26 de noviembre de 2017

Edgar Allan Poe por Julio Cortázar. El bostoniano maldito según el cronopio trujamán (VII)

Una lectura pormenorizada de los innumerables estudios literarios que existen sobre el tema, conduce casi invariablemente a definir la función del traductor como aquella que consiste en transmitir el contenido del texto original de la manera más clara y fiel posible, teniendo en cuenta -razonablemente- mucho más la estructura de la lengua de llegada y la cultura en que ésta se inserta que la forma originaria del escrito en cuestión. Podría decirse entonces que la traducción no es más que una forma de reescritura. En ese sentido, el filósofo y crítico literario alemán Walter Benjamin (1892-1940) opinaba en su “Die aufgabe des übersetzers” (La tarea del traductor) que “así como el tono y la significación de las grandes obras literarias se modifican por completo con el paso de los siglos, también evoluciona la lengua materna del traductor. Es más, mientras la palabra del escritor sobrevive en el idioma de éste, la mejor traducción está destinada a diluirse una y otra vez en el desarrollo de su propia lengua y a perecer como consecuencia de esta evolución. La traducción está lejos de ser una ecuación inflexible de dos idiomas. Si es cierto que en la traducción se hace patente el parentesco entre ellos, conviene añadir que no guarda relación alguna con la vaga semejanza que existe entre el original y la copia. El lenguaje del autor en el original es totalmente distinto en la traducción. La esencia de la palabra no es transmisible, y eso es lo que hay en una obra de intraducible”.
La traducción podrá ser un fenómeno imposible, pero también necesario. Al menos así opinaba el filósofo Jacques Derrida (1930-2004) en “Théologie de la traduction” (Teología de la traducción). “No es posible porque siempre hay una falla semántica, es decir, una equivalencia que no es totalmente idéntica con el valor que se quiere traducir en el segundo idioma. Sin embargo, más allá de la imposibilidad de lograr cualquier tipo de traducción ‘literal’, esta actividad es necesaria. ¿Por qué? Porque la traducción es un ejercicio constante que muestra la distancia a la que siempre nos enfrentamos entre aquello expresable y lo que no podemos explicar con palabras. La traducción es en realidad un momento del propio crecimiento del traductor, él se completará creciendo en ella”. Asimismo para Borges, la traducción no sólo es posible sino que además es esencial para la comprensión de la literatura. En sus ensayos “Las dos maneras de traducir”, “Las versiones homéricas”, “Los traductores de las mil y una noches”, “El enigma de Edward Fitzgerald” y hasta en su relato “Pierre Menard, autor del Quijote”, presentó y contextualizó sus ideas al respecto, entre las que se destacan el valor de la traducción como paradigma de lectura, escritura e interpretación de un texto. “Ningún problema tan consustancial con las letras con su modesto misterio como el que propone una traducción -escribió-. La traducción no sólo es intrínseca al proceso de lectura sino que está destinada a ilustrar la discusión estética”.
El escritor mexicano Octavio Paz (1914-1998) fue más lejos aún. Traductor él mismo de autores como Guillaume Apollinaire (1880-1918) y Fernando Pessoa (1888-1935) entre muchos otros, en su ensayo “Traducción. Literatura y literalidad” sostenía que la traducción se encuentra en todas partes, es un procedimiento propio del lenguaje ya que el lenguaje mismo es traducción del mundo no verbal. “Aprender a hablar es aprender a traducir; cuando el niño pregunta a su madre por el significado de esta o aquella palabra, lo que realmente le pide es que traduzca a su lenguaje el término desconocido”. Para el autor de “El laberinto de la soledad”, ningún texto puede ser original porque ambos son traducciones de una idea que no se había expresado de forma verbal. “Es gracias al lenguaje que podemos hablar de la traducción. La traducción literal no es verdadera traducción. A medida que el traductor se aleja del trabajo literal se acerca al trabajo literario”.


En ese sentido, Cortázar y Paz coincidieron en reconocer que la relación entre traducción y literatura es inminente. “La traducción me resulta fascinante como trabajo paraliterario o literario en segundo grado -diría en una entrevista-. Cuando uno traduce, es decir, cuando no tiene la responsabilidad del contenido del original, su problema no son las ideas del autor porque él ya las puso allí; lo que uno tiene que hacer es trasladarlas y, entonces, los valores formales y los valores rítmicos, que está sintiendo latir en el original, pasan a un primer plano. Su responsabilidad es trasladarlos, con las diferencias que haya, de un idioma al otro. Es un ejercicio extraordinario desde el punto de vista rítmico”.
Desde luego que también existen opiniones críticas sobre las traducciones. Enfadado tras leer una traducción al francés de “Aeneis” (La Eneida) del poeta romano Virgilio (70-19 a.C.), el filósofo Michel Foucault (1926-1984) sostuvo en la edición del 29 de agosto de 1969 del semanario “L’Express” que hay traducciones que “lanzan un lenguaje contra otro; toman como proyectil el texto original y tratan la lengua meta como un blanco”. Más irónica, la escritora argentina Silvina Bullrich (1915-1990), traductora, entre otras, de obras de Graham Greene (1904-1991) y Simone de Beauvoir (1908-1986), diría en un diálogo sostenido entre dos de los personajes de su novela “Mal don” aparecida en 1973: “Estudia inglés, cuando sepas chamuyarlo te recomiendo, digo que lo hablas a la perfección, te hago dar traducciones... Yo no sé escribirle ni una carta a mi madre pero hablo bien inglés, muy bien, casi como el español; te voy diciendo de lo que se trata y vos lo vas escribiendo. Saldrá regular pero todas las traducciones son tan malas que la tuya pasará inadvertida, algunos lectores severos se indignarán, se lo dirán al editor y éste les contestará: ‘los buenos traductores son demasiado caros y no vale la pena, por una o dos personas como usted, a la mayoría del público le da lo mismo, sólo les importa la anécdota’”.
Muy lejos de esa impiedad, Cortázar seguía traduciendo. Antes de publicar su colección de cuentos “Bestiario” en 1951, lo hizo con las obras de Alfred Stern (1899-1976) “Philosophie du rire et des pleurs” (Filosofía de la risa y del llanto) y “Sartre. His philosophy and existential psychoanalysis” (La filosofía de Sartre y el psicoanálisis existencialista); con “Little women” (Mujercitas), de Louisa May Alcott (1832-1888); y con “Tom Brown’s school days” (Tom Brown en la escuela), de Thomas Hughes (1822-1896). Como cualquier profesional del género, Cortázar no tuvo inconvenientes en pasar de la filosofía a la literatura infantil y juvenil en los que fueron sus trabajos previos a la traducción de la obra en prosa de Poe.


