Es algo
que siempre me gustó. Cuando era chica, tenía una colección de cincuenta
autitos, algo inédito para una nena. Los varones se acercaban entusiasmados
para jugarme carreras, pero a mí no me interesaba: yo hacía actuar a los autos.
En una hoja dibujaba el escenario -una casa, por ejemplo- y empezaba la acción.
Cada auto era un personaje con una personalidad particular: no era lo mismo un
Mustang que un Fitito. Los hacía actuar, los ponía en crisis, al borde de la
muerte. En un momento me sentía súper adulta porque leía a Stendhal y, al mismo
tiempo, me preguntaba por qué seguía jugando con autitos mientras otras chicas
tenían novios. Me daba mucha vergüenza. Después me di cuenta de que, en ese
momento, estaba jugando a escribir. Evidentemente, siempre tuve el impulso de
armar lío sobre el papel.
¿Cómo llegás a la literatura y al cuento?
Empecé a
leer a empujoncitos de mi familia. Mi abuelo materno fue de quien tuve mi
formación emotiva y artística. Recuerdo que él me leía muchísimo. Leía poesía,
era fanático de Gabriela Mistral. Mi mamá era una gran lectora también y me
leía muchísimo. Tenía esa pequeña biblioteca de clase media argentina en que
estaban todos los que ahora son clásicos del boom: algún librito de Cortázar,
alguno de Juan Rulfo, algunos ejemplares de Kafka. Esos fueron los libros de
literatura adulta que llegaron por primera vez a mis manos y que fueron
fundamentales, hicieron mella en mí. Y después empecé a ir a talleres
literarios alrededor de los diecisiete años y con ellos vino la oleada
norteamericana. Se leía muchísimo en ese momento y así llegaron Carver,
Cheever, Salinger, Flannery O’Connor. En mí, hay algo de esa combinación de
lecturas y que se traduce en mi escritura. Me encanta el mundo latinoamericano:
su voluptuosidad, oscuridad, sus mundos intrincados. Pero yo tengo una prosa
muy clara, muy minuciosa que viene de esta otra escuela.
¿A quiénes considerás tus maestros? ¿Qué escritores
te influenciaron? Hay en tus primeros cuentos varios puntos de contacto con los
cuentos de Salinger, ¿fue una decisión?
Siempre
digo que tuve dos grandes influencias. Primero los latinoamericanos, con los que
me enamoré de la literatura: Bioy Casares, Di Benedetto, María
Luisa Bombal, Horacio Quiroga, Juan Rulfo, Felisberto Hernández. Y luego los
norteamericanos que te nombré más Eudora Welty, Grace Paley, Hemingway, Donleavy, Yates... con los que aprendí a escribir. Luego, algunos
raros que me marcaron muy fuerte, como Kafka, Dostoievski, Becket, Pinter… Y
muchos descubrimientos nuevos que siguen influenciándome, como Agota Kristof,
Elizabeth Strout, Amy Hempel, Colm Tóibín…
En tu obra abunda un elemento desconcertante y
sutil que honra el suspenso sin llegar a resoluciones, la tensión de los
finales inconclusos pero que ofrecen otro tipo de recompensa al lector; un
recurso usado por coétaneos tuyos como Julio Cortázar y Antonio Di Benedetto.
Yo creo
que en eso influyeron mucho mis lecturas adolescentes con ese tipo de género. A
mí me gustaba mucho leer a Cortázar, a Antonio Di Benedetto y Adolfo Bioy
Casares. Esos escritores, de los que llamamos ahora el cuento rioplatense, que
se escribe de las dos orillas del río de la Plata, entre Argentina y Uruguay.
Es un cuento muy en la línea de lo fantástico, porque nunca termina de
concretarse, y si se concreta es en la cabeza del lector. Con “Pájaros en la
boca” casi todas las historias son factibles de suceder y sin embargo se
cataloga como literatura fantástica y eso augura que es un libro en algún punto
es amenazante.
¿Por qué decir lo fantástico y no quedarse con
el título tan latinoamericano del realismo mágico?
