En 1817,
el poeta y filósofo inglés Samuel Taylor Coleridge (1772-1834) publicó
“Biographia literaria” (Biografía literaria), un libro inclasificable en el que
reunió memorias, semblanzas, crítica literaria, recomendaciones y sugerencias
para jóvenes escritores, apuntes sobre las características de la imaginación y
la fantasía, reflexiones estilísticas e indagaciones filosóficas. Entre las
copiosas cavilaciones que proliferan en el libro, figura aquella que habla
sobre la fascinación que ejercen los márgenes de cada página sobre los
lectores. Para definirla, el poeta iniciador del romanticismo en Inglaterra
acuñó el concepto de “marginalia”, bautizando así al ejercicio de comentar,
apostillar, anotar e incluso traducir un libro en esos espacios.
Treinta
años más tarde, Edgar Allan Poe titularía “Marginalia” al libro en el que
reunió breves apreciaciones personales publicadas previamente en revistas como
“Southern Literary Messenger”, “US Magazine and Democratic Review” y “Graham’s
Magazine”. En una de ellas reflexionaba así sobre la traducción: “La
fraseología de cada nación tiene un tinte de rareza para los oídos de las
naciones que hablan diferentes lenguas. Para transmitir el verdadero espíritu
de un autor, dicho tinte debería ser corregido en la traducción. Sería bueno
enorgullecernos menos de la literalidad y más de la destreza en la paráfrasis.
¿No está claro que, mediante esta destreza, se puede traducir de manera de
proporcionar a un extranjero una concepción más justa de un original de lo que
el original mismo podría darle?”. Cuando escribió estas palabras, el autor de
“The pit and the pendulum” (El pozo y el péndulo) seguramente no imaginaba que,
algo más de un siglo después, el genial Julio Cortázar se ocuparía de verter su
obra al español haciendo uso, justamente, de aquella destreza de la que hablara
en su artículo.
Cortázar
cursó sus estudios secundarios en la Escuela Normal Dr. Mariano Acosta,
graduándose con honores como Maestro Normal en diciembre de 1935. Muchos años
después recordaría aquella época con desencanto: “Me fui dando cuenta, a lo
largo de siete años de estudio, de que esa escuela normal tan celebrada, tan
famosa, tan respetada en la Argentina, era en el fondo un inmenso camelo. Debo
haber tenido cien profesores y sólo me acuerdo de dos. Yo me tuve que aguantar
una educación en la que muchos de mis profesores eran vejigas infladas,
pomposas y pedantes”. El país vivía por entonces en lo que pasaría a la
historia como “Década infame”, una época de gobiernos fraudulentos instalados
en el poder tras un golpe militar, el primero de la nefasta serie que asolaría
a la Argentina durante el siglo XX. Ingresó luego en la Facultad de Filosofía y
Letras donde permaneció sólo un año ya que en su casa “había muy poco dinero y
yo quería ayudar a mi madre”. Las dificultades económicas de su familia lo
llevan a buscar un empleo, algo que conseguiría en Bolívar, un pueblo que le
hará decir en una carta a su amigo Eduardo Hugo Castagnino: “Los microbios,
dentro de los tubos de ensayo, deben tener mayor número de inquietudes que los
habitantes de Bolívar”.
Cortázar
arribó en tren -junto a otros cinco docentes- en la madrugada del 12 de junio
de 1937. Al día siguiente de la llegada de los nuevos profesores se llevó a
cabo la primera reunión en el colegio San Carlos. Allí se resolvió, por sorteo, la
distribución de las cátedras entre ellos. El rector puso papelitos en un
sombrero y, a un atónito Cortázar -que acaso hubiese preferido otro método-, le
tocó Geografía.
