22 de marzo de 2018

Samanta Schweblin: "Nos sigue costando mucho aceptar que, en algún punto de nuestras vidas, vamos a morirnos" (II)

Samanta Schweblin empezó a formarse en talleres literarios cuando tenía doce años. El primero, en el colegio, fue algo rudimentario. En dos cuatrimestres leyeron apenas un par de cuentos, pero eso bastó para que ella escribiera sus primeras historias acostada en el piso del aula. En su casa la lectura era casi una religión. Sus padres le leían desde muy corta edad y su primera experiencia con las letras la tuvo a los siete años con la redacción de un diario en el que, estimulada por su abuelo, escribía todo lo que hacía en cada jornada. “Mi abuelo era artista plástico y grabador -recuerda-. Íbamos a museos, al teatro, al cine, visitábamos a sus amigos, que eran todos unos personajes increíbles. A él le gustaba asustarme, ponerme a prueba. Quería entrenarme para la supervivencia del artista, y esto incluía robar relojes antiguos de la feria de Dorrego, viajar sin boleto en los trenes, cruzar a la isla Maciel en bote y un montón de historias y anécdotas insólitas. En el diario, después de la entrada de cada día, elegíamos una estrofa de algún poema de nuestras dos grandes heroínas, Alfonsina Storni y Gabriela Mistral, y lo transcribíamos como conclusión del día”. A los diecisiete años empezó a madurar sus textos en talleres más formales en el centro de Buenos Aires, pero los descartó después de presenciar un par de clases como oyente. “Lo que pasaba ahí era interesante, pero no tenía nada que ver con el acto de la escritura, con la cocina literaria. Era algo absolutamente distinto de lo que yo buscaba, que era aprender a contar una historia”. Lectora compulsiva, a los veinticuatro años llegó al taller de la cuentista, novelista y ensayista Liliana Heker (1943) donde cambió su manera de trabajar para siempre. “Fue la única escuela seria que tuve -dice-. Fue fundacional porque Liliana es una gran autora y una gran maestra”. Al poco tiempo publicó su primer libro. “Creo que me dediqué a la literatura -confiesa- porque era una guerra demasiado importante para mí, la única manera de llegar realmente algún día a hacerme entender, y todavía estoy en plena lucha”. Para la crítica especializada, la eficacia de sus relatos se basa en la selección de anécdotas y situaciones a través de las que ofrece su poco complaciente punto de vista. Sus narraciones se asemejan a pesadillas hechas realidad dado que aborda lo real desde su reverso fantasmagórico y lo fantástico nos remite a la oscuridad de lo real. Éste se presenta en una vertiente del absurdo que a ratos duele y a ratos conforta. Su gran cualidad consiste en armar un mundo particular que se parece al normal pero donde algo no cuadra del todo. Una especie de rendija por la que se escapa lo cotidiano y se filtra lo extraño, lo perturbador. A continuación, la segunda parte del resumen editado de algunas entrevistas que la escritora concedió a diversos medios en los últimos tres años.


¿Cómo fue el recorrido que hiciste hasta convertirte en escritora? ¿Por qué decís que fue una guerra con vos misma?

No recuerdo ahora a qué pude referirme con “una guerra contra mí misma”, aunque casi todo lo que hago tiene algo de esta eterna batalla. Empecé a escribir para desaparecer: si escribía, o leía, todo se me perdonaba. En la primaria, al que se distraía en matemáticas le ponían un cero, pero si yo escribía la profesora Elvira -que hoy en día sigue felicitándome y mandándome “besotes” por Facebook- me perdonaba cualquier tipo de distracción. En la secundaria estaba muy mal visto eludir los recreos y no sociabilizar, pero si te quedabas leyendo o escribiendo, un aura de misterio perdonaba las desapariciones sin grandes castigos. Después vinieron algunos talleres literarios, los primeros grandes maestros, y fui enamorándome de ese mundo, entendiéndolo de a poco. La carrera de cine también ayudó. Y por supuesto, mi paso por el taller de Liliana Heker.