Entretanto, había que ganar esos pocos dólares, y ganarlos bien. Edgar atravesaba por una época brillantísima. Se ha dicho que inició la serie de sus “cuentos analíticos” para desvirtuar las críticas de quienes lo acusaban de dedicarse solamente a lo mórbido. Lo único seguro es que este cambio de técnica, más que de tema, prueba la amplitud y la gama de su talento y la perfecta coherencia intelectual que poseyó siempre, y de la que “Eureka” habría de ser la prueba final y dramática. “Los crímenes de la calle Morgue” pone en escena al ‘chevalier’ C. Auguste Dupin, ese alter ego de Poe, expresión de su egotismo cada día más intenso, de su sed de infalibilidad y superioridad que tantas simpatías le enajenaba entre los mediocres. Tras él apareció “El misterio de Marie Rogêt”, sagaz análisis de un asesinato que apasionaba entonces a los amigos de un género considerado años atrás por De Quincey como una de las bellas artes. Pero el lado macabro y mórbido corría paralelo al frío análisis, y Poe no renunciaba a los detalles espeluznantes, al clima congénito de sus primeros cuentos.
Este período creador se vio trágicamente interrumpido. A fines de enero de 1842, Poe y los suyos tomaban el té en su casa, en compañía de algunos amigos. Virginia, que había aprendido a acompañarse en el arpa, cantaba con gracia infantil las melodías que más le gustaban a “Eddie”. Súbitamente, su voz se cortó en una nota aguda, mientras la sangre manaba de su boca. La tuberculosis se reveló brutalmente en una hemoptisis inequívoca, a la que seguirían otras muchas. Para Edgar, la enfermedad de su mujer fue la más horrible tragedia de su vida. La sintió morir, la sintió perdida y se sintió perdido él también. ¿De qué fuerzas espantosas se defendía junto a “Sis”? Desde ese momento, sus rasgos anormales empiezan a mostrarse desnudamente. Bebió, con los resultados sabidos. Su corazón fallaba, ingería alcohol para estimularse, y el resto era un infierno que duraba días. Graham se vio precisado a llamar a otro escritor para que llenara los frecuentes vacíos de Poe en la revista. Ese escritor era el reverendo Griswold, de ambigua memoria en los anales poeianos.
Una famosa carta de Edgar admite que sus irregularidades se desencadenaron a consecuencia de la enfermedad de Virginia. Reconoce que “se volvió loco” y que bebía en estado de inconsciencia. “Mis enemigos atribuyeron la locura a la bebida, en vez de atribuir la bebida a la locura...”. Empieza para él una época de fuga, de marcharse de su casa, de volver completamente deshecho, mientras “Muddie” se desespera y trata de ocultar la verdad, limpiar las ropas manchadas, preparar una tisana para el infeliz, que delira en la cama y tiene atroces alucinaciones. En aquellos días el estribillo de “El cuervo” empezó a hostigarlo. Poco a poco, el poema nacía, larval, indeciso, sujeto a mil revisiones. Cuando Edgar se sentía bien, iba a trabajar al “Graham’s” o a llevar artículos.


Un día, al entrar, vio a Griswold instalado en su despacho. Se sabe que giró en redondo y que no volvió más. Y hacia julio de 1842, perdido por completo el dominio de sí mismo, hizo un viaje fantasmal de Filadelfia a Nueva York, obsesionado por el recuerdo de Mary Devereaux, la muchacha a cuyo tío había dado de latigazos. Mary estaba casada, y Edgar parecía absurdamente deseoso de averiguar si amaba o no a su marido. Después de cruzar y recruzar el río en ‘ferryboat’, preguntando a todo el mundo por el domicilio de Mary, llegó por fin a su casa e hizo una terrible escena. Luego se quedó a tomar el té (uno imagina las caras de Mary y su hermana, a quienes les tocó recibirlo a la fuerza, pues se había metido en la casa en su ausencia), y por fin se marchó, no sin antes desmenuzar con un cuchillo algunos rábanos y exigir que Mary cantara su melodía favorita. Pasaron varios días hasta que Mrs. Clemm, desesperada, logró la ayuda de vecinos bondadosos, que encontraron a Edgar mientras vagaba por los bosques próximos a Jersey City, perdida, momentáneamente, toda razón.
En una carta, Poe se defendió alguna vez de las acusaciones que le hacían, señalando que el mundo sólo lo veía en los momentos de locura, pero que ignoraba sus largos períodos de vida sana y laboriosa. Esto no es hipócrita y, sobre todo, es cierto. No todos los críticos de Poe han sabido estimar la enorme acumulación de lecturas de que fue capaz, su voluminosa correspondencia y, sobre todo, el bulto de su obra en prosa, cuentos, ensayos y reseñas. Pero, como él lo señala, dos días de embriaguez pública lo volvían mucho más notorio que un mes de trabajo continuo. La cosa no puede extrañar, naturalmente; tampoco extrañará que Poe, sabiendo que las consecuencias eran menos sórdidas, volviera siempre que podía al opio para olvidarse de la miseria, para salirse del mundo con más dignidad por algunas horas.
Durante un breve período, la amistad de escritores y críticos importantes y su propio optimismo, casi siempre mal fundado, hicieron creer a Poe que su revista alcanzaría a materializarse. Terminó por encontrar a un caballero dispuesto a financiarla, y entonces sus amigos de Washington lo llamaron a la capital, a fin de que pronunciara una conferencia, recogiera suscripciones a la revista y fuera presentado en la Casa Blanca, de donde, sin duda, saldría con un nombramiento capaz de ponerlo al abrigo de la miseria. Duele pensar que todo ello pudo ocurrir exactamente así, y que Edgar tuvo la culpa de que no ocurriera. Al llegar a Washington aceptó unas copas de oporto, y el resto fue lo de siempre. Sus amigos no pudieron hacer nada por un hombre que insistía en presentarse ante el presidente de los Estados Unidos con la capa negra puesta del revés, y que recorría las calles querellándose con todo el mundo. Hubo que meterlo en un tren de vuelta, y la peor consecuencia fue que el caballero que pensaba financiar la revista se atemorizó muy explicablemente y no quiso volver a oír hablar del asunto. Edgar enfrentó el doble peso del remordimiento (que lo hundía en la desesperación durante semanas enteras) y la miseria, frente a la cual Mrs. Clemm debía acudir a los más tristes recursos para mantener a la familia. Pero aquel año aciago debía hacerle subir otro peldaño de la fama. En junio, Edgar ganó el premio instituido por el “Dollar Newspaper” para el mejor relato en prosa. Este cuento llegaría a ser el más famoso de los suyos, el que todavía tiene en suspenso el aliento de todo adolescente imaginativo. Era “El escarabajo de oro”, mezcla felicísima del Poe analítico con el de la aventura y el misterio.


A fines de año encontramos a Edgar pronunciando una conferencia sobre poesía y poetas. Poco público, poco dinero. Su período de Filadelfia terminaba tristemente después de haber estado a punto de llevarlo a una fama definitiva. Dejaba muchos amigos fieles, pero una gran cantidad de enemigos: los autores maltratados en sus reseñas, los envidiosos profesionales, los Griswold, y también tantos que tenían fundados motivos de agravio contra él. Los comienzos de 1844 son oscuros, y lo más interesante consiste en la aparición del “Cuento de las Montañas Escabrosas”, relato digno de los mejores. Pero ya nada quedaba por hacer en Filadelfia y era preferible intentar otra cosa en Nueva York. Tan pobres estaban los Poe que Edgar partió con Virginia, dejando a “Muddie” en una casa de pensión a la espera de que aquél reuniera los dólares suficientes para mandarla llamar. En abril de 1844 la pareja llegaba a Nueva York y otra vez se abría un interludio favorable, estrepitosamente saludado por “El camelo del globo”. El título del relato dice bien de lo que se trataba. Edgar lo vendió al “New York Sun”, que publicó una edición especial anunciando que un globo tripulado por ingleses acababa de cruzar el Atlántico. La noticia provocó una conmoción extraordinaria y la muchedumbre se agolpó frente al periódico. No lejos de ahí, quizá en algún balcón, un caballero de aire grave, vestido de negro, debió de contemplar la escena con una sonrisa indefiniblemente irónica. Pero ahora “Muddie” podía reunirse con él.

