25 de octubre de 2017

Edgar Allan Poe por Julio Cortázar. El bostoniano maldito según el cronopio trujamán (III)

La publicación de “The raven” (El cuervo) el 29 de enero de 1845 en el diario “New York Evening Mirror” conmovió no sólo a los círculos literarios sino también a los lectores comunes y corrientes de todas las capas sociales estadounidenses hasta unos extremos difíciles de imaginar. La misteriosa magia del texto y el nombre del autor aureolado por una atractiva “leyenda negra” que lo precedía, consiguieron que este poema narrativo, con su musicalidad, su lenguaje estilizado y la atmósfera sobrenatural que lo envuelve, se convirtiera en la imagen misma del romanticismo en Estados Unidos. El público acudía a sus conferencias con el deseo de oírle recitar las dieciocho estrofas de seis versos cada una que hablaban sobre “esa ave, esa maldita ave que me persigue mentalmente por todas partes y a todas horas. No puedo deshacerme de su presencia. Dentro de mi cerebro escucho su graznido, como lo oía en mi niñez cuando iba a la escuela de Stoke-Newington y aún me parece que escucho su aleteo”, tal como le confesara al escritor y editor Cornelius Mathews (1817-1889), conocido por su papel crucial en la formación de un grupo literario conocido como Young America a fines de la década de los ’30, movimiento al que adherían Nathaniel Hawthorne (1804-1864) y Herman Melville (1819-1891) entre muchos otros.
Exactamente un siglo más tarde, Cortázar estaba dictando, interinamente, cátedras de Literatura Francesa I y II, y de Literatura de la Europa Septentrional (materia en la que se centró en la poesía inglesa de principios del siglo XIX) en la Universidad de Cuyo, sin ningún título o diploma universitario. Estuvo allí durante un año y medio (desde julio de 1944 hasta diciembre de 1945) y esa experiencia fue una oportunidad que, a modo de laboratorio literario, le permitió poner a prueba sus conocimientos y transformarlos desde la perspectiva pedagógica. Así lo expresó en la carta que escribió a su amiga Lucienne de Duprat el 16 de agosto de 1944: “Aunque deba volverme luego al hastío de la enseñanza secundaria, estos meses de universidad quedarán como un sueño agradable en la memoria. Piense usted, ¡es la primera vez que enseño las materias que prefiero! Es la primera vez que puedo entrar a un curso superior y pronunciar el nombre de Baudelaire, citar una frase de John Keats, ofrecer una traducción de Rilke”. De esa experiencia germinaría, precisamente, su ensayo “Imagen de John Keats” que escribiría entre 1951 y 1952. Fue allí también donde, metafóricamente hablando, nació Julio Cortázar, ya que decidió comenzar a firmar sus obras con su nombre y abandonar para siempre el seudónimo Julio Denis.
En Buenos Aires, mientras tanto, se vivían tiempos convulsionados en materia política. La dictadura militar, producto del golpe de Estado del 4 de junio de 1943, se desmoronaba debido a las luchas internas entre las distintas facciones que la componían. La jornada del 17 de octubre de 1945 marcó el ascenso definitivo del coronel Juan Domingo Perón (1895-1974) y, a pesar de que en Mendoza no existía el peronismo como tal todavía, el hecho tuvo repercusiones inmediatas. La Universidad de Cuyo era la única que hasta entonces no había adoptado los principios de autonomía, cogobierno y libertad de cátedra impuestos por la Reforma Universitaria de 1918. El proceso político en la provincia, sumamente complejizado, era dominado por grupos conservadores y el nacionalismo católico, algo que también se extendía al ámbito académico. Consustanciado con el conflicto universitario pero, a la vez, hastiado por la persecución sufrida por su antiperonismo, Cortázar decide renunciar y abandonar la docencia. En una carta dirigida a su amiga Mercedes Arias, repasó su derrotero como docente comentándole que, después de haber abandonado Chivilcoy bajo sospechas de comunismo, anarquismo y trotskismo, en Mendoza acababan de calificarlo de fascista, nazi, rosista y falangista. Así, luego de haber tomado la facultad durante casi una semana junto a otros cinco profesores y cincuenta estudiantes (fueron desalojados con gases y llevados en micros a la comisaría, donde estuvieron presos un par de días) Cortázar ya no volverá a pisar un aula como docente hasta 1980 cuando, luego de varias negativas, acepta viajar a los Estados Unidos y dictar clases en la sede de Berkeley de la Universidad de California.


De su paso por Mendoza quedaron una gran cantidad de apuntes escritos para dictar sus clases (material que atesora la Universidad de Princeton, Estados Unidos), y treinta poemas que ordenó y guardó en una carpeta bajo el título “Poemas 1945-1948”. Éstos aparecerían póstumamente en 1996 en el libro “Poesía y poética”, editado por su amigo y albacea literario Saúl Yurkiévich (1931-2005), poeta, crítico literario y docente argentino autor de los ensayos “Julio Cortázar. Al color de tu sombra” y “Julio Cortázar. Mundos y modos”. De este modo, tal vez, se consiguió reparar una vieja deuda que el mundo editorial tenía el autor de “Todos los fuegos el fuego”, quien siempre se quejó de que su poesía fuese soslayada. Así por lo menos lo dejaba entrever en una entrevista con la ensayista estadounidense Evelyn Picon Garfield (1940) publicada en los “Cuadernos de Texto Crítico” de la Universidad Veracruzana de México en 1978: “Nadie me pregunta, nadie me entrevista ni me interroga sobre temas poéticos partiendo del principio de que no soy poeta sino prosista. Y sin embargo, la poesía es absolutamente necesaria para mí y si alguna nostalgia tengo yo es que mi obra en definitiva no es una obra exclusivamente poética”.
De regreso en Buenos Aires, desde 1946 hasta 1951 se desempeñó como traductor en la Cámara Argentina del Libro. En 1948 obtuvo el título de traductor público de inglés y francés, tras cursar en apenas nueve meses estudios que normalmente insumen tres años. Esto le serviría para, unos pocos años más adelante, trabajar en organismos internacionales como la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) en París, o la Comisión de Energía Atómica en Viena. Mientras tanto completó su primer volumen de cuentos, “La otra orilla” (libro que recién se publicaría en 1994) y colaboró en varias revistas, entre ellas “Realidad”, en la que apareció su trabajo teórico “Teoría del túnel”. Todo esto sin dejar de lado su labor como traductor literario. Durante ese lustro en Buenos Aires tradujo, entre otros, “The man who knew too much” (El hombre que sabía demasiado) de Gilbert K. Chesterton (1874-1936), “L'immoraliste” (El inmoralista) de André Gide (1869-1951) y “Little women” (Mujercitas) de Louisa May Alcott (1832-1888). Ya faltaba menos para que el escritor español Francisco Ayala (1906-2009), director de la Editorial de la Universidad de Puerto Rico, le encargara la traducción al español de la obra narrativa y ensayística de Edgar Allan Poe.


