La primera vez que
la detective Kinsey Millhone apareció ante los lectores fue en 1982. Su
creadora, la estadounidense Sue Grafton (1940), acababa de dar vida con "A is
for alibi" (A de adulterio) a lo que algún crítico calificó como el contrato
editorial más inteligente de todos los tiempos: la salida al mercado no de uno
o dos libros sino de uno por cada letra del alfabeto. Grafton, licenciada en
literatura inglesa, había dado inicio así a su famoso alfabeto del crimen, el
cual ya lleva veintitrés novelas editadas. La última es "W is for wasted" (W de whisky)
y, según asegura, ya tiene casi terminada la X y pergeñada la Y. "La colección
tiene una gran coherencia interna y cierta cercanía con la novela negra -opina
la novelista, traductora y crítica
literaria argentina Márgara
Averbach (1957)-. En eso, es esencial el uso de la
primera persona. Grafton sigue así la regla del narrador de la novela negra
estadounidense, en cuyo centro están Dashiell Hammett y Raymond Chandler. Pero
hay también detalles que separan a las novelas de Kinsey Millhone del modelo
'negro'. En primer lugar, por supuesto, la identidad femenina de la autora y la
protagonista. El modelo Hammett/Chandler es no sólo masculino sino muchas veces
machista: en general (siempre hay excepciones), los personajes femeninos tienen
poca importancia o están muy estereotipados. Eso sería imposible en Grafton
porque aunque la detective es una loba solitaria (típica del subgénero), no
copia a los hombres. Otro punto de diferencia es el desinterés de Grafton por
hacer un diagnóstico de la sociedad a través de casos particulares (lo social
es el centro de la novela negra). En ese sentido, las aventuras de Kinsey están
más cerca de lo lúdico de la novela 'enigma'. La mirada sobre lo social es
completa pero superficial. Las historias componen una buena serie en el sentido
en que lo son las buenas series de televisión. Cuentan dos historias paralelas:
la del caso particular, que se cierra en cada libro, y la de Kinsey, que se
continúa. Ofrecen a los lectores la seguridad de reencontrar en las páginas de
cada tomo el mismo rito disfrutable y al mismo tiempo, la certeza de que cada
aventura va a ser diferente". Grafton
tuvo una infancia muy difícil: hija de padres alcohólicos, su madre -víctima de
un cáncer de esófago- se suicidó luego de estar sumida en una profunda
depresión. Para la escritora, esto le permitió conectar con las miserias de la
vida. "Mi fuente de inspiración viene de la sombra, que es una parte de mí. No
exorcizo los fantasmas escribiendo novela negra, quiero hacer las paces con
ellos, porque la energía creativa está en ellos, en la sombra", asegura. Lo que
sigue es una recopilación editada de las entrevistas que concediera a Paula
Arenas y Paula Corroto de los periódicos españoles "20 Minutos" y "El Diario" respectivamente los días
6 y 7 de febrero, y a Antonio Lozano de la revista
argentina "Ñ" nº 617 del 25 de julio, todos del corriente año.
¿Cómo fue crecer en Louisville, Kentucky, en los años ‘40?
Éramos un
vecindario pequeño y recuerdo como, después del colegio, jugaba a policías y
ladrones o a vaqueros e indios con los amigos en la calle. El mundo se ha
vuelto un lugar mucho más peligroso para los niños. Gocé de mucha libertad
durante mi infancia, en parte porque mis padres eran alcohólicos y apenas me
vigilaban. A veces me subía a un autobús y no me bajaba hasta que se me acababa
el dinero. Desde el punto de vista de un escritor, es una forma interesante de
crecer.
Tocaba inventar.
Claro. Me siento
muy agradecida de haber crecido sin un televisor en casa, con la compañía de
los cómics y la necesidad de concebir aventuras imaginarias. Recuerdo que con
mi mejor amiga jugábamos a cocinar papas en el parque. Dile ahora a un niño que
haga lo mismo, ¡ja! La falta de tecnología fue una bendición. Cualquier otro
recordaría una infancia con padres alcohólicos como algo traumático. Tuvo
aspectos negativos, por supuesto, pero la falta de supervisión también me
liberó, me espabiló y me obligó a interpretar a las personas, algo útil para la
futura creación de personajes. Tenía que anticiparme en cada momento a los
actos de mis padres para saber si iba a poder sentirme segura o no.
Otra persona contaría la historia desde un ángulo mucho más trágico.
Creo que la vida
se basa en la forma en que decides interpretar las cosas. Los mismos hechos
pueden explicarse de seis maneras distintas. Yo opto por enfocar lo que me ha
ocurrido de un modo útil y provechoso. No le veo sentido a la
autoconmiseración, la rabia o la culpa. Desde el momento en que entiendes tu
vida, pasas a ser su principal responsable. Es una cuestión de salud mental.
Su padre escribía novelas de detectives. ¿Fue este un factor
determinante a la hora de llevarla por idéntico camino?
