“Escribir
es como jugar. Uno juega a ser otro, a ver las cosas con la mirada ajena. Juega
a que viaja por la geografía o por el tiempo. Juega a no tener los miedos que
tiene, a aprender miedos distintos. Tal vez el propio bosque narrativo sea
siempre el mismo, pero uno prueba a ir por distintos caminos. Es como perderse
en un jardín que se conoce desde la infancia”. Quien así se expresa es el
escritor, periodista y guionista de historietas argentino Pablo de Santis
(1963). Graduado como Licenciado en Letras en la Universidad de Buenos Aires,
actualmente es académico de número de la Academia Argentina de Letras y su obra
goza de una muy buena recepción tanto por parte del público lector como de la
crítica literaria. Ha publicado, entre otros libros, las novelas “El palacio de
la noche”, “La traducción”, “Filosofía y Letras”, “El teatro de la memoria”, “El
calígrafo de Voltaire”, “El enigma de París”, “Los anticuarios” y “Crímenes y
jardines”; y los volúmenes de cuentos “Rey secreto” y “Trasnoche”. También es autor
de más de diez libros para adolescentes, entre los que pueden mencionarse “Lucas
Lenz y el Museo del Universo”, “Enciclopedia en la hoguera”, “El inventor de
juegos”, “El buscador de finales” y “El juego de la nieve”. En 1995 publicó el
álbum “Rompecabezas”, que reúne una parte de las historietas que hizo con el
dibujante Max Cachimba (1969) para la revista “Fierro” de la que fue jefe de
redacción. Además, dirigió la colección “Enedé. Narrativa dibujada”, en la que
se publicaron clásicos de la historieta argentina, así como las colecciones
para adolescentes “La movida” y “Obsesiones”, y escribió varios ensayos sobre
el género de las historietas entre ellos “Rico Tipo y las chicas de Divito” y “La
historieta en la edad de la razón”. Traducido a más de diez idiomas, De Santis
ha incursionado a lo largo de su obra, tanto en sus novelas y cuentos como en
las historietas, en los géneros fantástico y de ciencia ficción orientados
hacia el género policial. “El cuento es un teatro de papel: un escenario apenas
insinuado, unos pocos personajes, una historia que los cobija y ordena. Una vez
que comienza su breve función, orienta su delicado mecanismo hacia la sorpresa”,
ha dicho en alguna oportunidad. “El piso de arriba”, cuento que sigue a
continuación se inscribe en esa dirección.
EL PISO DE ARRIBA
- Puede pasar, si quiere hablar con la directora -dijo la secretaria.
La señora Rojo tomó de la mano a su hijo, pero la secretaria intervino:
- Mejor que Matías se quede acá, así charlan tranquilas.
La señora Rojo pasó a la dirección. En un rincón estaba la bandera de ceremonias. En la pared, un retrato de San Martín, ya viejo y envuelto en una capa. En una vitrina, trofeos de torneos escolares. La directora parecía recién venida de la peluquería, con claritos y todo; en cambio ella había salido a la calle sin tiempo para peinarse. La directora le sonrió y la invitó a sentarse.
- No quiero sentarme -dijo la señora Rojo-. Es la tercera vez que ese chico Verón le pega a mi hijo. La semana pasada lo empujó por las escaleras. Le lleva una cabeza, pesa el doble. Un día lo va a matar. ¿Qué esperan para cambiarlo de escuela?
La directora juntó sus muñecas, como si las tuviera esposadas.
- Atada de pies y manos, señora Rojo. No es tan sencillo. ¿Sabe los trámites que hay que hacer para cambiar a un chico de escuela?
- Verón es un chico violento.
- No hay que estigmatizarlo. Tenga en cuenta que viene con muchos problemas familiares.
- El mío también tiene problemas familiares. Este año nos cambiamos de ciudad. Casa nueva, colegio nuevo, ciudad nueva. Y no pasa un día sin que Verón le pegue.
- Lo que pasa es que Verón tiene necesidad de comunicarse.
- Que le compren un celular.
- Los varones son muy físicos. Se expresan con el cuerpo.
- Yo me voy a expresar con una denuncia en el distrito escolar.
La directora dio un respingo en la silla.
- Tenga en cuenta que Matías es nuevo, tiene que adaptarse, hacerse conocer. Déjeme hablar con los padres del otro alumno y con la psicopedagoga. Alguna solución encontraremos -dijo la directora.
Había algo en el tono que abarcaba siglos y distancias: si los grandes imperios del mundo habían caído, si las lejanas estrellas terminarían por apagarse, por qué no se iba a disolver aquel pequeño problema escolar.
