El
Virreinato del Río de la Plata fue creado provisionalmente por el rey Carlos
III de Borbón (1716-1788) el 1 de agosto de 1776. Al año siguiente, más
precisamente el 27 de octubre de 1777, a instancias de su Ministro de Indias,
el jurista José Bernardo de Gálvez y Gallardo (1720-1787), se le dio carácter
definitivo. Exactamente un año después, el rey de España designó a Manuel
Ignacio Fernández (1738-1783) como Intendente de la Real Hacienda para que se
ocupase del cobro, custodia y empleo de la renta de todo el virreinato, esto
es, dicho sin ambages, de la expoliación sistemática de los recursos de la
región. Por la Real Ordenanza de Intendentes de Ejército y Provincia del 28 de
enero de 1782, el virreinato fue subdividido en ocho intendencias, entre ellas
la de Buenos Aires, que quedó a cargo de un Superintendente General. Esta
función pronto pasó a manos del virrey y se prolongó hasta la Revolución de
Mayo de 1810.
Por entonces, la estructura social de la bicentenaria ciudad de la Santísima Trinidad y puerto de Santa María del Buen Ayre tenía la consabida forma piramidal cuya base estaba conformada por los esclavos, seguida de cerca por la mayoritaria “plebe” y, en el vértice superior, la clase “decente” o “principal”. Cada uno de estos grupos sociales tenían distintas obligaciones y derechos. El nacimiento determinaba la ubicación social de los individuos y las escasas posibilidades de movilidad social estaban dadas por el matrimonio o el comercio. Por supuesto que la pureza de sangre era muy importante para alcanzar los niveles más altos de la sociedad, los que estaban exclusivamente reservados a los blancos. Por su parte, y como fatalmente no podía ser de otro modo, la Iglesia -que además de la atención espiritual se ocupaba de la educación y la asistencia social-, ejercía una importante influencia. Naturalmente existían profundas diferencias entre la sociedad urbana y la rural. La ciudad-puerto era el centro político, social y económico del que emanaba la autoridad a la que se sometían las zonas rurales circundantes.
En la sociedad urbana, los sectores más altos estaban constituidos por altos funcionarios de la administración virreinal, dignatarios de la Iglesia, comerciantes mayoristas, terratenientes y empresarios propietarios de obrajes, haciendas, tropas de carretas, bodegas en Cuyo, astilleros en el Paraná o minas en Potosí. La nobleza, por cierto, era muy escasa en el Río de la Plata y, por su parte, a la luz de los cambios económicos que venían produciéndose desde fines del siglo XVIII, fue surgiendo la burguesía como clase social ligada al comercio mayorista. Serían los hijos de esta clase mercantil ilustrada los que iniciarían el proceso revolucionario ni bien iniciada la segunda década del siglo XIX.
Como consecuencia de estos cambios operados, las clases populares o “plebe” descendieron un peldaño en la escala social y se redujeron a comerciantes minoristas, dependientes de comercio, empleados menores de la administración, auxiliares de justicia, matarifes, pulperos, artesanos libres y agricultores de los suburbios, quedando en el sector más desvalido la población conformada por mestizos, trabajadores serviles, “vagos” sin ocupación determinada, menesterosos y esclavos libertos que, al vivir en las afueras de la ciudad, eran despectivamente llamados orilleros. La situación de éstos era muy desfavorable y sus derechos sumamente limitados ya que no podían tener propiedades, ser vecinos, portar armas ni abrir comercios. Los esclavos -oriundos de África- y sus descendientes por vía materna, jurídicamente eran un valor de intercambio, y trabajaban como servidores domésticos de las familias acomodadas o desempeñando tareas agrícolas y artesanales.
