“Yo le
aconsejaría a cualquier escritor joven que tiene dificultades de escritura, si
fuese amigo de dar consejos, que deje de escribir un tiempo por su cuenta y que
haga traducciones; que traduzca buena literatura, y un día se va a dar cuenta
que puede escribir con una soltura que no tenía antes”. Esto le decía Julio
Cortázar (1914-1984) al periodista uruguayo Ernesto González Bermejo
(1932-1993) en una extensa entrevista que sería publicada en formato de libro
bajo el título de “Revelaciones de un cronopio. Conversaciones con Cortázar” en
1978. Son conceptos vertidos por quien no sólo es valorado como uno de los más
grandes escritores argentinos, integrante del llamado “boom latinoamericano”,
aquel que llevó las letras de América Latina al mundo entero, sino que también
sería reconocido por haber realizado una de las mejores y más relevantes
traducciones de la obra en prosa del escritor estadounidense Edgar Allan Poe
(1809-1849).
La
traducción, “ese extraño oficio fronterizo lleno al mismo tiempo de
ambigüedades y de rigor” como él mismo lo definiera, era un trabajo que el
autor de “Historias de Cronopios y de Famas” comenzó a ejercer en la revista
literaria “Leoplan” en 1937, dos años después de obtener el título de Profesor
en Letras. Dado que en aquella época los traductores eran “invisibles” ya que
sus nombres no se publicaban en la revista, no se sabe cuáles fueron las
traducciones realizadas por el entonces joven profesor del Colegio Nacional de
San Carlos de Bolívar, una ciudad ubicada a poco más de 300 kilómetros al
sudoeste de Buenos Aires; pero lo cierto es que fue el comienzo de una larga
actividad que le brindaría aquella soltura de la que hablaba en la entrevista
mencionada, la misma en la que también confesaba que se consideraba “un
traductor metido a escritor”: “Pienso que lo que me ayudó fue el aprendizaje,
muy temprano, de lenguas extranjeras y el hecho de que la traducción, desde un
comienzo, me fascinó. Si yo no fuera un escritor, sería un traductor”.
En
“Discusión”, un tomo de breves ensayos sobre cuestiones filosóficas y
teológicas, textos sobre el arte narrativo, el origen y evolución de la
literatura gauchesca y críticas cinematográficas que fuera publicado en 1932,
Jorge Luis Borges (1899-1986) incluyó un artículo titulado “Las versiones
homéricas”. En él afirmaba: “Ningún problema tan consustancial con las letras y
con su modesto misterio como el que propone una traducción. Un olvido animado
por la vanidad, el temor de confesar procesos mentales que adivinamos peligrosamente
comunes, el conato de mantener intacta y central una reserva incalculable de
sombra, velan las escrituras directas. La traducción, en cambio, parece
destinada a ilustrar la discusión estética. El modelo propuesto a su imitación
es un texto visible, no un laberinto inestimable de proyectos pretéritos o la
acatada tentación momentánea de una facilidad”.
Borges,
que a la edad de seis años comenzó a tomar sus primeras lecciones con una institutriz
británica, siendo aún un niño tradujo del inglés al español “The happy prince”
(El príncipe feliz), cuento del escritor irlandés Oscar Wilde (1854-1900)
publicado en 1888. La traducción de Borges apareció en la edición del 25 de
junio de 1910 del diario “El País” de Buenos Aires con la rúbrica de Jorge
Borges (h). Esto significa, ni más ni menos, que la primera obra de Borges
publicada fue una traducción, algo con lo que continuaría a lo largo de su vida
con autores como Faulkner, Hesse, Kafka, Kipling, Wells y Whitman entre muchos
otros. Borges consideraba que la traducción no consistía en “transferir” un
texto de un idioma a otro sino, más bien, en “transformar” un texto en otro.
Para él, una traducción podía enriquecer
un texto o, incluso, mejorarlo. Y si, eventualmente, el cambio de código
lingüístico generaba alguna pérdida, ésta hasta podía llegar a ser necesaria.