- Hable con quien quiera, pero no deje que Verón le vuelva a pegar. Ya tenemos problemas suficientes. Matías no duerme una sola noche entera por…
La señora Rojo se mordió el labio. No quería que fuera precisamente su hijo el que apareciera como problemático.
- ¿Por qué no puede dormir su hijo, señora Rojo? -preguntó la directora.
- Porque sabe que al día siguiente lo tiene que ver a Verón.
La señora Rojo salió de la dirección, tomó de la mano a su hijo y se lo llevó.
El señor Rojo llegó tarde, después de que Matías se hubiera ido a la cama. Su esposa le calentó un poco de sopa de verduras en la hornalla y una pata de pollo en el microondas.
- Verón le partió el labio -dijo la señora Rojo.
Su marido quiso indignarse, pero estaba demasiado cansado.
- Tendríamos que cambiarlo de colegio.
- Ya cambiamos de ciudad, de casa y de colegio, no quiero cambiar de nuevo.
- Es que Matías es muy callado. Tal vez si fuera más sociable...
- ¿Vos también pensás que si le pegan es porque él tiene la culpa?
- No quiero decir eso. Pero está tan encerrado en sí mismo. Y además esos miedos...
Señaló con su índice el piso de arriba.
El señor Rojo se levantó en mitad de la noche para tomar agua. Su esposa siempre le ponía demasiada sal al pollo. Cuando volvía a la cama se encontró a su hijo parado frente a él, en el pasillo. El pijama azul estaba mal abotonado.
- ¿Te desperté? -le preguntó el padre, mientras ponía en orden ojales y botones.
- Vos no.
- ¿Seguro?
Matías señaló el cielo raso. Su padre suspiró:
- No hay nadie en el piso de arriba. Ya te lo expliqué. Está vacío.
- Escucho pasos. Y una voz. Se señaló la oreja izquierda.
- Una voz que me habla, pero no entiendo lo que dice.
- No hay nadie. Vivía un señor, pero se murió. El portero ya nos explicó.
- Te digo que hay alguien en el piso de arriba.
El señor Rojo lo guió de la mano hasta su cuarto.
- Mañana le voy a pedir la llave al portero. Así ves con tus propios ojos que el departamento de arriba está vacío.
Matías asintió gravemente y se fue a dormir.
El sábado por la mañana el señor Rojo tomó a su hijo de la mano y lo llevó por las escaleras hacia el piso de arriba. El portero iba detrás. Había dos departamentos en el piso.
- Los dos están vacíos -explicó el portero mientras buscaba la llave correcta-. Al B le tienen que hacer unas refacciones. Y el A está vacío desde hace cinco meses, cuando el señor Minelli falleció.
- ¿Oíste? Vacío -repitió el señor Rojo-, v-a-c-í-o.
- No está vacío -dijo Matías, y se llevó la mano a la oreja izquierda.
El portero abrió la puerta. Llegó un aire a ropa húmeda y flores muertas. Levantó las persianas de madera. Sábanas polvorientas cubrían los muebles. En las paredes, láminas antiguas: escenas de batallas, de cañones de hierro, de soldados posando con uniformes relucientes.
- El mes que viene llega una prima de España para vender todo -dijo el portero.
- ¿Y no puede ser que algún otro familiar visite la casa? Eso explicaría los pasos que escuchó Matías.
- Imposible. El único familiar es esta prima y está en España. El señor Minelli, como ya le dije, murió hace cinco meses. Tuvo un ataque y quedó tirado en el piso. Parece que llamó y llamó, pero nadie lo oyó: todo el mundo estaba de vacaciones.
Entonces ocurrió algo que sorprendió al señor Rojo: Matías, en lugar de asustarse, recorrió el departamento. Iba de un cuarto a otro. Miraba los cuadros. Tocaba los muebles amortajados.
El portero habló en voz baja para que Matías no oyera. Matías, capaz de oír pasos y voces que provenían de un departamento vacío, lo oyó sin dificultad:
- Es espantoso decirlo, pero Minelli murió de sed.
- ¿De sed?
- Se deshidrató. No podía moverse. Nadie escuchó sus gritos.
- Pobre hombre... -dijo el señor Rojo.
- Nada de pobre. Era una mala persona, si me permite la opinión. Un hombre terriblemente malo. ¿Sabe a qué se dedicaba? Visitaba museos y bibliotecas arrancando de los libros láminas, grabados, que luego vendía a clientes europeos. Y no sólo arrancaba páginas de los libros...
- ¿Qué quiere decir?
- A un anticuario que se negó a pagarle lo prometido, le arrancó el lóbulo de la oreja de un mordisco. Era un hombre realmente malo.
El señor Rojo curioseó los grabados de las paredes. Tal vez le compraría algo a la prima que venía de España. No, mejor no: eso podría traer malos recuerdos a Matías.