¿Cuánto aportó el cine a tu escritura?

Supongo que mucho. No sólo por un tema generacional sino porque, llegado el momento de elegir una carrera, entre Letras y Cine me decidí por lo segundo, y creo que fue una buena elección. Siento que aprendí mucho más sobre cómo se cuenta una historia viendo decenas de películas por semana, escribiendo guiones y, sobre todo, editando noches enteras, que lo que hubiera aprendido en una carrera únicamente teórica, como era en ese momento la carrera de Letras. A veces podías pasarte horas discutiendo qué era mejor para la historia, si cortar una escena al minuto y medio o al minuto y cuarenta segundos. Podías entender por qué, a veces, era mejor que las mejores escenas quedaran afuera, o en qué momentos, aunque no había nada importante que mostrar, la historia necesitaba un silencio, un espacio para que el espectador pudiera respirar. Son procesos que tienen mucho que ver con la cocina literaria. Sí, creo que el cine me aportó mucho.

Haber dejado el cine por la literatura parece un paso algo natural, leyendo tus relatos.

Sí. Fue un buen camino, aunque me generó muchas dudas en el medio. Yo estaba en la disyuntiva pues iba a estudiar Letras, que hubiera sido lo más normal, o Cine. Y a mí me parecía que Letras era una carrera teórica y lo que me interesaba era contar una historia y la teoría no tiene nada que ver con la cocina de la literatura. Tiene que ver con lo literario, es otra mirada, pues el cine se trata de cómo contar una historia y allí aprendí mucho sobre estructura, sobre la valoración del tiempo, de dónde se pone la cámara, donde uno cuenta algo y qué dice esa cámara en esa posición. Esos son decisiones también, dicen algo.

Leí que cuando eras chica jugabas con tu abuelo a hacer un diario y al final copiaban poemas de Storni y Mistral. ¿Es el origen de tu amor por la literatura?

Todo empezó con la poesía. También leíamos a Almafuerte y a César Vallejo; a mi abuelo le encantaban y a mí me fascinaba la pasión con la que él los recitaba. Era muy malo recitando, pero él lo disfrutaba tanto que yo sentía que me estaba perdiendo de algo, quería entender esa pasión, quería que me pasara todo lo que a él le pasaba cuando leía sus poemas de pie y se le caían las lágrimas de los ojos. Así que cuando escribí mis primeros cuentos los escribía como poesía. Quiero decir, lo que escribía eran cuentos, historias, pero como lo único adulto que había leído hasta ese momento era poesía, en lugar de escribir en prosa escribía en versos.

¿Qué necesitás para escribir?

Una historia que me atraiga muchísimo, pero que no pueda terminar de entender. Mucho tiempo libre. El pelo atado y silencio.

Tus historias suelen explorar lo siniestro y suelen tener como punto de partida lo ominoso de las relaciones familiares responsables de la formación y la deformación.

Creo que todos los problemas con los que lidiamos como personas, como naciones, como humanidad, nacen o se curan en el entorno familiar. Por supuesto que son problemas sociales, económicos, de educación, pero la familia es la que más poder de acción tiene sobre una persona, al menos en su primer tercio de vida. Forma y deforma. Creo que tendríamos que prestar menos atención a cómo se compone una familia, y más atención al poder que cualquier unión, como familia, puede tener sobre un nuevo ser humano. Supongo que pienso mucho alrededor de estos temas, y eso hace que mucho de lo escribo, aunque no trate directamente sobre estas cosas, termine estando de trasfondo.

En más de una oportunidad señalaste, sobre todo por uno de tus cuentos (“Un hombre sin suerte”), que la perversión no está en el relato sino en la cabeza del lector. ¿Cómo desafías y trabajas esos límites de perversión?

