10 de mayo de 2018

Testimonios subjetivos de un don nadie (3). Una plétora de adjetivos

Volver a pisar la tierra de Sócrates, de Pitágoras, de Sófocles, de Hipócrates, de Homero y de tantos otros notables manantiales de sabiduría que cimentaron la cultura occidental, lo llenó de emoción y dinamismo. Reencontrarse con su hijo, con sus amigos, compartir sus comidas, sus anécdotas, su música, sus paseos, todo, todo fue fascinante. Se había propuesto visitar lugares a los que no había podido ir en su viaje anterior, de modo que los barrios de Kallithea, Nea Smyrni, Mets, Zappio y las colinas Lofos Strefi y Philopappos fueron recorridos día tras día en interminables y parsimoniosas caminatas. Ello no le impidió volver a deambular por Anafiotika, por Neos Kosmos, por Plaka, por Psyri, por Monastiraki y, sobre todo, por Exarchia, para deleitarse una vez más con sus artísticos grafitis y encontrar allí, en el barrio anarquista, la única librería en toda Atenas que vendía libros en español y poder así cumplir con el rito de comprar algunos ejemplares. Raudamente, nuevas antologías pasaron a engrosar su biblioteca: “El futuro no es nuestro”, “Historias pasadas”, “La dimensión en el tiempo”, “Puerto Rico indócil”, “Así escriben los chilenos”, “16 cuentos latinoamericanos” y “El libro de los nuevos pecados capitales”, todos de distintos autores hispanoamericanos.
El hombre visitó el Museo Arqueológico Nacional y la Universidad Politécnica, el puerto de Marina Alimos-Kalamaki y el centro de conferencias y exposiciones Zappeion. Concurrió a los recitales de su hijo, multinstrumentista en una banda de música latina, asistió a la presentación del nuevo libro de un poeta amigo de él, presenció un impresionante concierto de jazz en la acogedora Art Music School Fakanas y recorrió extasiado el Centro Cultural Stavros Niarchos, con su colosal edificio de mármol, acero y cristal, su parque inabarcable y su grandiosa biblioteca. También volvió a vagar por la Plaza Syntagma, por el Jardín Nacional y por la Acrópolis y sus alrededores, para contemplar una vez más el Partenón, el Erecteion, el Areópago, el Ágora, el Teatro de Dioniso, el Liceo de Aristóteles, la Prisión de Sócrates, el Arco de Adriano, la Cisterna Bizantina, la Torre de los Vientos y los templos de Roma y Augusto, de Zeus Olímpico, de Asclepio y de Atenea Niké. Dos mil quinientos años de historia al alcance de la mano. Un recorrido luminoso que le hizo aflorar la huella de alguna incertidumbre, alguna vacilación, y que lo llevó a pensar que su caminata condensaba capas de significación inagotable.


Conducido por su hijo, también tomó una carretera que lo llevó a Ellopia, a Oinoe y a Xironomi, en la región de Beocia, y otra que los condujo a Loutraki y a Corinto sobre la costa del mar Mediterráneo. Una fascinación tras otra. Pero aún le faltaba otra experiencia trascendental como lo fue embarcarse una mañana en el puerto de El Pireo y, navegando por el mar Egeo, llegar a la isla de Egina ubicada en el centro del Golfo Sarónico. Caminar desde su puerto hasta el Templo de Apolo y visitar el Museo Arqueológico fue el primer paso. Luego un autobús lo llevó hacia el este de la isla, hasta un par de kilómetros más allá de Mesargos, donde conoció el Templo de Afaya, completando así el triángulo sagrado de la mitología griega junto con el Templo de Atenea en la Acrópolis de Atenas y el Templo de Poseidón en el cabo Sounión en la región del Ática, que había visitado en su viaje anterior. A la caída de la tarde, sentado en la cubierta superior del ferry que lo llevaba de regreso a Atenas y mientras observaba en el horizonte los contornos de las islas Lagousaki, Gaidaros y Lagousa bañadas por una vaporosa luz crepuscular, se sintió un privilegiado. Dichoso por los momentos que estaba transitando, el hombre pensó en su vida, desde su infancia en la pampa húmeda argentina hasta el presente. ¿Cuál era el balance? No supo encontrar una respuesta adecuada, objetiva, indudable.
Otro día, al regreso de su hijo de una gira por Bristol, Varsovia y Budapest, éste le propuso viajar a Roma. Ni siquiera lo dudó. Es más, inmediatamente comenzó a preparar los bártulos indispensables para el viaje. Cuando a la tarde siguiente llegaron al aeropuerto de Atenas para abordar el avión que los dejaría en el municipio de Ciampino, en Italia, al hombre lo invadió la ansiedad. Ese viaje era un viejo sueño y ahora estaba a punto de convertirse en realidad. Cuando llegaron, las calles de la pequeña ciudad estaban cubiertas de nieve. Apenas tuvieron tiempo de caminar un poco por ellas antes de hospedarse en un pequeño hostel sobre la Vía San Francesco D’Assisi para, más tarde, sentarse en un acogedor “ristorante” y saborear un sabroso plato típico acompañado por un delicioso vino tinto.


