La
publicación de “The raven” (El cuervo) el 29 de enero de 1845 en el diario “New
York Evening Mirror” conmovió no sólo a los círculos literarios sino también a
los lectores comunes y corrientes de todas las capas sociales estadounidenses hasta
unos extremos difíciles de imaginar. La misteriosa magia del texto y el nombre
del autor aureolado por una atractiva “leyenda negra” que lo precedía,
consiguieron que este poema narrativo, con su musicalidad, su lenguaje
estilizado y la atmósfera sobrenatural que lo envuelve, se convirtiera en la
imagen misma del romanticismo en Estados Unidos. El público acudía a sus
conferencias con el deseo de oírle recitar las dieciocho estrofas de seis
versos cada una que hablaban sobre “esa ave, esa maldita ave que me persigue
mentalmente por todas partes y a todas horas. No puedo deshacerme de su
presencia. Dentro de mi cerebro escucho su graznido, como lo oía en mi niñez
cuando iba a la escuela de Stoke-Newington y aún me parece que escucho su aleteo”,
tal como le confesara al escritor y editor Cornelius Mathews (1817-1889),
conocido por su papel crucial en la formación de un grupo literario conocido
como Young America a fines de la década de los ’30, movimiento al que adherían
Nathaniel Hawthorne (1804-1864) y Herman Melville (1819-1891) entre muchos
otros.
Exactamente
un siglo más tarde, Cortázar estaba dictando, interinamente, cátedras de
Literatura Francesa I y II, y de Literatura de la Europa Septentrional (materia
en la que se centró en la poesía inglesa de principios del siglo XIX) en la
Universidad de Cuyo, sin ningún título o diploma universitario. Estuvo allí
durante un año y medio (desde julio de 1944 hasta diciembre de 1945) y esa
experiencia fue una oportunidad que, a modo de laboratorio literario, le
permitió poner a prueba sus conocimientos y transformarlos desde la perspectiva
pedagógica. Así lo expresó en la carta que escribió a su amiga Lucienne de
Duprat el 16 de agosto de 1944: “Aunque deba volverme luego al hastío de la
enseñanza secundaria, estos meses de universidad quedarán como un sueño
agradable en la memoria. Piense usted, ¡es la primera vez que enseño las
materias que prefiero! Es la primera vez que puedo entrar a un curso superior y
pronunciar el nombre de Baudelaire, citar una frase de John Keats, ofrecer una
traducción de Rilke”. De esa experiencia germinaría, precisamente, su ensayo
“Imagen de John Keats” que escribiría entre 1951 y 1952. Fue allí también
donde, metafóricamente hablando, nació Julio Cortázar, ya que decidió comenzar
a firmar sus obras con su nombre y abandonar para siempre el seudónimo Julio
Denis.
En Buenos
Aires, mientras tanto, se vivían tiempos convulsionados en materia política. La
dictadura militar, producto del golpe de Estado del 4 de junio de 1943, se
desmoronaba debido a las luchas internas entre las distintas facciones que la
componían. La jornada del 17 de octubre de 1945 marcó el ascenso definitivo del
coronel Juan Domingo Perón (1895-1974) y, a pesar de que en Mendoza no existía
el peronismo como tal todavía, el hecho tuvo repercusiones inmediatas. La
Universidad de Cuyo era la única que hasta entonces no había adoptado los
principios de autonomía, cogobierno y libertad de cátedra impuestos por la
Reforma Universitaria de 1918. El proceso político en la provincia, sumamente
complejizado, era dominado por grupos conservadores y el nacionalismo católico,
algo que también se extendía al ámbito académico. Consustanciado con el
conflicto universitario pero, a la vez, hastiado por la persecución sufrida por
su antiperonismo, Cortázar decide renunciar y abandonar la docencia. En una
carta dirigida a su amiga Mercedes Arias, repasó su derrotero como docente
comentándole que, después de haber abandonado Chivilcoy bajo sospechas de
comunismo, anarquismo y trotskismo, en Mendoza acababan de calificarlo de
fascista, nazi, rosista y falangista. Así, luego de haber tomado la facultad
durante casi una semana junto a otros cinco profesores y cincuenta estudiantes
(fueron desalojados con gases y llevados en micros a la comisaría, donde
estuvieron presos un par de días) Cortázar ya no volverá a pisar un aula como
docente hasta 1980 cuando, luego de varias negativas, acepta viajar a los
Estados Unidos y dictar clases en la sede de Berkeley de la Universidad de California.
