que aprendí mucho más sobre cómo se cuenta una historia viendo decenas de películas por semana, escribiendo guiones y, sobre todo, editando noches enteras, que lo que hubiera aprendido en una carrera únicamente teórica, como era en ese momento la carrera de Letras. A veces podías pasarte horas discutiendo qué era mejor para la historia, si cortar una escena al minuto y medio o al minuto y cuarenta segundos. Podías entender por qué, a veces, era mejor que las mejores escenas quedaran afuera, o en qué momentos, aunque no había nada importante que mostrar, la historia necesitaba un silencio, un espacio para que el espectador pudiera respirar. Son procesos que tienen mucho que ver con la cocina literaria. Sí, creo que el cine me aportó mucho.

Haber dejado el cine por la literatura parece un paso algo natural, leyendo tus relatos.

Sí. Fue un buen camino, aunque me generó muchas dudas en el medio. Yo estaba en la disyuntiva pues iba a estudiar Letras, que hubiera sido lo más normal, o Cine. Y a mí me parecía que Letras era una carrera teórica y lo que me interesaba era contar una historia y la teoría no tiene nada que ver con la cocina de la literatura. Tiene que ver con lo literario, es otra mirada, pues el cine se trata de cómo contar una historia y allí aprendí mucho sobre estructura, sobre la valoración del tiempo, de dónde se pone la cámara, donde uno cuenta algo y qué dice esa cámara en esa posición. Esos son decisiones también, dicen algo.

Leí que cuando eras chica jugabas con tu abuelo a hacer un diario y al final copiaban poemas de Storni y Mistral. ¿Es el origen de tu amor por la literatura?

Todo empezó con la poesía. También leíamos a Almafuerte y a César Vallejo; a mi abuelo le encantaban y a mí me fascinaba la pasión con la que él los recitaba. Era muy malo recitando, pero él lo disfrutaba tanto que yo sentía que me estaba perdiendo de algo, quería entender esa pasión, quería que me pasara todo lo que a él le pasaba cuando leía sus poemas de pie y se le caían las lágrimas de los ojos. Así que cuando escribí mis primeros cuentos los escribía como poesía. Quiero decir, lo que escribía eran cuentos, historias, pero como lo único adulto que había leído hasta ese momento era poesía, en lugar de escribir en prosa escribía en versos.

¿Qué necesitás para escribir?

Una historia que me atraiga muchísimo, pero que no pueda terminar de entender. Mucho tiempo libre. El pelo atado y silencio.

Tus historias suelen explorar lo siniestro y suelen tener como punto de partida lo ominoso de las relaciones familiares responsables de la formación y la deformación.

Creo que todos los problemas con los que lidiamos como personas, como naciones, como humanidad, nacen o se curan en el entorno familiar. Por supuesto que son problemas sociales, económicos, de educación, pero la familia es la que más poder de acción tiene sobre una persona, al menos en su primer tercio de vida. Forma y deforma. Creo que tendríamos que prestar menos atención a cómo se compone una familia, y más atención al poder que cualquier unión, como familia, puede tener sobre un nuevo ser humano. Supongo que pienso mucho alrededor de estos temas, y eso hace que mucho de lo escribo, aunque no trate directamente sobre estas cosas, termine estando de trasfondo.

En más de una oportunidad señalaste, sobre todo por uno de tus cuentos (“Un hombre sin suerte”), que la perversión no está en el relato sino en la cabeza del lector. ¿Cómo desafías y trabajas esos límites de perversión?

Bueno, también hay perversión y prejuicio en mi propia cabeza, sino no sería capaz de escribir estos relatos. Es algo con lo que todos cargamos. Reconocer lo perverso implica la oscuridad de conocerlo.

¿Qué te permite desarrollar el cuento y qué te permite explorar la novela?

Se parece a la diferencia entre una carrera corta y una carrera de fondo. En las dos se trata de correr. Pero lo que uno ve y cómo lo ve, y el impacto de esa corrida sobre el cuerpo, es distinta. Una carrera corta es como el cuento, la emoción está en la velocidad, la sensación de atravesar una ruta nueva con precisión y rapidez, y el fuerte impacto que tiene esa travesía en nuestro cuerpo, por el nivel de entrega que exige, por su intensidad, por lo rápido que puede llegarse a un estado de extrema exaltación en solo minutos. En la novela hay más tiempo para mirar, para entender, para hacer de ese recorrido un espacio reconocible. El cuerpo entiende que hay un ritmo tonal que mantener, se entrega, y la cabeza queda libre para otras cosas más allá de la meta. Quizás el impacto final no es tan fuerte, porque el cuerpo llega más distendido, pero el paseo dio tiempo a otro tipo de descubrimientos que no hubieran sido posibles en una carrera corta.

Aún hoy, muchos creen que los cuentos están asociados a un período de aprendizaje.

Es común acercarse a la escritura asistiendo a talleres literarios, donde se escribe sobre todo cuento y creo que eso es bueno, porque se aprende mucho más sobre cómo funcionan las maquinarias narrativas en diez historias breves que en una novela larga. Pero el cuento también puede ser una forma muy compleja y encasillarlo en una instancia de aprendizaje sería tan ridículo como pensar que autores como Borges, Chéjov o Carver fueron sólo principiantes.

Te tomás tiempo para escribir.

Soy lenta, sí. Me gustaría ir más rápido pero tengo metabolismo de tortuga, necesito mi tiempo, y escribir es lo que más tiempo lleva. Escribo y reescribo muchísimo. Cuando los cuentos empiezan a tener su forma los doy mucho a leer, los pruebo y me tomo muy en serio las devoluciones. Para mí una narración es como una gran planilla de instrucciones. Si quiero que el lector haga exactamente el recorrido que quiero, tengo que asegurarme de que cada paso funciona.

Tu trabajo también es de taller.

Me formé en talleres literarios. Vengo de esa tradición, y es un honor ser un eslabón más que la continúa. Aprendí mucho: a escuchar, a leer, a hacer críticas más formales sobre los textos. A tomar distancia de lo que escribo, a leer en los textos lo que realmente dicen, y no lo que a mí me hubiera gustado que digan. Aceleraron algunas lecturas que fueron grandes influencias. Pero lo más importante de los talleres fue que me pusieron en contacto con otra gente de mi generación que también escribía con mi mismo compromiso. En ese momento conocer la vida de esos escritores tan de cerca, conocer sus casas, sus bibliotecas, sus procesos creativos, me daba mucha curiosidad, me resultaba fascinante. En Argentina estamos acostumbrados a que estos talleres sean más informales, y a que casi siempre sucedan en las casas de los escritores.

Ahora vos sos la escritora que abre su casa, con los talleres literarios en español que hacés.

En Berlín esto puede parecer un poquito raro al principio. Los asistentes a mi taller son sobre todo latinoamericanos y españoles, escriben en español pero igual vienen de otras ciudades y otras culturas, y a veces les cuesta entender esto del taller en la casa. Después, cuando se animan y ven el nivel de compromiso con el que se trabaja, se enganchan enseguida.