Bueno, también hay perversión y prejuicio en mi propia cabeza, sino no sería capaz de escribir estos relatos. Es algo con lo que todos cargamos. Reconocer lo perverso implica la oscuridad de conocerlo.

¿Qué te permite desarrollar el cuento y qué te permite explorar la novela?

Se parece a la diferencia entre una carrera corta y una carrera de fondo. En las dos se trata de correr. Pero lo que uno ve y cómo lo ve, y el impacto de esa corrida sobre el cuerpo, es distinta. Una carrera corta es como el cuento, la emoción está en la velocidad, la sensación de atravesar una ruta nueva con precisión y rapidez, y el fuerte impacto que tiene esa travesía en nuestro cuerpo, por el nivel de entrega que exige, por su intensidad, por lo rápido que puede llegarse a un estado de extrema exaltación en solo minutos. En la novela hay más tiempo para mirar, para entender, para hacer de ese recorrido un espacio reconocible. El cuerpo entiende que hay un ritmo tonal que mantener, se entrega, y la cabeza queda libre para otras cosas más allá de la meta. Quizás el impacto final no es tan fuerte, porque el cuerpo llega más distendido, pero el paseo dio tiempo a otro tipo de descubrimientos que no hubieran sido posibles en una carrera corta.

Aún hoy, muchos creen que los cuentos están asociados a un período de aprendizaje.

Es común acercarse a la escritura asistiendo a talleres literarios, donde se escribe sobre todo cuento y creo que eso es bueno, porque se aprende mucho más sobre cómo funcionan las maquinarias narrativas en diez historias breves que en una novela larga. Pero el cuento también puede ser una forma muy compleja y encasillarlo en una instancia de aprendizaje sería tan ridículo como pensar que autores como Borges, Chéjov o Carver fueron sólo principiantes.

Te tomás tiempo para escribir.

Soy lenta, sí. Me gustaría ir más rápido pero tengo metabolismo de tortuga, necesito mi tiempo, y escribir es lo que más tiempo lleva. Escribo y reescribo muchísimo. Cuando los cuentos empiezan a tener su forma los doy mucho a leer, los pruebo y me tomo muy en serio las devoluciones. Para mí una narración es como una gran planilla de instrucciones. Si quiero que el lector haga exactamente el recorrido que quiero, tengo que asegurarme de que cada paso funciona.

Tu trabajo también es de taller.

Me formé en talleres literarios. Vengo de esa tradición, y es un honor ser un eslabón más que la continúa. Aprendí mucho: a escuchar, a leer, a hacer críticas más formales sobre los textos. A tomar distancia de lo que escribo, a leer en los textos lo que realmente dicen, y no lo que a mí me hubiera gustado que digan. Aceleraron algunas lecturas que fueron grandes influencias. Pero lo más importante de los talleres fue que me pusieron en contacto con otra gente de mi generación que también escribía con mi mismo compromiso. En ese momento conocer la vida de esos escritores tan de cerca, conocer sus casas, sus bibliotecas, sus procesos creativos, me daba mucha curiosidad, me resultaba fascinante. En Argentina estamos acostumbrados a que estos talleres sean más informales, y a que casi siempre sucedan en las casas de los escritores.

Ahora vos sos la escritora que abre su casa, con los talleres literarios en español que hacés.

En Berlín esto puede parecer un poquito raro al principio. Los asistentes a mi taller son sobre todo latinoamericanos y españoles, escriben en español pero igual vienen de otras ciudades y otras culturas, y a veces les cuesta entender esto del taller en la casa. Después, cuando se animan y ven el nivel de compromiso con el que se trabaja, se enganchan enseguida.

Liliana Heker fue tu maestra. ¿Cuál dirías que fue la lección más valiosa que supo transmitirte o que aprendiste en sus clases?