Hospedado
en el Hotel La Vizcaína, pasa sus horas libres escuchando por la radio de su
habitación las noticias sobre la guerra que llegaban desde Europa, preparando
las clases, corrigiendo las tareas de sus estudiantes y leyendo incansablemente
frente a la ventana que daba a una plaza de viejos árboles. Se quedó allí dos
años, y sólo regresaba a Buenos Aires en los meses de vacaciones. Fue una época
de gran inactividad social ya que nunca logró adaptarse a las costumbres
pueblerinas, algo que se trasluce en otro párrafo de la carta antes mencionada:
“La manera de divertirse es inefable. Consta de dos partes: a) Ir al cine. b)
No ir al cine. La sección b) se subdivide a su vez: a) Ir a bailar al Club
Social. b) Recorrer los ranchos de las cercanías con fines etnográficos. Esta
última sección admite, a su vez, ser dividida en: a) Concurrir, pasado un
cierto tiempo, a un dispensario. b) Convencerse de que lo mejor es acostarse a
las nueve de la noche”.
Luego se
traslada a Chivilcoy, ciudad ubicada a unos 200 km. al noreste de Bolívar.
Allí, en la Escuela Normal Domingo Faustino Sarmiento, el 8 de agosto de 1939
se hizo cargo de las cátedras de Instrucción Cívica, Geografía e Historia. Una
rutina de dieciséis horas semanales de clase que le permitía viajar los
miércoles por la tarde a Buenos Aires para regresar los domingos por la noche.
Alojado en una pensión familiar, Cortázar aprovechaba su tiempo libre para leer
y escribir. Recibe las periódicas visitas de su madre y de su hermana menor y,
a diferencia de lo ocurrido en Bolívar, se vinculó a la actividad cultural de
la ciudad. Asistió con periodicidad a la Peña Literaria de la Agrupación
Artística donde ofreció conferencias y participó como jurado en varios certámenes
pictóricos. El 22 de octubre de 1941 publicó en un suplemento especial del
diario socialista “El Despertar” su relato “Llama el teléfono, Delia” y, poco
después, adaptó la obra teatral “El puñal de los Troveros” del dramaturgo y
periodista Belisario Roldán (1873-1922). También redactó con el fotógrafo y
realizador cinematográfico Ignacio Tankel (1912-1984) el argumento, el guión y
los diálogos de la película “La sombra del pasado” que se rodaría entre los
meses de agosto y diciembre de 1946 para estrenarse en la sala del cine teatro
“Metropol” el 25 de mayo de 1947. Para entonces, Cortázar ya no estaba en
Chivilcoy: el 5 de julio de 1944 había partido rumbo a Mendoza tras su
designación como profesor de Literatura Francesa y de Literatura de la Europa
Septentrional en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional
de Cuyo. Todavía faltaba una década para que emprendiera la gigantesca tarea de
traducir a Poe.
Hacia 1823
ó 1824, Edgar pone todas las fuerzas de sus quince años en esos versos.
Algunas
jovencitas de Richmond habrán de recibirlos, especialmente las alumnas de
cierta elegante escuela; su hermana Rosalie -adoptada por otra familia de
Richmond- se encarga de hacer llegar los mensajes a las agraciadas. Pero el
precoz enamorado tiene tiempo para otras proezas. La enorme influencia de Byron,
modelo de todo poeta joven en esta década, lo inducía a emularlo en todos los
terrenos. Ante la estupefacción de camaradas y profesores, Edgar nadó seis
millas contra la corriente del río James y se convirtió en el efímero héroe de
un día. Su salud era entonces excelente, después de una infancia algo
enfermiza; y su cargada herencia sólo se manifiesta en detalles de precocidad, de
talento anormalmente desarrollado, en un carácter donde el orgullo, la
excitabilidad, la violencia que nace de una debilidad fundamental, lo
estimulaban a adelantarse en todos los caminos y a no tolerar competidores.
En
aquellos días conoció a “Helen”, su primer amor imposible, su primera
aceptación del destino que habría de signar toda su vida. Decimos aceptación, y
será mejor explicarse desde ahora. “Helen” es la primera mujer -en una larga
galería- de quien Edgar Poe habría de enamorarse sabiendo que era un ideal,
sólo un ideal, y enamorándose porque era ese ideal y no meramente una mujer
conquistable. Mrs. Stanard, joven madre de uno de sus condiscípulos, se le apareció
como la personificación de todos los sueños indecisos de la infancia y las
ansiosas vislumbres de la adolescencia. Era hermosa, delicada, de maneras finísimas.