Liliana Heker fue tu maestra. ¿Cuál dirías que fue la lección más valiosa que supo transmitirte o que aprendiste en sus clases?

Fueron tantas... Liliana es una gran maestra. Quizá la más importante haya sido asumir la fatalidad de que la primera versión de un cuento es sólo un mal necesario. A no enamorarse del material. También me enseñó a leer de otra manera. Creo que una de las cosas más importantes que puede darte un taller es aprender a leer lo que realmente dice tu texto y no lo que uno quiso decir. Parece una tontería, pero es una de las herramientas principales de un autor y requiere una distancia de uno mismo muy extraña.

¿Reconocés características comunes a los escritores de tu generación, hay algo que los distancie de la tradición y los distinga de algún modo?

No puedo identificar nada en particular, pero quizá sea porque justamente pertenezco a esa generación, quizá se necesite un poco más de distancia para contestar esto. Sí creo que nos leemos mucho más entre nosotros. No porque las generaciones anteriores no se leyeran entre sí, sino porque los tiempos entre los que un uruguayo terminaba un libro y en los que ese libro llegaba finalmente a manos de un colombiano eran mucho más largos. Hoy nos leemos prácticamente en vivo, nos influenciamos más, discutimos o nos entendemos a través de los libros de una forma más inmediata, y seguramente eso tendrá su impacto sobre lo que escribimos.

Tu literatura tiende puentes entre lo mundano y lo inusual, ¿esto te identifica todo el tiempo, vas por la vida viéndolos? ¿O hacés las conexiones al momento de escribir, al contar las historias?

No sé, es algo en principio natural. La relación entre lo anormal y lo normal digamos que no es una conexión, es una misma cosa, solo que nosotros ponemos un foco en un lugar o en otro. Para mi es algo tan orgánico y tan armónico de mis ojos para adentro que cuando lo miro afuera me genera un desconcierto muy fuerte, como si yo no terminara de explicarme, no sé, como algunos de los cuentos, por qué sí se pueden comer determinados animales pero otros no, por qué sí se pueden hacer determinadas cosas vestidos y otras no, y otras es más natural hacerlas desnudos y no vestidos. Me parece que hay una cantidad de cosas que uno da por sentado con cierta naturalidad que en realidad no tienen por qué serlo y quizá es solamente la sorpresa cuando las descubro no más que eso.

Los narradores de tus historias varían, a veces son mujeres mayores, otras niños, otras madres o padres. ¿Cómo escogés el narrador? ¿Es una decisión consciente?

Para mí escribir es un poco como jugar a vivir distintos escenarios; cada escenario y cada historia pide un personaje particular y en mi cabeza nunca está la consciencia de decir “huy, esto es un personaje masculino” o “esto es un personaje femenino” como si eso marcara un tipo de ventaja o algún tipo de desventaja. Preferir escribir con personajes masculinos o con personajes femeninos sería tan arbitrario como preferir escribir personajes mexicanos o personajes con determinada profesión. Cuando yo tengo una historia, la propia historia está pidiendo determinado perfil del personaje. Lo que sí es raro es cómo a veces se juzga. Me ha pasado con “Distancia de rescate”, que al principio muchos periodistas me preguntaba si yo soy mamá, como si para escribir sobre la maternidad hubiera que ser madre. A mí me daba mucha gracia y les decía, no creo que a los escritores policiales les pregunten si ellos los fines de semana matan muchas personas. Es un juego con lo verosímil y con la tensión, con lo que ya saben los lectores cuando leen, pero no deja de ser un juego. Es curioso cómo la muerte y muchos otros temas alrededor de esos géneros están tan naturalizados a nivel ficción, o sea está tan aceptado poder jugar alrededor de esos temas. Pero con la maternidad eso todavía no está tan naturalizado, entonces parecería que para hablar de determinados temas femeninos sólo se pudiera hablar como mujer o como si los hombres no pudieran escribir sobre eso.

En “Distancia de rescate” la maternidad, entre otras perspectivas, es vista desde el pánico hasta la pérdida. ¿Qué otros aspectos explorás?

Muchos otros. En “Pájaros en la boca” también hablo de maternidad y de paternidad, el miedo a tener hijos, la repulsión que los hijos adolescentes pueden generar en algunos padres; el rechazo, la violencia, hasta la búsqueda obsesiva por tener hijos. Son temas de los que nunca leería, no me generan interés por sí mismos, tardé tiempo en descubrir cuán metidos estaban en mis historias.

La oscuridad del amor más profundo.

No digo nada nuevo con que el amor es complicado y peligroso, que el amor nos duele; es uno de nuestros grandes temas literarios. En los dos últimos libros en particular, "Distancia de rescate" y "Siete casas vacías", abordo las relaciones entre padres e hijos. Me interesa esa relación que posiblemente sea la más amorosa y bienintencionada de todas, pero que es a la vez una gran fatalidad. Porque cuidar de otro, prepararlo, educarlo, formar a los hijos, por más amor que haya, siempre implica también deformar, limitar, transferir miedos y prejuicios, mandatos familiares, casi no hay forma de escapar a esta desgracia. Creo que ni los mejores padres podrían esquivar estas consecuencias.

Tus personajes en su gran mayoría comparten un lazo de sangre que los hace candidatos a los peores horrores posibles. Son padres e hijos, hermanos, familias enteras, puestos en escenarios tan cotidianos como el campo, una casa, un lugar costero, embestidos por elementos fantásticos y terroríficos que los sacan de su ensimismamiento aletargado.

Es algo tan natural. Las relaciones familiares ocupan la mitad de nuestra vida, desde que abrimos los ojos hasta que los cerramos. Incluso por su ausencia la ocupan, aunque no estén. Creo que en los primeros años de vida, en la niñez y en la adolescencia, ahí están ancladas todas nuestras primeras tragedias y ellas nos marcan, por más pequeñas que sean son horrores gigantes para ese momento. El amor que un padre o una madre puede sentir por un hijo debe ser el amor más auténtico que existe sobre la faz de la tierra, más generoso y leal, y sin embargo no deja de ser un amor peligroso. Cuando nosotros formamos al otro, también lo estamos deformando. Cuando lo cuidamos, lo estamos limitando, estamos bajándole líneas, diciéndole lo que tiene que pensar, ocultándole o intentándolo apartar de todos los mundos que nos parecen peligrosos. Eso me parece que es amoroso y a la vez muy doloroso al mismo tiempo.

¿Las ficciones revelan de manera inevitable algo de la psicología de su autor, o es posible escribir sobre lo que no se es o no se comprende?

Un lector atento puede deducir mucho de un escritor, más de lo que al escritor le gustaría. Cuando uno lee, lee la historia pero lee también al autor. Es incómodo, pero finalmente el lector sigue las huellas de un recorrido que siempre es personal, incluso cuando no es autobiográfico.