19 de noviembre de 2017

Edgar Allan Poe por Julio Cortázar. El bostoniano maldito según el cronopio trujamán (VI)

El 27 de noviembre de 1841 aparecía en la revista bimestral estadounidense “Saturday Evening Post” el cuento de Poe “Three sundays in a week” (Tres domingos en una semana). La traducción de este breve relato -que fuera publicada de forma silenciosa y anónima en la edición del 15 de febrero de 1857 de la revista madrileña “El Museo Universal” bajo el título de “La semana de los tres domingos”- está considerada como la primera traducción de Poe en el ámbito hispánico. Poco después, en 1860, aparecerían en el periódico semanal “El mundo pintoresco” (también en Madrid) los cuentos “The black cat” (El gato negro) traducido por el novelista e historiador Vicente Barrantes Moreno (1829-1898) y presentado como “El gato negro. Fantasía imitada de Edgardo Poe”; y "The facts in the case of M. Valdemar” (El extraño caso del señor Valdemar), obra que su traductor, el escritor Pedro de Prado y Torres (1835-1919), tituló “La verdad de lo que pasó en casa del señor Valdemar”. En todos los casos, los textos aparecieron con algunos ligeros cambios y modificaciones para adaptarlo al gusto de los lectores españoles de entonces.
En América Latina, las primeras traducciones que se conocen son las realizadas por el escritor argentino Carlos Olivera (1858-1910) quien, en 1884, reunió buena parte de la obra de Poe en el volumen “Novelas y cuentos”. Luego, en 1887, aparecerían varias otras, entre ellas las del poeta venezolano Juan Antonio Pérez (1846-1892) en Caracas, y las del militar y escritor argentino Edelmiro Mayer (1839-1897) en Buenos Aires. Algo más de medio siglo después, en Argentina, Borges -el traductor de los primeros libros de Virginia Woolf (1882-1941) que se publicaron en Latinoamérica- incluiría “The purloined letter” (La carta robada) en la antología titulada “Los mejores relatos policiales” que editó en colaboración con su inseparable amigo Adolfo Bioy Casares (1914-1999), el autor de obras memorables como “La invención de Morel”, “El sueño de los héroes” y “Diario de la guerra del cerdo”.
Por aquellos años, mientras tanto, Cortázar dividía su tiempo entre dos tareas: la docencia y la traducción. Tras su abandono de la primera a comienzos de 1946, se volcó de lleno a la segunda. Mientras trabajaba como traductor en la Cámara Argentina del Libro realizó de manera independiente varias traducciones tanto desde el inglés como desde el francés. Así, se fueron sucediendo “Memoirs of a midget” (Memorias de una enana), de Walter de la Mare (1873-1956); “The man who knew too much and other stories” (El hombre que sabía demasiado y otros relatos), de G.K. Chesterton (1874-1936); “Naissance de l'Odyssée” (Nacimiento de la Odisea), de Jean Giono (1895-1970); “La poésie pure” (La poesía pura), de Henri Brémond (1865-1933); “L'immoraliste” (El inmoralista), de André Gide (1869-1951) y “L'arche l'ombre de Meyerbeer” (La sombra de Meyerbeer), de Auguste Villiers de L'Isle Adam (1838-1889).


En 1949, por fin, pudo publicar el primer libro con su auténtico nombre: “Los reyes”, un breve poema dramático-mitológico en el que propuso una nueva variante del tema del minotauro tal como Borges hiciera ese mismo año en su relato “La casa de Asterión” incluido en su libro de cuentos “El Aleph”. “La idea nació en un colectivo -contaría años después- . Yo vivía en el extrarradio y, un día, volviendo a mi casa, en un viaje en que te aburres, sentí la presencia de algo que resultó ser pura mitología griega. Le doy la razón a Jung y a su teoría de los arquetipos: todo está en nosotros. Hay una especie de memoria de los antepasados y, por ahí, anda un archibisabuelo tuyo que vivió en Creta, cuatro mil años antes de Cristo y, a través de los genes y cromosomas, te manda algo que corresponde a su tiempo y no al tuyo, y tú, sin darte cuenta, escribes un cuento o una novela y en realidad estás transmitiendo un mensaje muy antiguo y muy arcaico… Yo no tenía entonces preocupaciones mitológicas, ni mucho menos. Me interesó siempre mucho la literatura griega y la mitología, pero no hasta el punto de identificarme así. En el colectivo, que no tenía nada de griego, de repente surgió la noción del laberinto, del mito de Teseo y del minotauro. Pero sucede que yo lo vi al revés, y eso es lo que me interesó”.
“Cuando llegué a mi casa -continúa Cortázar-, comencé a escribir y en un par o tres de días, lo concluí. Existe la visión oficial del mito: Teseo es el héroe que entra en el laberinto, guiado por el hilo de Ariadna para poder volver a salir. Teseo busca a ese monstruo espantoso que es el minotauro, ese monstruo que devora a jóvenes rehenes y lo mata. Después sale como el gran héroe. Yo vi la historia totalmente al revés. Yo vi en el minotauro al poeta, al hombre libre, al hombre diferente al que la sociedad, el sistema encierra inmediatamente. A veces los mete en clínicas psiquiátricas y, a veces, los mete en laberintos. En ese caso era un laberinto. Teseo, en cambio, es el perfecto defensor del orden. Entra en el laberinto para hacerle el juego a Minos, al rey, es un poco el ‘gangster’ del rey que va allí a matar al poeta. Y, efectivamente, en mi poema, cuando tú conoces el secreto del minotauro, descubres que el minotauro no se ha comido a nadie. El minotauro es un ser inocente que vive con sus rehenes, que juega y danza con ellos. Juntos, son felices en el laberinto. Teseo, que tiene los procedimientos de un perfecto fascista, se introduce en ese mundo que no entiende y mata sin más al minotauro. Esta inversión del tema, era una cosa un poco heterodoxa y causó un cierto escándalo en medios académicos, pero a mí, me divirtió escribirla. Aunque incluso el lenguaje, parece que viene de alguien que no soy yo. ‘Los reyes’ está escrito en un lenguaje muy suntuoso, muy lleno de palabras que cantan y bailan, pero estoy contento de haber escrito esta obra”. Mientras tanto seguía leyendo. A Homero, a Rimbaud, a Cocteau, a Mallarmé, a García Lorca, a Freud y, por supuesto, a Edgar Allan Poe.


Los habitantes de Richmond que habían conocido al niño Edgar, al mozo de turbulenta fama, encontraban ahora a un hombre prematuramente envejecido a los veintiséis años. La madurez física le sentaba bien a Edgar. Sus pulcras si bien algo raídas ropas, invariablemente negras, le daban un aire fatal en el sentido byroniano, presente ya en los fetichismos de la época. Era bello, fascinador, hablaba admirablemente bien, miraba como si devorara con los ojos, y escribía extraños poemas y cuentos que hacían correr por la espalda ese frío delicioso que buscaban los suscriptores de revistas literarias al uso de los tiempos. Lo malo era que Edgar sólo ganaba diez dólares semanales en el “Messenger”, que sus amigos de juventud andaban cerca y que en Virginia se bebe duro. La lejanía de “Muddie” y de Virginia hacía también lo suyo. Edgar bebió la primera copa y el resto fue la cadena inevitable de consecuencias.
Esta caída, alternada con largos períodos de salud y temperancia, va a repetirse ahora monótonamente hasta el fin. Uno daría cualquier cosa por refundir todos los episodios en uno, evitar esa duplicación infernal, ese paseo en círculo del prisionero en el patio de la cárcel. Al salir de una de sus borracheras, Edgar escribe desesperado a un amigo -mientras le oculta con típica astucia la verdadera razón-: “Me siento un miserable y no sé por qué... Consuéleme... pues usted puede hacerlo. Pero que sea pronto... o será demasiado tarde. Escríbame inmediatamente. Convénzame de que vivir vale la pena, de que es necesario...”. Esta vaga alusión a un suicidio habrá de materializarse años después.
Por supuesto, perdió su empleo, pero el director del “Messenger” estimaba a Poe y volvió a llamarlo, aconsejándole que viniera con su familia y que viviera junto a ella lejos de cualquier lugar donde hubiera vino en la mesa. Edgar siguió el consejo y Mrs. Clemm y Virginia se le reunieron en Richmond. Desde las columnas de la revista la fama del joven escritor empezaba a afirmarse. Sus reseñas críticas, ácidas, punzantes, muchas veces arbitrarias e injustas, pero siempre llenas de talento, eran muy leídas. Durante más de un año Edgar se mantuvo perfectamente sobrio. En el “Messenger” empezaba a aparecer en folletín la “Narración de Arthur Gordon Pym”. En mayo de 1836 Poe se casó por segunda vez, pero ahora públicamente y rodeado por sus amigos, con la siempre maravillada Virginia. Aquel período -en el que sin embargo empezaban las recaídas en el alcohol, cada vez más frecuentes-, se tradujo en reseñas y ensayos de una fertilidad extraordinaria.
Afirmada su fama de crítico, los círculos literarios del norte, para quienes el sur no había significado jamás nada importante en el orden intelectual, se mostraban tan ofendidos como furiosos contra aquel “Mr. Poe” que osaba denunciar sus cliques, sus bombos, y desollaba vivos a sus malos escritores y poetas, sin importársele un ardite de la reacción que provocaba. Más se hubieran irritado de saber que Edgar acariciaba cada vez con mayores deseos la posibilidad de abandonar el campo demasiado estrecho de Virginia y probar su suerte en Filadelfia o Nueva York, los grandes centros de las letras norteamericanas. Su alejamiento del “Messenger” se vio precipitado por las deudas, el descontento del director y las continuas ausencias provocadas por el aplastante efecto que en él provocaba la bebida. El “Messenger” lamentó sinceramente prescindir de Poe, cuya pluma había octuplicado su tirada en pocos meses.


