10 de junio de 2021

Adolfo Bioy Casares: “Escribir es hacer un mal borrador y luego corregirlo hasta desentrañar lo que uno realmente piensa” (1)

Autor de numerosos libros de relatos y novelas, Adolfo Bioy Casares (1914-1999) fue uno de los escritores argentinos más relevantes del siglo XX. Además de poseer un hábil uso de la paradoja, un agudísimo sentido del humor y un exquisito manejo de la ironía, su prosa suele ser considerada como una de las más depuradas y elegantes que ha dado la literatura latinoamericana. Miembro de una familia de hacendados bonaerenses, comenzó a escribir desde muy joven y en 1933 publicó el volumen de cuentos “Diecisiete disparos contra lo porvenir”. Un año antes Victoria Ocampo (1890-1979), fundadora de la revista “Sur”, le presentó a Jorge Luis Borges (1899-1986) con quien entabló una amistad que sería decisiva en su carrera literaria. En los años ’40 llegaría su etapa más fructífera como escritor. Por entonces publicaría las novelas “La invención de Morel” y “Plan de evasión”, y los volúmenes de relatos “La trama celeste”, “El perjurio de la nieve” y “Las vísperas de Fausto”. También, en coautoría con Silvina Ocampo (1903-1993), escribió la novela policíaca “Los que aman, odian”, codirigió con Borges la prestigiosa colección “El Séptimo Círculo” y entre los tres compaginaron la “Antología de la literatura fantástica”. Lo que sigue es la primera parte de un resumen editado de las entrevistas que concediera a María Esther Gilio (“Revista de la Universidad de México”, septiembre de 1982) y a Mónica Sifrim (suplemento “Cultura y Nación” del diario “Clarín”, junio de 1986).


¿Qué tiene que ver con Adolfo Bioy Casares ese duro del Lejano Oeste que vemos en las fotografías?

 Tal vez ésa es la imagen que los demás esperan de mí.
 
O por lo menos la imagen que usted cree que los demás esperan de usted.
 
Los fotógrafos dicen que uno debe asumir su cara.
 
¡Pero es que usted no la asume! Usted tiene en las fotos una expresión irreconocible. Si yo tuviera que describirlo tal como lo veo diría que su expresión es dulce, escéptica y piadosa. Como si el ser humano le provocara infinita compasión y melancolía.
 
Sí, es verdad. Siento compasión por el hombre. A veces discutimos con Borges sobre esto. Él dice que no puede admitir la compasión, que la compasión lo ofende. Yo creo que todos merecemos compasión. Que somos unos pobres diablos heroicos por el solo hecho de estar vivos.
 
Además de pobre diablo, tal vez, algunas veces se sentirá Dios decidiendo sobre vida y milagros de hombres y mujeres que usted mismo ha creado.
 
Tal vez, pero sólo por unos segundos.
 
Hábleme sobre el acto de escribir.
 
Escribir es hacer un mal borrador y luego corregirlo hasta desentrañar lo que uno realmente piensa.
 
Algunos escritores dicen que escriben para entender tal o cual realidad. ¿Es eso lo que quiere decir?
 
No. Lo que hago cuando escribo un cuento no es descubrir cómo es la realidad sino cómo es ese cuento. Tengo una historia en la cabeza que me parece perfecta. Y pienso que debe ser contada de tal o cual manera. Al escribirla veo que las soluciones que había pensado no son soluciones. Que debo buscar por otro lado, hasta descubrir cómo es realmente ese cuento.
 
¿Es decir que escribe para usted?
 
No lo sé. Sé que soy un buen lector mío, mi primer lector. Si parto de esto puedo pensar que escribiría aun cuando no me leyeran. Pero no lo sé.
 
¿Escribe con alegría? ¿Le da verdadero placer escribir?
 
Es un acto alegre que a veces se interrumpe porque me doy con una tozudez que siento como ajena a mí y que me impide expresar lo que quiero decir. Es como si dos partes mías se pelearan. Y hay una que busca atacar a ese otro, a ese tozudo que quiere que esta frase sea así, de tal o cual manera.
 
¿Qué lo enfurece, que la frase no sea impecable?
 
No; lo que me enfurece es que he encontrado una frase formalmente impecable pero que no traduce el pensamiento. La frase puede ser riquísima pero, si no trasunta la verdad, hay que renunciar a ella.
 
Uno de los principios de Cervantes era saber renunciar.
 
Sí, hay que saber renunciar. Pero cómo duele a veces.
 
He leído en alguna parte que considera “La guerra del cerdo” como su mejor libro.
 
De ninguna manera, y más aún: “La guerra del cerdo” es el libro que menos me gusta.
 
¿Por qué el que menos le gusta?
 