Fueron tantas... Liliana es una gran maestra. Quizá la más importante haya sido asumir la fatalidad de que la primera versión de un cuento es sólo un mal necesario. A no enamorarse del material. También me enseñó a leer de otra manera. Creo que una de las cosas más importantes que puede darte un taller es aprender a leer lo que realmente dice tu texto y no lo que uno quiso decir. Parece una tontería, pero es una de las herramientas principales de un autor y requiere una distancia de uno mismo muy extraña.

¿Reconocés características comunes a los escritores de tu generación, hay algo que los distancie de la tradición y los distinga de algún modo?

No puedo identificar nada en particular, pero quizá sea porque justamente pertenezco a esa generación, quizá se necesite un poco más de distancia para contestar esto. Sí creo que nos leemos mucho más entre nosotros. No porque las generaciones anteriores no se leyeran entre sí, sino porque los tiempos entre los que un uruguayo terminaba un libro y en los que ese libro llegaba finalmente a manos de un colombiano eran mucho más largos. Hoy nos leemos prácticamente en vivo, nos influenciamos más, discutimos o nos entendemos a través de los libros de una forma más inmediata, y seguramente eso tendrá su impacto sobre lo que escribimos.

Tu literatura tiende puentes entre lo mundano y lo inusual, ¿esto te identifica todo el tiempo, vas por la vida viéndolos? ¿O hacés las conexiones al momento de escribir, al contar las historias?

No sé, es algo en principio natural. La relación entre lo anormal y lo normal digamos que no es una conexión, es una misma cosa, solo que nosotros ponemos un foco en un lugar o en otro. Para mi es algo tan orgánico y tan armónico de mis ojos para adentro que cuando lo miro afuera me genera un desconcierto muy fuerte, como si yo no terminara de explicarme, no sé, como algunos de los cuentos, por qué sí se pueden comer determinados animales pero otros no, por qué sí se pueden hacer determinadas cosas vestidos y otras no, y otras es más natural hacerlas desnudos y no vestidos. Me parece que hay una cantidad de cosas que uno da por sentado con cierta naturalidad que en realidad no tienen por qué serlo y quizá es solamente la sorpresa cuando las descubro no más que eso.

Los narradores de tus historias varían, a veces son mujeres mayores, otras niños, otras madres o padres. ¿Cómo escogés el narrador? ¿Es una decisión consciente?

Para mí escribir es un poco como jugar a vivir distintos escenarios; cada escenario y cada historia pide un personaje particular y en mi cabeza nunca está la consciencia de decir “huy, esto es un personaje masculino” o “esto es un personaje femenino” como si eso marcara un tipo de ventaja o algún tipo de desventaja. Preferir escribir con personajes masculinos o con personajes femeninos sería tan arbitrario como preferir escribir personajes mexicanos o personajes con determinada profesión. Cuando yo tengo una historia, la propia historia está pidiendo determinado perfil del personaje. Lo que sí es raro es cómo a veces se juzga. Me ha pasado con “Distancia de rescate”, que al principio muchos periodistas me preguntaba si yo soy mamá, como si para escribir sobre la maternidad hubiera que ser madre. A mí me daba mucha gracia y les decía, no creo que a los escritores policiales les pregunten si ellos los fines de semana matan muchas personas. Es un juego con lo verosímil y con la tensión, con lo que ya saben los lectores cuando leen, pero no deja de ser un juego. Es curioso cómo la muerte y muchos otros temas alrededor de esos géneros están tan naturalizados a nivel ficción, o sea está tan aceptado poder jugar alrededor de esos temas. Pero con la maternidad eso todavía no está tan naturalizado, entonces parecería que para hablar de determinados temas femeninos sólo se pudiera hablar como mujer o como si los hombres no pudieran escribir sobre eso.

En “Distancia de rescate” la maternidad, entre otras perspectivas, es vista desde el pánico hasta la pérdida. ¿Qué otros aspectos explorás?

Muchos otros. En “Pájaros en la boca” también hablo de maternidad y de paternidad, el miedo a tener hijos, la repulsión que los hijos adolescentes pueden generar en algunos padres; el rechazo, la violencia, hasta la búsqueda obsesiva por tener hijos. Son temas de los que nunca leería, no me generan interés por sí mismos, tardé tiempo en descubrir cuán metidos estaban en mis historias.