Por primera vez oímos mencionar el alcohol en la vida de Edgar. El clima de la Universidad era tan favorable como el de una taberna: Poe jugaba, perdía casi invariablemente, y bebía. Uno piensa en Pushkin, ese Poe ruso. Pero a Pushkin el alcohol no le hacía daño, mientras que desde el principio provocó en Poe un efecto misterioso y terrible, del que no hay una explicación satisfactoria como no sea la de su hipersensibilidad, sus taras hereditarias, esa “maraña de nervios” al descubierto. Le bastaba beber un vaso de ron (y lo bebía de un trago, sin paladearlo) para intoxicarse. Está probado que un solo vaso lo hacía entrar en ese estado de hiperlucidez mental que convierte a su víctima en un conversador brillante, en un “genio” momentáneo. El segundo trago lo hundía en la borrachera más absoluta, y el despertar era lento, torturante, y Poe se arrastraba días y días hasta recobrar la normalidad. Sin duda, esto era mucho menos grave a los diecisiete años; pasados los treinta, en los días de Baltimore y Nueva York, configuró su imagen más desgraciadamente popular.
Como estudiante, Edgar fue todo lo sobresaliente que cabía esperar. Los recuerdos de sus condiscípulos lo muestran dominando intelectualmente aquel grupo de “jeunesse dorée” virginiana. Habla y traduce las lenguas clásicas sin esfuerzo aparente, prepara sus lecciones mientras otro alumno está recitando y se gana la admiración de profesores y condiscípulos. Lee, infatigable, historia antigua, historia natural, libros de matemáticas, de astronomía y, naturalmente, a poetas y novelistas. Sus cartas a John Allan describen con vividas imágenes el clima peligroso de aquella Universidad, donde los estudiantes se amenazan con pistolas y luchan hasta herirse gravemente, entre dos escapatorias a las colinas y alguna francachela en las tabernas de los aledaños. El estudio, el juego, el ron, las fugas, todo es casi lo mismo.
Cuando las deudas de juego alcanzaron una cifra exasperante para John Allan y éste se negó una vez más a pagarlas, Edgar tuvo que abandonar la Universidad. En aquel entonces una deuda podía llevar a cualquiera a la cárcel o, por lo menos, vedarle el reingreso al Estado donde la había contraído. Edgar rompió los muebles de su cuarto para encender un fuego de despedida (era en diciembre de 1826) y abandonó la casa de estudios. Sus camaradas de Richmond lo acompañaban; para ellos empezaban las vacaciones, pero él sabía que no volvería más.