Mientras tanto, en las zonas rurales, en la cúspide de la pirámide se encontraban los hacendados o estancieros, aunque siempre sometidos a la autoridad de los funcionarios de la ciudad y a la preponderancia económica de los grandes comerciantes porteños. Descendiendo en la escala social se ubicaban los pequeños propietarios rurales, agricultores y peones a sueldo. El escalón más bajo lo conformaba el gaucho, aquel habitante característico de las zonas rurales, producto de la unión de blancos emigrados de la ciudad -por lo general perseguidos por la justicia-, y de indios. Ya en 1736, el Gobernador del Río de la Plata Miguel de Salcedo y Sierralta (1689-1765), también distinguido con los títulos de Coronel de los Ejércitos de Su Majestad y Primer Teniente de Reales Guardias Españolas, emitió un bando que ordenaba castigar con una marca de fuego en la espalda al gaucho que mataba ganado silvestre sin permiso.
Por entonces, la estructura social de la bicentenaria ciudad de la Santísima Trinidad y puerto de Santa María del Buen Ayre tenía la consabida forma piramidal cuya base estaba conformada por los esclavos, seguida de cerca por la mayoritaria “plebe” y, en el vértice superior, la clase “decente” o “principal”. Cada uno de estos grupos sociales tenían distintas obligaciones y derechos. El nacimiento determinaba la ubicación social de los individuos y las escasas posibilidades de movilidad social estaban dadas por el matrimonio o el comercio. Por supuesto que la pureza de sangre era muy importante para alcanzar los niveles más altos de la sociedad, los que estaban exclusivamente reservados a los blancos. Por su parte, y como fatalmente no podía ser de otro modo, la Iglesia -que además de la atención espiritual se ocupaba de la educación y la asistencia social-, ejercía una importante influencia. Naturalmente existían profundas diferencias entre la sociedad urbana y la rural. La ciudad-puerto era el centro político, social y económico del que emanaba la autoridad a la que se sometían las zonas rurales circundantes.
En la sociedad urbana, los sectores más altos estaban constituidos por altos funcionarios de la administración virreinal, dignatarios de la Iglesia, comerciantes mayoristas, terratenientes y empresarios propietarios de obrajes, haciendas, tropas de carretas, bodegas en Cuyo, astilleros en el Paraná o minas en Potosí. La nobleza, por cierto, era muy escasa en el Río de la Plata y, por su parte, a la luz de los cambios económicos que venían produciéndose desde fines del siglo XVIII, fue surgiendo la burguesía como clase social ligada al comercio mayorista. Serían los hijos de esta clase mercantil ilustrada los que iniciarían el proceso revolucionario ni bien iniciada la segunda década del siglo XIX.
Como consecuencia de estos cambios operados, las clases populares o “plebe” descendieron un peldaño en la escala social y se redujeron a comerciantes minoristas, dependientes de comercio, empleados menores de la administración, auxiliares de justicia, matarifes, pulperos, artesanos libres y agricultores de los suburbios, quedando en el sector más desvalido la población conformada por mestizos, trabajadores serviles, “vagos” sin ocupación determinada, menesterosos y esclavos libertos que, al vivir en las afueras de la ciudad, eran despectivamente llamados orilleros. La situación de éstos era muy desfavorable y sus derechos sumamente limitados ya que no podían tener propiedades, ser vecinos, portar armas ni abrir comercios. Los esclavos -oriundos de África- y sus descendientes por vía materna, jurídicamente eran un valor de intercambio, y trabajaban como servidores domésticos de las familias acomodadas o desempeñando tareas agrícolas y artesanales.
Mientras tanto, en las zonas rurales, en la cúspide de la pirámide se encontraban los hacendados o estancieros, aunque siempre sometidos a la autoridad de los funcionarios de la ciudad y a la preponderancia económica de los grandes comerciantes porteños. Descendiendo en la escala social se ubicaban los pequeños propietarios rurales, agricultores y peones a sueldo. El escalón más bajo lo conformaba el gaucho, aquel habitante característico de las zonas rurales, producto de la unión de blancos emigrados de la ciudad -por lo general perseguidos por la justicia-, y de indios. Ya en 1736, el Gobernador del Río de la Plata Miguel de Salcedo y Sierralta (1689-1765), también distinguido con los títulos de Coronel de los Ejércitos de Su Majestad y Primer Teniente de Reales Guardias Españolas, emitió un bando que ordenaba castigar con una marca de fuego en la espalda al gaucho que mataba ganado silvestre sin permiso.