¿Trabajás los cuentos en función del final o podés partir de una idea sin tener claro dónde te lleva? ¿Qué podés contar acerca de tu método de trabajo?

Puedo jugar un rato con algo que no sé qué forma tendrá, a modo de prueba o de ejercicio. Pero para meterme más en la historia y ponerme realmente a trabajar necesito entender un poco más el final, hacia dónde voy. A veces esto puede ser descubrir la imagen final con mucha nitidez, otras, apenas tener una idea de clima o una sensación, pero avanzar a ciegas me trae muchos problemas. Si no sé hacia dónde voy prefiero leer, caminar, pensar, rondar la idea sin las fatalidades de tener un lápiz a mano, que fija y concreta las palabras más rápido de lo que puedo elegirlas.

¿Le das más importancia a la trama, a la atmósfera, a la construcción de los personajes, o el relato es una unidad en la que cada uno de esos elementos debe tener peso propio?

Es una unidad. A veces tengo claras las ideas pero no puedo avanzar hasta no encontrar al personaje; a veces veo con claridad el personaje, pero sin una idea que lo empuje a moverse es imposible ponerlo en acción. A veces tengo ambas cosas pero ni el clima ni el tono parecen acompañarlos. Pero con el tiempo también fui descubriendo que hay que prestarle mucha atención a la primera impresión que uno tiene de una idea. Todo está ahí, la extensión, el género, el personaje, la cadencia del narrador. El germen más auténtico de una idea tiene a veces todas las pistas que se necesitan para avanzar.

Tenés una gran capacidad de creer mundos, una imaginación vibrante, curiosa y a veces macabra. ¿Cómo es tu relación con la imaginación en la vida cotidiana? ¿Cómo era cuando eras niña?

Digamos que es tan fácil o tan difícil como otros imaginarios. A mí lo que me pasa es que soy muy distraída, terriblemente distraída, y gran parte de mis ideas nacen de la distracción porque por un momento yo creo en mi distracción. Por ejemplo, subir a un colectivo y ver que una mujer tiene una joroba muy grande y por un momento pensar, claro le están naciendo las alitas. Es una milésima de segundo, pero por una milésima de segundo eso es verdad. Después pienso, no, eso no pasa, y la vida sigue. Estoy muy acostumbrada a eso. En ese segundo en que esa cosa desopilante en la que uno cree es verdad es donde nacen la ideas. También porque cuando uno es muy distraído, constantemente se ve envuelto en situaciones que no puede decodificar. Es como cuando uno está teniendo una conversación con alguien y durante un buen rato en realidad no lo está escuchando, entonces esa persona pregunta: “¿no es cierto?”, y por un momento volviste a ese mundo y tenés que contestar. O sea, el imaginario tiene que creer ese mundo donde no estuviste, eso también es muy disparador. Ahora me estoy curando un poco porque no me queda otra. Toda mi vida he sido una gran fóbica social, me da mucho pudor la exposición, no sólo la exposición de hacer un entrevista; me da pudor ir a una fiesta, me cuesta mucho todo eso y me doy cuenta que el imaginario también me juega en contra en todo eso, como que los mundos se vuelven mucho más amenazantes y terroríficos de lo que en verdad son. Entonces sufro durante todo el evento hasta que termina, y me doy cuenta de que no pasó nada extraordinario y que todo sigue normal, que nadie me hizo daño. Ya es tarde, porque la fiesta o el evento ya terminaron; o sea, me cuesta mucho disfrutar con tranquilidad de los momentos lindos que tiene dedicarse a la escritura a nivel social.

¿Sos consciente de la angustia que provocan tus relatos?

Es un estado que busco. Muchas veces son búsquedas intuitivas, pero para mí eso es lo más importante en una historia. Porque lo vivo yo como lectora. Hay libros que uno los lee y pues sí, son muy interesantes, incluso uno elige recomendarlos por razones más lógicas y hay libros que lo leíste en blando. Y a mí me gusta lo segundo. Temblando la emoción, temblando el miedo y los nervios. Me gusta ese impacto directo sobre el cuerpo. Me alucina que las palabras puedan tener un efecto tan fuerte.

¿Hubo algún momento preciso en que asumiste o sentiste que eras escritora?

Según la teoría de un escritor amigo, uno empieza a ser escritor después del quinto libro. Así que a mí todavía me faltaría uno para entrar al club. Pero sí empecé a asumirme como escritora cuando pude empezar realmente a vivir de eso. Y acá hay que hacer una aclaración. Y es que todavía no vivo específicamente de los libros, pero sí, al menos, de todo lo que rodea la escritura: lecturas, talleres, charlas, invitaciones a festivales, ferias, residencias... Finalmente la figura del escritor siempre tiene que ver con estas cosas, con los otros, que es además la parte de "ser escritor" que más me cuesta. Si se tratara sólo de escribir sería mucho más fácil.

¿Qué es lo que más te divierte, en lo personal, del proceso de planificación y armado de un libro?

La escritura. El momento en el que al fin sé más o menos qué es lo que quiero contar y empiezo a trabajar en una historia. Antes podía hacer una distinción entre la etapa de escritura y la de reescritura o corrección. Ahora prácticamente se dan juntas, hace tiempo que reescribir y corregir dejó de ser un ejercicio de recorte para convertirse en uno de amplitud, en parte de la propia escritura.

¿Cómo es tu proceso para escribir? ¿Cómo son tus rutinas?

Me gustan las mañanas largas, levantarme y trabajar hasta las 2 o 3 pm. Eso no significa que todo ese tiempo esté escribiendo. Escribir puede ser frente a la computadora efectivamente escribiendo, pero también es leer, salir a correr, lavar los platos… Es más bien una disposición, saber que desde que me levanto hasta esa hora mi cabeza está concentrada en los mundos que estoy tratando de habitar, entender, crear. Todo lo demás queda corrido a un costado y a veces de pronto entra y la sola intromisión por ahí dispara algo nuevo o inesperado, pero la idea es estar en un estado de escritura más allá de lo que implica escribir.

¿Escribís ya con la idea de lo que querés contar o te dejás llevar por lo que aparece frente a la página en blanco?

Necesito saber a dónde voy, porque me gusta ser concreta y directa. Pero si sé demasiado, me aburro, atravesar la historia pierde sentido. Así que necesito cierto balance entre esos dos extremos. Pero no me gusta atarme a las ideas. Si no funcionan, las aparto y paso a otra cosa, o regreso a ellas pero desde un lugar completamente diferente. Sobre la pared frente a la que escribo tengo colgada una frase de Daniel Clowes que ya me salvó más de una vez: "Hay que aprender a tirar a la basura una historia y volver a usarla en la siguiente sólo como influencia".

¿Sos de corregir mucho? ¿Releés en la computadora o necesitás del papel?