La oscuridad del amor más profundo.

No digo nada nuevo con que el amor es complicado y peligroso, que el amor nos duele; es uno de nuestros grandes temas literarios. En los dos últimos libros en particular, "Distancia de rescate" y "Siete casas vacías", abordo las relaciones entre padres e hijos. Me interesa esa relación que posiblemente sea la más amorosa y bienintencionada de todas, pero que es a la vez una gran fatalidad. Porque cuidar de otro, prepararlo, educarlo, formar a los hijos, por más amor que haya, siempre implica también deformar, limitar, transferir miedos y prejuicios, mandatos familiares, casi no hay forma de escapar a esta desgracia. Creo que ni los mejores padres podrían esquivar estas consecuencias.

Tus personajes en su gran mayoría comparten un lazo de sangre que los hace candidatos a los peores horrores posibles. Son padres e hijos, hermanos, familias enteras, puestos en escenarios tan cotidianos como el campo, una casa, un lugar costero, embestidos por elementos fantásticos y terroríficos que los sacan de su ensimismamiento aletargado.

Es algo tan natural. Las relaciones familiares ocupan la mitad de nuestra vida, desde que abrimos los ojos hasta que los cerramos. Incluso por su ausencia la ocupan, aunque no estén. Creo que en los primeros años de vida, en la niñez y en la adolescencia, ahí están ancladas todas nuestras primeras tragedias y ellas nos marcan, por más pequeñas que sean son horrores gigantes para ese momento. El amor que un padre o una madre puede sentir por un hijo debe ser el amor más auténtico que existe sobre la faz de la tierra, más generoso y leal, y sin embargo no deja de ser un amor peligroso. Cuando nosotros formamos al otro, también lo estamos deformando. Cuando lo cuidamos, lo estamos limitando, estamos bajándole líneas, diciéndole lo que tiene que pensar, ocultándole o intentándolo apartar de todos los mundos que nos parecen peligrosos. Eso me parece que es amoroso y a la vez muy doloroso al mismo tiempo.

¿Las ficciones revelan de manera inevitable algo de la psicología de su autor, o es posible escribir sobre lo que no se es o no se comprende?

Un lector atento puede deducir mucho de un escritor, más de lo que al escritor le gustaría. Cuando uno lee, lee la historia pero lee también al autor. Es incómodo, pero finalmente el lector sigue las huellas de un recorrido que siempre es personal, incluso cuando no es autobiográfico.

¿Trabajás los cuentos en función del final o podés partir de una idea sin tener claro dónde te lleva? ¿Qué podés contar acerca de tu método de trabajo?

Puedo jugar un rato con algo que no sé qué forma tendrá, a modo de prueba o de ejercicio. Pero para meterme más en la historia y ponerme realmente a trabajar necesito entender un poco más el final, hacia dónde voy. A veces esto puede ser descubrir la imagen final con mucha nitidez, otras, apenas tener una idea de clima o una sensación, pero avanzar a ciegas me trae muchos problemas. Si no sé hacia dónde voy prefiero leer, caminar, pensar, rondar la idea sin las fatalidades de tener un lápiz a mano, que fija y concreta las palabras más rápido de lo que puedo elegirlas.

¿Le das más importancia a la trama, a la atmósfera, a la construcción de los personajes, o el relato es una unidad en la que cada uno de esos elementos debe tener peso propio?

Es una unidad. A veces tengo claras las ideas pero no puedo avanzar hasta no encontrar al personaje; a veces veo con claridad el personaje, pero sin una idea que lo empuje a moverse es imposible ponerlo en acción. A veces tengo ambas cosas pero ni el clima ni el tono parecen acompañarlos. Pero con el tiempo también fui descubriendo que hay que prestarle mucha atención a la primera impresión que uno tiene de una idea. Todo está ahí, la extensión, el género, el personaje, la cadencia del narrador. El germen más auténtico de una idea tiene a veces todas las pistas que se necesitan para avanzar.