Los acontecimientos se sucedieron rápidamente. El hijo pródigo encontró a Frances Allan cariñosa como siempre, pero el “querido papá” (como le llamaba Edgar en sus cartas) ardía de indignación por el balance de aquel año universitario. Para colmo, apenas llegado a Richmond descubrió Edgar lo ocurrido con Elmira, a quien sus padres acababan de alejar prudentemente de la ciudad. No hay que extrañarse de que en casa de Allan la atmósfera se volviera tensa y que, apenas pasado el tácito armisticio de Navidad y las fiestas de fin de año, la querella entre los dos hombres, que se miraban ahora de igual a igual, estallara en toda su violencia. Allan se negó a que Edgar volviera a la Universidad y a buscarle un empleo, a la vez que le reprochaba su holgazanería. Edgar replicó escribiendo secretamente a Filadelfia en demanda de trabajo. Enterado de esto, Allan le dio doce horas para que decidiera si se sometería o no a sus deseos (que entrañaban la obligación de estudiar Leyes o alguna otra carrera profesional). Edgar lo pensó todo una noche y repuso negativamente; siguió una terrible escena de mutuos insultos y, ante la exasperación de John Allan, su insubordinado protegido se marchó golpeando las puertas. Después de errar durante horas, escribió desde una taberna pidiendo su baúl, así como dinero para viajar al Norte y mantenerse hasta encontrar empleo. Allan no contestó, y Edgar escribió otra vez sin resultado. Su “madre” le hizo llegar el baúl y algún dinero. Con no poca sorpresa, Allan debió convencerse de que el hambre y la miseria no doblegaban al muchacho, como había supuesto. Edgar se embarcó rumbo a Boston para probar fortuna, y entre 1827 y 1829 se abre en su vida un paréntesis que los biógrafos entusiastas llenarían más tarde con fabulosos viajes a ultramar y experiencias novelescas en Rusia, Inglaterra y Francia.
Naturalmente, Edgar los ayudaba desde más allá de la vida, pues siempre fue el primero en inventar detalles románticos que salpimentaran su biografía. Hoy sabemos que no se movió de Estados Unidos. Pero hizo, en cambio, algo que prueba su determinación de vivir conforme a su estrella. Apenas llegado a Boston, la amistad incidental de un joven impresor le permitió publicar “Tamerlán y otros poemas”, su primer libro (mayo de 1827). En el prólogo sostuvo que casi todos los poemas habían sido compuestos antes de los catorce años. Cierto vocabulario, cierto tono de magia, ciertas fronteras entre lo real y lo irreal mostraban al poeta; el resto era inexperiencia y candor. Ni que decir que el libro no se vendió en absoluto. Edgar debió de verse en una miseria espantosa que sólo atinó al magro recurso de engancharse en el ejército como soldado raso. Y mientras sobrevivía, melancólicamente, miraba en sí mismo y a veces en torno; fue así como reunió el material para el futuro “Escarabajo de oro”, aprovechando el pintoresco escenario que rodeaba al fuerte Moultrie, en la Carolina, donde pasó la mayor parte de ese tiempo y donde la adolescencia quedó irrevocablemente atrás.
El soldado Edgar A. Perry -pues con ese alias se había enganchado- se condujo irreprochablemente en las filas y no tardó en ser ascendido a sargento mayor. El tedio insoportable de aquella mediocre compañía humana, con la cual se veía obligado a alternar y su invariable resolución de consagrarse a la literatura, para la cual requería tiempo, bibliotecas, contactos estimulantes, lo forzaron finalmente a reanudar relaciones con John Allan. Poe se había alistado por cinco años y aún le faltaban tres; pidió entonces a Allan que escribiera a sus jefes manifestando su conformidad en caso de que lo relevaran de su puesto. Allan no le contestó, y poco después Edgar fue transferido a Virginia. Muy cerca de su casa, ansioso por ver a su “madre”, cada vez más enferma, comprendió que Allan no toleraría su baja si continuaba hablando de una carrera literaria. Optó entonces por un compromiso momentáneo, pensando que quizá Allan apoyara su ingreso a la academia militar de West Point. Era una carrera, y una bella carrera. Allan aceptó. Pero en aquellos días Poe iba a sufrir el segundo gran dolor de su vida. “Mamá” Frances Allan murió mientras él estaba en el cuartel; un mensaje de Allan llegó demasiado tarde para cumplir la voluntad de la moribunda, que había reclamado hasta el fin la presencia de Edgar. Ni siquiera le fue dado a éste ver su cadáver. Frente a su tumba (tan cerca de la de “Helen”, tan cerca ambas en su corazón), no pudo resistir y cayó inanimado; los criados negros debieron llevarlo en brazos hasta el carruaje.


El ingreso de Edgar en West Point fue precedido por una visita a Baltimore en busca y reconocimiento de su verdadera familia, que, frente a la mala voluntad de su guardián, asumía para él una importancia creciente. Implacable en su secreta decisión, buscaba asimismo publicar “Al Aaraaf”, largo poema en el cual depositaba infundadas esperanzas.
Puede decirse que es éste un momento crucial en la vida de Poe, aunque sus biógrafos no lo hagan notar quizá porque no es dramático ni teatral como tantos otros. Pero en mayo de 1829, solo, con el escaso dinero que le ha dado Allan para vivir y tramitar el no fácil ingreso a West Point, Edgar se lanza a establecer los primeros contactos sólidos con editores y directores de revistas. Como era de suponer, no pudo editar su poema por falta de fondos. En medio de las más angustiosas apreturas, acabó yéndose a vivir a casa de su tía María Clemm, donde también residían Mrs. David Poe, abuela paterna de Edgar, el hermano mayor de éste (personaje borroso que moriría a los veinticuatro años y en quien la herencia familiar se acusó más rápida y violentamente) y los hijos de Mrs. Clemm, Henry y la pequeña Virginia, que habría de constituir el complejo y jamás resuelto enigma de la vida del poeta.

12 de octubre de 2017

Edgar Allan Poe por Julio Cortázar. El bostoniano maldito según el cronopio trujamán (II)

En 1817, el poeta y filósofo inglés Samuel Taylor Coleridge (1772-1834) publicó “Biographia literaria” (Biografía literaria), un libro inclasificable en el que reunió memorias, semblanzas, crítica literaria, recomendaciones y sugerencias para jóvenes escritores, apuntes sobre las características de la imaginación y la fantasía, reflexiones estilísticas e indagaciones filosóficas. Entre las copiosas cavilaciones que proliferan en el libro, figura aquella que habla sobre la fascinación que ejercen los márgenes de cada página sobre los lectores. Para definirla, el poeta iniciador del romanticismo en Inglaterra acuñó el concepto de “marginalia”, bautizando así al ejercicio de comentar, apostillar, anotar e incluso traducir un libro en esos espacios.
Treinta años más tarde, Edgar Allan Poe titularía “Marginalia” al libro en el que reunió breves apreciaciones personales publicadas previamente en revistas como “Southern Literary Messenger”, “US Magazine and Democratic Review” y “Graham’s Magazine”. En una de ellas reflexionaba así sobre la traducción: “La fraseología de cada nación tiene un tinte de rareza para los oídos de las naciones que hablan diferentes lenguas. Para transmitir el verdadero espíritu de un autor, dicho tinte debería ser corregido en la traducción. Sería bueno enorgullecernos menos de la literalidad y más de la destreza en la paráfrasis. ¿No está claro que, mediante esta destreza, se puede traducir de manera de proporcionar a un extranjero una concepción más justa de un original de lo que el original mismo podría darle?”. Cuando escribió estas palabras, el autor de “The pit and the pendulum” (El pozo y el péndulo) seguramente no imaginaba que, algo más de un siglo después, el genial Julio Cortázar se ocuparía de verter su obra al español haciendo uso, justamente, de aquella destreza de la que hablara en su artículo.
Cortázar cursó sus estudios secundarios en la Escuela Normal Dr. Mariano Acosta, graduándose con honores como Maestro Normal en diciembre de 1935. Muchos años después recordaría aquella época con desencanto: “Me fui dando cuenta, a lo largo de siete años de estudio, de que esa escuela normal tan celebrada, tan famosa, tan respetada en la Argentina, era en el fondo un inmenso camelo. Debo haber tenido cien profesores y sólo me acuerdo de dos. Yo me tuve que aguantar una educación en la que muchos de mis profesores eran vejigas infladas, pomposas y pedantes”. El país vivía por entonces en lo que pasaría a la historia como “Década infame”, una época de gobiernos fraudulentos instalados en el poder tras un golpe militar, el primero de la nefasta serie que asolaría a la Argentina durante el siglo XX. Ingresó luego en la Facultad de Filosofía y Letras donde permaneció sólo un año ya que en su casa “había muy poco dinero y yo quería ayudar a mi madre”. Las dificultades económicas de su familia lo llevan a buscar un empleo, algo que conseguiría en Bolívar, un pueblo que le hará decir en una carta a su amigo Eduardo Hugo Castagnino: “Los microbios, dentro de los tubos de ensayo, deben tener mayor número de inquietudes que los habitantes de Bolívar”.
Cortázar arribó en tren -junto a otros cinco docentes- en la madrugada del 12 de junio de 1937. Al día siguiente de la llegada de los nuevos profesores se llevó a cabo la primera reunión en el colegio San Carlos. Allí se resolvió, por sorteo, la distribución de las cátedras entre ellos. El rector puso papelitos en un sombrero y, a un atónito Cortázar -que acaso hubiese preferido otro método-, le tocó Geografía.