Corrijo mucho durante la propia escritura, voy y vengo una y otra vez sobre un mismo párrafo. Cuando el texto empieza a cerrarse corrijo en la computadora, y ya hacia el final intento tomar distancia de él. Esto puede ser imprimirlo, leerlo en el “kindle”, leerlo en voz alta, cualquier cosa que me ayude a verlo de otra manera.

¿A quiénes confías tus textos antes de que lleguen al editor?

Amigos que son buenos lectores, o escritores. Y esa lectura es la más importante para mí. Es más, no sólo doy a leer las cosas antes de publicarlas sino durante el propio proceso de escritura. Soy muy controladora con el lector, necesito saber dónde está parado en el texto todo el tiempo, dónde y cómo. Creo que justamente esa es una de las cosas más difíciles de la escritura: entender con toda precisión qué es lo que está contando tu texto, más allá de lo que uno quiso decir. Un lector de confianza y generoso, puede hacer un recorrido atento por tu texto y darte pistas muy claras de todo lo que podría no estar funcionando exactamente como uno quisiera.

¿Cómo recibís la mirada del otro? ¿Puede llegar a frustrarte?

Me frustra justamente que ese recorrido por mi texto no funcione como yo quisiera, pero eso es casi siempre culpa del texto, no del lector: es una frustración que tiene que llevar otra vez a la escritura, es parte del proceso.

¿Cuándo sentís que una obra está terminada?

Siempre hay cansancio y hartazgo, porque uno trabaja, y reescribe, y corrige, y saca, y la relación que uno tiene con el material va gastándose, va perdiendo algo de la intensidad emocional que tenía en su primer borrador. Pero ese trabajo, si va por buen camino, debería también delinear la historia con mucha más precisión, afilarla, llevarla hacia una zona todavía más interesante. Si después de todo ese trabajo, leo el texto y vuelve a provocarme esa emoción fuerte que en un principio impulsó su escritura, entonces confío otra vez en él. Es un texto que puedo publicar. Tener el libro en la calle me desembaraza al fin de esa obsesión, ya es un problema sin solución, y puedo pasar a otra cosa.

¿Cambió tu manera de escribir al saber que hoy sos una autora muy leída?

No puedo escribir si hay alguien más metido en mi cabeza. Puede ser que el susto de la exposición me haya bloqueado varias veces, sí. Pero una vez que la escritura empieza, recupero mi soledad. Lo que sí cambió, y en el buen sentido, es que escribir siempre me hizo sentir un poco culposa. Muy pocos de mis amigos viven de lo que les gusta. Cuando escribir no era mi actividad principal era difícil perdonarme a mí misma tantas horas de escritura que no dedicaba a hacer dinero, o a ocuparme de otras cosas importantes que pasaban a mi alrededor. Ahora, la visibilidad cargó la escritura de una responsabilidad que me hace bien: todos los días me levanto y trabajo al menos seis horas alrededor de la escritura, y lo vivo sin culpas. Pienso "a esto me dedico", tengo una profesión, soy una persona normal.

¿Te condiciona de alguna manera saber que te leen en distintas partes del mundo?

En absoluto. Me gusta saber que me leen en tantos otros idiomas, por supuesto. Pero así como soy muy controladora con lo que escribo, y me preocupa cómo se mueven mis libros en el habla hispana, me desentiendo completamente cuando se trata de otros idiomas. Ojos que no ven.

¿Qué es lo que te sorprende del lector?

Pueden ser muchas cosas, hay todo tipo de lectores. La sorpresa más linda es en realidad la más esperada, y es cuando un lector lee el tono, la emoción y la idea de un cuento tal como yo quería que se leyera. Es una sorpresa porque ese espejo exacto es también un milagro. Es como haber trabajado durante años para enviar una señal a otro planeta y de pronto obtener una respuesta.

¿Qué es lo que más agradecés de ser escritora?

Que me puedo dedicar a lo que me gusta y ese es un privilegio de muy pocos. Es un gran privilegio dedicarse a lo que a uno le gusta. También, ahora que hablábamos de las fobias sociales, cuando yo era pre-adolescente, a mis diez años, tuve una crisis muy grande con el lenguaje. Yo me siento muy ducha, muy hábil, poniendo lo que pienso sobre el papel, me siento muy torpe con el lenguaje hablado, extremadamente torpe. Me cuesta muchísimo y yo creo que en algún punto, alrededor de esa edad, yo me di cuenta que el lenguaje hablado era incluso más importante que el escrito para muchas cosas, y que si quería triunfar en eso, iba tener que dedicar mi vida entera a tratar de convertir ese patito feo que era yo en alguien que pudiera comunicarse efectivamente con los demás. Yo creo que elegí la literatura por eso, porque es una especie de cruzada personal, de decir “no puede ser que el lenguaje siempre me esté jugando tan malas pasadas”. Dedicarme a la literatura fue también la ventaja de poder dedicarle tanto tiempo a algo con lo que yo me llevaba tan mal que me dio la oportunidad de por lo menos sentir que me estaba comunicando con los otros con cierta normalidad gracias a todo mi esfuerzo. La normalidad en realidad es algo que perseguimos todos, todo el tiempo, es la sensación de pertenecer.

En “La respiración cavernaria”, la protagonista es una mujer que padece Alzheimer y guarda en cajas todas sus pertenencias esperando el momento de la muerte mientras el mundo circula de manera extraña.

Hace varias generaciones que las mujeres de mi familia mueren con Alzheimer. Todas las muertes implican una pérdida progresiva de las distintas partes del cuerpo. Pero cuando lo primero que se pierde es la memoria, se pierde en realidad todo: la vida, los recuerdos, los afectos; lo único que queda es el cuerpo y su dolor. Y la angustia de la muerte, que es una muerte rodeada de desconocidos, todo es amenazante y desconcertante, incluso la persona que te mira del otro lado del espejo. Es una muerte a la que siempre le tuve muchísimo miedo. Evidentemente nos sigue costando mucho aceptar que, en algún punto de nuestras vidas, vamos a morirnos. Si no, ¿cómo puede ser que el mundo haya dado pasos tan grandes a nivel moral y tecnológico en tantas direcciones menos en la de la muerte?

