El arte posee la aptitud de bucear en las
profundidades de la memoria de un individuo y de producirle señales evocativas a
su propia identidad. Ante alguna manifestación artística, conmovido y
asombrado, el espectador emprende la tarea de explorar un universo sólo conocido
o intuido por él. Inmóvil frente a ella, es como si retrocediera en el tiempo,
como si retrotrajera las cuerdas del reloj para ingresar en una nueva dimensión
y descubriese que, tal como decía Julio Cortázar (1914-1984) en "Instrucciones
para dar cuerda al reloj", existiese una "hora fuera del tiempo". Si
se la recupera se abre otro plazo, porque -parafraseando al escritor argentino-
"allá al fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con una
mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se
abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas,
el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire,
las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan". Esa
condición privilegiada, ese instante de temblorosa maravilla, a un ilustre
desconocido, por ejemplo, le puede germinar ante las ruinas del Liceo de
Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.) donde el filósofo griego daba clases
públicas y gratuitas hace algo más de dos mil trescientos años. A Cortázar "su
hora", ese "agujero en el tiempo" que instalaba en el presente algún
fragmento de su primitiva vida en Buenos Aires, se le manifestaba en los
grafitis y los afiches urbanos de París.
Así como aquel ilustre desconocido que,
deambulando por las laberínticas callejuelas de Atenas, se quedaba extasiado
ante cada recodo, cada taberna, cada mercado y, también, cada muestra de arte
urbano, cuando Cortázar trajinaba por las calles de la capital francesa se detenía a mirar
los afiches que quedaban superpuestos en alguna pared. En una entrevista
incluida en "Cortázar", la película documental dirigida por el
cineasta argentino Tristán Bauer (1959), el autor de "Rayuela" aseguraba
que "caminar por París significa avanzar hacia mí". No era algo que pudiera
explicar con palabras: avanzaba "como perdido", decía, "distraído con los
afiches, los letreros de los bares", lo que acababa derivando en un estado que
le permitía "establecer permanentemente relaciones entre ellos y descubrir un
sistema de constelaciones mentales y sentimentales". Los jirones de afiches
superpuestos en las paredes de París por manos anónimas, se le manifiestan como
"el producto de una gran obra de arte colectiva, infinita y eterna", a la que
el tiempo les otorgaba "nuevas formas, colores y sentidos".
Al observar, por ejemplo, un trozo de
afiche que publicitaba el film "Dillinger" protagonizado por Warren Oates (1928-1982)
donde aparecía el personaje de John Dillinger (1903-1934), uno de los
tantos iconos de la cultura popular norteamericana, Cortázar explicaba lo
que aquella imagen despertaba en su memoria: su adolescencia en Argentina y los
periódicos que anunciaban la detención de ese famoso asaltante de bancos de los
años '30 en Estados Unidos. A partir de ese instante -aseguraba en el film- iba
a caminar por largo tiempo por las calles de París con ese momento fijo en su pensamiento.
"Bueno -dice en el documental-, Dillinger para mí es irme inmediatamente
treinta o treinta y cinco años atrás, en Buenos Aires, cuando en los diarios se
hablaba todo el tiempo del verdadero Dillinger, no de este actor que lo
representa ahora; de aquél que era el enemigo público número uno de Estados Unidos
y se lo buscaba por todos lados. Ahora, eso crea como una especie de coágulo,
porque ahora yo sigo caminando, andando, pero creo que durante mucho rato voy a
estar viviendo todavía treinta años atrás, lo cual supone todo un juego de
recuerdos, de sentimientos".
Más adelante, las imágenes del largometraje
muestran a Cortázar frente a un muro que es un caos de afiches publicitarios.
Pegados unos sobre otros, torcidos o hechos jirones, los afiches construyen un
discurso que el autor de "Bestiario" descifra, cautivado: "Aquí,
por ejemplo, esta cantidad de carteles, de afiches que se van amontonando… En
general, la gente pasa y mira el último, el que está pegado encima. Yo no sé,
para mí es algo así como… Una pared llena de carteles tiene algo siempre de mensaje,
es como una especie de poema anónimo porque ha sido hecho por todos, por
montones de pegadores de carteles que fueron superponiendo palabras, que fueron
acumulando imágenes, y luego algunas caen y otras quedan y los colores se van
combinando. Ahí arriba, por ejemplo, hay un verdadero cuadro que se va a seguir
perfeccionando todavía, porque cuando ese cartel se caiga en pedazos va a ser
todavía más hermoso. Pero este tipo de cosas, lo que me da a mí, lo que siempre
me dio -cuando yo aprendí lo que es caminar verdaderamente y perderse en una
ciudad- es sobre todo signos. Además de eso que yo llamo el poema anónimo, por
darle un nombre, es que ese poema tiene un sentido, tiene… Hay palabras, hay
cosas que continuamente te echan hacia adelante o te echan hacia atrás".