“Helen, tu belleza es para mí como esas remotas barcas niceas que, dulcemente, sobre
un mar perfumado, traían al cansado viajero errabundo de retorno a sus playas nativas”,
escribiría de ella un día en uno de sus poemas más misteriosos y admirables. Su
encuentro fue para Edgar el arribo a la madurez. El adolescente que acudía a
casa de su condiscípulo sin otro propósito que el de jugar, fue recibido por la
Musa. Esto no es una exageración. Edgar retrocedió enceguecido frente a una mujer
que le daba su mano a besar, sin comprender lo que ese gesto valía para él.
Ignorándolo, “Helen” le exigió que ingresara definitivamente en la dimensión de
los hombres. Edgar aceptó, enamorándose. Su amor fue secreto, perfecto y duró
lo que su vida, por debajo o por encima de muchos otros.
Exteriormente,
las diferencias de edad y de estado social condicionaron el diálogo, hicieron de
esa relación un coloquio amistoso que continuó hasta el día en que Edgar no
pudo visitar más la casa de los Stanard. “Helen” enfermó, y la locura -ese otro
signo siempre latente en el mundo del poeta- la alejó de sus amigos. Al morir
en 1824 tenía treinta y un años.
Hay una “historia
inmortal” que muestra a Edgar visitando de noche la tumba de “Helen”. Hay
testimonios igualmente inmortales aunque menos románticos, que prueban el desconcierto,
el dolor contenido, la angustia sin expansión posible. Edgar callaba en la escuela,
rehuía los juegos, las escapatorias; todos sus camaradas lo notaron sin
sospechar la causa, y muchos años más tarde, cuando el mundo supo quién era él,
lo recordaron en memorias y cartas.
Refugiado
en casa de los Allan (que para Edgar, despierto ya a la realidad social, no era
su casa), poco consuelo le esperaba. Su madre adoptiva lo quiso siempre
tiernamente, pero empezaba a ceder a un enigmático mal. John Allan se mostraba
cada día más severo y Edgar cada día más rebelde. Quizá entonces se enteró el
niño de que su protector tenía hijos naturales y sospechó que jamás sería
adoptado legalmente. Parece seguro que su primera reacción contra Allan nació
de su cólera por la ofensa que ese descubrimiento infería a Frances. También
ésta lo supo y debió de confiarse a Edgar, que tomó resueltamente su partido. A
esta crisis se agrega el que en aquellos días John Allan se convirtiera en millonario
al heredar la fortuna de su tío. Paradójicamente, Edgar debió comprender que sus
posibilidades de ser adoptado, y por tanto de heredar, habían disminuido
todavía más. Y su especial inadaptación empezó a manifestarse tempranamente.
Incapaz de suavizar asperezas o de conciliarse el afecto de su protector mediante
una conducta adaptada a sus gustos, emprendía ya un camino anárquico al que su
temperamento y sus gustos lo predisponían naturalmente. John Allan empezó a
saber lo que es tener un poeta -o alguien que quiere llegar a serlo- en casa.
Su intención era hacer de Edgar un abogado o un buen comerciante como él. No
hay necesidad de abundar más sobre la razón fundamental de todos los choques
futuros.
La crisis
había madurado lentamente. Edgar era todavía el niño mimado de su “madre” y su
bondadosa “tía”, y el brillante alumno que daba satisfacción a John Allan. Por
aquellos días el marqués de La Fayette andaba recorriendo los campos de sus
antiguas hazañas.