15 de marzo de 2018

Samanta Schweblin: "Nos sigue costando mucho aceptar que, en algún punto de nuestras vidas, vamos a morirnos" (I)

Samanta Schweblin (1978) es, hoy por hoy, la escritora argentina más destacada a nivel internacional. Egresada de la carrera de Diseño de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires, tras trabajar un tiempo para una agencia de diseño gráfico, varias becas otorgadas por diferentes instituciones la llevaron a vivir desde 2009 en lugares distantes como México, Italia y China, hasta que, en 2012, se instaló en Berlín, ciudad en la que dictó talleres literarios en el Instituto Cervantes primero y ahora lo hace en su departamento para el público de habla hispana. No son talleres de lectura ni de teoría como tal, sino exclusivamente de producción de gente que ya tiene su proyecto literario. Expatriados argentinos, chilenos, mexicanos, colombianos, guatemaltecos, venezolanos, dominicanos y españoles concurren allí un par de veces a la semana para -según palabras de la escritora- “discutir sobre el lenguaje en el texto dentro de una atmósfera de camaradería e intimidad y aprender a leer lo que dicen esos textos”. Hasta el momento lleva publicados cuatro libros: la novela “Distancia de rescate” y los tomos de cuentos “El núcleo del disturbio”, “Pájaros en la boca” y “Siete casas vacías”, varios de los cuales han sido traducidos a más de veinte idiomas. Dueña de una literatura minuciosa y oscura, sus historias indagan en la frontera entre la vida ordinaria y una realidad inquietante donde prevalecen el miedo, la locura, la incomprensión, las crisis personales, las perversiones o el deterioro físico. Para ella, el portal que une las dos dimensiones siempre está abierto y así, en sus libros, un oficinista puede quedar varado eternamente en una estación de tren por no tener cambio para pagar el boleto, una adolescente puede empezar a alimentarse de pájaros vivos de un día para el otro, una madre y una hija pueden deambular por barrios residenciales buscando cualquier pretexto para deslizarse en las viviendas y sustraer objetos sin valor, una mujer puede escribir breves notas para organizar sus días mientras anhelando fallecer tras contemplar la muerte accidental del hijo de una vecina, o una joven madre de ciudad puede vivir obsesionada por proteger a su pequeña hija en un bizarro pueblo perdido en la llanura argentina, entre herbicidas letales, un profundo arroyo contaminado y animales muertos por doquier. Cosas extrañas, hipnóticas y aterradoras contadas con una narrativa críptica, de arquitectura perfecta y que poco a poco va atando cabos en la cabeza del lector. “Sobre lo que duele, sobre eso escribo -reflexiona la autora-. Sobre lo que no puedo entender sobre espacios o sentimientos en los que necesito probarme. Siempre rondan cuestiones de aislamiento, de relaciones humanas, de miedos sobre la pérdida y la muerte, de relaciones familiares y de violencia”. Lo que sigue es la primera parte de un compendio editado de una serie de entrevistas que la multipremiada escritora concedió a Verónica Abdala (revista “Cabal”, diciembre 2015), Letizia Valeiras (revista “Ideas de Izquierda”, marzo 2016), Fabiana Scherer (revista “La Nación”, marzo 2017), Marcela Fuentealba (revista “Paula”, octubre 2017), Palo Valencia (agencia “Pousta”, enero 2018), Ángela Lang (revista “Diners”, febrero 2018), Juan María Fernández (revista “Viva”, febrero 2018) y Astrid Donoso Henríquez (fundación “La Fuente”, febrero 2018). 


¿De dónde creés que surge tu impulso de contar?

Es algo que siempre me gustó. Cuando era chica, tenía una colección de cincuenta autitos, algo inédito para una nena. Los varones se acercaban entusiasmados para jugarme carreras, pero a mí no me interesaba: yo hacía actuar a los autos. En una hoja dibujaba el escenario -una casa, por ejemplo- y empezaba la acción. Cada auto era un personaje con una personalidad particular: no era lo mismo un Mustang que un Fitito. Los hacía actuar, los ponía en crisis, al borde de la muerte. En un momento me sentía súper adulta porque leía a Stendhal y, al mismo tiempo, me preguntaba por qué seguía jugando con autitos mientras otras chicas tenían novios. Me daba mucha vergüenza. Después me di cuenta de que, en ese momento, estaba jugando a escribir. Evidentemente, siempre tuve el impulso de armar lío sobre el papel.

¿Cómo llegás a la literatura y al cuento?

Empecé a leer a empujoncitos de mi familia. Mi abuelo materno fue de quien tuve mi formación emotiva y artística. Recuerdo que él me leía muchísimo. Leía poesía, era fanático de Gabriela Mistral. Mi mamá era una gran lectora también y me leía muchísimo. Tenía esa pequeña biblioteca de clase media argentina en que estaban todos los que ahora son clásicos del boom: algún librito de Cortázar, alguno de Juan Rulfo, algunos ejemplares de Kafka. Esos fueron los libros de literatura adulta que llegaron por primera vez a mis manos y que fueron fundamentales, hicieron mella en mí. Y después empecé a ir a talleres literarios alrededor de los diecisiete años y con ellos vino la oleada norteamericana. Se leía muchísimo en ese momento y así llegaron Carver, Cheever, Salinger, Flannery O’Connor. En mí, hay algo de esa combinación de lecturas y que se traduce en mi escritura. Me encanta el mundo latinoamericano: su voluptuosidad, oscuridad, sus mundos intrincados. Pero yo tengo una prosa muy clara, muy minuciosa que viene de esta otra escuela.

¿A quiénes considerás tus maestros? ¿Qué escritores te influenciaron? Hay en tus primeros cuentos varios puntos de contacto con los cuentos de Salinger, ¿fue una decisión?

Siempre digo que tuve dos grandes influencias. Primero los latinoamericanos, con los que me enamoré de la literatura: Bioy Casares, Di Benedetto, María Luisa Bombal, Horacio Quiroga, Juan Rulfo, Felisberto Hernández. Y luego los norteamericanos que te nombré más Eudora Welty, Grace Paley, Hemingway, Donleavy, Yates... con los que aprendí a escribir. Luego, algunos raros que me marcaron muy fuerte, como Kafka, Dostoievski, Becket, Pinter… Y muchos descubrimientos nuevos que siguen influenciándome, como Agota Kristof, Elizabeth Strout, Amy Hempel, Colm Tóibín…

En tu obra abunda un elemento desconcertante y sutil que honra el suspenso sin llegar a resoluciones, la tensión de los finales inconclusos pero que ofrecen otro tipo de recompensa al lector; un recurso usado por coétaneos tuyos como Julio Cortázar y Antonio Di Benedetto.

Yo creo que en eso influyeron mucho mis lecturas adolescentes con ese tipo de género. A mí me gustaba mucho leer a Cortázar, a Antonio Di Benedetto y Adolfo Bioy Casares. Esos escritores, de los que llamamos ahora el cuento rioplatense, que se escribe de las dos orillas del río de la Plata, entre Argentina y Uruguay. Es un cuento muy en la línea de lo fantástico, porque nunca termina de concretarse, y si se concreta es en la cabeza del lector. Con “Pájaros en la boca” casi todas las historias son factibles de suceder y sin embargo se cataloga como literatura fantástica y eso augura que es un libro en algún punto es amenazante.

¿Por qué decir lo fantástico y no quedarse con el título tan latinoamericano del realismo mágico?