La clave es que en
casa se leía mucho, no dejaban de entrar novelas negras, compradas a 25
centavos, de Chandler, Hammett, McCain… Mi padre llegó a publicar tres libros
que, ante la falta de éxito, lo encaminaron a estudiar derecho. Me gusta pensar
que simbólicamente yo retomé su camino truncado.
Ha admitido que, cuando empezó a escribir novela negra, tenía muy poca
idea de cómo funcionaba.
Desconocía qué
demonios hace un detective, tuve que sentarme a leer como una loca a los
clásicos. Aún hoy no dejo de estudiar la ley californiana para ir poniéndome al
día.
En sus inicios como escritora, el género negro seguía siendo muy
masculino, y las detectives de ficción, una rareza. ¿Supuso un hándicap o una
ventaja?
Supuso una gran
ventaja ya que me otorgó muchísima libertad. Pocos precedentes y competencia,
modelos por construir… ¡el paraíso! Ahora que somos miles las mujeres metidas
en ello, todo es más difícil.
Al saltar de leer novela negra a hacerla, ¿qué se descubre?
Hasta que uno
intenta escribirla, no se da cuenta de lo compleja que resulta la ficción
detectivesca porque está muy codificada, es decir, llena de restricciones.
Puedes saltarte las reglas sólo si las conoces muy bien y siempre con mucho
tacto y sutileza. Por eso a los jóvenes que empiezan a escribir les aconsejo
que se fogueen en los rudimentos del oficio a través de otros géneros.
Se casó y fue madre muy joven. En aquella época, ¿escribir la salvó de
un guión muy predeterminado?
Por entonces
trabajaba como administrativa y secretaria en hospitales. Llegaba a casa, me
cambiaba el uniforme blanco por ropa cómoda, preparaba la cena, lavaba los
platos, acostaba a los niños y me sentaba a escribir. Al crear a Kinsey Millhone
pude moldear a aquella persona, independiente y atrevida, que yo habría podido
llegar a ser si no hubiese formado una familia tan temprano. Luego su éxito me
ha dado una vida apasionante.
A Kinsey los lectores la conocen desde hace más de treinta años. Lo
curioso es que mientras para todos nosotros el tiempo pasa, estas novelas se
mantienen en los años ‘80. ¿No le crea a usted cierto extrañamiento cuando las
escribe?
Kinsey es una
extensión de mi personalidad y en este sentido es fácil seguirla. Lo que es
difícil es recordar la música de los ‘80, las películas que se hacían, los
peinados voluminosos. En los primeros libros yo evitaba las referencias a la
política y hechos de aquellos años para que el lector se perdiera en el tiempo,
pero ahora hago todo tipo de referencias para recordar al lector que está en
1989 y no ahora. Una vez un lector creyó que en realidad lo que yo tenía era un
manuscrito que yo iba sacando poco a poco. Tuve que escribirle y decirle que
los libros estaban ambientados en los ‘80, pero que los escribía en la
actualidad.
Kinsey monta por sí misma una agencia de detectives a principios de
los ochenta. No parecía fácil en aquella época.
En los ‘80 ya
había mujeres detectives. De hecho, yo conocí a algunas. Sin embargo, había una
cierta dificultad por el hecho de ser mujer. Ahora las mujeres hacen de todo.
Por otro lado, creo que las mujeres son mejores detectives que los hombres
porque nosotras podemos entrar en más sitios, somos invisibles. A menudos los
lectores piensan que yo he sido detective.
Cuando comenzó con su alfabeto del crimen, qué llegó primero, ¿la
letra o el tema?
La idea del
alfabeto del crimen surgió porque antes de empezar me senté a escribir todas
las palabras que se me ocurrieron que tuvieran que ver con el crimen para
asegurarme de que había suficientes relacionadas para llegar hasta el final.
Pero sí, a menudo comienzo con el título. Lo que pasa es que también puedo
cambiar. Sobre todo me gustan aquellas palabras en las que hay un doble
sentido. Por ejemplo, “quarry”, que en inglés significa tanto presa como
cantera. El crimen tiene lugar en una cantera y a la vez la víctima está presa.
¿Imaginó cuando en 1982 publicó su
primera obra del alfabeto del crimen que llegaría a la W y con este éxito?
No,
no tenía ni la más remota idea de que podría escribir la segunda. Ni siquiera
pensé que me publicarían la primera. Cuando te bloqueas es la sombra que te
dice que no estás haciéndolo bien.
¿Usted llegó a preocuparse alguna vez
por si no podía llevarlo a término?
Entonces
era muy joven y optimista. En aquel momento no calibré lo que hacía. Ahora mi
preocupación fundamental es no escribir el mismo libro dos veces.
¿Un error demasiado habitual en los
escritores?
Sí.
Me gusta el reto de no repetirme, y cada vez es más difícil. Tengo todo
apuntado, tramas, personajes, sexo de la víctima... Todo, porque hay cosas que
se me olvidan. Y el final.
Así que como decía Wilde, ¿cree usted
que es indispensable tener claro el final antes de empezar?