Es una
pregunta que hasta los propios argentinos nos hemos hecho, que es nuestra
manera de pensar. Mi visión es que quizá hay algo geográfico y social que hace
que, por ejemplo, la mitad de nuestros abuelos, no reales de sangre sino que
literarios, la generación de la que estamos hablando, sean extranjeros. Eran
españoles, eran italianos. Esa migración llegó a una ciudad y a un mundo que
desconocía, pero viniendo de sociedades muy asentadas, ya muy realistas, no como
un país centroamericano que se está todavía repensando desde un lugar onírico,
lugar del realismo mágico, en contacto con los mitos y la tierra. Esta fue una
sociedad por un lado más urbana, pero por otro lado sin raíces, en una ciudad
que le era extraña. Esta palabra es la que caracteriza a esta literatura. Muy
cerca del campo, un escenario de muchas escenas de terror en nuestra
literatura, de la pampa, del río, de las zonas del delta, creo que ahí hay una
distancia con lo natural que lo vuelve extra natural, extraño. Pero es una
hipótesis personal.
¿Es por eso que la tensión es el elemento
característico de tu escritura?
Es algo
que me gusta mucho como lectora. Para entregarme a un cuento necesito que lo
que el narrador sea por un lado muy autoritario en el buen sentido, de que
merece respeto, él sea quién me domina a mí y no yo a él. Ese tipo de narrador
que te deja enseguida claro de que es lo que está haciendo y que no te va a
hacer perder el tiempo. Al momento de sentarme a escribir, escribo también como
lector, trato de trasladar esa sensación a mi propia escritura, o sino no valdría la
pena escribir. Necesito sentir como lectora que va detrás de sus propios pasos
como escritora que una historia mía tiene esa promesa, si no, me aburro. Me
parece que la tensión, que tiene tanto de inminencia, de miedo, un poco de
terror del suspenso, también tiene algo de divino que te lleva a un estado de
máxima atención. Para mí, llevar a un lector a ese lugar es oro puro y yo como
lectora, cuando estoy en ese lugar, es un estado de entrega máxima para con la
historia. Siempre estoy tratando de empujarlos a ese lugar.
¿Qué es lo importante para vos a la hora de
escribir? ¿Cómo lográs construir esa tensión que atraviesa toda tu literatura y
que nos hace leerte al borde de la silla de principio a fin?
Me gusta
la tensión, quizás porque soy muy distraída y necesito que un texto me sostenga
fuerte, me demande, me envuelva. Es algo que siempre exigí como lectora. Y con
tensión no me refiero a la intriga del thriller o del terror. Hay algo más, a
veces incluso puede ser muy sutil. Esa sospecha de que se descubrirá algo
nuevo, o de que en la travesía podríamos pensar en algo en lo que nunca antes
habíamos pensado. La gratificante sensación de que, a cambio de nuestra
lectura, el texto nos devuelve algo. Así que cuando escribo busco también esto,
es que creo que la literatura siempre gira alrededor de estas energías de la
tensión y la atención.
En varias de las entrevistas a escritores y
escritoras que hicimos en esta revista repetimos la misma pregunta, que es
también una discusión que los atraviesa, sobre la llamada “nueva narrativa
argentina”, ¿te sentís parte de ella? ¿Existen para vos cosas en común en esa
nueva generación de escritores?
Me siento
parte de una generación a la que le ha tocado vivir cambios y experiencias
comunes. Los primeros y no muy productivos entreveros entre literatura e
internet, la fluida comunicación con otros escritores de Latinoamérica, el
disparo de nuevas y muy buenas editoriales independientes que le devolvieron a
los libros la espontaneidad, la diversidad y la calidad que los grandes
monstruos editoriales habían ido lavando. En ese sentido han pasado muchas
cosas que nos marcan y nos forman como generación. Pero creo que en el sentido
estricto de la escritura somos heterogéneos, escribimos desde mundos, géneros y
poéticas muy distintas. También, en general, somos una generación que se lee
mucho entre sí, y se lee bien. Quiero decir, se lee con apertura, nutriéndose y
pensándose a sí misma con generosidad y curiosidad, más allá de los géneros,
las políticas y las estéticas.
Dentro de esos nuevos escritores destacados hay
varias mujeres, aunque en el género de la literatura fantástica o del absurdo,
que trabaja, como lo hacés vos, en ese límite entre lo real y lo extraño,
predominan los hombres. ¿Cómo es para una escritora entrar en este universo?
¿Te tocó lidiar con estas etiquetas sobre lo que debería escribir una mujer?