Tenés una gran capacidad de creer mundos, una imaginación vibrante, curiosa y a veces macabra. ¿Cómo es tu relación con la imaginación en la vida cotidiana? ¿Cómo era cuando eras niña?

Digamos que es tan fácil o tan difícil como otros imaginarios. A mí lo que me pasa es que soy muy distraída, terriblemente distraída, y gran parte de mis ideas nacen de la distracción porque por un momento yo creo en mi distracción. Por ejemplo, subir a un colectivo y ver que una mujer tiene una joroba muy grande y por un momento pensar, claro le están naciendo las alitas. Es una milésima de segundo, pero por una milésima de segundo eso es verdad. Después pienso, no, eso no pasa, y la vida sigue. Estoy muy acostumbrada a eso. En ese segundo en que esa cosa desopilante en la que uno cree es verdad es donde nacen la ideas. También porque cuando uno es muy distraído, constantemente se ve envuelto en situaciones que no puede decodificar. Es como cuando uno está teniendo una conversación con alguien y durante un buen rato en realidad no lo está escuchando, entonces esa persona pregunta: “¿no es cierto?”, y por un momento volviste a ese mundo y tenés que contestar. O sea, el imaginario tiene que creer ese mundo donde no estuviste, eso también es muy disparador. Ahora me estoy curando un poco porque no me queda otra. Toda mi vida he sido una gran fóbica social, me da mucho pudor la exposición, no sólo la exposición de hacer un entrevista; me da pudor ir a una fiesta, me cuesta mucho todo eso y me doy cuenta que el imaginario también me juega en contra en todo eso, como que los mundos se vuelven mucho más amenazantes y terroríficos de lo que en verdad son. Entonces sufro durante todo el evento hasta que termina, y me doy cuenta de que no pasó nada extraordinario y que todo sigue normal, que nadie me hizo daño. Ya es tarde, porque la fiesta o el evento ya terminaron; o sea, me cuesta mucho disfrutar con tranquilidad de los momentos lindos que tiene dedicarse a la escritura a nivel social.

¿Sos consciente de la angustia que provocan tus relatos?

Es un estado que busco. Muchas veces son búsquedas intuitivas, pero para mí eso es lo más importante en una historia. Porque lo vivo yo como lectora. Hay libros que uno los lee y pues sí, son muy interesantes, incluso uno elige recomendarlos por razones más lógicas y hay libros que lo leíste en blando. Y a mí me gusta lo segundo. Temblando la emoción, temblando el miedo y los nervios. Me gusta ese impacto directo sobre el cuerpo. Me alucina que las palabras puedan tener un efecto tan fuerte.

¿Hubo algún momento preciso en que asumiste o sentiste que eras escritora?

Según la teoría de un escritor amigo, uno empieza a ser escritor después del quinto libro. Así que a mí todavía me faltaría uno para entrar al club. Pero sí empecé a asumirme como escritora cuando pude empezar realmente a vivir de eso. Y acá hay que hacer una aclaración. Y es que todavía no vivo específicamente de los libros, pero sí, al menos, de todo lo que rodea la escritura: lecturas, talleres, charlas, invitaciones a festivales, ferias, residencias... Finalmente la figura del escritor siempre tiene que ver con estas cosas, con los otros, que es además la parte de "ser escritor" que más me cuesta. Si se tratara sólo de escribir sería mucho más fácil.

¿Qué es lo que más te divierte, en lo personal, del proceso de planificación y armado de un libro?

La escritura. El momento en el que al fin sé más o menos qué es lo que quiero contar y empiezo a trabajar en una historia. Antes podía hacer una distinción entre la etapa de escritura y la de reescritura o corrección. Ahora prácticamente se dan juntas, hace tiempo que reescribir y corregir dejó de ser un ejercicio de recorte para convertirse en uno de amplitud, en parte de la propia escritura.

