La dupla
Bioy Casares-Borges produjo varias obras escritas en colaboración y firmadas
con los seudónimos de H. Bustos Domecq (“Seis problemas para don Isidro Parodi”
y “Dos fantasías memorables”), o de Benito Suárez Lynch (“Un modelo para la
muerte”). Con sus propios nombres publicaron también“Crónicas
de Bustos Domecq” y “Nuevos cuentos de Bustos Domecq” además de varias
antologías de obras de otros autores como “Los mejores cuentos policiales”, “Cuentos
breves y extraordinarios” y “Libro del Cielo y del Infierno”. Durante la década
del ’50 Bioy publicó la novela “El sueño de los héroes” y los libros de cuentos
“Historia prodigiosa” y “Guirnalda con amores”. Más adelante llegarían las
novelas “Diario de la guerra del cerdo”, “Dormir al sol”, “La aventura de un
fotógrafo en La Plata”, “Un campeón desparejo” y “De un mundo a otro”; y los
tomos de cuentos “El lado de la sombra”, “El gran serafín”, “El héroe de las
mujeres”, “Historias desaforadas”, “Una muñeca rusa” y “Una magia modesta”. La crítica
literaria unánimemente destacó su utilización de ciertos procedimientos
escriturarios como el original desenvolvimiento del diálogo, las voces
alternadas de narradores en primera persona, la presencia de lo fantástico y su
recurrencia a los conflictos amorosos que caracterizó su obra y lo colocó entre
los escritores de la mejor narrativa del siglo XX. A continuación, la segunda y
última parte de la combinación de las entrevistas que le realizaran María
Esther Gilio y Mónica Sifrim.
¿Cómo veía el joven Bioy Casares al Borges de
1932? ¿Suponía que iba a alcanzar tal trascendencia?
Nunca
pensé en términos de gloria o fama y esa es otra cosa que nos unió a los dos.
Las primeras cosas vienen primero y las segundas pueden olvidarse: la prioridad
era la literatura, el acierto literario, la filosofía, la verdad. Yo sentía que
para mí Borges era la literatura viviente y, de algún modo, él habrá sentido
que yo compartía esa actitud ante las letras que para mí era lo principal en la
vida. Para los dos, lo más importante era comprender. Sentíamos un gran placer
cuando, sobre cualquier asunto que ocurría en la realidad, uno de nosotros
explicaba al otro lo que sucedía. Tanto Borges como yo creemos en la
inteligencia como instrumento de comprensión. No se trataba entonces de él o de
mí, de quién hablara, sino de haber entendido la verdad de algo. Eso era lo que
nos exaltaba más. Para mí, la amistad con Borges fue un regalo de la suerte.
Fue la primera persona que conocí para quien nada era más importante que la
literatura. Para él la literatura era lo más real. Me hablaba de lo que había
leído como si fuera una noticia de actualidad, así se tratara de un
presocrático. Cuando colaborábamos, por ejemplo, llegaba a casa y me decía:
“Estuve con fulano de tal y me dijo tal cosa”. Pero fulano de tal era un
personaje del texto que estábamos escribiendo nosotros.
¿Qué fue lo primero que escribieron juntos?
En 1935 o 1936
me ofrecieron escribir un folleto comercial sobre las virtudes del yogur, por
el cual me ofrecían un pago de 16 pesos por página, muchísimo dinero en esa
época. Me facilitaron una bibliografía donde se aseguraba que esa cuajada
respondía a la tradición búlgara y que su consumo prolongaba la vida de la
gente. Así, se citaban casos de búlgaros que por comer yogur habían vivido más
de ciento cincuenta años. Dije que sí e inmediatamente lo llamé a Borges para
hacer juntos el folleto. Claro, Borges y yo corregimos, exageramos y aumentamos
la bibliografía que me habían dado, hasta el punto tal que aquella gente se
escandalizó. Citábamos, incluso, el caso de una familia búlgara cuya hija más
joven tenía noventa años. Trabajamos muy bien. Borges tenía ese tacto secreto
para hacerme sentir como si yo fuera un par. Nunca me hizo sentir de otra
manera. En parte porque debía considerar que yo era suficientemente
inteligente. No es altanería de mi parte, pero creo que se encontraba a gusto
con mi inteligencia.