Para 1937,
año en que Cortázar colaboraba como traductor en la revista “Leoplan”, Borges
lo hacía en “El Hogar”, una revista quincenal para la que escribía reseñas
bibliográficas y breves biografías de escritores extranjeros. Por entonces ya
había publicado varias obras, entre ellas “Fervor de Buenos Aires”, “Historia
universal de la infamia” e “Historia de la eternidad”, libros de poemas,
cuentos y ensayos respectivamente. Cortázar, en cambio, debería esperar hasta
el año siguiente para ver publicado “Presencia”, un poemario que firmó como
Julio Denis y que, según sus propias palabras años más tarde, sería “felizmente
olvidado”. Ya en la década siguiente, con el mismo seudónimo publicó en 1941 en
la revista “Huella” un artículo sobre el poeta francés Arthur Rimbaud
(1854-1891) y, en la revista “Correo Literario”, su primer cuento: “Bruja”,
ahora sí como Julio Cortázar. Un lustro más tarde aparecería “Casa tomada” en
la revista “Los Anales de Buenos Aires” que dirigía, justamente, Jorge Luis Borges.
Por
entonces, Cortázar dedica buena parte de su tiempo al aprendizaje de lenguas
extranjeras y continúa traduciendo. A principios de los años ’40 da un gran
paso en ese sentido cuando comienza a traducir una obra señera de la literatura
universal: “Robinson Crusoe” de Daniel Defoe (1660-1731), escritor considerado
como uno de los padres de la novela inglesa, un trabajo para el cual, al igual
que Borges, no dudó en retocar el texto original. El resultado vería la luz en
1945, convirtiéndose así en la primera traducción literaria de Cortázar publicada
en formato libro. Once años después llegaría uno de los grandes hitos de su
profesión de traductor: la obra narrativa y ensayística de Edgar Allan Poe. La
monumental faena, compuesta por sesenta y siete relatos, una novela, un poema
en prosa y un volumen de ensayos, ocupó un total de 1.661 páginas de texto
traducido más 102 notas del traductor, además de una introducción de 85 páginas
sobre la vida y obra del autor de “The fall of the House of Usher” (La caída de
la Casa Usher) y un epílogo de 54 páginas de notas sobre los textos traducidos.
Para la biografía, Cortázar se basó en “Israfel. The life and times of Edgar
Allan Poe” (Israfel. La vida y la época de Edgar Allan Poe) y “Edgar Allan Poe.
A critical biography” (Edgar Allan Poe. Una biografía crítica) escritas por los
biógrafos estadounidenses Hervey Allen (1889-1949) en 1926 y Arthur Hobson
Quinn (1875-1960) en 1941, respectivamente. Cortázar la tituló “Vida de Edgar
Allan Poe”.
Edgar Poe,
más tarde Edgar Allan Poe, nació en Boston el 19 de enero de 1809. Nació allí
como podría haber nacido en cualquier otra parte, al azar del itinerario de una
oscura compañía teatral donde actuaban sus padres, y que ofrecía un
característico repertorio que combinaba “Hamlet” y “Macbeth” con dramas lacrimosos
y comedias de magia. Extenderse en consideraciones sobre el parentesco de Poe
no conduce a nada sólido. Edgar era tan pequeño cuando desaparecieron sus
padres que la influencia del teatro no lo alcanzó. Sus tendencias histriónicas
de la madurez coinciden con las de tantos otros genios cuyos padres fueron
médicos o fabricantes de tejas. Parece preferible mencionar herencias más
profundas. Por su madre, Elizabeth Arnold Poe, el poeta descendía de ingleses
(sus abuelos fueron también actores, del Covent Garden, de Londres), mientras
su padre, David Poe, era norteamericano, de ascendencia irlandesa. Edgar habría
de fabricar en su juventud mitológicas genealogías, de las cuales la más
notable (que muestra pronto su tendencia a lo truculento) lo presenta como
descendiente del general Benedict Arnold, famoso en los anales de la traición.