Edgar y los suyos se instalaron precariamente en Nueva York, en un pésimo momento para encontrar trabajo a causa de la gran depresión económica que caracterizó la presidencia de Jackson. Este intervalo de forzosa holganza fue, como siempre, benéfico para Edgar desde el punto de vista literario. Libre de reseñas y comentarios periodísticos, pudo consagrarse de lleno a la creación y escribió una nueva serie de cuentos; logró asimismo que “Gordon Pym” se publicara en volumen, aunque la obra fue un fracaso de ventas. Pronto se vio que Nueva York no ofrecía un panorama favorable y que lo mejor era repetir la tentativa en Filadelfia, el primer centro editorial y literario de Estados Unidos a esa altura del siglo. A mediados de 1838 hallamos a Edgar y a los suyos pobremente instalados en una casa de pensión de Filadelfia. La mejor prueba de la situación por la que pasaban la da el hecho de que Edgar se prestó a publicar bajo su nombre un libro de texto sobre conquiliología, que no pasaba de ser la refundición de un libro inglés sobre la materia y que preparó un especialista con la ayuda de Poe. Más tarde ese libro le trajo un sinfín de disgustos, pues lo acusaron de plagio, a lo cual habría de contestar airadamente que todos los textos de la época se escribían aprovechando materiales de otros libros. Lo cual no era una novedad ni entonces ni hoy en día, pero resultaba un débil argumento para un denunciador de plagios tan encarnizado como él.
En 1838 aparecerá el cuento que Poe prefería, “Ligeia”. Al año siguiente nacerá otro aún más extraordinario, “La caída de la casa Usher”, en el que los elementos autobiográficos abundan y son fácilmente discernibles, pero donde, sobre todo, se revela -después del anuncio de “Berenice” y el estallido terrible de “Ligeia”- el lado anormalmente sádico y necrofílico del genio de Poe, así como la presencia del opio. Por el momento, la suerte parecía inclinarse de su lado, pues ingresó como asesor literario en el “Burton’s Magazine”. Por ese entonces le obsesionaba la idea de llegar a tener una revista propia, con la cual realizar sus ideales en materia de crítica y creación. Como no podía financiarla (aunque el sueño lo persiguió hasta el fin), aceptó colaborar en el “Burton’s” con un sueldo mezquino pero amplia libertad de opinión. La revista era de ínfima categoría; bastó que Edgar entrara en ella para ponerla a la cabeza de las de su tiempo en originalidad y audacia.
Aquel trabajo le permitió al fin mejorar la situación de Virginia y su madre. Aunque se separó por un tiempo del “Burton’s”, pudo trasladar su pequeña familia a una casa más agradable, la primera casa digna desde los días de Richmond. Estaba situada en los aledaños de la ciudad, casi en el campo, y Edgar recorría diariamente varias millas a pie para acudir al centro. Virginia con sus modales siempre pueriles, lo esperaba de tarde con un ramo de flores, y nos han quedado numerosos testimonios de la invariable ternura de Edgar hacia su “mujer-niña”, y sus mimos y atenciones para con ella y “Muddie”.
En diciembre de 1839 apareció otro volumen, donde se reunían los relatos publicados en su casi totalidad en revistas; el libro se titulaba “Cuentos de lo grotesco y lo arabesco”. Aquella época había sido intensa, bien vivida, y de ella emergía Edgar con algunas de sus obras en prosa más admirables. Pero la poesía estaba descuidada. “Razones al margen de mi voluntad me han impedido en todo momento esforzarme seriamente por algo qué, en circunstancias más felices, hubiera sido mi terreno predilecto”, habría de escribir en los tiempos de “El cuervo”. Un cuento podía nacer al despertar de una de sus frecuentes “pesadillas diurnas”; un poema, tal como Edgar entendía su génesis y su composición, exigía una serenidad interior que le estaba vedada. En eso, más que en otra cosa, hay que buscar el motivo de la desproporción entre su poesía y su obra en prosa.


En junio de 1840, Edgar se separó definitivamente del “Burton’s Magazine” por razones de incompatibilidad asaz complejas. Pero la refundición de esta revista con otra, bajo el nombre de “Graham’s Magazine”, le permitió, después de un período penoso y oscuro, en el que estuvo enfermo (se sabe de un colapso nervioso), reanudar su trabajo como director literario, en condiciones más ventajosas. Poe especificó ante Graham, propietario del “Magazine”, que no había abandonado el proyecto de fundar una revista propia, y que llegado el momento renunciaría a su puesto. Su empleador no tuvo motivos para lamentar el aporte que Edgar trajo al “Graham’s”, y que puede calificarse de sensacional. Cuando tomó la dirección había apenas cinco mil suscriptores; al irse dejó cuarenta mil... Y esto entre febrero de 1841 y abril del año siguiente. Edgar ganaba un sueldo mezquino, aunque Graham se mostraba generoso en otros sentidos y admiraba su talento y su técnica periodística. Pero para Poe, obsesionado por la brillante perspectiva de editar por fin su revista (sobre la cual había enviado circulares y requerido colaboraciones), el trabajo en el despacho del “Graham’s” debía resultar mortificante. A un amigo que le buscaba en Washington un empleo oficial que le permitiera al mismo tiempo escribir con libertad, le dice en una carta: “Acuñar moneda con el propio cerebro, a una señal del amo, me parece la tarea más dura de este mundo...”.