Más aún, Borges afirmó que todos los aciertos de
Bustos Domecq, el autor bifronte, se debían a usted, a quien consideraba,
paradójicamente, como un hermano mayor.
Bueno, en
esa afirmación hay más generosidad que verdad. Cuando dos personas son amigas,
cada uno enseña algo a la otra; en caso contrario se trataría de una relación
entre maestro y discípulo, no entre amigos. Borges dice, por ejemplo, que él
siempre fue partidario del estilo adornado, del Barroco, y que yo nunca me dejé
engañar o encandilar por ese tipo de escritura. Siempre tuve una predilección
por la simplicidad y la transparencia que puede haber sido beneficiosa para
Borges, a quien le gustaba demasiado el estilo culto, erudito, artificial.
Pienso, y ojalá no me equivoque, que eso pudo haber sido útil para él, como él
fue útil para mí en infinidad de cosas.
Su primera colaboración con él fue, entonces, el
folleto sobre yogur. ¿Qué le siguió? ¿Cómo continúa esa historia de
colaboración literaria?
Allí, en
el campo de El Pardo, mientras escribíamos la propaganda del yogur, Borges me
contó un cuento. Él no había escrito cuentos todavía, y ahora pienso que Borges
y yo nos hemos pasado la vida contándonos argumentos de cuentos y novelas que
leíamos. Creo que ese poder dialogar conmigo sobre cuentos lo llevó a vencer
cierta timidez que tenía para escribirlos. Él había escrito hasta entonces
poemas y ensayos y, de algún modo, sentía esa inhibición que se siente ante un
género nuevo. Comenzó a vencer esa timidez escribiendo cuentos que parecían
ensayos críticos sobre libros inexistentes o modificaciones de biografías de
personas reales que él convertía en ficciones -eso ya aparece en “Historia
universal de la infamia”- y de ese modo entró en la ficción, que iba a ser tan
importante para él después.
¿Cómo
surgió la idea de crear a Bustos Domecq?
El cuento
que Borges me había contado en esa ocasión en el campo trataba de un profesor
alemán -el doctor Praetorius- que mataba chicos por métodos hedónicos: los
hacía jugar y divertirse hasta que se morían de cansancio e inanición. Esa era
la idea del cuento que nunca se escribió. Pero una vez que hubo surgido ese
deseo de trabajo en común, comenzamos a hablar de la posibilidad de escribir
juntos cuentos policiales. Así nacieron “Seis problemas para don Isidro Parodi”,
“Modelo para armar la muerte” y luego “Dos fantasías memorables”. Cuando
estábamos escribiendo uno de los cuentos que después integraría el libro “Nuevos
cuentos de Bustos Domecq”, suspendimos porque sentíamos que nos estaba
devorando esa especie de autor que habíamos creado entre los dos. Bustos Domecq
se había convertido en algo similar a un Rabelais, autor que no nos gustaba,
que era un bromista insoportable y no respondía a nuestros deseos.
Bustos Domecq, ese autor ficticio pero
existente, firma los cuentos que escribieron juntos Borges y Bioy Casares. ¿Se
trataba de una broma literaria?
Resultó
una broma literaria, no quería serlo. El primer cuento lo escribimos para “La
Nación”, luego comprendimos que no lo publicaríamos y, entonces, “Sur” se
resignó a hacerlo. Poco a poco llegó a saberse quién era Bustos Domecq y
entonces le atribuyeron las más variadas colaboraciones. Pasaron los años, y
muchos de esos cuentos fueron publicados en diversas revistas. Por último, en
1967, la editorial Losada publicó “Crónicas de Bustos Domecq”, esta vez firmado
con nuestros nombres reales. Nosotros creamos ese personaje y, mientras lo
pudimos gobernar, seguimos con él.