Por
supuesto. Bajo la etiqueta de cuentista, a veces te preguntan si escribís
“cuentitos para chicos”. O hay que bancarse que, como halago, a una le digan
que escribe como hombre. Pero es parte del juego, todos lidiamos con las
etiquetas, los hombres también. Y a veces -en algunos ámbitos- luchar contra
ellas también es subrayarlas. Creo que en literatura lo mejor que podemos hacer
las mujeres para ganarnos nuestro espacio es escribir lo más genuina y
furiosamente posible.
Hace ya un tiempo dijiste en una entrevista que
tratabas de alejarte de lo femenino, cuando en tu literatura justamente lo
cotidiano, lo familiar y filial habita en tus cuentos. Algo que se vincula
mucho con lo que se ha llamado femenino.
Eso fue
hace un tiempo, pues tenía este prejuicio sobre lo que otros habían catalogado
como literatura femenina. Yo no había hecho la diferencia entre lo que la
literatura femenina, que es una literatura de género como lo es el policial o
la de terror, y la literatura escrita por mujeres. Y a mí me producía mucho
rechazo, porque me aburría, me parecía mal escrita, no me interesaba ni un
poquito. Pero claro, ya tras el segundo libro me empecé a dar cuenta de que
todos mis temas eran de una idiosincrasia femenina, que tenían que ver con la
mujer, que hablaban de la maternidad, del embarazo no deseado, las relaciones padres-hijos,
madre-hija, adolescencia femenina, el aborto. Todos esos temas estaban ahí y aparecen de manera natural, pues al final
soy una mujer escribiendo.
No es novedad que hoy es el momento de rescate
de la literatura escrita por mujeres. Muchas de ellas, que habían pasado antes
desapercibidas, son ahora salvadas del olvido y se instalan orgullosas junto a
nuevas escritoras. Todo este fenómeno ha tenido algunos detractores. En España,
por ejemplo, estos debates por la prensa han tenido como tristes protagonistas
a Javier Marías o a Arturo Pérez Reverte hablando de que hoy se publican a
demasiadas mujeres y de que habría que leer a las canónicas, como si Jane
Austen, las hermanas Brönte o la misma Virginia Woolf no sufrieran los embates
de ser mujeres escritoras en un mundo de hombres. ¿Qué te parece todo este ir
de columnas, respuestas y declaraciones?
Me parece
que está genial lo que está pasando. Hace diez años atrás cuando me preguntaban
cuáles eran mis autores preferidos había una o dos mujeres en mi lista. Y esto
es finalmente porque nosotros no elegimos nuestras lecturas. Y no es porque los
libros nos eligen a nosotros y toda esa idea romántica. Esto es porque hay un
mercado detrás, que dice qué se lee y qué se publica. Y después uno va y compra
esas novedades pensando que está eligiendo: uno no elige lo que lee, es muy
difícil elegir de verdad lo que lees. Me acuerdo de que
hace muchísimos años descubrí a María Luisa Bombal, yo hablaba de ella y nadie
la conocía. Nadie sabía quién era, ni en el mundo literario. Y eso ha cambiado
muchísimo y yo llegué a ese libro de pura casualidad. Mi destino era no
encontrarlo. Y las mujeres escritoras en esa época parecían como estas tías
locas que uno escucha hablar y de la que luego se da cuenta estuvieron diciendo
verdades todo el tiempo, sólo que uno no las escuchó porque estaba escuchando
al señor de la familia.
¿Qué opinión te merece el feminismo actual? ¿No
te parece que se abusa de la preeminencia del género?
Siempre
hay extremos, por supuesto, pero el promedio no lo considero exagerado, sino
todo lo contrario. Creo que es un momento interesante para ser mujer. Porque
sí, es verdad, la desigualdad de derechos y oportunidades sigue siendo muy
despareja, sigue siendo -en algunos sectores- hasta abusiva, injusta y
peligrosa. Pero es una tendencia que está cambiando. Así que es un momento
interesante no sólo para luchar por eso, sino también para pensar qué vamos a
construir en esos nuevos espacios que estamos ocupando, qué necesitamos
reformular. Lo que quiero decir es que creo que es un muy buen momento para
pensarnos, y la literatura es un gran espacio para eso.