El portero esperaba impaciente junto a la puerta. El señor Rojo llamó a su hijo, pero no le respondió. Lo encontró en el dormitorio, tendido sobre un horrible acolchado de flores violetas. Se había quedado dormido.
El jueves siguiente Matías volvió de la escuela con la solapa del guardapolvo colgando y un moretón en el pómulo derecho. La señora Rojo prefirió no preguntar qué había pasado. De todos modos ya había hecho la denuncia en el distrito escolar, y el asunto, aunque lento, avanzaba.
Matías dijo que no quería ir más a la escuela: su madre le respondió que iría igual. Estaban librando una guerra contra la directora, contra Verón, contra, los padres de Verón, y ella no daría el brazo a torcer.
El viernes a la mañana, cuando la señora Rojo fue a despertar a su hijo, Matías no estaba en la cama. Se alegró de que se hubiera levantado solo. La luz del baño estaba encendida y se oía correr el agua de la canilla. Como pasó un rato sin que tuviera noticias de su hijo y era hora de desayunar, abrió la puerta. El baño estaba vacío.
Buscó a su hijo por toda la casa. No estaba. Fue a despertar a su marido.
Se vistieron con esa mezcla de ropa incongruente que la gente se pone en domingo y en emergencias y salieron a buscarlo por el edificio. Encontraron al portero en la entrada, limpiando una mesita del palier. Tenía manía por esa mesita que no servía para nada, la limpiaba todos los días.
- Estoy desde las siete. Por acá no pasó.
- ¿Está seguro?
- Totalmente seguro.
Pero entonces una idea pasó por la cabeza del portero.
- Hoy dejé la puerta del séptimo A abierta, para que se ventilara un poco.
El señor y la señora Rojo tomaron el ascensor y golpearon la puerta del séptimo A mientras el portero buscaba la llave en un llavero que tenía una pelotita de rugby.
- Les aseguro que la dejé abierta.
- A lo mejor se cerró por una corriente de aire -dijo la señora Rojo.
Su esposo puso la oreja contra la puerta.
- Es Matías. Habla con alguien.
El hecho de que Matías estuviera encerrado con alguien desconocido alarmó a la señora Rojo, que le sacó las llaves al portero con tanto ímpetu que el llavero cayó al suelo. Antes de que el portero lo recuperara, la puerta se abrió. Matías se asomó con el aire de fastidio de quien es interrumpido mientras estaba haciendo algo importante. El señor Rojo tuvo por un instante la idea de que ahora Matías era el dueño de casa. A pesar de que el departamento se había ventilado, seguía el olor a humedad y flores muertas.
La madre lo abrazó y el padre le preguntó con quién había estado hablando. Matías respondió con firmeza:
- Con nadie.
El señor y la señora Rojo y el portero revisaron el departamento. Estaba vacío.
Comenzó una semana tranquila, porque Verón (igual que otros diez chicos de la primaría) se contagió la varicela.
El señor Rojo se sintió tentado a hacer una interpretación psicológica:
- Es evidente que el miedo al piso de arriba está vinculado a Verón. Sin Verón, Matías ya no oye pasos ni voces.
- Pero la varicela no es eterna -se lamentó la señora Rojo.
Pasó un mes de calma. Matías mejoró sus notas y dejó de hablar de Verón. La señora Rojo confiaba en que aquellos conflictos eran cosa del pasado. Pero una mañana recibió una llamada de la secretaria de la escuela:
- Ha ocurrido un incidente con su hijo.
- ¿Verón? -preguntó la señora Rojo.
La secretaria tardó unos segundos en responder:
- Sí.
La señora Rojo tomó un taxi. Apenas entró en la oficina de la dirección vio a su hijo con el guardapolvo manchado de sangre. Aunque no vio ninguna herida, debía tratarse de algo importante, porque estaba manchado el frente del guardapolvo, el cuello, las mangas.
Esta vez la secretaria no le ofreció pañuelos de papel. La señora Rojo examinó a su hijo en busca del origen de toda esa sangre.
- No se preocupe -dijo la directora, ahora tan despeinada como ella-. No tiene nada.
- ¿Nada? Mire esta sangre. ¿Le parece que esto no es nada?
Habían vuelto los golpes de Verón, y con los golpes volverían los temores nocturnos, la voz secreta, los pasos en el piso de arriba.
- ¿Dónde está Verón? ¿Dónde está? -preguntó la señora Rojo, con los puños cerrados-. Yo misma me voy a encargar de ese animal.
La secretaria y la directora se miraron un momento, como si no supieran a quién le tocaba hablar.
- A Verón se lo llevó la ambulancia -dijo finalmente la directora-. Su hijo le arrancó la mitad de la oreja de un mordisco.