El gaucho llevaba una vida seminómada, basada en la libertad que le daba la llanura pampeana sin alambrar, donde era fácil transitar y conseguir alimentos debido a la abundancia de ganado. Para la burguesía porteña no era más que “gente perdida” de la campaña, sinónimo de vagabundo o matrero. Habitaba en chozas de caña y cueros, ranchos dispersos en la inmensidad de la pampa. Hábil en el manejo del caballo y del cuchillo, solía emplearse temporariamente en las estancias para desarrollar tareas ganaderas. El lugar de reunión del gaucho era la pulpería o “almacén de ramos generales”, el típico establecimiento comercial de las zonas rurales en donde, mediante el procedimiento del trueque, cambiaba cueros por ropas, utensilios de caza, yerba mate, carbón, velas, remedios y aguardiente. Allí también se podía jugar a las cartas o a los dados y se organizaban riñas de gallos y carreras de caballos -cuadreras- en las que se apostaba dinero.
Samuel Haigh (1795-1843), un viajero y comerciante inglés que vivió diez años en América del Sur, publicó en Londres en 1831 su “Sketches of Buenos Aires, Chile and Peru” (Bosquejos de Buenos Aires, Chile y Perú), en el que puede leerse: “No existe ser más franco, libre e independiente que el gaucho. Lazo y boleadoras, un gran cuchillo atravesado en el tirador o en la bota completa su equipo y así sencillamente armado y montado en su buen caballo, es señor de todo lo que mira. No tiene amo, no labra el suelo, difícilmente sabe lo que significa gobierno; en toda su vida quizá no haya visitado una ciudad y tiene tanta idea de una montaña o del mar como su vecina subterránea, la vizcacha. Constituye una raza con menos necesidades y aspiraciones que cualquiera de las que yo he encontrado. Sencillas, no salvajes son las vidas de esta ‘gente que no suspira’ de las llanuras. Nada puede dar al que lo contempla idea más noble de independencia que un gaucho a caballo: cabeza erguida, aire resuelto y grácil, los rápidos movimientos de su diestro caballo, todo contribuye a dar el retrato del bello ideal de la libertad”.
Las autoridades porteñas trataron de poner límites a tanta libertad exigiéndole al gaucho la “papeleta de conchabo”, un documento que probaba que estaba trabajando en alguna estancia. Al que no la poseyera, automáticamente se lo calificaba de vago y era reclutado para la milicia o condenado a trabajos forzosos. Las constantes partidas policiales lo alejaban de su rancho y lo empujaban hacia las tolderías indias, donde se aprovechaban los datos que aportaba para orientar a los malones. La azarosa vida del gaucho quedó magistralmente registrada en la emblemática obra de José Hernández (1834-1886) compuesta de dos partes: “El gaucho Martín Fierro” de 1872 y “La vuelta de Martín Fierro” de 1879. Este hombre, Martín Fierro, por el sólo hecho de ser gaucho, era perseguido por el gobierno que se autodefinía como “civilizado”. En una de sus estrofas Hernández atestiguó: “Él anda siempre huyendo/ siempre pobre y perseguido/ no tiene cueva ni nido/ como si juera maldito/ porque el ser gaucho barajo/ el ser gaucho es un delito”.