Su sangre
inglesa y norteamericana (todavía la misma, aunque se repelieran políticamente)
le llegaba doblemente debilitada e impura por la mala salud de sus padres, tuberculosos
ambos. David Poe, actor insignificante, sale rápidamente del escenario: murió o
quizá abandonó a su mujer y a sus tres hijos, el último por nacer. Mrs. Poe
debió dejar al mayor en casa de unos parientes y trasladarse al Sur con Edgar,
que apenas tenía un año, para seguir actuando en el teatro y ganar algún
dinero. En Norfolk (Virginia) nació Rosalie Poe; y si su madre había
reaparecido en las tablas apenas tres semanas después de nacido Edgar en
Boston, así se la vio en escena muy poco antes de dar a luz a Rosalie. La miseria
y la enfermedad la doblegaron pronto en Richmond, donde la caridad de sus
admiradores teatrales, en su mayoría damas, alivió en parte sus sufrimientos.
Edgar se encontró huérfano antes de cumplir tres años; la noche en que su madre
murió en una miserable habitación, dos señoras caritativas se llevaron los
niños a sus casas.
El
carácter del poeta no puede ser comprendido si se descuidan dos influencias capitales
en su infancia: la importancia psicológica y afectiva que tiene para un niño
saber que carece de padres y que vive de la caridad ajena (caridad sumamente
peculiar, como se verá), y la residencia en el Sur. Virginia, en aquella época,
representaba el espíritu sureño mucho más de lo que una ojeada casual al mapa
de Estados Unidos haría suponer. La llamada “línea de Mason y Dixon”, que
marcaba el extremo meridional de Pensilvania, valía también como límite del “Norte”
y el “Sur”, de las tendencias que pronto fermentarían en el abolicionismo y el
régimen esclavista y feudal sureño. Edgar Poe creció como sureño, pese a su
nacimiento en Boston, y jamás dejó de serlo en espíritu. Muchas de sus críticas
a la democracia, al progreso, a la creencia en la perfectibilidad de los
pueblos, nacen de ser “un caballero del Sur”, de tener arraigados hábitos mentales
y morales moldeados por la vida virginiana. Otros elementos sureños habrían de
influir en su imaginación: las nodrizas negras, los criados esclavos, un
folklore donde los aparecidos, los relatos sobre cementerios y cadáveres que
deambulan en las selvas bastaron para organizarle un repertorio de lo
sobrenatural sobre el cual hay un temprano anecdotario.
John
Allan, su casi involuntario protector, era un comerciante escocés emigrado a
Richmond,
donde tenía en sociedad una empresa dedicada al comercio del tabaco y otras actividades
curiosamente disímiles, pero propias de un tiempo en que los Estados Unidos eran
un inmenso campo de ensayo. Uno de los renglones lo constituía la
representación de revistas británicas, y en las oficinas de Ellis & Allan
el niño Edgar se inclinó desde temprano sobre los magazines trimestrales
escoceses e ingleses y trabó relación con un mundo erudito y pedante, “gótico”
y novelesco, crítico y difamatorio donde los restos del ingenio del siglo XVIII
se mezclaban con el romanticismo en plena eclosión, donde las sombras de
Johnson, Addison y Pope cedían lentamente a la fulgurante presencia de Byron, la
poesía de Wordsworth y las novelas y cuentos de terror. Mucho de la tan
debatida cultura de Poe salió de aquellas tempranas lecturas.
