Cientos
de casillas de madera, de chapa, de cartón, de lona. Residuos por todos lados,
inclusive en los techos de las precarias viviendas. Los pobladores vestidos con
harapos sucios, miserables. Una verdadera tragedia. Bidonvilles, se enteró más
tarde que le llaman a ese conglomerado de míseras casuchas, y no pudo evitar
compararlos con las villas miseria -tal el nombre con el que se las conoce en
Argentina-, muchas de las cuales él recorre cotidianamente por su trabajo. Imágenes
de un París oculto, tan parecido y tan diferente a la vez a su malquerida
Buenos Aires. “Migrants musulmans, cette racaille…”, escuchó que uno de los
pasajeros le decía a su acompañante con una entonación notoriamente despectiva.
Luego sabría que esos dignísimos caballeros franceses calificaban a esa pobre
gente de “gentuza” o “escoria”. ¿Ignorancia? ¿Hipocresía? ¿Egoísmo? ¿Discriminación?
No -pensó-, simplemente seres humanos.
Los hombres prefieren hacer abstracciones, pasar revista a todas las cuestiones sin estudiar ninguna a fondo. Recordó al Durkheim que, en sus estudios sociológicos, decía que las leyes de una realidad tan compleja como la de las sociedades humanas no se descubren con exámenes precarios basados en intuiciones rápidas, que esos análisis no eran más que generalizaciones basadas en algún ejemplo, pero que un ejemplo no era suficiente para demostrar la realidad. Es evidente -pensó- que desde el primer día y la primera noche, desde la primera vez que alguien reconoció su imagen reflejada en las aguas de un río, el hombre ha estado inventándose su propia tragedia, su propio infortunio. Triste, muy triste.
Los hombres prefieren hacer abstracciones, pasar revista a todas las cuestiones sin estudiar ninguna a fondo. Recordó al Durkheim que, en sus estudios sociológicos, decía que las leyes de una realidad tan compleja como la de las sociedades humanas no se descubren con exámenes precarios basados en intuiciones rápidas, que esos análisis no eran más que generalizaciones basadas en algún ejemplo, pero que un ejemplo no era suficiente para demostrar la realidad. Es evidente -pensó- que desde el primer día y la primera noche, desde la primera vez que alguien reconoció su imagen reflejada en las aguas de un río, el hombre ha estado inventándose su propia tragedia, su propio infortunio. Triste, muy triste.
Los aledaños
de las comunas de Pantin, Le Bourget, Aubervilliers y Saint Denis se fueron
sucediendo en el trayecto. Más grafitis, más bidonvilles, más basura a los
costados de la autopista. Aglomeraciones urbanas colmadas de decenas de
insípidos monoblocks y apenas unos pocos lugares con una arquitectura clásica,
armoniosa. A esa altura ya soñaba con ver algo de la irresistible belleza de
París de la que hablaba siempre Cortázar, y algo de eso pudo apreciar cuando el
minibús tomó el arbolado Boulevard de la Libèration a un costado del río Sena.
Por ese camino se dirigieron hasta la estación del ferrocarril de Saint Denis
en donde descendieron casi todos los pasajeros, sólo quedaron dos. Luego, tras
una breve espera, se sumaron otros dos en un hotel sobre la Rue Gabriel Péri a
poca distancia de la estación. Eran poco más de las seis de la tarde cuando tomaron
la Avenue Jean Mermoz, una tranquila avenida flanqueada por edificios bajos y
muchísimos negocios mayoristas que le hizo recordar a la calle principal de
Oronsospe, en las cercanías de Pamplona. Cuando llegaron a La Courneuve se
detuvieron en un hotel en donde el minibús hizo una parada de cuarenta y cinco
minutos, tiempo que el hombre aprovechó para caminar unos metros, cruzar a la
acera de enfrente e introducirse en un bar ubicado en un bonito edificio de
cuatro plantas con ladrillo a la vista y beberse su imprescindible capuccino.