Edgar y
sus camaradas organizaron una milicia uniformada y armada para rendir honores
al viejo soldado francés. Entre ejercicio y ejercicio, Edgar leía vorazmente lo
que caía a su alcance; pero no parecía feliz, y ni siquiera el traslado a una
nueva y magnífica casa que la flamante fortuna de su protector requería, y la
comodidad de una excelente habitación, bastaban para alegrarlo. Es harto
probable que sus altaneras declaraciones a John Allan sobre sus propósitos de
llegar a ser un poeta encontraran una fría, irónica respuesta en los ojos y las
palabras del comerciante. Edgar había crecido, y sus actividades “militares” lo
habían aguerrido e independizado aún más. La anómala situación del hogar de los
Allan apresuró el proceso. Su guardián veía ya un mozo en Edgar y sus diálogos
eran de hombre a hombre. Si Edgar le reprochó alguna vez, en nombre de su “madre”
Frances, las infidelidades conyugales, Allan debió a su turno replicar con algo
capaz de herir al joven en lo más vivo. Sabemos hoy cuál fue esa réplica: una
velada referencia, deshonrosa para Mrs. Poe, acerca de la verdadera paternidad
de Rosalie, la hermana menor de Edgar. Bien puede imaginarse la reacción de
éste. Pero los lazos con los Allan eran todavía demasiado fuertes, y hubo otro
intervalo de paz. Intervalo dulce, porque Edgar acababa de enamorarse de una jovencita
de bellos rizos, Sarah Elmira Royster, que habría de representar un extraño
papel en su vida, desapareciendo tempranamente para surgir en los últimos
tiempos. Pero ahora el amor era matinal, y Elmira lo correspondía con toda la efusión
compatible entonces con una señorita virginiana. A John Allan no le gustó la
idea de que Edgar llegara a casarse con Elmira, y además había que pensar en su
ingreso en la Universidad de Virginia. Sin duda habló con Mr. Royster, y de esa
conversación en beneficio de los hijos nació una torpe traición: las cartas de
Edgar a Elmira fueron interceptadas, y más tarde se obligó a la niña a que
aceptara el presunto olvido de su novio como prueba de desamor y se casara con
un tal Mr. Shelton, que correspondía mucho mejor que Edgar a la idea que los
Allan y los Royster se hacen siempre de los esposos adecuados. Ignorante de lo
que iba a ocurrir, Edgar se despidió de Frances y John Allan en febrero de
1826. En el camino confió una carta para Elmira al cochero que lo llevaba a
Charlottesville; fue probablemente el último mensaje que aquélla alcanzó a
recibir de él.
De la vida
estudiantil de Poe hay numerosos documentos que prueban el clima de libertinaje
y anarquía de la flamante Universidad fundada con tantas esperanzas por Thomas
Jefferson, y su influencia catalizadora de las tendencias hasta entonces
latentes en el poeta. Los estudiantes, hijos de familias adineradas, jugaban
por dinero, bebían, disputaban y se batían en duelo, endeudándose con la mayor extravagancia,
seguros de que sus padres pagarían al final de cada período escolar. A Edgar le
ocurrió algo previsible: John Allan se negó desde el primer momento a enviarle
más dinero del estrictamente necesario para sus gastos escolares. Edgar se
empecinó en mantener el nivel de vida de sus camaradas, por razones bien
comprensibles entonces y en Virginia. Hasta cierto punto, tenía razón: su
protector lo había criado y educado en un nivel social que entrañaba
determinadas exigencias económicas. Proporcionarle con una mano la mejor
educación de la época y negarle con la otra el dinero necesario para no tener
que avergonzarse ante los camaradas sureños, revelaba no sólo falta de bondad,
sino de sentido común e inteligencia. Poe comenzó a escribir a “casa” pidiendo
pequeñas sumas, haciendo minuciosos estados de cuenta para mostrar a Allan que
las cantidades recibidas no bastaban para subvenir a sus gastos elementales. Si
Allan maduraba ya el proyecto de buscar motivos de querella y desentenderse
finalmente de Edgar, aprovechando la enfermedad cada vez más grave de Frances
para librarse de ese molesto obstáculo en sus futuros proyectos, no hay duda de
que la conducta de Poe en la Universidad le dio amplio motivo para resolverse.
Exaltado e
incapaz de reflexionar con calma en nada que no fueran materias intelectuales, Edgar
lo ayudó insensatamente. Se sumaba a ello su desesperación por no recibir
respuesta de Elmira y sospechar que ésta lo había olvidado, o que una intriga
de los Royster y los Allan lo apartaba de su novia -pues como tal la
consideraba entonces-.