El
escritor chileno Volodia Teitelboim (1916-2008)
resaltó justamente esa asombrosa capacidad de Cortázar al decir sobre él que
era "el más profundo, el maestro en el descubrimiento de aspectos fantásticos
de la realidad, el más audaz de los experimentadores latinoamericanos formales,
el descubridor del mundo mirado con otros ojos, donde la presencia de lo mágico
y lo fantasmagórico, que a primera vista puede parecer desconcertante, le hacen
estar ahí donde el hombre lo necesita". Y eso fue, precisamente, lo que nuestro
ilustre desconocido -siendo apenas un adolescente- descubrió cuando leyó por
primera vez a Cortázar: no era nada parecido a lo que había leído hasta
entonces (que no era poco) y, efectivamente, ese hechizo era imprescindible.
Así que, luego de también "caminar verdaderamente y perderse en una ciudad"
(Atenas en este caso), al regreso a su Buenos Aires natal no pudo menos que
pensar en el autor de "Los premios". Entonces buscó y rebuscó en los
desbordantes anaqueles de su biblioteca hasta dar con los volúmenes de su
correspondencia. Había algo en sus páginas que le rememoraba su reciente
experiencia viajera en la que había intercalado el trabajo con el descanso.
Fue cuando leyó aquellos párrafos de la
carta que Cortázar le envió en agosto de 1969 a su amigo el poeta Eduardo
Jonquières (1918-2000) que comprendió por qué lo tenía tan presente en su
cabeza mientras caminaba por las callecitas de Kinosargous, Monastiraki o Nea
Smirni. "De golpe tengo tanta libertad entre las manos que casi me da miedo". Y
más adelante: "Diez años útiles (son los) que, con alguna esperanza, considero
que me quedan antes del sillón de ruedas". "¡Vaya coincidencia!", pensó nuestro
ilustre desconocido. Luego de años de trabajar con dedicación en una organización
social en pos del mejoramiento de la calidad de vida de la cada vez más
numerosa población indigente de su país, identificándose con ellos, sintiéndose
una más de aquellas víctimas de un sistema económico cada vez más injusto,
ahora, por causa de un albur inesperado, igualmente había tenido mucha libertad
entre las manos, tanta que también lo había asombrado y estremecido. Y tanto
fue así que casi ni pensó en la odiosa polineuritis que lo tenía a maltraer
desde hacía tanto tiempo, más precisamente desde aquella extensísima cirugía
lumbar que, como secuela, le había provocado daños en su médula espinal. "¿Cuánto
me faltará a mí para la silla de ruedas?", se preguntó entre mordaz y afligido.
Pero mucho más afín y revelador fue aquel
sintagma que aparecía en la esquela que Cortázar remitiera a su editor Mario
Muchnik (1931) en diciembre de 1983, esto es, apenas tres meses antes de
fallecer: "Estoy muy harto de mi cuerpo". "Bueno, otra concordancia", se
dijo a sí mismo. Había consultado a decenas de médicos y escuchado diagnósticos
que lo entreveraban con celebridades de la medicina: Charcot, Guillain, Barré, Wernicke,
todos absolutamente desconocidos para él. Que la enfermedad de tal o el
síndrome de cual, que la neuropatía periférica, que la parestesia, que la avitaminosis,
que la varicosis maleolar, que la isquemia cerebral, que el prolapso mitral,
que el deterioro cognitivo, que la anorexia, que bla, bla,
bla… A esas alturas, todo le sonaba como una trivial monserga de matasanos y el
fastidio con su aspecto corporal llegó a ser tal que ni siquiera toleraba verse
en el espejo, un artefacto que le resultaba cada vez menos amistoso. Toda esa
antipatía hacinada, esa animosidad, lo remitió a un párrafo de una de las
últimas cartas de Cortázar: "Sigo
enfermo y nadie sabe de qué. Soy lacónico a la fuerza".
Pero
había mucho por hacer todavía. Mucha, muchísima gente lo esperaba ansiosa todos
los días; lo saludaban con un respeto desmedido y lo trataban con un cariño
indescriptible. Al introducirse en los callejones y pasajes de las villas de emergencia, las imaginaba a éstas como recintos donde encarnar lo
imposible, donde materializar las utopías. Por
delante estaban los proyectos de las cooperativas de trabajo, los de
urbanización, los de alfabetización, los de educación popular; mil tareas por
realizar, mil objetivos por concretar. Tratar de responder los cómo, los cuándo
y los porqué; cuál es la genealogía de la miseria, cuál la de la desigualdad,
cuál la de la injusticia. ¿Y la genealogía de la moral? ¿Existe la moral?, interrogantes
todos ellos que brotaban de la tierra que pisaba a pesar del agua contaminada y
de la polución ambiental. Y eso había que hacerlo fuera como fuese,
hubiese o no dormido bien, se le acalambrasen o no las piernas, tuviese o no
sensibilidad en las manos. Morir es una certeza humana,
lo sabía, de modo que nuestro ilustre desconocido se impuso entonces como misión
ineludible grabar en su memoria aquello de "allá en el fondo está la
muerte si no corremos y llegamos antes y comprendemos que ya no importa".
Y eso hizo, gracias a Cortázar.