Es una pregunta que hasta los propios argentinos nos hemos hecho, que es nuestra manera de pensar. Mi visión es que quizá hay algo geográfico y social que hace que, por ejemplo, la mitad de nuestros abuelos, no reales de sangre sino que literarios, la generación de la que estamos hablando, sean extranjeros. Eran españoles, eran italianos. Esa migración llegó a una ciudad y a un mundo que desconocía, pero viniendo de sociedades muy asentadas, ya muy realistas, no como un país centroamericano que se está todavía repensando desde un lugar onírico, lugar del realismo mágico, en contacto con los mitos y la tierra. Esta fue una sociedad por un lado más urbana, pero por otro lado sin raíces, en una ciudad que le era extraña. Esta palabra es la que caracteriza a esta literatura. Muy cerca del campo, un escenario de muchas escenas de terror en nuestra literatura, de la pampa, del río, de las zonas del delta, creo que ahí hay una distancia con lo natural que lo vuelve extra natural, extraño. Pero es una hipótesis personal.

¿Es por eso que la tensión es el elemento característico de tu escritura?

Es algo que me gusta mucho como lectora. Para entregarme a un cuento necesito que lo que el narrador sea por un lado muy autoritario en el buen sentido, de que merece respeto, él sea quién me domina a mí y no yo a él. Ese tipo de narrador que te deja enseguida claro de que es lo que está haciendo y que no te va a hacer perder el tiempo. Al momento de sentarme a escribir, escribo también como lector, trato de trasladar esa sensación a mi propia escritura, o sino no valdría la pena escribir. Necesito sentir como lectora que va detrás de sus propios pasos como escritora que una historia mía tiene esa promesa, si no, me aburro. Me parece que la tensión, que tiene tanto de inminencia, de miedo, un poco de terror del suspenso, también tiene algo de divino que te lleva a un estado de máxima atención. Para mí, llevar a un lector a ese lugar es oro puro y yo como lectora, cuando estoy en ese lugar, es un estado de entrega máxima para con la historia. Siempre estoy tratando de empujarlos a ese lugar.

¿Qué es lo importante para vos a la hora de escribir? ¿Cómo lográs construir esa tensión que atraviesa toda tu literatura y que nos hace leerte al borde de la silla de principio a fin?

Me gusta la tensión, quizás porque soy muy distraída y necesito que un texto me sostenga fuerte, me demande, me envuelva. Es algo que siempre exigí como lectora. Y con tensión no me refiero a la intriga del thriller o del terror. Hay algo más, a veces incluso puede ser muy sutil. Esa sospecha de que se descubrirá algo nuevo, o de que en la travesía podríamos pensar en algo en lo que nunca antes habíamos pensado. La gratificante sensación de que, a cambio de nuestra lectura, el texto nos devuelve algo. Así que cuando escribo busco también esto, es que creo que la literatura siempre gira alrededor de estas energías de la tensión y la atención.

En varias de las entrevistas a escritores y escritoras que hicimos en esta revista repetimos la misma pregunta, que es también una discusión que los atraviesa, sobre la llamada “nueva narrativa argentina”, ¿te sentís parte de ella? ¿Existen para vos cosas en común en esa nueva generación de escritores?

Me siento parte de una generación a la que le ha tocado vivir cambios y experiencias comunes. Los primeros y no muy productivos entreveros entre literatura e internet, la fluida comunicación con otros escritores de Latinoamérica, el disparo de nuevas y muy buenas editoriales independientes que le devolvieron a los libros la espontaneidad, la diversidad y la calidad que los grandes monstruos editoriales habían ido lavando. En ese sentido han pasado muchas cosas que nos marcan y nos forman como generación. Pero creo que en el sentido estricto de la escritura somos heterogéneos, escribimos desde mundos, géneros y poéticas muy distintas. También, en general, somos una generación que se lee mucho entre sí, y se lee bien. Quiero decir, se lee con apertura, nutriéndose y pensándose a sí misma con generosidad y curiosidad, más allá de los géneros, las políticas y las estéticas.

Dentro de esos nuevos escritores destacados hay varias mujeres, aunque en el género de la literatura fantástica o del absurdo, que trabaja, como lo hacés vos, en ese límite entre lo real y lo extraño, predominan los hombres. ¿Cómo es para una escritora entrar en este universo? ¿Te tocó lidiar con estas etiquetas sobre lo que debería escribir una mujer?

Por supuesto. Bajo la etiqueta de cuentista, a veces te preguntan si escribís “cuentitos para chicos”. O hay que bancarse que, como halago, a una le digan que escribe como hombre. Pero es parte del juego, todos lidiamos con las etiquetas, los hombres también. Y a veces -en algunos ámbitos- luchar contra ellas también es subrayarlas. Creo que en literatura lo mejor que podemos hacer las mujeres para ganarnos nuestro espacio es escribir lo más genuina y furiosamente posible.

Hace ya un tiempo dijiste en una entrevista que tratabas de alejarte de lo femenino, cuando en tu literatura justamente lo cotidiano, lo familiar y filial habita en tus cuentos. Algo que se vincula mucho con lo que se ha llamado femenino.

Eso fue hace un tiempo, pues tenía este prejuicio sobre lo que otros habían catalogado como literatura femenina. Yo no había hecho la diferencia entre lo que la literatura femenina, que es una literatura de género como lo es el policial o la de terror, y la literatura escrita por mujeres. Y a mí me producía mucho rechazo, porque me aburría, me parecía mal escrita, no me interesaba ni un poquito. Pero claro, ya tras el segundo libro me empecé a dar cuenta de que todos mis temas eran de una idiosincrasia femenina, que tenían que ver con la mujer, que hablaban de la maternidad, del embarazo no deseado, las relaciones padres-hijos, madre-hija, adolescencia femenina, el aborto. Todos esos temas estaban ahí  y aparecen de manera natural, pues al final soy una mujer escribiendo.

No es novedad que hoy es el momento de rescate de la literatura escrita por mujeres. Muchas de ellas, que habían pasado antes desapercibidas, son ahora salvadas del olvido y se instalan orgullosas junto a nuevas escritoras. Todo este fenómeno ha tenido algunos detractores. En España, por ejemplo, estos debates por la prensa han tenido como tristes protagonistas a Javier Marías o a Arturo Pérez Reverte hablando de que hoy se publican a demasiadas mujeres y de que habría que leer a las canónicas, como si Jane Austen, las hermanas Brönte o la misma Virginia Woolf no sufrieran los embates de ser mujeres escritoras en un mundo de hombres. ¿Qué te parece todo este ir de columnas, respuestas y declaraciones?