Hospedado en el Hotel La Vizcaína, pasa sus horas libres escuchando por la radio de su habitación las noticias sobre la guerra que llegaban desde Europa, preparando las clases, corrigiendo las tareas de sus estudiantes y leyendo incansablemente frente a la ventana que daba a una plaza de viejos árboles. Se quedó allí dos años, y sólo regresaba a Buenos Aires en los meses de vacaciones. Fue una época de gran inactividad social ya que nunca logró adaptarse a las costumbres pueblerinas, algo que se trasluce en otro párrafo de la carta antes mencionada: “La manera de divertirse es inefable. Consta de dos partes: a) Ir al cine. b) No ir al cine. La sección b) se subdivide a su vez: a) Ir a bailar al Club Social. b) Recorrer los ranchos de las cercanías con fines etnográficos. Esta última sección admite, a su vez, ser dividida en: a) Concurrir, pasado un cierto tiempo, a un dispensario. b) Convencerse de que lo mejor es acostarse a las nueve de la noche”.
Luego se traslada a Chivilcoy, ciudad ubicada a unos 200 km. al noreste de Bolívar. Allí, en la Escuela Normal Domingo Faustino Sarmiento, el 8 de agosto de 1939 se hizo cargo de las cátedras de Instrucción Cívica, Geografía e Historia. Una rutina de dieciséis horas semanales de clase que le permitía viajar los miércoles por la tarde a Buenos Aires para regresar los domingos por la noche. Alojado en una pensión familiar, Cortázar aprovechaba su tiempo libre para leer y escribir. Recibe las periódicas visitas de su madre y de su hermana menor y, a diferencia de lo ocurrido en Bolívar, se vinculó a la actividad cultural de la ciudad. Asistió con periodicidad a la Peña Literaria de la Agrupación Artística donde ofreció conferencias y participó como jurado en varios certámenes pictóricos. El 22 de octubre de 1941 publicó en un suplemento especial del diario socialista “El Despertar” su relato “Llama el teléfono, Delia” y, poco después, adaptó la obra teatral “El puñal de los Troveros” del dramaturgo y periodista Belisario Roldán (1873-1922). También redactó con el fotógrafo y realizador cinematográfico Ignacio Tankel (1912-1984) el argumento, el guión y los diálogos de la película “La sombra del pasado” que se rodaría entre los meses de agosto y diciembre de 1946 para estrenarse en la sala del cine teatro “Metropol” el 25 de mayo de 1947. Para entonces, Cortázar ya no estaba en Chivilcoy: el 5 de julio de 1944 había partido rumbo a Mendoza tras su designación como profesor de Literatura Francesa y de Literatura de la Europa Septentrional en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo. Todavía faltaba una década para que emprendiera la gigantesca tarea de traducir a Poe.