A la mañana siguiente atravesaron la Piazza Luigi Rizzo y llegaron hasta la estación del ferrocarril con el que recorrieron los quince kilómetros que los separaban de la capital italiana. El Hipódromo Cappanelle, el Acueducto Aqua Appia, el Parque de la Torre del Fiscale, el Arco de Sisto V, la Piazza del Pigneto, la Porta Maggiore, la Torre Dell'Acqua fueron avistados fugazmente desde la ventanilla del tren que los dejó en Roma Termini, la estación de ferrocarril más importante de la ciudad. Y allí, el hombre comenzó una travesía sucinta que lo haría reflexionar largamente los siguientes días, semanas, meses, ¿años?
Tomaron la Vía Cavour y comenzaron la extensa caminata que su hijo había programado con antelación. La Basílica de Santa Maria della Neve, el Coliseo, el Arco de Constantino, el Parque del Celio, la Casa delle Vestali, el Foro Romano, la Basílica de Santi Giovanni e Paolo, la Plaza del Campidoglio y la Estatua de Marco Aurelio, la Plaza y el Palacio Venezia, el Monumento a Vittorio Emanuele II, el Foro, la Columna y el Mercado de Trajano, el Panteón de Agripa, el Templo de Adriano, el Palacio de Montecitorio, la Fontana di Trevi, la Plaza Navona y la Fontana del Nettuno, el Campo de’ Fiori y el Monumento a Giordano Bruno, el Palacio del Quirinal, el Palacio Farnese, la Isla Tiberina, el Foro de Nerva, la Fontana delle Tartarughe… La excursión fue interminable, apenas interrumpida por un sustancioso desayuno en una cafetería en la Vía del Solferino a la mañana, una pizza acompañada por un vino tinto en un cordial mesón sobre la Vía del Biscione al mediodía, y un sabroso capuccino en un pequeño café pub en la Vía Gioberti al atardecer. Luego, un autobús los llevó por una Vía Appia Nuova rodeada de pinos piñoneros de regreso al aeropuerto de Ciampino, donde a la medianoche abordaron el avión que los llevó de regreso a Atenas. Durante el vuelo, al hombre nuevamente lo asaltaron pensamientos rayanos a una nube gris apenas legible. La euforia y la satisfacción por la experiencia vivida lo condujeron a nuevas preguntas. ¿Qué significa esta experiencia en mi vida? ¿Quedará para siempre en mi memoria? ¿Qué es la memoria? ¿Soy plenamente consciente de la imposibilidad de la objetividad?


Unos días después, su hijo partió hacia Núremberg para una nueva actuación. Era la despedida. Además de haberlo hospedado y llevado a pasear por un sinnúmero de lugares, antes de partir le regaló “Héroes de papel. Vivir del aire”, una maravillosa antología de textos de autores como Cervantes, Dickens, Pérez Galdós, Poe, Kafka, Hemingway, Onetti, Cortázar y muchos otros. Otra joya para su biblioteca. Todavía le quedaban al hombre unos días más en Atenas antes de emprender el regreso, los que aprovechó para seguir caminando por aquí y por allá en su obstinado rastreo de la Historia. Sabía que ésta nace y renace, que es una búsqueda constante, y él quería participar de ella. Finalmente, una madrugada muy temprano, unos amigos lo alcanzaron hasta el aeropuerto Eleftherios Venizelos en donde se embarcó hacia Madrid. Tras una breve escala en el aeropuerto de Fiumicino, el avión arribó a Barajas a media mañana. De allí trasbordó a otro que lo dejó en el aeropuerto de Orly, en el sur de la Ciudad Luz. Era apenas el mediodía y su vuelo hacia Buenos Aires partía desde el aeropuerto Charles de Gaulle, a casi cincuenta kilómetros de allí, recién a la medianoche. Recordó entonces sus pensamientos cuando sobrevoló París en el viaje de ida y le fue inevitable relacionarlos con las enseñanzas de su padre. No podía precisar el momento en que sus charlas habían comenzado a vislumbrarse en su vida para convertirla en una búsqueda constante de acontecimientos de los que se aprende algo, pero, evidentemente -pensó- así había ocurrido y así ha sido siempre: un obstinado buscador. Ahora tenía bastante tiempo por delante y había que aprovecharlo.