Me parece que está genial lo que está pasando. Hace diez años atrás cuando me preguntaban cuáles eran mis autores preferidos había una o dos mujeres en mi lista. Y esto es finalmente porque nosotros no elegimos nuestras lecturas. Y no es porque los libros nos eligen a nosotros y toda esa idea romántica. Esto es porque hay un mercado detrás, que dice qué se lee y qué se publica. Y después uno va y compra esas novedades pensando que está eligiendo: uno no elige lo que lee, es muy difícil elegir de verdad lo que lees. Me acuerdo de que hace muchísimos años descubrí a María Luisa Bombal, yo hablaba de ella y nadie la conocía. Nadie sabía quién era, ni en el mundo literario. Y eso ha cambiado muchísimo y yo llegué a ese libro de pura casualidad. Mi destino era no encontrarlo. Y las mujeres escritoras en esa época parecían como estas tías locas que uno escucha hablar y de la que luego se da cuenta estuvieron diciendo verdades todo el tiempo, sólo que uno no las escuchó porque estaba escuchando al señor de la familia.

¿Qué opinión te merece el feminismo actual? ¿No te parece que se abusa de la preeminencia del género?

Siempre hay extremos, por supuesto, pero el promedio no lo considero exagerado, sino todo lo contrario. Creo que es un momento interesante para ser mujer. Porque sí, es verdad, la desigualdad de derechos y oportunidades sigue siendo muy despareja, sigue siendo -en algunos sectores- hasta abusiva, injusta y peligrosa. Pero es una tendencia que está cambiando. Así que es un momento interesante no sólo para luchar por eso, sino también para pensar qué vamos a construir en esos nuevos espacios que estamos ocupando, qué necesitamos reformular. Lo que quiero decir es que creo que es un muy buen momento para pensarnos, y la literatura es un gran espacio para eso.

A pesar de vivir en Alemania seguís situando tus historias en Argentina. En “Distancia de rescate” tocás una problemática muy propia de Argentina como son las consecuencias del uso de agrotóxicos en el campo. ¿Qué te llevó a cruzar tu nouvelle con esa cuestión? ¿Tiene que ver con hacer una denuncia social?

Vivo en Alemania pero sigo pensando y escribiendo en Argentina, y creo que será así por lo menos por un tiempo más. Hoy por hoy necesitaría una excusa muy fuerte para escribir sobre Alemania porque mi mundo sigue estando anclado en Argentina. Lo primero que surgió durante la escritura de “Distancia de rescate” fue la relación entre Amanda, Carla, Nina y David, y todo el tema de las migraciones. El glifosato fue una búsqueda posterior, cuando entendí el tipo de accidente que estaba necesitando para contar esta historia. Pero llegué a él por mis propias preocupaciones como ciudadana argentina. Hacía tiempo que venía siguiendo con espanto las políticas sojeras y las consecuencias nefastas de las fumigaciones con glifosato en la gran mayoría de los productos que consumimos. Así que fue un gran alivio poder volcar algo de todo ese horror en el libro. Estuve tentada de poner nombres y marcas muchas veces, pero la literatura no puede ser informativa con estas cosas. Si logro transmitir algo del horror que me provocó como argentina entender lo que está pasando en este momento en el campo argentino, me doy por satisfecha.

Es una novela que plantea un tema muy actual, político y social. El campo que ha dejado de ser lo que era, como lo hace John Berger en su libro “Una vez Europa”. ¿Cómo se gestó?

El campo, que era lo más idílico y bucólico, ya no lo es. Yo ya tenía muy presente, como ciudadana argentina, el tema de los agroquímicos: me impresionaba e indignaba, pero por sobre todo me daba mucho miedo. Pasar por un supermercado y ver que todos los tomates se ven iguales, perfectos y no saben a nada. Es terrorífico. Esto es algo que yo tenía ahí, latiendo. Y la idea nació con un cuento que falló, como cualquier novelista que viene del cuento le debe pasar esto: uno siempre trata de escribir un cuento, que es lo que te gusta, esa cosa brutal, contundente. Y a veces salen mal y se necesitan ciento cincuenta páginas más para lo que debía contar en veinte. Le daba vuelta y vuelta, y no había manera hasta que apareció la voz de David y se convirtió en un momento de inspiración donde uno descubre una clave.

“Distancia de rescate” fue primero un cuento de “Siete casas vacías”, ¿qué fue lo que te llevó a transformarlo en una novela?

Simplemente, no funcionaba. Fue un cuento que reescribí muchísimo, ya no recuerdo cuántas veces, y no me conformaba. Fue en uno de esos tantos borradores que apareció la voz de David. Cuando David habló, lo ordenó todo. Cuando David le pregunta a Amanda, constantemente, ¿qué es lo importante?, también me lo estaba preguntando a mí, obligándome a no bifurcarme, a avanzar lo más rápido posible pero también atenta a cada detalle. Descubrí que era una historia que necesitaba introspección, la revisión y la búsqueda que sólo un diálogo intenso entre dos personas me podía dar, y sobre todo, necesitaba ciento treinta páginas más de las que yo estaba acostumbrada a manejar.

La voz de David tiene una voz muy particular… una voz terrorífica.

Ingenua y terrorífica al mismo tiempo. Es la de un niño que habla como adulto, una voz carrasposa que tenía una sabiduría que parecía venir de otro lugar, incluso por ahí de la muerte. Que tenía información vital. Cuando surge él, entendí que todo debía ser un diálogo entre Amanda y David. Yo ya sabía de qué iba a tratar la historia y bueno, comencé a atar cabos.

Y de pronto era una nouvelle y no un cuento.

Quizás como cuentista fui muy conservadora, en el sentido en que recibo las ideas. O sea, que cualquier idea era entonces un cuento y punto. No había nada que discutir. No estaba abierta a que pasaran otras cosas. Y este “cuento” se zarandeó de un lado a otro, casi como si estuviera luchando con una soga hasta que dice: señores esto ocupa doscientas páginas. ¡Fue brutal! Si bien fue un cuento que costó mucho construirlo en mi cabeza, una vez que estuvo se escribió rapidísimo.

¿Tenés alguna opinión particular de este género? En varias entrevistas dijiste que elegís, con “Siete casas vacías”, volver al cuento. ¿De dónde parte esta elección para vos?

No lo siento como una elección. Es algo que trae la propia idea, creo que en el germen de una idea ya hay una pista del género, la extensión, la voz, el ritmo. De todas formas estoy muy curiosa con lo que está pasando con las nouvelles. Creo que lo mejor de mis últimas lecturas tuvieron que ver con este género. Hay una intensidad, que viene del cuento, y a la vez una profundidad, que da la extensión de la novela, que me resultan muy atractivas.

Ricardo Piglia, en una entrevista, le otorgaba algunas características particulares al género de la nouvelle, que le distingue de la novela larga y del cuento, como la de mantener un secreto, “un sentido sustraído por alguien” alrededor del cual juega el texto y se construyen sus intrigas y sus redes, algo muy presente en tu escritura. ¿Cuál es tu visión?

Es muy interesante la distinción que hace Piglia entre cuento y nouvelle. La idea de un final que en el cuento coincide con el propio final del cuento, y en cambio en la nouvelle está puesto en otro lado. La ambigüedad extrema de la nouvelle, en la que nunca sabemos si la historia que pensamos que se ha contado es la que verdaderamente se ha contado. Pienso en algunas de mi nouvelles preferidas, como “Muy lejos de casa” de Paul Bowles, o “El nadador en el mar secreto” de William Kotzwinkle, o “El ruletista” de Mircea Cartarescu, y son libros que cumplen perfectamente con estas tendencias.