Hacia 1823 ó 1824, Edgar pone todas las fuerzas de sus quince años en esos versos.
Algunas jovencitas de Richmond habrán de recibirlos, especialmente las alumnas de cierta elegante escuela; su hermana Rosalie -adoptada por otra familia de Richmond- se encarga de hacer llegar los mensajes a las agraciadas. Pero el precoz enamorado tiene tiempo para otras proezas. La enorme influencia de Byron, modelo de todo poeta joven en esta década, lo inducía a emularlo en todos los terrenos. Ante la estupefacción de camaradas y profesores, Edgar nadó seis millas contra la corriente del río James y se convirtió en el efímero héroe de un día. Su salud era entonces excelente, después de una infancia algo enfermiza; y su cargada herencia sólo se manifiesta en detalles de precocidad, de talento anormalmente desarrollado, en un carácter donde el orgullo, la excitabilidad, la violencia que nace de una debilidad fundamental, lo estimulaban a adelantarse en todos los caminos y a no tolerar competidores.
En aquellos días conoció a “Helen”, su primer amor imposible, su primera aceptación del destino que habría de signar toda su vida. Decimos aceptación, y será mejor explicarse desde ahora. “Helen” es la primera mujer -en una larga galería- de quien Edgar Poe habría de enamorarse sabiendo que era un ideal, sólo un ideal, y enamorándose porque era ese ideal y no meramente una mujer conquistable. Mrs. Stanard, joven madre de uno de sus condiscípulos, se le apareció como la personificación de todos los sueños indecisos de la infancia y las ansiosas vislumbres de la adolescencia. Era hermosa, delicada, de maneras finísimas. “Helen, tu belleza es para mí como esas remotas barcas niceas que, dulcemente, sobre un mar perfumado, traían al cansado viajero errabundo de retorno a sus playas nativas”, escribiría de ella un día en uno de sus poemas más misteriosos y admirables. Su encuentro fue para Edgar el arribo a la madurez. El adolescente que acudía a casa de su condiscípulo sin otro propósito que el de jugar, fue recibido por la Musa. Esto no es una exageración. Edgar retrocedió enceguecido frente a una mujer que le daba su mano a besar, sin comprender lo que ese gesto valía para él. Ignorándolo, “Helen” le exigió que ingresara definitivamente en la dimensión de los hombres. Edgar aceptó, enamorándose. Su amor fue secreto, perfecto y duró lo que su vida, por debajo o por encima de muchos otros.
Exteriormente, las diferencias de edad y de estado social condicionaron el diálogo, hicieron de esa relación un coloquio amistoso que continuó hasta el día en que Edgar no pudo visitar más la casa de los Stanard. “Helen” enfermó, y la locura -ese otro signo siempre latente en el mundo del poeta- la alejó de sus amigos. Al morir en 1824 tenía treinta y un años.
Hay una “historia inmortal” que muestra a Edgar visitando de noche la tumba de “Helen”. Hay testimonios igualmente inmortales aunque menos románticos, que prueban el desconcierto, el dolor contenido, la angustia sin expansión posible. Edgar callaba en la escuela, rehuía los juegos, las escapatorias; todos sus camaradas lo notaron sin sospechar la causa, y muchos años más tarde, cuando el mundo supo quién era él, lo recordaron en memorias y cartas.


Refugiado en casa de los Allan (que para Edgar, despierto ya a la realidad social, no era su casa), poco consuelo le esperaba. Su madre adoptiva lo quiso siempre tiernamente, pero empezaba a ceder a un enigmático mal. John Allan se mostraba cada día más severo y Edgar cada día más rebelde. Quizá entonces se enteró el niño de que su protector tenía hijos naturales y sospechó que jamás sería adoptado legalmente. Parece seguro que su primera reacción contra Allan nació de su cólera por la ofensa que ese descubrimiento infería a Frances. También ésta lo supo y debió de confiarse a Edgar, que tomó resueltamente su partido. A esta crisis se agrega el que en aquellos días John Allan se convirtiera en millonario al heredar la fortuna de su tío. Paradójicamente, Edgar debió comprender que sus posibilidades de ser adoptado, y por tanto de heredar, habían disminuido todavía más. Y su especial inadaptación empezó a manifestarse tempranamente. Incapaz de suavizar asperezas o de conciliarse el afecto de su protector mediante una conducta adaptada a sus gustos, emprendía ya un camino anárquico al que su temperamento y sus gustos lo predisponían naturalmente. John Allan empezó a saber lo que es tener un poeta -o alguien que quiere llegar a serlo- en casa. Su intención era hacer de Edgar un abogado o un buen comerciante como él. No hay necesidad de abundar más sobre la razón fundamental de todos los choques futuros.
La crisis había madurado lentamente. Edgar era todavía el niño mimado de su “madre” y su bondadosa “tía”, y el brillante alumno que daba satisfacción a John Allan. Por aquellos días el marqués de La Fayette andaba recorriendo los campos de sus antiguas hazañas.
Edgar y sus camaradas organizaron una milicia uniformada y armada para rendir honores al viejo soldado francés. Entre ejercicio y ejercicio, Edgar leía vorazmente lo que caía a su alcance; pero no parecía feliz, y ni siquiera el traslado a una nueva y magnífica casa que la flamante fortuna de su protector requería, y la comodidad de una excelente habitación, bastaban para alegrarlo. Es harto probable que sus altaneras declaraciones a John Allan sobre sus propósitos de llegar a ser un poeta encontraran una fría, irónica respuesta en los ojos y las palabras del comerciante. Edgar había crecido, y sus actividades “militares” lo habían aguerrido e independizado aún más. La anómala situación del hogar de los Allan apresuró el proceso. Su guardián veía ya un mozo en Edgar y sus diálogos eran de hombre a hombre. Si Edgar le reprochó alguna vez, en nombre de su “madre” Frances, las infidelidades conyugales, Allan debió a su turno replicar con algo capaz de herir al joven en lo más vivo. Sabemos hoy cuál fue esa réplica: una velada referencia, deshonrosa para Mrs. Poe, acerca de la verdadera paternidad de Rosalie, la hermana menor de Edgar. Bien puede imaginarse la reacción de éste. Pero los lazos con los Allan eran todavía demasiado fuertes, y hubo otro intervalo de paz. Intervalo dulce, porque Edgar acababa de enamorarse de una jovencita de bellos rizos, Sarah Elmira Royster, que habría de representar un extraño papel en su vida, desapareciendo tempranamente para surgir en los últimos tiempos. Pero ahora el amor era matinal, y Elmira lo correspondía con toda la efusión compatible entonces con una señorita virginiana. A John Allan no le gustó la idea de que Edgar llegara a casarse con Elmira, y además había que pensar en su ingreso en la Universidad de Virginia. Sin duda habló con Mr. Royster, y de esa conversación en beneficio de los hijos nació una torpe traición: las cartas de Edgar a Elmira fueron interceptadas, y más tarde se obligó a la niña a que aceptara el presunto olvido de su novio como prueba de desamor y se casara con un tal Mr. Shelton, que correspondía mucho mejor que Edgar a la idea que los Allan y los Royster se hacen siempre de los esposos adecuados. Ignorante de lo que iba a ocurrir, Edgar se despidió de Frances y John Allan en febrero de 1826. En el camino confió una carta para Elmira al cochero que lo llevaba a Charlottesville; fue probablemente el último mensaje que aquélla alcanzó a recibir de él.