Después se tornó ingobernable y dejamos de escribir esas cosas aunque
seguíamos viéndonos y comiendo juntos todas las noches. Cuando sentimos que
podíamos volver a escribir juntos, surgieron los nuevos cuentos que, a mi
criterio, no son peores que los primeros, sino incluso mejores porque en los
primeros habíamos partido de la ilusión de escribir juntos cuentos policiales
ortodoxos y, como no lo fueron, llevaban el lastre del primer proyecto. En
cambio, los nuevos eran más parecidos a lo que realmente podíamos hacer
nosotros dos juntos. Sin embargo, existe el lugar común. Henry James se pasó la
vida corrigiendo sus textos, pero la gente que hoy reedita sus obras proclama
que está publicando la primera versión. Creo que los nuevos cuentos fueron tan
buenos -o tan malos- como los primeros y que “Crónicas de Bustos Domecq” fue el
mejor libro que escribimos juntos. En ese aspecto estábamos completamente de
acuerdo.
En la práctica, ¿cómo escribían juntos?
Conversábamos
libremente sobre la idea que teníamos acerca de un tema hasta que se iba
formando, casi sin proponérnoslo, un proyecto en común. Luego me sentaba a
escribir, antes a máquina, últimamente a mano porque escribir a máquina ahora
me da dolor de cintura. Si a uno se le ocurría la primera frase, la proponía y
así con la segunda y la tercera, los dos hablando. Continuamente Borges me
decía: “¡No, no vayas por ahí!” o yo le decía: “¡Ya basta, son demasiadas
bromas!”. Pienso que este trabajo de colaboración con Borges debió enseñarnos a
ser modestos. Porque cuando empezamos a colaborar nos sentíamos alineados en
una campaña a favor de la tramaba y de la escritura deliberada, eficaz y
consciente. Íbamos a escribir cuentos policiales clásicos como los de la literatura
inglesa hasta los años ‘50, cuentos en los que había un enigma con resolución
nítida, poca psicología, los personajes necesarios y la reflexión apenas
indispensable. Resultó que escribimos de un modo barroco, acumulando bromas al
punto que por momentos nos perdíamos dentro de nuestro propio relato, y alguno
de los dos preguntaba: “¿Qué es lo que iba a pasar con este personaje?, ¿qué
íbamos a escribir?”. Esto es casi patético porque ambos nos jactábamos de ser
muy deliberados. Es como si el destino se hubiera burlado de nosotros. Después
de “Un modelo para armar la muerte” hicimos un alto. Tiempo después, en un
momento en que Borges estaba muy enamorado, en uno de sus tantos amores
infelices, sucedió algo que dio lugar al reinicio de nuestra colaboración. Una
mañana yo sacaba a pasear a mi hija y al hijo de la cocinera. Cada uno de esos
chicos tenía en la mano un muñeco y se lo describía al otro. Yo estaba
calentando el motor del auto y los oía atrás, describiendo, como si no pudieran
ver uno el muñeco del otro. Entonces esa noche le propuse a Borges que
escribiéramos un cuento sobre un escritor que describiera por el solo placer de
la descripción, aunque fuera la cosa más estúpida del mundo: su lápiz, su
papel, la mesa de trabajo, la goma de borrar, etcétera. Meses después, porque
con Borges siempre fuimos reticentes y corteses, Borges me agradeció porque
comprendía que yo le había propuesto ese cuento para hacerle olvidar su mal de
amores. No fue así de ningún modo. Fui un frío del diablo y se lo propuse
simplemente porque se me había ocurrido el cuento. Así nacieron las “Crónicas
de Bustos Domecq”, que fue casi la última colaboración larga que hicimos
juntos. Después solo hubo cosas breves: un prólogo sobre literatura fantástica,
otro sobre cuentos policiales. Cuando surgía alguna de esas tareas yo le decía:
“Bueno, mirá, creo que no hay más remedio, vamos a tener que escribir algo”. A
lo que él respondía: “¡Qué suerte!”, y nos poníamos a escribir. El más apurado
en que nos pusiéramos a trabajar era siempre Borges. Realmente le encantaba
trabajar y era muchísimo menos perezoso que yo, mucho más rápido. Además él
dice darle mucha importancia al aspecto hedónico de la literatura; pero en
realidad era bastante austero y le disgustaban las debilidades o las
complacencias. A mí, por ejemplo, me gustaba desde niño la idea de un balneario
de curas porque pensaba que debía ser sumamente agradable estar sentado,
descansando y que lo atiendan a uno. Ese tipo de cosas a Borges lo
impacientaban. Era un poco protestante, una persona con un sentido de la culpa
que yo nunca tuve. Ahora, aunque a veces yo tenía pereza para comenzar, luego
lo hacía contentísimo. Es que además trabajábamos riéndonos a carcajadas. Quisimos
trabajar en serio y fracasamos.