Si se puede decir que hay una poética sobre cómo debe ser un libro, diría que éste es el más contrario a mi poética. Es un libro que me desagrada. El choque de lo atroz no me gusta.
 
¿Por qué lo escribió?
 
Pienso que me dejé llevar por la inteligencia.
 
¿Cómo se dejó llevar?
 
Le voy a contar cómo nació esa historia. Yo estaba en la Confitería del Molino y vi sentado a una mesa un tipo con el pelo teñido. Entonces pensé que se podría hacer un ensayo sobre la panoplia de que dispone el hombre para postergar la vejez. Empezaría por un catálogo de armas. Y, finalmente, convendría en que nada puede hacerse para realmente postergarla. De ahí partí, pero pronto sentí que se adecuaba más a mis posibilidades una narración que un ensayo. Decidí entonces escribir una narración a la manera de las películas cómicas de los años ‘20. Con una serie de peripecias en las que viejos gordos y corpulentos, pero débiles, serían perseguidos por jóvenes atléticos y violentísimos. Hasta que me fui dando cuenta de que el tema permitía un tratamiento menos superficial, más profundo. Como por ejemplo algunas reflexiones sobre la vida y el destino del hombre. Pero para eso había que escribir una novela. Una novela donde tuviera cabida la tristeza. Y eso traté de hacer.
 
Una novela que no lo dejó feliz.
 
Que no me gusta. Una novela debe ser como una casa donde uno tiene ganas de vivir.
 
Aunque a usted no le guste es considerado un buen libro. Y por algo volcó usted en él tantas energías.
 
Yo creo que este libro obró en mí como una especie de psicoanálisis herético. No casualmente coincidió con un momento en que me sentí envejecer.
 
¿Cree en la inspiración?
 
Sí creo que existe y que a uno lo visita. Pero atempero esta afirmación agregando que la inspiración viene cuando uno trabaja. Si uno escribe y trabaja, y pone toda la atención en lo que hace, ésta viene. Yo creo que las cosas que dejo en pie actualmente son las que pueden ser leídas. Mis primeros libros que, por suerte, no están en ningún lado, no los leería nadie porque son un horror.
 
¿Por qué un horror? Serán malos como los de cualquier escritor que empieza.
 
¡No! Lo peor de esos primeros libros es que yo no era un escritor espontáneo, que escribía mal y nada más. Lo doloroso es que yo era un teórico de la escritura.
 
¿Cuál es para usted su primer libro aceptable?
 
“La invención de Morel”.
 
Bueno, es mucho más que aceptable, es un estupendo libro.
 
Sí, no me parece malo.
 
Usted, que ha pasado de escribir horrores a escribir maravillas, ¿qué le aconsejaría a un escritor joven si pensara que tiene talento y vale la pena aconsejarle algo?
 
Que defienda su vocación heroicamente contra todas las tentaciones y necesidades.
Que no la postergue, que lea mucho y piense sobre lo que lee.
 
¿Si se encontrara con el joven que usted fue le diría eso?
 
No sé si le diría que escribiera. ¡Eran tan horribles aquellos primeros libros! Yo quería escribir como los clásicos españoles y, a veces, como los escritores gauchescos, como los letristas de tangos. Y todo era igualmente malo. Y si seguí escribiendo fue porque buscaba la verdad de la literatura, la verdad oculta de la literatura. Aunque la buscaba por malos caminos, de prueba y error: así no es, así tampoco. Estaba como un ratón en el laberinto.
 
¿Para qué podría servir una teoría del buen escribir?
 
Podría servir para hacer atajos. Pero, con dolor, descubrí que no hay atajos posibles. Por eso no se puede transmitir nuestra experiencia a otro, como no se lo puede poner en la Ciudad de Dios, si es que un incrédulo puede decirlo. Porque las metas no se alcanzan con recetas.
 
Hablando de esas primeras obras suyas recuerdo algo que usted dijo en “Guirnalda con amores”. “Hay que vivir lejos de las cosas feas. Impedir que la perversa curiosidad nos eche en brazos de cualquier mujer o que en la lista de obras aparezcan los primeros libros”.
 
Sí, ¿qué quiere saber?
 
¿Podría la curiosidad llevarlo a los brazos de mujeres horribles?
 
Bueno, me llevó.
 
¿Muchas veces?
 
Sí.
 
Los hombres son seres muy extraños.
 
Pero no ponga esa cara, no he pasado la vida en brazos de mujeres horribles. He tenido también mucha suerte.
 
Cuénteme de cuando tuvo suerte.
 
No sea ambiciosa.
 
Está bien. En alguna biografía suya leí de un profesor que lo inició en el placer de las matemáticas. Creo que casi toda su obra tiene una estructura muy racional, muy lógica, que recuerda a las estructuras matemáticas.
 