De la vida estudiantil de Poe hay numerosos documentos que prueban el clima de libertinaje y anarquía de la flamante Universidad fundada con tantas esperanzas por Thomas Jefferson, y su influencia catalizadora de las tendencias hasta entonces latentes en el poeta. Los estudiantes, hijos de familias adineradas, jugaban por dinero, bebían, disputaban y se batían en duelo, endeudándose con la mayor extravagancia, seguros de que sus padres pagarían al final de cada período escolar. A Edgar le ocurrió algo previsible: John Allan se negó desde el primer momento a enviarle más dinero del estrictamente necesario para sus gastos escolares. Edgar se empecinó en mantener el nivel de vida de sus camaradas, por razones bien comprensibles entonces y en Virginia. Hasta cierto punto, tenía razón: su protector lo había criado y educado en un nivel social que entrañaba determinadas exigencias económicas. Proporcionarle con una mano la mejor educación de la época y negarle con la otra el dinero necesario para no tener que avergonzarse ante los camaradas sureños, revelaba no sólo falta de bondad, sino de sentido común e inteligencia. Poe comenzó a escribir a “casa” pidiendo pequeñas sumas, haciendo minuciosos estados de cuenta para mostrar a Allan que las cantidades recibidas no bastaban para subvenir a sus gastos elementales. Si Allan maduraba ya el proyecto de buscar motivos de querella y desentenderse finalmente de Edgar, aprovechando la enfermedad cada vez más grave de Frances para librarse de ese molesto obstáculo en sus futuros proyectos, no hay duda de que la conducta de Poe en la Universidad le dio amplio motivo para resolverse.
Exaltado e incapaz de reflexionar con calma en nada que no fueran materias intelectuales, Edgar lo ayudó insensatamente. Se sumaba a ello su desesperación por no recibir respuesta de Elmira y sospechar que ésta lo había olvidado, o que una intriga de los Royster y los Allan lo apartaba de su novia -pues como tal la consideraba entonces-.

5 de octubre de 2017

Edgar Allan Poe por Julio Cortázar. El bostoniano maldito según el cronopio trujamán (I)

“Yo le aconsejaría a cualquier escritor joven que tiene dificultades de escritura, si fuese amigo de dar consejos, que deje de escribir un tiempo por su cuenta y que haga traducciones; que traduzca buena literatura, y un día se va a dar cuenta que puede escribir con una soltura que no tenía antes”. Esto le decía Julio Cortázar (1914-1984) al periodista uruguayo Ernesto González Bermejo (1932-1993) en una extensa entrevista que sería publicada en formato de libro bajo el título de “Revelaciones de un cronopio. Conversaciones con Cortázar” en 1978. Son conceptos vertidos por quien no sólo es valorado como uno de los más grandes escritores argentinos, integrante del llamado “boom latinoamericano”, aquel que llevó las letras de América Latina al mundo entero, sino que también sería reconocido por haber realizado una de las mejores y más relevantes traducciones de la obra en prosa del escritor estadounidense Edgar Allan Poe (1809-1849).
La traducción, “ese extraño oficio fronterizo lleno al mismo tiempo de ambigüedades y de rigor” como él mismo lo definiera, era un trabajo que el autor de “Historias de Cronopios y de Famas” comenzó a ejercer en la revista literaria “Leoplan” en 1937, dos años después de obtener el título de Profesor en Letras. Dado que en aquella época los traductores eran “invisibles” ya que sus nombres no se publicaban en la revista, no se sabe cuáles fueron las traducciones realizadas por el entonces joven profesor del Colegio Nacional de San Carlos de Bolívar, una ciudad ubicada a poco más de 300 kilómetros al sudoeste de Buenos Aires; pero lo cierto es que fue el comienzo de una larga actividad que le brindaría aquella soltura de la que hablaba en la entrevista mencionada, la misma en la que también confesaba que se consideraba “un traductor metido a escritor”: “Pienso que lo que me ayudó fue el aprendizaje, muy temprano, de lenguas extranjeras y el hecho de que la traducción, desde un comienzo, me fascinó. Si yo no fuera un escritor, sería un traductor”.
En “Discusión”, un tomo de breves ensayos sobre cuestiones filosóficas y teológicas, textos sobre el arte narrativo, el origen y evolución de la literatura gauchesca y críticas cinematográficas que fuera publicado en 1932, Jorge Luis Borges (1899-1986) incluyó un artículo titulado “Las versiones homéricas”. En él afirmaba: “Ningún problema tan consustancial con las letras y con su modesto misterio como el que propone una traducción. Un olvido animado por la vanidad, el temor de confesar procesos mentales que adivinamos peligrosamente comunes, el conato de mantener intacta y central una reserva incalculable de sombra, velan las escrituras directas. La traducción, en cambio, parece destinada a ilustrar la discusión estética. El modelo propuesto a su imitación es un texto visible, no un laberinto inestimable de proyectos pretéritos o la acatada tentación momentánea de una facilidad”.
Borges, que a la edad de seis años comenzó a tomar sus primeras lecciones con una institutriz británica, siendo aún un niño tradujo del inglés al español “The happy prince” (El príncipe feliz), cuento del escritor irlandés Oscar Wilde (1854-1900) publicado en 1888. La traducción de Borges apareció en la edición del 25 de junio de 1910 del diario “El País” de Buenos Aires con la rúbrica de Jorge Borges (h). Esto significa, ni más ni menos, que la primera obra de Borges publicada fue una traducción, algo con lo que continuaría a lo largo de su vida con autores como Faulkner, Hesse, Kafka, Kipling, Wells y Whitman entre muchos otros. Borges consideraba que la traducción no consistía en “transferir” un texto de un idioma a otro sino, más bien, en “transformar” un texto en otro. Para él, una  traducción podía enriquecer un texto o, incluso, mejorarlo. Y si, eventualmente, el cambio de código lingüístico generaba alguna pérdida, ésta hasta podía llegar a ser necesaria.