A pesar de vivir en Alemania seguís situando tus
historias en Argentina. En “Distancia de rescate” tocás una problemática muy
propia de Argentina como son las consecuencias del uso de agrotóxicos en el
campo. ¿Qué te llevó a cruzar tu nouvelle con esa cuestión? ¿Tiene que ver con
hacer una denuncia social?
Vivo en
Alemania pero sigo pensando y escribiendo en Argentina, y creo que será así por
lo menos por un tiempo más. Hoy por hoy necesitaría una excusa muy fuerte para
escribir sobre Alemania porque mi mundo sigue estando anclado en Argentina. Lo
primero que surgió durante la escritura de “Distancia de rescate” fue la
relación entre Amanda, Carla, Nina y David, y todo el tema de las migraciones.
El glifosato fue una búsqueda posterior, cuando entendí el tipo de accidente que
estaba necesitando para contar esta historia. Pero llegué a él por mis propias
preocupaciones como ciudadana argentina. Hacía tiempo que venía siguiendo con
espanto las políticas sojeras y las consecuencias nefastas de las fumigaciones
con glifosato en la gran mayoría de los productos que consumimos. Así que fue
un gran alivio poder volcar algo de todo ese horror en el libro. Estuve tentada
de poner nombres y marcas muchas veces, pero la literatura no puede ser
informativa con estas cosas. Si logro transmitir algo del horror que me provocó
como argentina entender lo que está pasando en este momento en el campo
argentino, me doy por satisfecha.
Es una novela que plantea un tema muy actual, político y social. El campo que ha dejado de ser lo que era, como lo hace John Berger en su libro “Una vez Europa”. ¿Cómo se gestó?
El campo, que era lo más idílico y bucólico, ya no lo es. Yo ya tenía muy presente, como ciudadana argentina, el tema de los agroquímicos: me impresionaba e indignaba, pero por sobre todo me daba mucho miedo. Pasar por un supermercado y ver que todos los tomates se ven iguales, perfectos y no saben a nada. Es terrorífico. Esto es algo que yo tenía ahí, latiendo. Y la idea nació con un cuento que falló, como cualquier novelista que viene del cuento le debe pasar esto: uno siempre trata de escribir un cuento, que es lo que te gusta, esa cosa brutal, contundente. Y a veces salen mal y se necesitan ciento cincuenta páginas más para lo que debía contar en veinte. Le daba vuelta y vuelta, y no había manera hasta que apareció la voz de David y se convirtió en un momento de inspiración donde uno descubre una clave.
“Distancia de rescate” fue primero un cuento de
“Siete casas vacías”, ¿qué fue lo que te llevó a transformarlo en una novela?
Simplemente,
no funcionaba. Fue un cuento que reescribí muchísimo, ya no recuerdo cuántas
veces, y no me conformaba. Fue en uno de esos tantos borradores que apareció la
voz de David. Cuando David habló, lo ordenó todo. Cuando David le pregunta a
Amanda, constantemente, ¿qué es lo importante?, también me lo estaba
preguntando a mí, obligándome a no bifurcarme, a avanzar lo más rápido posible
pero también atenta a cada detalle. Descubrí que era una historia que
necesitaba introspección, la revisión y la búsqueda que sólo un diálogo intenso
entre dos personas me podía dar, y sobre todo, necesitaba ciento treinta
páginas más de las que yo estaba acostumbrada a manejar.
La voz de David tiene una voz muy particular… una
voz terrorífica.
Ingenua y
terrorífica al mismo tiempo. Es la de un niño que habla como adulto, una voz
carrasposa que tenía una sabiduría que parecía venir de otro lugar, incluso por
ahí de la muerte. Que tenía información vital. Cuando surge él, entendí que
todo debía ser un diálogo entre Amanda y David. Yo ya sabía de qué iba a tratar
la historia y bueno, comencé a atar cabos.
Y de pronto era una nouvelle y no un cuento.
Quizás
como cuentista fui muy conservadora, en el sentido en que recibo las ideas. O
sea, que cualquier idea era entonces un cuento y punto. No había nada que
discutir. No estaba abierta a que pasaran otras cosas. Y este “cuento” se
zarandeó de un lado a otro, casi como si estuviera luchando con una soga hasta
que dice: señores esto ocupa doscientas páginas. ¡Fue brutal! Si bien fue un cuento
que costó mucho construirlo en mi cabeza, una vez que estuvo se escribió
rapidísimo.