Creo que inclusive hubo un proyecto que no se
concretó por ese motivo.
Sí, algo
así como un ABC de la cultura que no pudimos concluir porque nos resultó
imposible seguir escribiendo seriamente como dos niños aplicados.
Borges dijo que usted era el menos supersticioso
de los lectores. Tampoco él era un lector supersticioso, no era un “snob”. ¿En
qué diferían respecto a lo que consideraban como supersticiones en la
literatura?
Tuvimos,
por ejemplo, largas discusiones sobre el amor en la literatura. Borges se pasó
la vida enamorado, pero enamorado de verdad, y sufrió muchísimas veces. Sin
embargo, tenía un prejuicio en contra del amor en la literatura. Una reacción
basada en su experiencia de que todos consideraran que el amor el único tema.
Como si hubiera dicho: “Bueno, basta, hay otras cosas aparte del amor”. Hasta
ahí su reacción es racional y su actitud justificada. Pero a veces exageraba y
tenía una postura casi puritana contra el amor. Yo le decía que no fuera puritano,
y él valorizaba extraordinariamente que se lo hubiera dicho. No era ningún
mérito de mi parte sino un comentario sensato y justificado. También, por
ejemplo, yo le decía: “Bueno, basta de estar tan entusiasmado con Quevedo, Lope
de Vega es menos pedante, mucho más grato y dice cosas más profundas. El otro
es como un cordillera de cartón apta para el tren del Parque Japonés”. Borges,
agradecido, me daba la razón y pensaba que yo lo rescataba de una superstición.
No es para tanto. Esa era una superstición que yo no tenía, pero él no tenía
muchísimas otras.
Borges es un paradigma de la lectura no
supersticiosa. Se dice que cuando ejercía como profesor en la Universidad de
Buenos Aires recomendaba a los estudiantes que no leyeran nada que no les
gustara, que interrumpieran la lectura de un libro si les resultaba tedioso.
Supongo que eso habrá causado conmoción en el ámbito académico.
Desde
luego. Ambos considerábamos que la crítica literaria no existe si no puede
decir “este libro es bueno”, “aquél me aburre”, “ése me divierte”. Si esas
valoraciones están prohibidas, para mí no debería existir la crítica literaria.
El crítico existe para exaltar los valores de la literatura, para hacerle ver a
la gente que la literatura es una de las fascinaciones de la vida y, si hay un
error, si se está tomando en serio una estupidez, decir: “Este texto es una
estupidez”.
En 1936 usted funda una revista con Borges, “Destiempo”.
¿Cuál era la propuesta? ¿Con quiénes polemizaban?
Creo que
polemizábamos con todos aquellos que no juzgaban la literatura por su mérito
esencial, sino por las tendencias que tuviera. Entonces albergamos un propósito
absolutamente impracticable que era hacer una revista absolutamente intemporal,
de ahí el nombre “Destiempo”. Al cabo de tres números la realidad agobió a la
revista. El único número vendido fue el tercero porque la ofrecían en la cancha
de rugby pregonándola como “Destiempo, la revista para el asiento” (para
sentarse en las gradas). Allí colaboraron Alfonso Reyes, Fernández Moreno,
Mastronardi, Peyrou y otros.