Para 1937, año en que Cortázar colaboraba como traductor en la revista “Leoplan”, Borges lo hacía en “El Hogar”, una revista quincenal para la que escribía reseñas bibliográficas y breves biografías de escritores extranjeros. Por entonces ya había publicado varias obras, entre ellas “Fervor de Buenos Aires”, “Historia universal de la infamia” e “Historia de la eternidad”, libros de poemas, cuentos y ensayos respectivamente. Cortázar, en cambio, debería esperar hasta el año siguiente para ver publicado “Presencia”, un poemario que firmó como Julio Denis y que, según sus propias palabras años más tarde, sería “felizmente olvidado”. Ya en la década siguiente, con el mismo seudónimo publicó en 1941 en la revista “Huella” un artículo sobre el poeta francés Arthur Rimbaud (1854-1891) y, en la revista “Correo Literario”, su primer cuento: “Bruja”, ahora sí como Julio Cortázar. Un lustro más tarde aparecería “Casa tomada” en la revista “Los Anales de Buenos Aires” que dirigía, justamente, Jorge Luis Borges.
Por entonces, Cortázar dedica buena parte de su tiempo al aprendizaje de lenguas extranjeras y continúa traduciendo. A principios de los años ’40 da un gran paso en ese sentido cuando comienza a traducir una obra señera de la literatura universal: “Robinson Crusoe” de Daniel Defoe (1660-1731), escritor considerado como uno de los padres de la novela inglesa, un trabajo para el cual, al igual que Borges, no dudó en retocar el texto original. El resultado vería la luz en 1945, convirtiéndose así en la primera traducción literaria de Cortázar publicada en formato libro. Once años después llegaría uno de los grandes hitos de su profesión de traductor: la obra narrativa y ensayística de Edgar Allan Poe. La monumental faena, compuesta por sesenta y siete relatos, una novela, un poema en prosa y un volumen de ensayos, ocupó un total de 1.661 páginas de texto traducido más 102 notas del traductor, además de una introducción de 85 páginas sobre la vida y obra del autor de “The fall of the House of Usher” (La caída de la Casa Usher) y un epílogo de 54 páginas de notas sobre los textos traducidos. Para la biografía, Cortázar se basó en “Israfel. The life and times of Edgar Allan Poe” (Israfel. La vida y la época de Edgar Allan Poe) y “Edgar Allan Poe. A critical biography” (Edgar Allan Poe. Una biografía crítica) escritas por los biógrafos estadounidenses Hervey Allen (1889-1949) en 1926 y Arthur Hobson Quinn (1875-1960) en 1941, respectivamente. Cortázar la tituló “Vida de Edgar Allan Poe”.


Edgar Poe, más tarde Edgar Allan Poe, nació en Boston el 19 de enero de 1809. Nació allí como podría haber nacido en cualquier otra parte, al azar del itinerario de una oscura compañía teatral donde actuaban sus padres, y que ofrecía un característico repertorio que combinaba “Hamlet” y “Macbeth” con dramas lacrimosos y comedias de magia. Extenderse en consideraciones sobre el parentesco de Poe no conduce a nada sólido. Edgar era tan pequeño cuando desaparecieron sus padres que la influencia del teatro no lo alcanzó. Sus tendencias histriónicas de la madurez coinciden con las de tantos otros genios cuyos padres fueron médicos o fabricantes de tejas. Parece preferible mencionar herencias más profundas. Por su madre, Elizabeth Arnold Poe, el poeta descendía de ingleses (sus abuelos fueron también actores, del Covent Garden, de Londres), mientras su padre, David Poe, era norteamericano, de ascendencia irlandesa. Edgar habría de fabricar en su juventud mitológicas genealogías, de las cuales la más notable (que muestra pronto su tendencia a lo truculento) lo presenta como descendiente del general Benedict Arnold, famoso en los anales de la traición.
Su sangre inglesa y norteamericana (todavía la misma, aunque se repelieran políticamente) le llegaba doblemente debilitada e impura por la mala salud de sus padres, tuberculosos ambos. David Poe, actor insignificante, sale rápidamente del escenario: murió o quizá abandonó a su mujer y a sus tres hijos, el último por nacer. Mrs. Poe debió dejar al mayor en casa de unos parientes y trasladarse al Sur con Edgar, que apenas tenía un año, para seguir actuando en el teatro y ganar algún dinero. En Norfolk (Virginia) nació Rosalie Poe; y si su madre había reaparecido en las tablas apenas tres semanas después de nacido Edgar en Boston, así se la vio en escena muy poco antes de dar a luz a Rosalie. La miseria y la enfermedad la doblegaron pronto en Richmond, donde la caridad de sus admiradores teatrales, en su mayoría damas, alivió en parte sus sufrimientos. Edgar se encontró huérfano antes de cumplir tres años; la noche en que su madre murió en una miserable habitación, dos señoras caritativas se llevaron los niños a sus casas.