Sus
protectores no tenían hijos. Frances Allan, primera influencia femenina
benéfica en la vida de Poe, amó desde el comienzo a Edgar, cuya figura,
bellísima y vivaz, había sido el encanto de las admiradoras de la desdichada
Mrs. Poe. En cuanto a John Allan, deseoso de complacer a su esposa, no opuso
reparos a la adopción tácita del niño; pero de ahí a adoptarlo legalmente había
un trecho que no quiso franquear jamás. Los primeros biógrafos de Poe hablaron
de egoísmo y dureza de corazón; hoy sabemos que Allan tenía hijos naturales y
que costeaba secretamente su educación. Uno de ellos fue condiscípulo de Edgar,
y Mr. Allan pagaba trimestralmente una doble cuenta de gastos escolares. Aceptó
a Edgar porque era “un espléndido muchacho”, y llegó a encariñarse bastante con
él. Era un hombre seco y duro, a quien los años, los reveses y finalmente una
gran fortuna volvieron más y más tiránico. Para desgracia suya y de Edgar, sus
naturalezas divergían de la manera más absoluta. Quince años más tarde habrían
de chocar encarnizadamente, y ambos cometerían faltas tan torpes como
imperdonables.
A los
cuatro o cinco años, Edgar era un hermoso niño de rizos oscuros, de grandes y brillantes
ojos. Muy pronto aprendió los poemas al gusto del día (Walter Scott, por ejemplo),
y las damas que visitaban a Frances Allan a la hora del té no se cansaban de
oírle recitar, grave y apasionadamente, las extensas composiciones que se sabía
de memoria. Los Allan cuidaban inteligentemente de su educación, pero el mundo
que lo rodeaba en Richmond le era tan útil como los libros. Su “mammy”, la nodriza
negra de todo niño de casa rica en el Sur, debió de iniciarlo en los ritmos de
la gente de color, lo que explicaría en parte su interés posterior, casi
obsesivo, por la escansión de los versos y la magia rítmica de “El cuervo”, de “Ulalume”,
de “Annabel Lee”. Y además estaba el mar, representado por sus embajadores
naturales, los capitanes de veleros, que acudían a las oficinas de Ellis &
Allan para discutir los negocios de la firma, y que bebían con los socios
mientras narraban largas aventuras. El pequeño Edgar debió de entrever, ansioso
oyente, las primeras imágenes de Arthur Gordon Pym, del remolino del Maelström,
y todo ese aire marino que circula en su literatura y que él supo recoger en
velámenes que todavía impulsan a sus barcos de fantasmas.
Un barco
más tangible habría de mostrarle pronto el prestigio de las singladuras, los atardeceres
en alta mar, la fosforescencia de las noches atlánticas. En 1815, John Allan y
su mujer se embarcaron con él rumbo a Inglaterra y Escocia. Allan quería
cimentar de manera más amplia sus negocios y visitar a su numerosa familia. Edgar
vivió un tiempo en Irvine (Escocia) y luego en Londres. De sus recuerdos
escolares entre 1816 y 1820 habría de nacer más tarde el extraño y misterioso
escenario inicial de “William Wilson”. También el folklore escocés influiría en
él. Como previendo el ansia de universalidad que habría de tener algún día, las
circunstancias lo enfrentaban con paisajes, fuerzas, humores distintos.
Agradecido, aunque ya con una sombra de desdén, él no perdió nada. Un día
habría de escribir: “El mundo entero es el escenario que requiere el histrión
de la literatura”.
La familia
volvió a Estados Unidos en 1820. Edgar, en la plenitud de su infancia, desembarcaba
robustecido y avispado por su larga permanencia en un colegio inglés, donde los
deportes y la rudeza física eran más importantes que en Richmond. Por eso lo
vemos muy pronto capitanear a los camaradas de juego. Salta más alto y más
lejos que ellos, y sabe dar y recibir una paliza según sople el viento. No hay
todavía en él signos que lo distingan de los otros chicos, salvo, quizá, que le
gusta dibujar, que le gusta juntar flores y estudiarlas. Pero lo hace un poco a
escondidas y pronto vuelve a los juegos. Protege al pequeño Bob Sully, lo
defiende de los muchachos más grandes, lo ayuda en sus lecciones. A veces
desaparece durante horas, entregado a una tarea misteriosa: escribe
secretamente sus primeros versos, los copia con bella letra, los atesora. Todo
esto entre dos rebanadas de pan con mermelada.