¿Cómo era el campo literario al que usted
ingresa como escritor en 1937?
Yo no
frecuentaba ningún ambiente literario. Borges, Peyrou y Mastronardi eran mis
amigos y hablábamos de literatura como de tantas otras cosas. Pero soy un
escritor gregario y participé poco de la vida literaria de Buenos Aires. Creo
que la única manera de escribir y cultivarse es a solas, en la propia casa. Es
un camino duro, poco simpático, pero, a mi criterio, el único verdadero.
Usted presenta una imagen de escrito sobrio,
retraído en el trabajo solitario. ¿Qué opinión le merece la actitud más
bulliciosa de la vanguardia martinfierrista de la que Borges participó?
Era
absurda y grotesca. Borges también lo pensaba y consideraba que fue en su vida
un pecado de juventud. Me decía siempre, respecto a los seis libros horrendos
que escribí antes de La invención de Morel,
que había hecho bien en escribirlos porque me iba a salvar de
escribirlos después. Ya que uno tiene que cometer errores (porque el
aprendizaje los incluye), mejor cometerlos temprano. De todos modos, siempre me
sentí un poco culpable pensando en los pobres lectores de mis primeros libros,
ya que una cosa es cometer errores y escribir libros malos y otra cosa es
publicarlos.
¿En qué se diferencia su propio lenguaje del de
Borges?
No sé, no
lo pensé mucho, pero creo que he venido escribiendo de un modo que quiere ser
oral en a medida en que lo oral puede entrar en la literatura. Borges, me
parece, tiende más a un lenguaje de poema, lo mío es más prosa.
¿Escribiría usted un ensayo sobre Borges?
Sí. Espero
no morirme sin haber escrito algo sobre Borges. Lo que podría hacer es solo
contar cómo lo vi yo, cómo fue conmigo. Corregir algunos errores que se cometieron
sobre él, defender a Borges y, sobre todo, defender la verdad. Siempre tuve una
superstición con la verdad, tal vez yo más que él. Borges a veces arreglaba su
pasado para que quedara mejor literariamente. Es como si hubiera preferido
realmente la literatura a la verdad.
¿Se fabricaba una biografía ficticia, un linaje
ficticio?
Podía
tener cierta falta de escrúpulos que lo hacía reírse muchísimo cuando uno lo
descubría y se lo señalaba. Ocurre que él veía la realidad como una expresión
de la literatura y ese es el mayor homenaje que se puede hacer a la literatura.
¿Cuáles son, según su criterio, las cosas que lo
diferencian de Borges?
Por lo
pronto creo que la opinión de Borges sobre Bioy es diferente a la mía. Y su
pecado es de exceso. En general, en el resto coincidimos. Aunque no totalmente.
A mí me interesa todo lo que tiene que ver con la intimidad del hombre, él está
casi centrado en la épica. Rechaza las historias de amor, tema que para mí es
muy importante. Borges es menos ecléctico. ¿Eso implica un coraje mayor? Creo
que en algún sentido sí. Sin embargo, cuando los años pasan uno aprende que la
verdad nunca está de un solo lado. Otra diferencia es que aunque imaginamos a
velocidades parecidas, él escribe más rápidamente y tiene mucha menos pereza
que yo. A veces siento que soy una especie de animal antediluviano, lleno de
poleas que debo poner en movimiento antes de enfrentar el problema. Yo me
siento esclavo de mi verdad y Borges acepta la verdad que le parezca mejor para
el texto.
¿Y si cada uno de ustedes escribiera su
autobiografía, cómo habrían procedido?
Borges
inventaría episodios que darían el personaje verdadero. Yo contaría hechos
muchas veces contradictorios por que fueron así y no me animaría a
modificarlos. Otra diferencia es que a Borges le encantan las entrevistas. A
mí, no.