Ilustrativas de la persecución sufrida por el gaucho son las “Disposiciones sobre policía rural” dispuestas por el gobernador de Buenos Aires Manuel Oliden (1784-1869) el 30 de agosto de 1815: “Artículo 1: Todo individuo de la campaña que no tenga propiedad legítima de que subsistir, y que haga constar ante el juez territorial de su partido, será reputado de la clase de sirviente, y el que quedase quejoso de la resolución del alcalde de este punto, nombrará por su parte un vecino honrado, y el alcalde por la suya otro, y de la resolución de los tres juntos no habrá apelación. Artículo 2: Todo sirviente de la clase que fuere, deberá tener una papeleta de su patrón, visada por el juez del partido, sin cuya precisa calidad será inválida. Artículo 3: Las papeletas de estos peones deben renovarse cada tres meses, teniendo cuidado los vecinos propietarios que sostienen esta clase de hombres de remitirlas hechas al juez del partido para que ponga su visto bueno. Artículo 4: Todo individuo de la clase de peón que no conserve este documento será reputado de vago. Artículo 5: Todo individuo, aunque tenga la papeleta, que transite la campaña sin licencia del juez territorial, o refrendada por él, siendo de otra parte, será reputado por vago. Artículo 6: Los vagos serán remitidos a esta capital, y se destinarán al servicio de las armas por cinco años en la primera vez en los cuerpos veteranos. Artículo 7: Los que no sirviesen para ese destino se les obligará a reconocer un patrón, a quien servirán forzosamente dos años la primera vez por un justo salario, y en la segunda vez por diez años. Artículo 8: Todo individuo que transite por la campaña aunque sea en servicio del Estado debe llevar su pase del juez competente, y en caso contrario será reputado por vago y se le dará el destino de éstos. Artículo 9: Para que esta providencia tenga su debido cumplimiento, se faculta a cualquier vecino de la campaña para que pueda tomar conocimiento de los individuos que transitan por su territorio, y en el caso de faltarle los requisitos mencionados en los artículos anteriores, remitirlo al juez territorial para que informado del hecho tome las medidas consiguientes. Artículo 10: Para que ningún individuo particular pueda abusar de esta facultad y seguirle perjuicio al que transite, sufrirá la pena arbitraria que se deja reservada a este gobierno, justificada su materia. Artículo 11: En atención a la escandalosa destrucción que padece la campaña por la matanza de machos y hembras caballares, se prohíbe absolutamente matar una sola cabeza de este ganado marcado o sin marcar, bajo la pena de veinticinco pesos de multa por cada cabeza a los pudientes y tres meses de presidio a los que no lo sean”.
En 1845 el escritor y docente Domingo F. Sarmiento (1811-1888) publicó “Civilización y barbarie”. En esa obra, el futuro presidente de la Nación calificó al gaucho como la encarnación de la “barbarie americana”. Para él, era imperioso eliminar tanto a los gauchos como a los indios y sustituirlos por inmigrantes europeos blancos. En una carta que le escribió al gobernador de la provincia de Buenos Aires Bartolomé Mitre (1821-1906) expresó: “Quisiéramos apartar de toda cuestión social americana a los salvajes por quienes sentimos sin poderlo remediar una invencible repugnancia… No trate de economizar sangre de gauchos general. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único que tienen de seres humanos esos salvajes”.
Con el correr de los años, la mayoría de los gauchos adhirieron a la ideología de los caudillos provinciales enrolados en el bando Federal que se enfrentó al bando Unitario en la cruenta guerra civil que ocupó buena parte del siglo XIX en la historia de la Argentina. Al producirse la derrota de los federales en 1852, el gauchaje fue abandonando paulatinamente a los carismáticos caudillos para pasar a depender de los nuevos dueños de las tierras arrebatadas a los indios tras las genocidas campañas militares orquestadas desde Buenos Aires y llevadas a cabo por el general Julio A. Roca (1843-1914). Con el surgimiento y desarrollo de las estancias, el gaucho se vio obligado a trabajar como peón o a servir en los ejércitos. Un nuevo poder estaba surgiendo, y el gaucho no fue inmune a esta circunstancia. Hacia fines del siglo XIX, con la aparición del alambrado, la tradicional vida seminómada del gaucho quedó virtualmente condenada a desaparecer.