¿Cómo es tu proceso para escribir? ¿Cómo son tus rutinas?

Me gustan las mañanas largas, levantarme y trabajar hasta las 2 o 3 pm. Eso no significa que todo ese tiempo esté escribiendo. Escribir puede ser frente a la computadora efectivamente escribiendo, pero también es leer, salir a correr, lavar los platos… Es más bien una disposición, saber que desde que me levanto hasta esa hora mi cabeza está concentrada en los mundos que estoy tratando de habitar, entender, crear. Todo lo demás queda corrido a un costado y a veces de pronto entra y la sola intromisión por ahí dispara algo nuevo o inesperado, pero la idea es estar en un estado de escritura más allá de lo que implica escribir.

¿Escribís ya con la idea de lo que querés contar o te dejás llevar por lo que aparece frente a la página en blanco?

Necesito saber a dónde voy, porque me gusta ser concreta y directa. Pero si sé demasiado, me aburro, atravesar la historia pierde sentido. Así que necesito cierto balance entre esos dos extremos. Pero no me gusta atarme a las ideas. Si no funcionan, las aparto y paso a otra cosa, o regreso a ellas pero desde un lugar completamente diferente. Sobre la pared frente a la que escribo tengo colgada una frase de Daniel Clowes que ya me salvó más de una vez: "Hay que aprender a tirar a la basura una historia y volver a usarla en la siguiente sólo como influencia".

¿Sos de corregir mucho? ¿Releés en la computadora o necesitás del papel?

Corrijo mucho durante la propia escritura, voy y vengo una y otra vez sobre un mismo párrafo. Cuando el texto empieza a cerrarse corrijo en la computadora, y ya hacia el final intento tomar distancia de él. Esto puede ser imprimirlo, leerlo en el “kindle”, leerlo en voz alta, cualquier cosa que me ayude a verlo de otra manera.

¿A quiénes confías tus textos antes de que lleguen al editor?

Amigos que son buenos lectores, o escritores. Y esa lectura es la más importante para mí. Es más, no sólo doy a leer las cosas antes de publicarlas sino durante el propio proceso de escritura. Soy muy controladora con el lector, necesito saber dónde está parado en el texto todo el tiempo, dónde y cómo. Creo que justamente esa es una de las cosas más difíciles de la escritura: entender con toda precisión qué es lo que está contando tu texto, más allá de lo que uno quiso decir. Un lector de confianza y generoso, puede hacer un recorrido atento por tu texto y darte pistas muy claras de todo lo que podría no estar funcionando exactamente como uno quisiera.

¿Cómo recibís la mirada del otro? ¿Puede llegar a frustrarte?

Me frustra justamente que ese recorrido por mi texto no funcione como yo quisiera, pero eso es casi siempre culpa del texto, no del lector: es una frustración que tiene que llevar otra vez a la escritura, es parte del proceso.

¿Cuándo sentís que una obra está terminada?

Siempre hay cansancio y hartazgo, porque uno trabaja, y reescribe, y corrige, y saca, y la relación que uno tiene con el material va gastándose, va perdiendo algo de la intensidad emocional que tenía en su primer borrador. Pero ese trabajo, si va por buen camino, debería también delinear la historia con mucha más precisión, afilarla, llevarla hacia una zona todavía más interesante. Si después de todo ese trabajo, leo el texto y vuelve a provocarme esa emoción fuerte que en un principio impulsó su escritura, entonces confío otra vez en él. Es un texto que puedo publicar. Tener el libro en la calle me desembaraza al fin de esa obsesión, ya es un problema sin solución, y puedo pasar a otra cosa.

¿Cambió tu manera de escribir al saber que hoy sos una autora muy leída?