12 de noviembre de 2017

Edgar Allan Poe por Julio Cortázar. El bostoniano maldito según el cronopio trujamán (V)

En el ya mencionado libro “Revelaciones de un cronopio. Conversaciones con Cortázar”, el autor de “62/Modelo para armar” admite que existe una “especie de obsesión del doble”, pero no cree que se trate de una influencia literaria sino, más bien, de una vivencia personal. “Una vez yo me desdoblé -cuenta-. Fue el horror más grande que he tenido en mi vida y, por suerte, duró sólo algunos segundos. Un médico me había dado una droga experimental para las jaquecas -sufro jaquecas crónicas- derivada del ácido lisérgico, uno de los alucinógenos más fuertes. Comencé a tomar las pastillas y me sentí extraño pero pensé: ‘me tengo que habituar’. Un día de sol como el de hoy -lo fantástico sucede en condiciones muy comunes y normales- yo estaba caminando por la rue de Rennes y en un momento dado supe -sin animarme a mirar- que yo mismo estaba caminando a mi lado; algo de mi ojo debía ver alguna cosa porque yo, con una sensación de horror espantoso, sentía mi desdoblamiento físico. Al mismo tiempo razonaba muy lúcidamente: me metí en un bar, pedí un café doble amargo y me lo bebí de un golpe. Me quedé esperando y de pronto comprendí que ya podía mirar, que yo ya no estaba a mi lado. El doble -al margen de esta anécdota- es una evidencia que he aceptado desde niño”.
“Quizás a usted le va a divertir -le dice al periodista- pero yo creo muy seriamente que Charles Baudelaire era el doble de Edgar Allan Poe. Y le puedo dar algunas pruebas, en la medida en que se puede dar pruebas de este tipo de cosas. Primero hay una correspondencia temporal muy próxima, lo que no es muy importante pero de todas maneras tiene su sentido: porque no tiene mucha gracia imaginar que su doble haya sido un ateniense del Siglo IV, ¿verdad? Lo que le da calidad dramática a la a situación es que su doble esté ahora en Londres o en Río de Janeiro. Baudelaire se obsesionó bruscamente con los cuentos de Poe a tal punto que la famosa traducción que hizo fue un ‘tour de force’ extraordinario, ya que no era nada fuerte en inglés y en la época no había diccionarios con modismos norteamericanos. Sin embargo Baudelaire, con una intuición maravillosa, jamás falla. Incluso cuando se equivoca en el sentido literal, acierta en el sentido intuitivo; hay como un contacto telepático por encima y por debajo del idioma. Y todo esto lo he podido comprobar porque cuando traduje a Poe al español siempre tuve a mano la traducción de Baudelaire. Pero hay más: si usted toma las fotos más conocidas de Poe y de Baudelaire y las pone juntas, notará el increíble parecido físico que tienen; si elimina el bigote de Poe, los dos tenían, además, los ojos asimétricos, uno más alto que otro. Y además: una coincidencia sicológica acentuadísima, el mismo culto necrofílico, los mismos problemas sexuales, la misma actitud ante la vida, la misma inmensa calidad de poeta. Es inquietante y fascinante pero yo creo -y muy seriamente, le repito- que Poe y Baudelaire eran un mismo escritor desdoblado en dos personas”.
Precisamente, Charles Baudelaire (1821-1867), poeta, ensayista, crítico de arte y traductor francés, sentía auténtica devoción por Poe, a quien consideraba “uno de los poetas más grandes de este siglo”. Ya en 1848, tras la publicación casi simultánea por entregas de una versión adaptada de “The murders of the Rue Morgue” (Los crímenes de la calle Morgue) en los periódicos parisinos “La Quotidienne” y “Le Commerce”, el autor de “Les fleurs du mal” (Las flores del mal) lo comparaba con Diderot, con Goethe y con Balzac. Dada alguna semejanza en la poética entre ambos, muchos críticos literarios de la época afirmaban que Baudelaire había encontrado en Poe un “hermano literario”. El poeta francés lo reconocería en una carta fechada en 1864 al crítico de arte Théophile Thoré (1807-1869): “La primera vez que abrí un libro escrito por él, vi con espanto y fascinación, no sólo temas que yo soñé, sino frases pensadas por mí y escritas por él veinte años antes”.


Fue así que dedicó los últimos quince años de su vida a traducirlo, un trabajo que comprendió tres volúmenes de cuentos: “Histoires extraordinaires” (Historias extraordinarias), “Nouvelles histoires extraordinaires” (Nuevas historias extraordinarias) e “Histoires grotesques et sérieuses” (Historias grotescas y serias); una novela: “Les aventures d'Arthur Gordon Pym” (Aventuras de Arthur Gordon Pym); un ensayo: “Eureka”; cuentos y poemas publicados de manera individual como “La chute de la maison Usher” (La caída de la Casa Usher) y “Le corbeau” (El cuervo) entre varios otros; y numerosos prólogos en las sucesivas ediciones que se fueron haciendo en París. También escribió “Edgar Poe, sa vie et ses oeuvres” (Edgar Poe, su vida y sus obras), un ensayo biográfico que contribuyó en gran manera a una amplia difusión de la obra de Poe en Francia.
Algo más de medio siglo más tarde, otro gran escritor francés se fascinaría con Poe y, al igual que Cortázar, encontraría semejanzas entre aquél y Baudelaire. Se trata de Paul Valéry (1871-1945) quien, no sólo continuó los principios que Poe había desarrollado en su controvertida “The philosophy of composition” (Filosofía de la composición), sino que también escribió un libro de prosas filosóficas llamado “Monsieur Teste” (El señor Teste), un personaje que nació de su idea original de describir las memorias de C. Auguste Dupin, el famoso detective de ficción creado por Poe. Para Valéry, el norteamericano dominaba “todo el campo de su actividad. Nos ha brindado los primeros y más atrapantes ejemplos del cuento científico, del poema cosmogónico moderno, de la novela de investigación criminal, de la introducción en la literatura de los estados psicológicos mórbidos... Toda su obra manifiesta en cada página el acto de una inteligencia y una voluntad de inteligencia que no se observan a ese nivel en ninguna otra trayectoria literaria”. Valéry, ya en su juventud, en una carta dirigida a poeta y crítico Stéphane Mallarmé (1842-1898), había expresado: “Tengo en alta estima las teorías de Poe, aprendidas de modo tan profundo como insidioso; creo en la omnipotencia del ritmo y en especial en la frase sugerente. Poe aportó al romanticismo del siglo XIX una nueva disciplina estética”.
Más tarde, en 1924, el autor de “La jeune Parque” (La joven Parca) describiría espléndidamente el talento de Poe y su relación con Baudelaire en su ensayo “Le situation de Baudelaire” (Situación de Baudelaire): “El demonio de la lucidez, el genio del análisis y el inventor de las combinaciones más nuevas y más seductoras de la lógica con la imaginación, del misticismo con el cálculo; el psicólogo de la excepción, el ingeniero literario que profundiza y utiliza todos los recursos del arte, se le revelan a Baudelaire en Edgar Poe y lo maravillan. Tantas visiones originales y promesas extraordinarias lo fascinan. Con ello su talento se transforma, su destino se modifica magníficamente”. Por entonces, muy lejos de allí, más precisamente en Banfield, una localidad situada a 16 km. al sur de la ciudad de Buenos Aires, Cortázar leía con fruición a Poe, lo “que me hizo mucho bien y mucho mal al mismo tiempo. Por Poe viví en el espanto, sujeto a terrores nocturnos hasta muy tarde en la adolescencia”, tal como confesaría muchos años después.