Sí, tiene razón.
 
¿Cómo se produjo ese contacto con un mundo que parece tan alejado de la literatura?
 
Ocurrió que cuando entré al Nacional las clases ya hacía unos días que habían comenzado. Me enfrenté así, de pronto, a una clase de álgebra.
 
Usted tendría unos doce años.
 
Más o menos. Era la primera clase de álgebra y cuando vi que sumaban y restaban letras no entendí nada. Estaba totalmente desorientado. Pensaba en lo que había dicho Bergson: “La inteligencia es el arte de salir de situaciones difíciles”. Mi pasado me probaba que yo era inteligente. Tenía que salir. Pero el profesor tomó mi desorientación como paradigma de la estupidez. Durante una hora me tuvo de pie, junto a la pizarra, tratando de que resolviera un teorema que, aún condenado a muerte, no habría podido resolver. A partir de ahí fui un pésimo alumno. Hasta que dos años más tarde mis padres recordaron que conocían a un profesor, Felipe Fernández, y lo llamaron. Con él aprendí los deleites de las matemáticas y me convertí en el mejor alumno de esa materia en el colegio.
 
Bergman dice que nada excita tanto su curiosidad como la maldad gratuita. Ese profesor arrinconando a un chico contra la pizarra me recordó esa idea. La de que hay en el hombre un mal inherente que no existe entre los animales.
 
Bergman seguramente piensa en fuerzas eternas. Creo que en este caso fue sólo estupidez y cansancio. El profesor debe enfrentar a un grupo humano que le es hostil. Como no tiene coraje de enfrentarlo solo, elige dos o tres para desahogarse en ellos mientras busca la complicidad del resto. Es, en definitiva, un pobre diablo.
 
No vale la pena preguntarle si cree en Dios. Es evidente que no.
 
Sería casi soberbio creer que hay un Dios preocupado por nosotros.
 
Por lo menos puede convenir conmigo en que los creyentes aceptan con mucho menos dolor la vejez y la muerte.
 
Sí, claro, pero es que uno no puede arreglar eso a voluntad.
 
Es totalmente un escéptico.
 
Tanto como Pirrón, que no creía ni en su propio escepticismo. Su divisa era: “Suspendo el juicio”.
 
¿Hasta cuándo lo suspende?
 
Si una vez muerto Dios me recibe en su seno o el diablo en el suyo le prometo retractarme y hacérselo saber.
 
Espero que no olvide la promesa. Usted dice en alguno de sus libros que prefiere la conversación de las mujeres a la de los hombres porque “los hombres son historiadores, las mujeres filósofas, hablan de la vida, la muerte y el amor”.
 
Sí, eso creo. Recuerdo una conversación entre Ureña y Alonso. Ambos hablaban como suelen los críticos de literatura: tal edición, tal fecha, tantas páginas. Mastronardi, en un rincón decía: “Datos, fechas, fechas, datos”. Sí, yo prefiero la conversación de las mujeres, aunque habrá que ver qué va a pasar cuando lleguen a la total igualdad con el hombre.
 
¿Va a ocurrir alguna vez?
 
Sí, claro. Mi única preocupación es que, alcanzada esa posición, las mujeres también se pongan dateras.
 
A través de su obra, e incluso de algunas cosas que dijo en esta entrevista, uno tiene la sensación de que el paso del tiempo lo preocupa, lo angustia.
 
Es espantoso el paso del tiempo. La vida es una cosa trágica.
 
Pero usted no parece un hombre triste y angustiado.
 
Todo eso no impide que sea un extrovertido que elige la alegría y la amistad. Pero creo que a nuestros padres nada tenemos que agradecerles, y nuestros hijos nada tienen que agradecernos. El final es siempre la derrota.
 
La posibilidad de crear mundos, personajes, situaciones, ¿no hace menos duro ese final?
 
La imaginación es una especie de remedo de la eternidad. Lo real es que la decrepitud está allí nomás, que ya vamos llegando al fin de las cosas. Pienso en un amigo que, mientras moría de una enfermedad terrible, soñaba que estaba nadando en Mar del Plata.
 
Recuerdo algo que dijo Borges no sobre mujeres sino sobre escritores. Él dice que cada escritor crea sus precursores. ¿Cuáles serían los suyos?
 
¡Qué difícil! ¿Usted habla de los autores que me gustan, de los que me han hecho escribir? Pueden haberme hecho escribir porque aun siendo malos excitaron mi imaginación. “Pinocho”, “El misterio del cuarto amarillo”. ¿Puedo leerlos aun con placer? “El misterio del cuarto amarillo”, “Sherlok Holmes”… He vuelto a leerlos y me parecieron incompletos. Y, en cambio, hay letras de tangos que me conmovieron tremendamente y me hicieron pensar.
 