El carácter del poeta no puede ser comprendido si se descuidan dos influencias capitales en su infancia: la importancia psicológica y afectiva que tiene para un niño saber que carece de padres y que vive de la caridad ajena (caridad sumamente peculiar, como se verá), y la residencia en el Sur. Virginia, en aquella época, representaba el espíritu sureño mucho más de lo que una ojeada casual al mapa de Estados Unidos haría suponer. La llamada “línea de Mason y Dixon”, que marcaba el extremo meridional de Pensilvania, valía también como límite del “Norte” y el “Sur”, de las tendencias que pronto fermentarían en el abolicionismo y el régimen esclavista y feudal sureño. Edgar Poe creció como sureño, pese a su nacimiento en Boston, y jamás dejó de serlo en espíritu. Muchas de sus críticas a la democracia, al progreso, a la creencia en la perfectibilidad de los pueblos, nacen de ser “un caballero del Sur”, de tener arraigados hábitos mentales y morales moldeados por la vida virginiana. Otros elementos sureños habrían de influir en su imaginación: las nodrizas negras, los criados esclavos, un folklore donde los aparecidos, los relatos sobre cementerios y cadáveres que deambulan en las selvas bastaron para organizarle un repertorio de lo sobrenatural sobre el cual hay un temprano anecdotario.
John Allan, su casi involuntario protector, era un comerciante escocés emigrado a
Richmond, donde tenía en sociedad una empresa dedicada al comercio del tabaco y otras actividades curiosamente disímiles, pero propias de un tiempo en que los Estados Unidos eran un inmenso campo de ensayo. Uno de los renglones lo constituía la representación de revistas británicas, y en las oficinas de Ellis & Allan el niño Edgar se inclinó desde temprano sobre los magazines trimestrales escoceses e ingleses y trabó relación con un mundo erudito y pedante, “gótico” y novelesco, crítico y difamatorio donde los restos del ingenio del siglo XVIII se mezclaban con el romanticismo en plena eclosión, donde las sombras de Johnson, Addison y Pope cedían lentamente a la fulgurante presencia de Byron, la poesía de Wordsworth y las novelas y cuentos de terror. Mucho de la tan debatida cultura de Poe salió de aquellas tempranas lecturas.
Sus protectores no tenían hijos. Frances Allan, primera influencia femenina benéfica en la vida de Poe, amó desde el comienzo a Edgar, cuya figura, bellísima y vivaz, había sido el encanto de las admiradoras de la desdichada Mrs. Poe. En cuanto a John Allan, deseoso de complacer a su esposa, no opuso reparos a la adopción tácita del niño; pero de ahí a adoptarlo legalmente había un trecho que no quiso franquear jamás. Los primeros biógrafos de Poe hablaron de egoísmo y dureza de corazón; hoy sabemos que Allan tenía hijos naturales y que costeaba secretamente su educación. Uno de ellos fue condiscípulo de Edgar, y Mr. Allan pagaba trimestralmente una doble cuenta de gastos escolares. Aceptó a Edgar porque era “un espléndido muchacho”, y llegó a encariñarse bastante con él. Era un hombre seco y duro, a quien los años, los reveses y finalmente una gran fortuna volvieron más y más tiránico. Para desgracia suya y de Edgar, sus naturalezas divergían de la manera más absoluta. Quince años más tarde habrían de chocar encarnizadamente, y ambos cometerían faltas tan torpes como imperdonables.
A los cuatro o cinco años, Edgar era un hermoso niño de rizos oscuros, de grandes y brillantes ojos. Muy pronto aprendió los poemas al gusto del día (Walter Scott, por ejemplo), y las damas que visitaban a Frances Allan a la hora del té no se cansaban de oírle recitar, grave y apasionadamente, las extensas composiciones que se sabía de memoria. Los Allan cuidaban inteligentemente de su educación, pero el mundo que lo rodeaba en Richmond le era tan útil como los libros. Su “mammy”, la nodriza negra de todo niño de casa rica en el Sur, debió de iniciarlo en los ritmos de la gente de color, lo que explicaría en parte su interés posterior, casi obsesivo, por la escansión de los versos y la magia rítmica de “El cuervo”, de “Ulalume”, de “Annabel Lee”. Y además estaba el mar, representado por sus embajadores naturales, los capitanes de veleros, que acudían a las oficinas de Ellis & Allan para discutir los negocios de la firma, y que bebían con los socios mientras narraban largas aventuras. El pequeño Edgar debió de entrever, ansioso oyente, las primeras imágenes de Arthur Gordon Pym, del remolino del Maelström, y todo ese aire marino que circula en su literatura y que él supo recoger en velámenes que todavía impulsan a sus barcos de fantasmas.


Un barco más tangible habría de mostrarle pronto el prestigio de las singladuras, los atardeceres en alta mar, la fosforescencia de las noches atlánticas. En 1815, John Allan y su mujer se embarcaron con él rumbo a Inglaterra y Escocia. Allan quería cimentar de manera más amplia sus negocios y visitar a su numerosa familia. Edgar vivió un tiempo en Irvine (Escocia) y luego en Londres. De sus recuerdos escolares entre 1816 y 1820 habría de nacer más tarde el extraño y misterioso escenario inicial de “William Wilson”. También el folklore escocés influiría en él. Como previendo el ansia de universalidad que habría de tener algún día, las circunstancias lo enfrentaban con paisajes, fuerzas, humores distintos. Agradecido, aunque ya con una sombra de desdén, él no perdió nada. Un día habría de escribir: “El mundo entero es el escenario que requiere el histrión de la literatura”.
La familia volvió a Estados Unidos en 1820. Edgar, en la plenitud de su infancia, desembarcaba robustecido y avispado por su larga permanencia en un colegio inglés, donde los deportes y la rudeza física eran más importantes que en Richmond. Por eso lo vemos muy pronto capitanear a los camaradas de juego. Salta más alto y más lejos que ellos, y sabe dar y recibir una paliza según sople el viento. No hay todavía en él signos que lo distingan de los otros chicos, salvo, quizá, que le gusta dibujar, que le gusta juntar flores y estudiarlas. Pero lo hace un poco a escondidas y pronto vuelve a los juegos. Protege al pequeño Bob Sully, lo defiende de los muchachos más grandes, lo ayuda en sus lecciones. A veces desaparece durante horas, entregado a una tarea misteriosa: escribe secretamente sus primeros versos, los copia con bella letra, los atesora. Todo esto entre dos rebanadas de pan con mermelada.