Pero a veces Edgar perdía los estribos. No se sabe que bebiera entonces más de la cuenta (aunque para él la menor dosis era siempre fatal). Habíase enamorado de Mary Devereaux, joven y bonita vecina de los Clemm. Para Mary, el poeta representaba el misterio y, en cierto modo, lo prohibido, pues corrían ya rumores sobre su pasado, en gran medida sembrados por él mismo. Y además, Edgar tenía esa presencia que habría de subyugar siempre a las mujeres que cruzaron por su vida. La misma Mary, muchísimos años después, lo recordaba así: “Mr. Poe tenía unos cinco pies y ocho pulgadas de estatura, cabello oscuro, casi negro, que usaba muy largo y peinado hacia atrás como los estudiantes. Su cabello era fino como la seda; los ojos, grandes y luminosos, grises y penetrantes. Tenía el rostro completamente afeitado. La nariz era larga y recta, y los rasgos muy finos; la boca, expresivamente hermosa. Era pálido, exangüe, de piel bellamente olivácea. Miraba de manera triste y melancólica. Era sumamente delgado... pero tenía una fina apostura, un porte erguido y militar, y caminaba rápidamente. Lo más encantador en él, sin embargo, eran sus modales. Era elegante. Cuando miraba a alguien parecía capaz de leer sus pensamientos. Tenía una voz agradable y musical, pero no profunda. Vestía siempre una chaqueta negra, abotonada hasta el cuello... No seguía la moda, sino que tenía su propio estilo”.
Con semejante retrato no sorprenderá que la niña quedara fascinada por su cortejante. El idilio duró apenas un año, y la gazmoñería de la época hizo lo suyo. “Mr. Poe no valoraba las leyes de Dios ni las humanas -dirá Mary en sus recuerdos de vejez-. Mr. Poe era celoso y provocaba violentas escenas. Mr. Poe se propasaba. Mr. Poe se consideró ofendido por un tío de Mary, que se inmiscuía en su noviazgo, y, luego de comprar una fusta, fue a buscar a dicho caballero y le dio de latigazos. Sus parientes contestaron golpeándolo y desgarrándole de arriba abajo la chaqueta. La escena final es digna de la mejor escena romántica: Mr. Poe atravesó tal como estaba la ciudad, seguido de una turba de chiquillos, armó un escándalo en la puerta de Mary, se metió en su casa y acabó tirándole la fusta a los pies, mientras decía: «¡Toma, te regalo esto!”. Pero la anécdota es importante: por primera vez vemos a Edgar con las ropas destrozadas, perdido todo dominio de sí mismo; se exhibe al desnudo, como tantas veces más adelante, en un patético testimonio de su fundamental inadaptación a las leyes de los hombres. La familia de Mary hizo el resto, y Mr. Poe perdió a su novia. Consuela pensar que no lo lamentó demasiado.


En julio de 1832, Edgar supo que John Allan había hecho testamento y que estaba gravemente enfermo. Fue inmediatamente a Richmond, por razones donde el interés y los recuerdos del pasado se mezclaban confusamente. Nadie lo había invitado, pero él llegó tempestuosamente y se coló de rondón, dándose de boca con la segunda Mrs. Allan, que no tardó en hacerle entender que lo consideraba un intruso. No es difícil imaginar la violenta reacción de Edgar bajo ese techo que guardaba el recuerdo de su “madre” y toda su infancia. Volvió a perder la serenidad de la manera más lamentable, sobre todo porque no tuvo el valor de enfrentar a Allan, y salió de la casa en el preciso momento en que aquél, presurosamente reclamado, acudía con el estado de ánimo imaginable. La visita acababa en el más completo fracaso, y Edgar se volvió a Baltimore y a la miseria.
En abril de 1833 escribiría su última carta a su “protector”. Contiene un párrafo que lo dice todo: “En nombre de Dios, ten piedad de mí y sálvame de la destrucción”. Allan no le contestó. Pero en el intervalo Edgar había ganado el primer premio (y 50 dólares) en un concurso de cuentos del Baltimore Saturday Visiter. Sus cuentos, al menos, eran más eficaces que sus cartas. El año 1833 y gran parte del siguiente fueron tiempos de penoso trabajo en la más horrible miseria. Poe era ya conocido por los círculos cultivados de Baltimore, y su cuento vencedor, “Manuscrito hallado en una botella”, le valía no pocas admiraciones. A comienzos de 1834 le llegó la noticia de que Allan estaba moribundo y, sin pensarlo dos veces, se lanzó a una segunda e insensata visita a “su” casa. Rechazando al mayordomo, que debía de tener instrucciones de no dejarlo entrar, voló escaleras arriba para detenerse en la puerta de la habitación donde John Allan, paralizado por la hidropesía, leía el diario en un sillón.
Al verlo, el enfermo fue presa de un acceso de furor, y se enderezó bastón en mano profiriendo terribles insultos. Los sirvientes acudieron y echaron a la calle a Edgar. En Baltimore, poco después, se enteró de la muerte de Allan. Éste no le dejó ni un centavo de su enorme fortuna. Digamos de él que, si Edgar hubiera seguido alguno de los sólidos caminos profesionales o comerciales que su protector le proponía, nada hace dudar de que Allan lo hubiera ayudado hasta el fin. Edgar tuvo plena razón en seguir su camino, y por su parte Allan no puede ser culpado más allá de lo razonable. Su verdadera falta no fue tanto no “entender” a Edgar, sino mostrarse deliberadamente mezquino y cruel, obstinándose en acorralarlo y dominarlo. Al fin y al cabo, Mr. John Allan perdió la partida contra el poeta en todos los terrenos; pero la victoria de Edgar se parecía demasiado a las de Pirro para no desesperar en primer término al vencedor.
Se abre ahora el “episodio misterioso”, el incitante tema que ha hecho correr ríos de tinta. La pequeña Virginia Clemm, prima carnal de Edgar, habría de convertirse en su novia y, poco después, en su mujer. Virginia tenía apenas trece años y Edgar veinticinco. Si en aquel tiempo no era insólito que las mujeres se casaran a los catorce años, el hecho de que Virginia no estuviera mentalmente bien desarrollada, y diera hasta su muerte la impresión de una niña, agrega un elemento penoso al episodio. “Muddie” consintió en el noviazgo y en la boda (aunque ésta tuvo lugar secretamente para no provocar la cólera harto imaginable del resto de la familia), y el consentimiento tiene su importancia. Si la madre de Virginia la confiaba a Edgar, no puede dudarse de que se sentía moralmente tranquila. Virginia, que adoraba al “primo Eddie”, debió de consentir con su puerilidad habitual, llena de maravilla a la idea de casarse con aquel muchacho prestigioso. En cuanto a él, ése es el misterio. Que quiso siempre a “Sis” con un cariño entrañable, los hechos van a probarlo.


Que la amó, que la hizo su mujer, es y sigue siendo materia de discusión. La hipótesis más sensata parece ser la de que Poe se casó con Virginia para protegerse en su relación con otras mujeres y mantenerlas en el plano de la amistad. Lo probaría el hecho de que sólo después de la muerte de “Sis” sus amores adquirieron nuevamente un carácter apasionado aunque siempre ambiguo. ¿Pero de qué se protegía Edgar? Aquí es donde se abren las compuertas y empieza a correr la tinta. No hagamos nosotros de afluente. Lo único verosímil es suponer una inhibición sexual de carácter psíquico, que obligaba a Poe a sublimar sus pasiones en un plano de ensueño e ideal, pero que a la vez lo atormentaba al punto de exigirle por lo menos una fachada de normalidad, provista en este caso por su casamiento con Virginia. Se ha hablado de sadismo, de atractivo malsano hacia una mujer impúber o apenas núbil. El tema da para infinitas variaciones.
En marzo de 1835, en plena fiebre creadora, Edgar carecía de un traje como para poder aceptar una invitación a comer. Así tuvo que escribirlo, avergonzado, a un bondadoso caballero que buscaba ayudarlo literariamente. La honradez de aquella confesión vino en su ayuda. Su anfitrión lo vinculó de inmediato con el “Southern Literary Messenger”, una revista de Richmond. Allí apareció “Berenice”, y meses más tarde Edgar regresaría, una vez más, a “su” ciudad virginiana para incorporarse a la redacción de la revista y asumir su primer empleo estable. Pero, entretanto, la mala salud se había manifestado inequívocamente. Hay testimonios de que en el período de Baltimore, Edgar tomó opio (en forma de láudano, como De Quincey y Coleridge). Su corazón no andaba bien y necesitaba estímulos; el opio, que le había dictado tanto de Berenice y que le dictaría muchos otros cuentos, lo ayudaba a reaccionar. Su llegada a Richmond significó un resurgimiento momentáneo, la posibilidad de publicar sus trabajos y, sobre todo, de ganar algún dinero, ayudar a “Muddie” y a “Sis”, que esperaban en Baltimore.