Todo el
día el cielo había estado nublado y el clima destemplado. Ahora, que empezaba a
oscurecer, el frío se intensificó. Lo notó cuando caminaba de regreso hasta el
hotel Ibis Le Bourget para abordar nuevamente el minibús. Dos nuevas parejas se
habían sumado al pasaje y pronto emprendieron el camino, ahora, hacia un hotel
en Aulnay sous Bois en el que subió una anciana que se acomodó a su lado. Unos
minutos más tarde estaban sobre la Autoroute du Nord que los conducía
directamente a Roissy, comuna en la que se encuentra el aeropuerto Charles de
Gaulle. Llegaron alrededor de las ocho de la noche. Se dirigió a la Terminal 2,
despachó sus maletas, caminó de aquí para allá, pasó por una librería pero no
encontró ningún libro en español, y finalmente entró en el restaurante Paul. Se
sentó a unas de sus mesas y pidió -una vez más- un capuccino, aunque esta vez
acompañado por unos exquisitos croissants. La hora de embarque se acercaba, el
fin de la aventura europea también. Naturalmente, se puso a pensar. Había
pasado un mes y medio colmado de experiencias asombrosas y estaba en paz.
Estaba en paz como hacía mucho tiempo no lo estaba. Miraba en su celular las
fotos que había tomado y sonreía emocionado. La Historia -pensó- no se compone
únicamente de recuerdos del pasado sino también de los reflejos del presente.
No es únicamente la manera en la que el pasado vuelve al presente sino también
la estrategia con la que el presente va al pasado, los modos en que lo
interpreta. Tampoco es solamente la acumulación de esas acciones del pasado,
también es el presente, el día a día. Y su presente era eso, un simple pero a
la vez grandioso paso por la historia, por su historia.
Tras
algo más de trece horas de vuelo, el avión de Air France aterrizó en Ezeiza, el
noveno aeropuerto por el que anduvo en su excursión. Pasaporte en mano, superó
el control aduanero rigurosamente dividido entre argentinos y extranjeros, e
ignoró las capciosas murmuraciones del burócrata de turno sobre el contenido de
sus valijas, cuidándose de involucrarse en controversias ya que éstas rara vez
servían para algo y provocaban una triste pérdida de tiempo y humor. Luego, salió
de la Terminal A para esperar al remís que pasaría a buscarlo para llevarlo
hasta su casa. Mientras fumaba un cigarrillo se puso a hacer curiosas cuentas:
diez aviones, ocho autobuses, un tren, ocho subterráneos, dos ferrys, dos
taxis, cuatro trolebuses, siete autos y una moto habían sido los medios de
transporte que había utilizado en su travesía. Además de sus dos piernas,
claro. Sonrió. Pronto, el ulular de las sirenas de los patrulleros de la
policía, los bocinazos de los automovilistas, los gritos de la gente, el desorden
tanto vehicular como peatonal le hicieron tomar consciencia de que estaba
nuevamente en Buenos Aires. Trató de abstraerse. Al rato se dio cuenta de que
estaba moviendo nerviosamente la mandíbula de izquierda a derecha y de derecha
a izquierda, como si fuese un camello. Volvió a sonreír, aunque esta vez con un
dejo de ironía. No había dudas, el ensueño había terminado.
Mientras
viajaba por la Autopista Riccheri en dirección a Buenos Aires, pensó otra vez
en su historia reciente, en su significado. ¿Se podía descubrir en ella una
secuencia coherente de causa y efecto? ¿Cómo podría encontrarle un significado
si en cualquier momento esa secuencia podía verse quebrada o desviada de su
curso por otra secuencia ajena a él? Porque era plenamente consciente de que
otro ciclo de su vida estaba a punto de comenzar, que ahora aparecerían
situaciones tal vez irrelevantes desde su punto de vista, o no, pero que
inevitablemente influirían en su cotidianeidad.
Por otra parte, podría contarles a sus amigos una y mil veces la experiencia que acababa de transitar, pero el contexto en el cual lo hiciera ya no sería el mismo. Una lástima -pensó-. Le hubiese gustado que el tiempo se paralizase en ese instante, que las horas no pasasen más. Advirtió que ya estaban transitando por la Autopista 25 de Mayo cuando vio a su derecha la iglesia de Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa. En las dos torres de la fachada frente a la cúpula, enormes relojes marcaban la hora. Los observó y no pudo evitar recordar los episodios ocurridos durante la Comuna de París, cuando la gente disparaba contra los relojes de las torres de las iglesias y de los palacios para expresar, consciente o inconscientemente, la necesidad de detener el tiempo, de que al menos había que detener el tiempo predominante, la sucesión temporal establecida, y que debía comenzar un tiempo nuevo. Esa evocación le generó una idea tan fugaz como fantasiosa y descabellada que le dibujó una sonrisa en su cara, otra más, pero esta vez de amargura.