De su paso
por Mendoza quedaron una gran cantidad de apuntes escritos para dictar sus
clases (material que atesora la Universidad de Princeton, Estados Unidos), y
treinta poemas que ordenó y guardó en una carpeta bajo el título “Poemas
1945-1948”. Éstos aparecerían póstumamente en 1996 en el libro “Poesía y
poética”, editado por su amigo y albacea literario Saúl Yurkiévich (1931-2005),
poeta, crítico literario y docente argentino autor de los ensayos “Julio
Cortázar. Al color de tu sombra” y “Julio Cortázar. Mundos y modos”. De este
modo, tal vez, se consiguió reparar una vieja deuda que el mundo editorial
tenía el autor de “Todos los fuegos el fuego”, quien siempre se quejó de que su
poesía fuese soslayada. Así por lo menos lo dejaba entrever en una entrevista
con la ensayista estadounidense Evelyn Picon Garfield (1940) publicada en los “Cuadernos
de Texto Crítico” de la Universidad Veracruzana de México en 1978: “Nadie me
pregunta, nadie me entrevista ni me interroga sobre temas poéticos partiendo
del principio de que no soy poeta sino prosista. Y sin embargo, la poesía es
absolutamente necesaria para mí y si alguna nostalgia tengo yo es que mi obra
en definitiva no es una obra exclusivamente poética”.
De regreso
en Buenos Aires, desde 1946 hasta 1951 se desempeñó como traductor en la Cámara
Argentina del Libro. En 1948 obtuvo el título de traductor público de inglés y
francés, tras cursar en apenas nueve meses estudios que normalmente insumen
tres años. Esto le serviría para, unos pocos años más adelante, trabajar en organismos
internacionales como la Organización de las Naciones Unidas para la Educación,
la Ciencia y la Cultura (UNESCO) en París, o la Comisión de Energía Atómica en
Viena. Mientras tanto completó su primer volumen de cuentos, “La otra orilla”
(libro que recién se publicaría en 1994) y colaboró en varias revistas, entre
ellas “Realidad”, en la que apareció su trabajo teórico “Teoría del túnel”.
Todo esto sin dejar de lado su labor como traductor literario. Durante ese
lustro en Buenos Aires tradujo, entre otros, “The man who knew too much” (El
hombre que sabía demasiado) de Gilbert K. Chesterton (1874-1936), “L'immoraliste”
(El inmoralista) de André Gide (1869-1951) y “Little women” (Mujercitas) de
Louisa May Alcott (1832-1888). Ya faltaba menos para que el escritor español
Francisco Ayala (1906-2009), director de la Editorial de la Universidad de
Puerto Rico, le encargara la traducción al español de la obra narrativa y
ensayística de Edgar Allan Poe.
Por
primera vez oímos mencionar el alcohol en la vida de Edgar. El clima de la
Universidad era tan favorable como el de una taberna: Poe jugaba, perdía casi
invariablemente, y bebía. Uno piensa en Pushkin, ese Poe ruso. Pero a Pushkin
el alcohol no le hacía daño, mientras que desde el principio provocó en Poe un
efecto misterioso y terrible, del que no hay una explicación satisfactoria como
no sea la de su hipersensibilidad, sus taras hereditarias, esa “maraña de
nervios” al descubierto. Le bastaba beber un vaso de ron (y lo bebía de un trago,
sin paladearlo) para intoxicarse. Está probado que un solo vaso lo hacía entrar
en ese estado de hiperlucidez mental que convierte a su víctima en un
conversador brillante, en un “genio” momentáneo. El segundo trago lo hundía en
la borrachera más absoluta, y el despertar era lento, torturante, y Poe se
arrastraba días y días hasta recobrar la normalidad. Sin duda, esto era mucho
menos grave a los diecisiete años; pasados los treinta, en los días de
Baltimore y Nueva York, configuró su imagen más desgraciadamente popular.