5 de noviembre de 2017

Edgar Allan Poe por Julio Cortázar. El bostoniano maldito según el cronopio trujamán (IV)

“Le tour du monde en quatre-vingts jours” (La vuelta al mundo en ochenta días) es una novela que el escritor francés Julio Verne (1828-1905) publicó por entregas en el diario parisino “Le Temps” entre el 7 de noviembre y el 22 de diciembre de 1872, para aparecer finalmente en forma de libro a comienzos del año siguiente. Cortázar, fanático de Verne desde niño, le contó a la escritora y periodista mexicana Elena Poniatowska (1932) en una entrevista publicada en la revista “Plural” de mayo de 1975, que en su niñez devoraba con pasión al escritor francés. “Leí a Verne como loco y lo que quería era repetir las aventuras de sus personajes, embarcarme, llegar al polo, chocar contra los glaciares… Pero ya ves, no fui marino, fui maestro”. “Me acuerdo -continúa Cortázar-: a los once años presté a un camarada ‘El secreto de Wilhelm Storitz’, donde Julio Verne me proponía como siempre un comienzo natural y entrañable con una realidad nada desemejante a la cotidiana. Mi amigo me devolvió el libro: ‘No lo terminé, es demasiado fantástico’. Jamás renunciaré a la sorpresa escandalizada de ese minuto. ¿Fantástica la invisibilidad de un hombre? Entonces, ¿sólo en el fútbol, en el café con leche, en las primeras coincidencias sexuales podíamos encontrarnos?”.
Haciendo un juego de palabras con el título del libro de Verne, Cortázar publicó en 1967 “La vuelta al día en ochenta mundos”, un collage de textos agrupados en dos volúmenes. En uno de esos textos, el titulado “Del sentimiento de no estar del todo”, resumió su adición a lo fantástico en el mundo cotidiano, la dualidad en su postura ante la vida, su actitud oscilante entre el niño con visión de adulto y el adulto con visión de niño. Esa duplicidad lo llevaría a la conclusión de que hay “una coexistencia pocas veces pacífica de por lo menos dos aperturas al mundo”, y que esa yuxtaposición “se manifiesta en el sentimiento de no estar del todo en cualquiera de las estructuras, de las telas que arma la vida y en las que somos a la vez araña y mosca”.
Esta idea de Cortázar sobre la dualidad expresa una suerte de mutación de las categorías espacio-temporales. El destino de cada hombre, sin que lo sepa, estaría unido -en el tiempo y en el espacio- al destino de otros hombres o figuras en una serie infinita de concatenaciones. Para el autor de “Manuscrito hallado en un bolsillo” los personajes dobles “son una de las constantes del espíritu humano como proyección del inconsciente convertido en mito, en leyenda. El hombre no se acepta como unidad sino que, de alguna manera, tiene el sentimiento de que simultáneamente podría estar proyectado en otra entidad que él conoce o no conoce pero existe”. Estos complejos entramados del alma humana, que tanto Sigmund Freud (1856-1939) como Carl Jung (1875-1961) en su momento indagaran en profundidad, es un tema recurrente que numerosísimos autores han tratado desde la antigüedad. Desde Plauto en el siglo III a.C. hasta Saramago en el siglo XXI, pasando por Molière, Cervantes, Hoffmann, Stevenson, James, Maupassant, Calvino, García Márquez, Benedetti, Borges, Bioy Casares… la lista es interminable. Por supuesto, también lo hicieron Poe y Cortázar. El autor de “Berenice” es probablemente uno de los primeros escritores modernos en cuestionar el ancestral imperio del “yo” único e indivisible. Y en la obra de Cortázar es frecuente encontrar en sus personajes un trastocamiento entre una y otra personalidad, entre su realidad y la posibilidad de otra realidad para intercambiar sus identidades. En las ficciones de ambos escritores, la intrusión de una objetividad en otra y el paso de lo real a lo fantástico se producen con frecuencia, transfigurando la identidad personal de los protagonistas. Este proceder puede verse, por ejemplo, en los cuentos “William Wilson” y “Ligeia”, de Poe, y en “Lejana” y “Una flor amarilla”, de Cortázar.


En la entrevista con González Bermejo antes mencionada, Cortázar habla precisamente de esta recurrencia temática: “Sí, hay en mí una especie de obsesión del doble. ¿Viene de la lectura temprana de ‘Dr. Jekyll and Mr. Hyde’ de Stevenson; de ‘William Wilson’ de Edgar Allan Poe o de la literatura alemana que está habitada por el tema del doble?”. También, el escritor argentino se refiere a la importancia que la obra de Poe tuvo en su vida como experiencia personal: “Desde muy niño tuve que aceptar mi soledad en ese terreno ambiguo donde el miedo y la atracción morbosa componían mi mundo de la noche. Puedo fijar hoy un hito seguro: la lectura clandestina, a los ocho o nueve años, de los cuentos de Edgar Allan Poe. Allí lo real y lo fantástico (digamos la rue Morgue y Berenice, el gato negro y lady Madeline Usher), se fundieron en un horror, unívoco, que literalmente me enfermó durante meses y del que no me he curado jamás del todo”. Y más adelante aseguraba que la lectura de los cuentos de Poe le abrió las puertas al mundo de la literatura fantástica: “Sus cuentos tienen para nosotros la fascinación de los acuarios, de las bolas de cristal, donde, en el centro inalcanzable, hay una escena transparente y petrificada. Perfectas máquinas de producir efectos fulminantes, no quieren ser ese espejo que avanza por un camino, según vio Stendhal en la novela, sino esos espejos de tanto cuento de infancia que reflejan sólo lo extraño, lo insólito, lo fatal”.
Esa fascinación fue uno de los motivos que lo llevó a traducir los sesenta y siete relatos que Poe publicó a lo largo de su vida. En las notas que colocó al final de su trabajo, destacó lo expresado por Poe en una carta: “Al escribir estos cuentos uno por uno, a largos intervalos, mantuve siempre presente la unidad de un libro”. Por eso decidió ordenarlos de acuerdo con el “interés” de sus temas. Así, los agrupó en: 1. Cuentos de terror; 2. Sobrenaturales; 3. Metafísicos; 4. Analíticos; 5. De anticipación y retrospección; 6. De paisaje; y 7. Grotescos y satíricos.