Salió de la Terminal Ouest y, haciendo uso de su precario inglés, comenzó a averiguar las opciones para hacer un recorrido por París. Después de escuchar, en un inglés casi tan rudimentario como el suyo, varios ofrecimientos sobre diversos medios de transporte a precios dispares, se sentó sobre su maleta y se dispuso a fumar mientras decidía qué hacer. Fue entonces cuando escuchó una voz que, en español, le pedía un cigarrillo. Alzó la vista sorprendido y se encontró con un viejito de piel morena que le sonreía amistosamente mientras le hacía el típico gesto con los dedos en V. El marroquí, tal era su nacionalidad -se enteraría un rato después-, luego de agradecerle el pitillo -así lo llamó- le comentó que había escuchado sus preguntas y le recomendó una lanzadera -un minibús le explicó- que iba hasta la gare -estación ferroviaria le tradujo- de Bercy para pasar luego por un hotel en Vincennes y terminar su recorrido en un hotel en Villiers-sur-Marne. Allí, le dijo, encontraría otra lanzadera que lo llevaría hasta el aeropuerto Charles de Gaulle. Si bien no pasaría por la Torre Eiffel ni por el Arco del Triunfo, lugares emblemáticos de la ciudad, observando el mapa que había conseguido en un café del Hall 2, le pareció interesante la sugerencia de recorrer los suburbios del área metropolitana parisina. Le agradeció al ocasional guía turístico y se encaminó hacia la parada.
Compartió la primera parte del trayecto con otros cinco pasajeros (dos parejas y una señora muy emperifollada) que no le dirigieron la palabra, enfrascados en sus propias conversaciones y pensamientos. Sentado en el asiento del fondo, con ambas ventanillas a su disposición, se dedicó a disfrutar del paisaje. Gran parte del itinerario se hizo por una amplia y transitadísima autopista -la Autoroute du Soleil- que atravesó las comunas de Rungis, Arcueil y Gentilly. Desde allí, de a ratos, pudo ver a lo lejos a la insigne Torre Eiffel.


Luego siguió por el Boulevard Périphérique -por el que cruzó el río Sena- para, después de tomar varias calles más, llegar a la estación del ferrocarril en dónde descendió una de las parejas. Más que la yuxtaposición de distintos estilos arquitectónicos que pudo apreciar en el trecho recorrido, lo que más le llamó la atención fue la profusión de barrios desangelados, colmados de bloques de viviendas populares, y la cantidad de basura desparramada en las calles. Tras una media hora de espera hasta que llegó un nuevo pasajero, el minibús se dirigió hacia su siguiente parada en el hotel de la Porte Dorée en Val de Marne. Allí descendieron la dama copetuda y el señor que había subido en la estación de Bercy, quedando sólo de acompañantes la otra pareja. Tomaron una nueva autopista, esta vez la Autoroute de l'Est, atravesando Saint Maurice hasta llegar al hotel Holiday Inn en Nogent sur Marne. En el trayecto pudo apreciar un enorme parque, el río Marne y edificaciones con alternancia de arquitectura victoriana, modernista y posmoderna. Antes de descender le preguntó al “chauffeur” si hablaba en inglés y, ante su respuesta afirmativa, le pidió que le indicase qué podía tomar para llegar al Aeropuerto Charles de Gaulle. “More slowly, please”, le rogó después de escucharlo la primera vez. Le costó entenderlo, pero finalmente -más por intuición que por comprensión- llegó hasta una pequeña caseta en dónde le indicaron -más con gestos que con palabras- lo que tenía que hacer.