No puedo escribir si hay alguien más metido en mi cabeza. Puede ser que el susto de la exposición me haya bloqueado varias veces, sí. Pero una vez que la escritura empieza, recupero mi soledad. Lo que sí cambió, y en el buen sentido, es que escribir siempre me hizo sentir un poco culposa. Muy pocos de mis amigos viven de lo que les gusta. Cuando escribir no era mi actividad principal era difícil perdonarme a mí misma tantas horas de escritura que no dedicaba a hacer dinero, o a ocuparme de otras cosas importantes que pasaban a mi alrededor. Ahora, la visibilidad cargó la escritura de una responsabilidad que me hace bien: todos los días me levanto y trabajo al menos seis horas alrededor de la escritura, y lo vivo sin culpas. Pienso "a esto me dedico", tengo una profesión, soy una persona normal.

¿Te condiciona de alguna manera saber que te leen en distintas partes del mundo?

En absoluto. Me gusta saber que me leen en tantos otros idiomas, por supuesto. Pero así como soy muy controladora con lo que escribo, y me preocupa cómo se mueven mis libros en el habla hispana, me desentiendo completamente cuando se trata de otros idiomas. Ojos que no ven.

¿Qué es lo que te sorprende del lector?

Pueden ser muchas cosas, hay todo tipo de lectores. La sorpresa más linda es en realidad la más esperada, y es cuando un lector lee el tono, la emoción y la idea de un cuento tal como yo quería que se leyera. Es una sorpresa porque ese espejo exacto es también un milagro. Es como haber trabajado durante años para enviar una señal a otro planeta y de pronto obtener una respuesta.

¿Qué es lo que más agradecés de ser escritora?

Que me puedo dedicar a lo que me gusta y ese es un privilegio de muy pocos. Es un gran privilegio dedicarse a lo que a uno le gusta. También, ahora que hablábamos de las fobias sociales, cuando yo era pre-adolescente, a mis diez años, tuve una crisis muy grande con el lenguaje. Yo me siento muy ducha, muy hábil, poniendo lo que pienso sobre el papel, me siento muy torpe con el lenguaje hablado, extremadamente torpe. Me cuesta muchísimo y yo creo que en algún punto, alrededor de esa edad, yo me di cuenta que el lenguaje hablado era incluso más importante que el escrito para muchas cosas, y que si quería triunfar en eso, iba tener que dedicar mi vida entera a tratar de convertir ese patito feo que era yo en alguien que pudiera comunicarse efectivamente con los demás. Yo creo que elegí la literatura por eso, porque es una especie de cruzada personal, de decir “no puede ser que el lenguaje siempre me esté jugando tan malas pasadas”. Dedicarme a la literatura fue también la ventaja de poder dedicarle tanto tiempo a algo con lo que yo me llevaba tan mal que me dio la oportunidad de por lo menos sentir que me estaba comunicando con los otros con cierta normalidad gracias a todo mi esfuerzo. La normalidad en realidad es algo que perseguimos todos, todo el tiempo, es la sensación de pertenecer.

En “La respiración cavernaria”, la protagonista es una mujer que padece Alzheimer y guarda en cajas todas sus pertenencias esperando el momento de la muerte mientras el mundo circula de manera extraña.

Hace varias generaciones que las mujeres de mi familia mueren con Alzheimer. Todas las muertes implican una pérdida progresiva de las distintas partes del cuerpo. Pero cuando lo primero que se pierde es la memoria, se pierde en realidad todo: la vida, los recuerdos, los afectos; lo único que queda es el cuerpo y su dolor. Y la angustia de la muerte, que es una muerte rodeada de desconocidos, todo es amenazante y desconcertante, incluso la persona que te mira del otro lado del espejo. Es una muerte a la que siempre le tuve muchísimo miedo. Evidentemente nos sigue costando mucho aceptar que, en algún punto de nuestras vidas, vamos a morirnos. Si no, ¿cómo puede ser que el mundo haya dado pasos tan grandes a nivel moral y tecnológico en tantas direcciones menos en la de la muerte?