De Mrs. Clemm es casi innecesario adelantar que fue en todo sentido el ángel guardián de Edgar, su verdadera madre (como habría de decirlo en un soneto), la “Muddie” de las horas negras y de los años tortuosos. Edgar se incorporó al mísero hogar que María Clemm sostenía con labores de aguja y la caridad de parientes y vecinos, sin aportar más que su juventud y sus esperanzas. «Muddie» lo aceptó desde el primer momento como si comprendiera que Edgar la necesitaba en más de un sentido, y se encariñó con él a un punto que el resto de este relato mostrará cabalmente. Gracias a la buhardilla que compartía con su hermano, tuberculoso en último grado, pudo Edgar escribir en paz y establecer relaciones con editores y críticos. Bien recomendado por John Neal, escritor muy conocido en esos días, “Al Aaraaf” encontró por fin editor, y apareció en unión de “Tamerlán” y los restantes poemas del ya olvidado primer volumen.
Satisfecho en este terreno, Edgar volvió a Richmond para esperar en casa de John Allan -que todavía era “su” casa- la hora del ingreso en West Point. Resultaba difícil imaginar la actitud de Allan en estas circunstancias; se había negado a financiar la edición de los poemas, pero los poemas aparecían a pesar suyo. Edgar hablaría, sin duda, de sus esperanzas literarias y distribuiría ejemplares del libro a sus amigos virginianos (que no entendieron palabra, incluso los de la Universidad). Por fin, alguna referencia de Allan a la “holgazanería” de Edgar provocó otra violenta querella. Pero en marzo de 1830, Poe fue aceptado en la academia militar; a fines de junio aprobaba sus exámenes y pronunciaba el juramento de ingreso. Huelga decir con qué tristeza debió de entrar en West Point, donde le esperaban actividades aún más penosas y desagradables para él que las simples tareas del soldado raso. Pero la alternativa era la misma que tres años antes: o la “carrera” o morirse de hambre. El prestigio pasajero de las galas militares había terminado con la adolescencia. Edgar sabía de sobra que no estaba hecho para ser soldado, ni siquiera en el orden físico, porque su excelente salud de los quince años empezaba a resentirse tempranamente, y el entrenamiento severísimo de los cadetes no tardó en resultarle penoso, casi insoportable.


Pero su cuerpo obedecía en gran medida al desgano, a la tristeza que lo invadía en un ambiente donde pocos minutos diarios podían consagrarse a pensar (a pensar fuera de los textos, es decir, a pensar poesía, a pensar literatura) y a escribir. John Allan, por su parte, iba a seguir la misma línea de conducta que en la etapa universitaria; pronto descubrió Edgar que no recibiría dinero ni para sus gastos más indispensables. Inútil quejarse por carta, mostrar que estaba haciendo el ridículo ante sus camaradas, provistos de fondos.
Edgar se refugió entonces en el prestigio que le daba el ser un “viejo” al lado de sus bisoños compañeros, y en su facilidad para mentir imaginarios viajes, aventuras novelescas que muchos creyeron y que plagarían medio siglo después tantas biografías del poeta. Su orgullo, su humor sardónico, lo ayudaron no poco, pero estos rasgos tienen sus desventajas, y él lo supo pronto. Ahogado por la atmósfera vulgar, ramplona, carente hasta la náusea de imaginación y capacidad creadora, se defendió encerrándose, meditando ya los elementos de su futura poética (con gran ayuda de Coleridge). Entretanto, le llegaron desde “casa” noticias del segundo matrimonio de John Allan y comprendió, ya sin sombra de engaño, que toda esperanza de una futura protección debía ser abandonada. No se equivocaba: Allan habría de tener los hijos legítimos que deseaba, y la nueva Mrs. Allan se mostró desde el primer día hostil hacia el desconocido “hijo de actores” que estudiaba en West Point.
Edgar había calculado cumplir el curso en seis meses, confiando en su preparación universitaria y militar precedentes. Pero, una vez en la academia, descubrió que ello era imposible por razones administrativas. No debió de vacilar mucho. Escéptico por lo que concernía a Allan, poco podía importarle que éste se disgustara o no de su decisión, y decidió hacerse expulsar, única forma posible de salir de West Point sin violar el juramento pronunciado. Fue muy simple; como era alumno brillante, eligió la parte disciplinaria para ponerse en falta. Sucesivas y deliberadas desobediencias, tales como no concurrir a clase o a los servicios religiosos, le valieron una expulsión en regla. Pero antes, y dando una de sus raras muestras de auténtico humor, Poe había conseguido, con ayuda de un coronel, que los cadetes costearan por suscripción su nuevo libro de versos, compuesto durante la breve permanencia en West Point. Todo el mundo imaginaba un librito lleno de versos satíricos y divertidos acerca de la academia; se encontraron en cambio con “Israfel”, “A Helena” y “Lenore”. Pueden inferirse los comentarios.
La ruptura con Allan parecía definitiva y se complicó por un grave error de Edgar, quien, en un momento de ofuscación, había escrito a uno de sus acreedores excusándose por no pagar a causa de la tacañería de su tutor, y agregando que éste estaba pocas veces sobrio. La afirmación, indudablemente calumniosa, llegó a manos de Allan. Su carta a Edgar se ha perdido, pero debió de ser terrible. Edgar le contestó ratificando su aseveración y vertiendo por fin toda su amargura, sus reproches y su desesperanza. El 19 de febrero de 1831 se embarcaba, envuelto en su capa de cadete, que lo acompañó hasta el fin de sus días, rumbo a Nueva York y a sí mismo.
En marzo, hambriento y angustiado, pensó en engancharse como soldado en el ejército de Polonia, sublevada contra Rusia. Su solicitud no tuvo éxito, y entretanto apareció su primer libro importante de poemas, “respetuosamente dedicado al colegio de cadetes”. Edgar Poe está ya allí de cuerpo entero. En esos versos (que sufrirán más adelante infinitas modificaciones) los rasgos centrales de su genio poético brillan inequívocos -salvo para los escasos críticos que se ocuparon entonces del volumen-. La magia verbal donde, por lo menos en lo que a su poesía se refiere, se ahínca lo más asombroso de su genio, irrumpe como portadora de un oscuro mensaje lírico, sea el de los poemas amorosos en que desfilan las sombras de Helen o de Elmira, sea el de los cantos metafísicos y casi cosmogónicos. Cuando Edgar Poe volvió a Baltimore perseguido por el hambre y se refugió por segunda vez en casa de Mrs. Clemm, llevaba en el bolsillo la prueba palpable de que su decisión había sido justa y de que, al margen de todas las debilidades, los vicios y las flaquezas, había sido y era “fiel a sí mismo”, por más caras que fuesen las consecuencias presentes y futuras.


A poco de llegar a Baltimore, murió su hermano mayor, y Edgar pudo instalarse y trabajar con relativa comodidad en la buhardilla que había compartido con el enfermo. Su atención, hasta entonces dedicada íntegramente a la poesía, va a volverse hacia el cuento, género más “vendible” -lo cual en esos momentos constituía un argumento capital-, y que interesaba además como género literario al joven escritor. Poe advirtió muy pronto que su talento poético, debidamente encauzado, podía crear en el cuento una atmósfera especialísima subyugadora, que él debió de atisbar el primero con irreprimible emoción. Todo estaba en no confundir cuento con poema en prosa, y sobre todo no confundir cuento con fragmento novelesco. No era Edgar hombre de incurrir en esos fáciles errores, y su primer relato publicado, “Metzengerstein”, nació como Palas armado de punta en blanco con todas las cualidades que habrían de alcanzar perfección unos años después.
La miseria y Mrs. Clemm se conocían de antiguo. “Muddie” pedía prestado, salía con una cesta donde sus amigas ponían siempre alguna legumbre, huevos, fruta. Edgar no encontraba manera de publicar, y los pocos dólares ganados aquí y allá desaparecían en seguida. Se sabe que en todo este período se condujo sobriamente, y que hizo lo posible por ayudar a su tía. Pero una vieja deuda (quizá su hermano) surgió de pronto, con la consiguiente amenaza de arresto y prisión. Edgar escribió a John Allan con el tono más angustiado y lamentable que cabe imaginar. “Por el amor de Cristo, no me dejes perecer por una suma de dinero cuya falta ni siquiera notarás...”. Allan intervino de manera indirecta -y por última vez-; el peligro de prisión quedó descartado. Al criticar la formación literaria y cultural de Poe no debería olvidarse que en los años 1831 y 1832, cuando su carrera de escritor quedó definitivamente sellada, Edgar trabajaba acosado por el hambre, la miseria y el temor; el hecho de que pudiera seguir adelante y remontar día a día nuevos peldaños hacia su propia perfección literaria prueba toda la fuerza que habitaba en ese gran débil.