¿Tenés alguna opinión particular de este género?
En varias entrevistas dijiste que elegís, con “Siete casas vacías”, volver al
cuento. ¿De dónde parte esta elección para vos?
No lo
siento como una elección. Es algo que trae la propia idea, creo que en el
germen de una idea ya hay una pista del género, la extensión, la voz, el ritmo.
De todas formas estoy muy curiosa con lo que está pasando con las nouvelles.
Creo que lo mejor de mis últimas lecturas tuvieron que ver con este género. Hay
una intensidad, que viene del cuento, y a la vez una profundidad, que da la
extensión de la novela, que me resultan muy atractivas.
Ricardo Piglia, en una entrevista, le otorgaba
algunas características particulares al género de la nouvelle, que le distingue
de la novela larga y del cuento, como la de mantener un secreto, “un sentido
sustraído por alguien” alrededor del cual juega el texto y se construyen sus
intrigas y sus redes, algo muy presente en tu escritura. ¿Cuál es tu visión?
Es muy
interesante la distinción que hace Piglia entre cuento y nouvelle. La idea de
un final que en el cuento coincide con el propio final del cuento, y en cambio
en la nouvelle está puesto en otro lado. La ambigüedad extrema de la nouvelle,
en la que nunca sabemos si la historia que pensamos que se ha contado es la que
verdaderamente se ha contado. Pienso en algunas de mi nouvelles preferidas,
como “Muy lejos de casa” de Paul Bowles, o “El nadador en el mar secreto” de
William Kotzwinkle, o “El ruletista” de Mircea Cartarescu, y son libros que
cumplen perfectamente con estas tendencias.
Decías que vivís en Berlín, pero tus historias siguen
atadas a Argentina. ¿Por qué?
Argentina
es mi país. Para mí, incluso hoy, lo natural es pensar historias que ocurren en
Buenos Aires, no en Berlín. No es una decisión que tome, sino algo que exuda el
texto: mi bagaje es el lugar donde nací, la clase media, la provincia de Buenos
Aires.
¿Tenés pensado volver a instalarte en la
Argentina?
No sé, es
una pregunta que yo también me hago. Me gusta Buenos Aires, siempre pienso en
volver. Pero también me gusta la aventura que implica vivir en un país que
todavía no entiendo del todo, vivir lejos de casa sigue siendo algo muy
disparador para la escritura y muy poderoso para seguir pensándome a mí misma. En
lo personal, creo que todavía me quedaré unos años más en Berlín, escribiendo,
estudiando alemán, dando mis talleres literarios en español y viajando a veces
un poco.
También comentaste que Berlín te acercó a
América Latina. ¿Por qué?
Bueno,
estar lejos siempre da más perspectiva y en Berlín la comunidad latinoamericana
es cada vez más y más grande. En mi recorrido de casa al súper suelo contar la
cantidad de veces que escucho el español en cada excursión, y el promedio no
baja de dos o tres veces cada salida. Somos muchos, y el número sigue subiendo.
Entonces, los amigos, los problemas de esos amigos y las noticias que se
discuten con esos amigos, ya no son sólo argentinas, son latinoamericanas.
¿Cómo te va en Berlín?
Los años
que vivo en Berlín han sido los años más productivos de mi vida. Lejos de
Buenos Aires, y sin dominar bien todavía el alemán, mi mundo se convirtió en un
espacio mucho más pequeño, es un aislamiento buscado que me ayuda a sumergirme
en mi trabajo. Creo que vivir como extranjera también tiene que ver con la
escritura. Muchas cosas están aún cargadas de gran extrañamiento, uno siempre
está corrido de lugar, hasta las cosas más simples pueden suponer nuevos
descubrimientos o absurdos malos entendidos. Y es de ese desfasaje entre lo que
creo que son las cosas y lo que las cosas realmente son que surge gran parte de
mi material de escritura. Vivir como extranjero es vivir constantemente en
alerta y, a la vez, asumir que es imposible entenderlo todo, asumir lo extraño
y lo desconocido como parte de la normalidad.
México, Italia, China, Berlín… has vivido en
muchos lugares. ¿Cómo funciona tu biblioteca? ¿Qué libros llevás a todas partes?