Como
estudiante, Edgar fue todo lo sobresaliente que cabía esperar. Los recuerdos de
sus condiscípulos lo muestran dominando intelectualmente aquel grupo de “jeunesse
dorée” virginiana. Habla y traduce las lenguas clásicas sin esfuerzo aparente,
prepara sus lecciones mientras otro alumno está recitando y se gana la
admiración de profesores y condiscípulos. Lee, infatigable, historia antigua,
historia natural, libros de matemáticas, de astronomía y, naturalmente, a
poetas y novelistas. Sus cartas a John Allan describen con vividas imágenes el
clima peligroso de aquella Universidad, donde los estudiantes se amenazan con
pistolas y luchan hasta herirse gravemente, entre dos escapatorias a las
colinas y alguna francachela en las tabernas de los aledaños. El estudio, el
juego, el ron, las fugas, todo es casi lo mismo.
Cuando las
deudas de juego alcanzaron una cifra exasperante para John Allan y éste se negó
una vez más a pagarlas, Edgar tuvo que abandonar la Universidad. En aquel
entonces una deuda podía llevar a cualquiera a la cárcel o, por lo menos,
vedarle el reingreso al Estado donde la había contraído. Edgar rompió los
muebles de su cuarto para encender un fuego de despedida (era en diciembre de
1826) y abandonó la casa de estudios. Sus camaradas de Richmond lo acompañaban;
para ellos empezaban las vacaciones, pero él sabía que no volvería más.
Los
acontecimientos se sucedieron rápidamente. El hijo pródigo encontró a Frances Allan
cariñosa como siempre, pero el “querido papá” (como le llamaba Edgar en sus cartas)
ardía de indignación por el balance de aquel año universitario. Para colmo,
apenas llegado a Richmond descubrió Edgar lo ocurrido con Elmira, a quien sus
padres acababan de alejar prudentemente de la ciudad. No hay que extrañarse de
que en casa de Allan la atmósfera se volviera tensa y que, apenas pasado el
tácito armisticio de Navidad y las fiestas de fin de año, la querella entre los
dos hombres, que se miraban ahora de igual a igual, estallara en toda su
violencia. Allan se negó a que Edgar volviera a la Universidad y a buscarle un
empleo, a la vez que le reprochaba su holgazanería. Edgar replicó escribiendo secretamente
a Filadelfia en demanda de trabajo. Enterado de esto, Allan le dio doce horas para
que decidiera si se sometería o no a sus deseos (que entrañaban la obligación
de estudiar Leyes o alguna otra carrera profesional). Edgar lo pensó todo una
noche y repuso negativamente; siguió una terrible escena de mutuos insultos y,
ante la exasperación de John Allan, su insubordinado protegido se marchó
golpeando las puertas. Después de errar durante horas, escribió desde una
taberna pidiendo su baúl, así como dinero para viajar al Norte y mantenerse
hasta encontrar empleo. Allan no contestó, y Edgar escribió otra vez sin resultado.
Su “madre” le hizo llegar el baúl y algún dinero. Con no poca sorpresa, Allan debió
convencerse de que el hambre y la miseria no doblegaban al muchacho, como había
supuesto. Edgar se embarcó rumbo a Boston para probar fortuna, y entre 1827 y
1829 se abre en su vida un paréntesis que los biógrafos entusiastas llenarían
más tarde con fabulosos viajes a ultramar y experiencias novelescas en Rusia,
Inglaterra y Francia.