Por otra parte, podría contarles a sus amigos una y mil veces la experiencia que acababa de transitar, pero el contexto en el cual lo hiciera ya no sería el mismo. Una lástima -pensó-. Le hubiese gustado que el tiempo se paralizase en ese instante, que las horas no pasasen más. Advirtió que ya estaban transitando por la Autopista 25 de Mayo cuando vio a su derecha la iglesia de Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa. En las dos torres de la fachada frente a la cúpula, enormes relojes marcaban la hora. Los observó y no pudo evitar recordar los episodios ocurridos durante la Comuna de París, cuando la gente disparaba contra los relojes de las torres de las iglesias y de los palacios para expresar, consciente o inconscientemente, la necesidad de detener el tiempo, de que al menos había que detener el tiempo predominante, la sucesión temporal establecida, y que debía comenzar un tiempo nuevo. Esa evocación le generó una idea tan fugaz como fantasiosa y descabellada que le dibujó una sonrisa en su cara, otra más, pero esta vez de amargura.
Ya en
su casa, vació sus valijas, acomodó la ropa y, cuidadosamente, esparció sobre
la mesa los libros, las revistas, los folletos, las guías turísticas, los
mapas, todo el material con el que mantendría por siempre vivos los recuerdos
de aquel viaje. Los observó fascinado, tal como haría los días siguientes con
las algo más de tres mil fotografías que había tomado en cada rincón, en cada
paraje, en cada uno de los cientos de lugares que había visitado. Ejercitar la
memoria -pensó- porque, lejos de ser un simple producto de la historia, la
memoria es el motor de su desarrollo, el dinamizador del presente. Y ese
presente era, por lo menos hasta unas pocas horas atrás, un estupendo viaje
que, por lo fantástico, parecía una obra literaria. Claro -pensó-, en realidad
viajar por distintos lugares, más que escribir varios cuentos era como escribir
en cada etapa un capítulo distinto de una novela. Una novela que lo había
sumergido en el infinito de la imaginación y que, por otro lado, le había
mostrado lo sensibles y caóticas que pueden ser las experiencias humanas. Pero,
ahora, la novela había llegado a su fin. Había visto una pequeñísima parte del
mundo de la cual atesoraba un sinfín de imágenes, eso era verdad, pero la
visión del mundo es un fenómeno estético y por lo tanto -pensó- esa verdad no era
más que una combinación de imágenes para legitimar realidades vistas desde
perspectivas particulares, en este caso la suya. Sí, efectivamente, todo lo que
había vivido no era más que su versión de los hechos. ¿Y ahora, qué? se
preguntó.
Volvió
a las lecturas de Rousseau, de Piaget, de Vygotsky, de Freinet, de Gramsci, de Freire…
Sus alumnos lo esperaban para que les siguiera contando la Historia como
-decían ellos- sólo él sabía hacerlo. Su tarea como asistente pedagógico en un
Bachillerato para adultos era muy gratificante y lo hacía feliz. Sonreía
complacido cuando, en las reuniones del equipo de docentes y coordinadores, las
profesoras de Instrucción Cívica le contaban que cuando hablaban del rol del
Estado en una sociedad, los estudiantes les decían que ya lo habían visto en la
clase de Historia. Otro tanto ocurría con el profesor de Filosofía que, cuando
les explicaba la importancia de Hegel en la definición de los principios de
libertad, igualdad y derechos de los ciudadanos, ellos le manifestaban que ya
lo habían tratado en la clase de Historia. Era evidente que no podía con su
genio, le salía espontáneamente. El programa para el primer semestre se
centraba en la historia de Latinoamérica; los pueblos precolombinos, la llegada
de los conquistadores españoles y sus consecuencias. Sin embargo él iba más
allá. Era inevitable vincular todas esas vicisitudes de la historia latinoamericana
con los sucesos que acontecían en Europa y así trataba de explicárselo a los
estudiantes. Y fue unos pocos días después de haber regresado de su viaje, precisamente
tras la primera jornada de clases cuando, ya en su casa, leyendo como todas las
noches antes de dormirse, encontró aquella frase en un cuento de Clarice
Lispector: “Los seres sensibles son más felices e infelices, simultáneamente,
que los demás”. La escritora tenía razón, porque pronto volvió a inundarlo la
angustia, la desazón, el desconsuelo. Fue simple para la desdicha volver a
darle alcance, y se daba cuenta de lo difícil que le resultaba sufrir con decoro. Fue entonces cuando surgió una nueva pregunta: ¿Seguiría intacta
su capacidad de resiliencia?