Cuénteme. ¿Qué tangos?
 
“En la puerta de un boliche, un bacán encurdelado”... y después “Mina que fuiste el encanto de toda la muchachada”. Al final se dice que él robó unos aros para ella.
 
¿Por qué le gustaba tanto?
 
Me producía el deseo de tener una mujer así.
 
Que fuera el encanto de toda la muchachada.
 
Sí, y robar aros para ella. “Flor de fango” también me gustaba. Cuando decía “te entregaste a la farra y el champagne” yo me sentía encantado. Ese mundo de farra y champagne me seducía totalmente. Había un restaurante de taxistas al cual yo solía ir. Ellos contaban que a la salida del cabaret los bacanes con las grandes minas se iban en coche abierto a pasear por Palermo. Por eso el protagonista de “El sueño de los héroes”, al buscar algo maravilloso, encuentra la muerte en Palermo.
 
Ese libro lo publicaron hace muy poco en Francia.
 
Sí, pero ¿usted sabe por qué lo publicaron? El año pasado “La Nouvelle Littéraire” publicó una crítica que terminaba diciendo: “Este libro hace diez años que está agotado. Si a usted le gusta como a mí, haga lo que yo haré: llame al editor y dígale que esta es la mejor novela de su catálogo”. Así fue como el editor la publicó.
 
Además de “El sueño de los héroes” usted escribió “El héroe de las mujeres”. Dos títulos con la palabra héroe deben llevar a confusión.
 
Yo pienso que cuando ya no me lea nadie, los críticos los mezclarán, harán de los dos uno. Acepto la tesis de la navaja de Ockam de que “los entes no deben multiplicarse”. No hay que tener más amigos que los necesarios ni más libros que los necesarios.
 
¿Necesarios para quién?
 
Para la verdad, para alcanzar el centro de la verdad.
 
Hábleme de esto que usted escribió: “Si no recuerdo la palabra Austria, o la certeza, cada día más débil, de que estar vivo es un milagro espléndido, nadie me espere porque ya no vuelvo”. ¿Qué es esto? ¿Otra vez la vejez?
 
No. Hemingway dice que la patria es el nombre de algunas calles, un color, un perfume, un jardín, un monumento. Pensé que, de pronto, uno podría perder todos esos puntos de referencia. Si un día nos levantáramos de mañana y hubieran cambiado los nombres de las calles, el lugar de las plazas y los cines, ¿no nos volveríamos locos?
 
¿No pensaba entonces en la pérdida de la memoria que viene con los años?
 
No, pensaba en que nuestro juicio es frágil, muy frágil. Sólo eso.
 
¿Cuándo conoció a Borges?
 
Lo conocí en un almuerzo en casa de Victoria Ocampo en 1932. Él, como siempre, dice otra cosa, pero se equivoca porque yo sabía que Borges había escrito un artículo titulado “Nuestras imposibilidades”, hablando de nuestras imposibilidades de ser coherentes o lúcidos en materia política. Yo había leído el artículo un rato antes de nuestro primer encuentro y le hablé sobre eso. El artículo se publicó en 1932. Borges se puso a hablar mucho conmigo aunque yo era un chico. Victoria Ocampo, seguramente, me había invitado porque mi madre, que era amiga de ella, le habrá dicho que yo escribía. Entonces me invitaron para hacerme conocer un ambiente de escritores. Estaba allí un escritor francés, uno de los de turno de visita en la Argentina, y Victoria, que era muy mandona, muy maestra mandona, dijo: “¿Quieren dejarse de hablar entre ustedes y atender al señor fulano de tal?”. Borges se sintió un poco ofuscado. Tenía mala vista y tropezó con una lámpara tirándola al suelo. Ese incidente nos hizo sentir una cierta complicidad. Volvimos juntos en automóvil desde San Isidro y Borges me preguntó cuáles eran los autores que yo prefería. Ahí le enumeré una serie de autores incompatibles y espantosos.
 
¿Qué autores, por ejemplo?
 
Bueno, Gabriel Miró, Azorín, Joyce… No se trata siquiera de que unos sean buenos y otros malos, son incompatibles de algún modo. Varios de esos autores le parecerían horribles. En un libro de memorias, Brenan dice que los escritores somos capaces de comprender a cualquier tipo de gente, pero que no tenemos la misma ductilidad para aceptar cualquier manera de pensar; las maneras de pensar distintas nos apartan. Buenos, a pesar de que mi lista de preferencias debía ser un trago amargo para Borges, empezamos a hablar de literatura, que era lo que más nos importaba a los dos.  Yo había escrito un libro muy malo, cosa que seguramente entristeció a Borges; pero él sobrellevó todo eso.