Naturalmente,
Edgar los ayudaba desde más allá de la vida, pues siempre fue el primero en inventar
detalles románticos que salpimentaran su biografía. Hoy sabemos que no se movió
de Estados Unidos. Pero hizo, en cambio, algo que prueba su determinación de
vivir conforme a su estrella. Apenas llegado a Boston, la amistad incidental de
un joven impresor le permitió publicar “Tamerlán y otros poemas”, su primer
libro (mayo de 1827). En el prólogo sostuvo que casi todos los poemas habían
sido compuestos antes de los catorce años. Cierto vocabulario, cierto tono de
magia, ciertas fronteras entre lo real y lo irreal mostraban al poeta; el resto
era inexperiencia y candor. Ni que decir que el libro no se vendió en absoluto.
Edgar debió de verse en una miseria espantosa que sólo atinó al magro recurso
de engancharse en el ejército como soldado raso. Y mientras sobrevivía,
melancólicamente, miraba en sí mismo y a veces en torno; fue así como reunió el
material para el futuro “Escarabajo de oro”, aprovechando el pintoresco
escenario que rodeaba al fuerte Moultrie, en la Carolina, donde pasó la mayor
parte de ese tiempo y donde la adolescencia quedó irrevocablemente atrás.
El soldado
Edgar A. Perry -pues con ese alias se había enganchado- se condujo irreprochablemente
en las filas y no tardó en ser ascendido a sargento mayor. El tedio insoportable
de aquella mediocre compañía humana, con la cual se veía obligado a alternar y
su invariable resolución de consagrarse a la literatura, para la cual requería
tiempo, bibliotecas, contactos estimulantes, lo forzaron finalmente a reanudar
relaciones con John Allan. Poe se había alistado por cinco años y aún le
faltaban tres; pidió entonces a Allan que escribiera a sus jefes manifestando
su conformidad en caso de que lo relevaran de su puesto. Allan no le contestó,
y poco después Edgar fue transferido a Virginia. Muy cerca de su casa, ansioso
por ver a su “madre”, cada vez más enferma, comprendió que Allan no toleraría
su baja si continuaba hablando de una carrera literaria. Optó entonces por un compromiso
momentáneo, pensando que quizá Allan apoyara su ingreso a la academia militar
de West Point. Era una carrera, y una bella carrera. Allan aceptó. Pero en
aquellos días Poe iba a sufrir el segundo gran dolor de su vida. “Mamá” Frances
Allan murió mientras él estaba en el cuartel; un mensaje de Allan llegó
demasiado tarde para cumplir la voluntad de la moribunda, que había reclamado
hasta el fin la presencia de Edgar. Ni siquiera le fue dado a éste ver su
cadáver. Frente a su tumba (tan cerca de la de “Helen”, tan cerca ambas en su
corazón), no pudo resistir y cayó inanimado; los criados negros debieron
llevarlo en brazos hasta el carruaje.
El ingreso
de Edgar en West Point fue precedido por una visita a Baltimore en busca y reconocimiento
de su verdadera familia, que, frente a la mala voluntad de su guardián, asumía
para él una importancia creciente. Implacable en su secreta decisión, buscaba asimismo
publicar “Al Aaraaf”, largo poema en el cual depositaba infundadas esperanzas.
Puede
decirse que es éste un momento crucial en la vida de Poe, aunque sus biógrafos
no lo hagan notar quizá porque no es dramático ni teatral como tantos otros.
Pero en mayo de 1829, solo, con el escaso dinero que le ha dado Allan para
vivir y tramitar el no fácil ingreso a West Point, Edgar se lanza a establecer
los primeros contactos sólidos con editores y directores de revistas. Como era
de suponer, no pudo editar su poema por falta de fondos. En medio de las más
angustiosas apreturas, acabó yéndose a vivir a casa de su tía María Clemm,
donde también residían Mrs. David Poe, abuela paterna de Edgar, el hermano
mayor de éste (personaje borroso que moriría a los veinticuatro años y en quien
la herencia familiar se acusó más rápida y violentamente) y los hijos de Mrs.
Clemm, Henry y la pequeña Virginia, que habría de constituir el complejo y
jamás resuelto enigma de la vida del poeta.