Decías que vivís en Berlín, pero tus historias siguen atadas a Argentina. ¿Por qué?

Argentina es mi país. Para mí, incluso hoy, lo natural es pensar historias que ocurren en Buenos Aires, no en Berlín. No es una decisión que tome, sino algo que exuda el texto: mi bagaje es el lugar donde nací, la clase media, la provincia de Buenos Aires.

¿Tenés pensado volver a instalarte en la Argentina?

No sé, es una pregunta que yo también me hago. Me gusta Buenos Aires, siempre pienso en volver. Pero también me gusta la aventura que implica vivir en un país que todavía no entiendo del todo, vivir lejos de casa sigue siendo algo muy disparador para la escritura y muy poderoso para seguir pensándome a mí misma. En lo personal, creo que todavía me quedaré unos años más en Berlín, escribiendo, estudiando alemán, dando mis talleres literarios en español y viajando a veces un poco.

También comentaste que Berlín te acercó a América Latina. ¿Por qué?

Bueno, estar lejos siempre da más perspectiva y en Berlín la comunidad latinoamericana es cada vez más y más grande. En mi recorrido de casa al súper suelo contar la cantidad de veces que escucho el español en cada excursión, y el promedio no baja de dos o tres veces cada salida. Somos muchos, y el número sigue subiendo. Entonces, los amigos, los problemas de esos amigos y las noticias que se discuten con esos amigos, ya no son sólo argentinas, son latinoamericanas.

¿Cómo te va en Berlín?

Los años que vivo en Berlín han sido los años más productivos de mi vida. Lejos de Buenos Aires, y sin dominar bien todavía el alemán, mi mundo se convirtió en un espacio mucho más pequeño, es un aislamiento buscado que me ayuda a sumergirme en mi trabajo. Creo que vivir como extranjera también tiene que ver con la escritura. Muchas cosas están aún cargadas de gran extrañamiento, uno siempre está corrido de lugar, hasta las cosas más simples pueden suponer nuevos descubrimientos o absurdos malos entendidos. Y es de ese desfasaje entre lo que creo que son las cosas y lo que las cosas realmente son que surge gran parte de mi material de escritura. Vivir como extranjero es vivir constantemente en alerta y, a la vez, asumir que es imposible entenderlo todo, asumir lo extraño y lo desconocido como parte de la normalidad.

México, Italia, China, Berlín… has vivido en muchos lugares. ¿Cómo funciona tu biblioteca? ¿Qué libros llevás a todas partes?

Los viajes a China, México e Italia fueron viajes largos pero no llegaron a ser vivir en otro lugar. No me llevé mis cosas. Cuando me fui a Alemania sí, porque yo sabía que iba a estar un año entero ahí mínimo. Y a la vez era imposible, impensable; la verdad yo no sabía que me iba a quedar, entonces solamente hice una selección de libros para sobrevivir en ese año entre los que estaban por ejemplo los "Cuentos completos" de Flannery O’Connor porque los estaba releyendo en ese momento; había algunos ejemplares de Kurt Vonnegut que lo estaba leyendo en ese momento por primera vez; “El tercer policía” de Flann O’Brien, de ese no me quería separar; tampoco de “La geometría del amor” de Cheever, de “Cuentos de amor” de Sara Gallardo. Me llevé cuentos. Me pasó que muchos son antologías, era la manera más efectiva de llevarme como un abanico de cada uno de mis autores preferidos de ese momento. Y después estar en Berlín sin mi biblioteca fue una sensación bastante rara. Vivir en una casa en la que había diez libros por primera vez en mi vida era la orfandad, un símbolo muy fuerte de la orfandad literaria. Pero también fue un buen momento, creo que en mi imaginario yo pensé que de a poco me iba ir mudando mi biblioteca de Buenos Aires, iba poder reunir mis libros y lo que pasó fue otra cosa que creo que fue mejor, es que en realidad durante muchos tiempo recordé esos libros que había leído con mucho amor y con muchas ganas de leerlos y en vez de volver a esos libros, volví a otros que no conocía, que por ahí eran hermanos a esas lecturas, o autores cercanos, autores nuevos que sólo podía conocer por estar en Berlín. Lo curioso es cómo cambió radicalmente mi biblioteca. Es como la vida y como mudarse, qué sano es colonizar territorios nuevos e impensados para uno. Y eso te obliga a volver a tomar un montón de decisiones que vos ya habías dado por sentado.

¿Qué libros recomendás en tu taller literario en Berlín?

Son libros que uno puede ver enseguida que son los de circulación obligatoria en el taller, porque claro, viviendo en Berlín, ese taller se usa un poco de biblioteca y todos mis alumnos leen de mi biblioteca. Hay cuatro cinco libros que están notablemente más gastados que los demás, cuando en realidad son libros que tienen cuatro cinco años pero parece que tuvieran cincuenta. El más gastado de todos es “Aquí empieza nuestra historia”, que son los cuentos completos de Tobias Wolff, que para mí es uno de los grandes cuentistas norteamericanos, uno de los que más admiro. Otros libros muy gastados son los cuentos de Salinger, “Olive Kitteridge de Elizabeth Strout y “Muy lejos de casa” de Paul Bowles. Son libros que a mí me impactaron mucho. “El nadador en el mar secreto” de William Kotzwinkle, otro norteamericano. Como verás son casi todos cuentos o nouvelles.

¿Qué es lo que más extrañás de Buenos Aires?

Extraño las noches largas e hiper sociables. Eso de que la noche empieza a las 10 pm. y todavía uno no haya comido, no haya ido al cine, no haya ido a tomar algo a un bar. Eso lo extraño. Y también la espontaneidad de los encuentros, sentir a las 19:30 que sería ideal tomarse un vinito con un amigo y estar a las 20:00 sentado con ese amigo en el bar de la esquina, eso es imposible en Berlín.

En una entrevista dijiste que estás muy alejada de la academia, que no te sentís para nada una intelectual. ¿Podés contarnos más sobre eso?

Es que tengo un gran respeto por la academia, por los teóricos. De verdad, hay que salir de Argentina para entender -y esto siempre hablando en líneas generales-, lo analíticos, profundos y complejos que somos a veces los argentinos cuando nos sentamos a pensar. Admiro eso, y quizá lo admiro tanto porque justamente me siento bicho de otro rebaño. Mi formación “artística” -si es que existe algo así- empezó a mis seis años, de manos de mi abuelo materno, que era artista plástico, grabador. Mi formación viene de un taller en el que se trabajaba con tintas, chapas, ácidos, buriles. Vengo de una familia de artistas plásticos y se me entrenó desde chica para ese mundo de lo visual, de lo tangible.