Sí,
pero cuando escribí ésta no tenía ni la más remota idea de cómo acabaría. Así
que he roto esa regla. Y en otros también lo hice...
Igual tenía un final en mente y la
propia historia la llevó hacia otro...
Sí,
así fue. Es el mejor momento. Cuando el libro cobra vida propia y hay una voz
interior que me va dictando lo que escribo. Lo peor es cuando eso no pasa y
entonces tengo ganas de colgarme, es horrible. A veces leo algunos de mis
libros y me parecen fáciles, pero cuando los estoy escribiendo nunca me lo
parecen.
¿Corrige mucho?
No, porque corrijo constantemente
mientras escribo. Soy muy meticulosa, cada frase la reviso una y otra vez, de
modo que cuando llego al final es todo muy limpio.
¿Lee novela negra
contemporánea? ¿En qué ha cambiado con respecto a la clásica?
Sí, sí, la leo. Creo que ahora hay más palabrotas. Creo que está bien
que haya cambiado. No podemos imitar a los que había antes. Hay que reinventar
la fórmula de manera que se presente la vida tal y como la vivimos actualmente.
A la hora de
escribir una novela negra, ¿el crimen tiene que aparecer lo antes posible?
Creo que hay editores que les dicen a los escritores jóvenes que haya
un muerto lo antes posible, pero yo no estoy de acuerdo con esto porque le
lector no ha hecho ninguna inversión en el personaje que acaba de fallecer y
eso hace que el asesinato no tenga mucho sentido. A mí me gusta más explicar
una historia como si estuvieras pelando una cebolla, poco a poco. Eso me
resulta más divertido, que haya misterios. Si en las primeras páginas ya hay
disparos, sangre, muerte… eso es aburrido.
¿Qué importancia
le da a la víctima?
Es muy importante. Las novelas negras tratan sobre todo de una
víctima. Lo que tratan es de buscar justicia para la víctima. Yo siempre creo
que la justicia se hará. A menudo en el mundo real la policía sabe quién ha
sido el asesino pero no pueden probarlo. O imputan a alguien por un crimen pero
hay algún aspecto técnico en todo el proceso judicial que falla y ya no le
pueden condenar. O el caso es revisado… Es decir, para mí eso es muy
frustrante. Pero en las novelas negras sí hay justicia.
¿Ve usted alguna diferencia
entre el género negro que se hace en Estados Unidos y el de Europa?
En términos de películas creo que su sensibilidad es muy diferente de
las de los norteamericanos. Los norteamericanos tienen más estructura, no son
tan evocadoras… Y son más rápidas. Lo que me gusta es que desde la página uno
ya estás dentro de la historia. En la ficción literaria se dan muchas vueltas y
acabas aburriéndote.
Hollywood se
enamoró de una de sus novelas, compró los derechos y luego la contrató como
guionista por quince años. Sin embargo, ha declarado que se rebozaría desnuda
en cristales antes que ver a Kinsey en la pantalla.
Por desgracia tuve
ocasión de ver cómo destrozaban demasiadas novelas buenas, por lo que antes
muerta que ceder el control de mi personaje. Hollywood me recuerda a una
gigantesca trituradora o fiera que devora historias y escritores. Si una
película funciona, el crédito es del director y el productor. Si fracasa, la
culpa es del guionista. No quiero ver a una actriz apoderándose del rostro de
Kinsey y luego metiéndose en mi cabeza cada vez que escriba sobre ella. Además,
me consta que mis seguidores no me lo perdonarían. Al final sentiría que estoy
entregando a otros treinta y cinco años de mi trabajo. No. Este es el trabajo
de mi vida, y si se lo doy a los productores de Hollywood lo van a destrozar.
Yo trabajé allí durante quince años. Son como los hombres que quieren ligarse a
una mujer en un bar y dicen cualquier cosa para engatusarte.
La parte positiva
de Hollywood es que debió de suponer un buen entrenamiento técnico.
Sí, sí. Me enseñó a pulir diálogos, a estructurar, a completar escenas
de acción… aunque, ojo, también a saber que nunca más querría escribir en
grupo. Soy muy reservada con mi trabajo, nadie lee una de mis novelas hasta que
pongo el punto final, excepto mi marido, y sólo cuando me siento bloqueada.
Creo que las opiniones ajenas con frecuencia te confunden y desvían de tu
camino. Prefiero ser mi propia jueza y meterme presión yo solita, lo que
paradójicamente me provoca miedo, pero sé que, si logro transformar esa
ansiedad en energía positiva, todo va a salir a pedir de boca.
¿Contempla con un
cierto alivio que ya esté llegando al final del abecedario?
Por un lado, me sacaré un peso de encima. Y, si Kinsey sigue teniendo
casos que investigar, podrá seguir haciéndolo en títulos que no sigan orden
alguno.
Sus fans
respirarán aliviados: no va a matarla en la Z.
No, no, ni hablar.
El riesgo,
entonces, es que en el futuro alguno la resucite, entre ellos Hollywood…
En ese caso, yo regresaré de la tumba para recuperarla.