Los viajes
a China, México e Italia fueron viajes largos pero no llegaron a ser vivir en
otro lugar. No me llevé mis cosas. Cuando me fui a Alemania sí, porque yo sabía
que iba a estar un año entero ahí mínimo. Y a la vez era imposible, impensable;
la verdad yo no sabía que me iba a quedar, entonces solamente hice una
selección de libros para sobrevivir en ese año entre los que estaban por
ejemplo los "Cuentos completos" de Flannery O’Connor porque los estaba releyendo
en ese momento; había algunos ejemplares de Kurt Vonnegut que lo estaba leyendo en ese momento por primera vez; “El tercer policía” de Flann O’Brien, de ese no me quería separar; tampoco de “La geometría del amor” de Cheever, de “Cuentos de amor” de Sara Gallardo. Me llevé cuentos. Me pasó que muchos son antologías, era la manera más
efectiva de llevarme como un abanico de cada uno de mis autores preferidos de
ese momento. Y después estar en Berlín sin mi biblioteca fue una sensación
bastante rara. Vivir en una casa en la que había diez libros por primera vez en
mi vida era la orfandad, un símbolo muy fuerte de la orfandad literaria. Pero
también fue un buen momento, creo que en mi imaginario yo pensé que de a poco
me iba ir mudando mi biblioteca de Buenos Aires, iba poder reunir mis libros y
lo que pasó fue otra cosa que creo que fue mejor, es que en realidad durante
muchos tiempo recordé esos libros que había leído con mucho amor y con muchas
ganas de leerlos y en vez de volver a esos libros, volví a otros que no
conocía, que por ahí eran hermanos a esas lecturas, o autores cercanos, autores
nuevos que sólo podía conocer por estar en Berlín. Lo curioso es cómo cambió
radicalmente mi biblioteca. Es como la vida y como mudarse, qué sano es
colonizar territorios nuevos e impensados para uno. Y eso te obliga a volver a
tomar un montón de decisiones que vos ya habías dado por sentado.
¿Qué libros recomendás en tu taller literario en
Berlín?
Son libros
que uno puede ver enseguida que son los de circulación obligatoria en el
taller, porque claro, viviendo en Berlín, ese taller se usa un poco de
biblioteca y todos mis alumnos leen de mi biblioteca. Hay cuatro cinco libros
que están notablemente más gastados que los demás, cuando en realidad son
libros que tienen cuatro cinco años pero parece que tuvieran cincuenta. El más
gastado de todos es “Aquí empieza nuestra historia”, que son los cuentos
completos de Tobias Wolff, que para mí es uno de los grandes cuentistas
norteamericanos, uno de los que más admiro. Otros libros muy gastados son los
cuentos de Salinger, “Olive
Kitteridge” de Elizabeth Strout y “Muy
lejos de casa” de Paul Bowles. Son libros que a mí me impactaron mucho. “El nadador en el mar
secreto” de William Kotzwinkle, otro norteamericano. Como verás son casi todos
cuentos o nouvelles.
¿Qué es lo que más extrañás de Buenos Aires?
Extraño
las noches largas e hiper sociables. Eso de que la noche empieza a las 10 pm. y
todavía uno no haya comido, no haya ido al cine, no haya ido a tomar algo a un
bar. Eso lo extraño. Y también la espontaneidad de los encuentros, sentir a las
19:30 que sería ideal tomarse un vinito con un amigo y estar a las 20:00 sentado con
ese amigo en el bar de la esquina, eso es imposible en Berlín.
En una entrevista dijiste que estás muy alejada
de la academia, que no te sentís para nada una intelectual. ¿Podés contarnos
más sobre eso?
Es que
tengo un gran respeto por la academia, por los teóricos. De verdad, hay que
salir de Argentina para entender -y esto siempre hablando en líneas generales-,
lo analíticos, profundos y complejos que somos a veces los argentinos cuando
nos sentamos a pensar. Admiro eso, y quizá lo admiro tanto porque justamente me
siento bicho de otro rebaño. Mi formación “artística” -si es que existe algo
así- empezó a mis seis años, de manos de mi abuelo materno, que era artista
plástico, grabador. Mi formación viene de un taller en el que se trabajaba con
tintas, chapas, ácidos, buriles. Vengo de una familia de artistas plásticos y
se me entrenó desde chica para ese mundo de lo visual, de lo tangible.