Una
lectura pormenorizada de los innumerables estudios literarios que existen sobre
el tema, conduce casi invariablemente a definir la función del traductor como
aquella que consiste en transmitir el contenido del texto original de la manera
más clara y fiel posible, teniendo en cuenta -razonablemente- mucho más la
estructura de la lengua de llegada y la cultura en que ésta se inserta que la
forma originaria del escrito en cuestión. Podría decirse entonces que la
traducción no es más que una forma de reescritura. En ese sentido, el filósofo
y crítico literario alemán Walter Benjamin (1892-1940) opinaba en su “Die
aufgabe des übersetzers” (La tarea del traductor) que “así como el tono y la
significación de las grandes obras literarias se modifican por completo con el
paso de los siglos, también evoluciona la lengua materna del traductor. Es más,
mientras la palabra del escritor sobrevive en el idioma de éste, la mejor
traducción está destinada a diluirse una y otra vez en el desarrollo de su
propia lengua y a perecer como consecuencia de esta evolución. La traducción
está lejos de ser una ecuación inflexible de dos idiomas. Si es cierto que en
la traducción se hace patente el parentesco entre ellos, conviene añadir que no
guarda relación alguna con la vaga semejanza que existe entre el original y la
copia. El lenguaje del autor en el original es totalmente distinto en la
traducción. La esencia de la palabra no es transmisible, y eso es lo que hay en
una obra de intraducible”.
La
traducción podrá ser un fenómeno imposible, pero también necesario. Al menos
así opinaba el filósofo Jacques Derrida (1930-2004) en “Théologie de la
traduction” (Teología de la traducción). “No es posible porque siempre hay una
falla semántica, es decir, una equivalencia que no es totalmente idéntica con
el valor que se quiere traducir en el segundo idioma. Sin embargo, más allá de
la imposibilidad de lograr cualquier tipo de traducción ‘literal’, esta
actividad es necesaria. ¿Por qué? Porque la traducción es un ejercicio
constante que muestra la distancia a la que siempre nos enfrentamos entre
aquello expresable y lo que no podemos explicar con palabras. La traducción es
en realidad un momento del propio crecimiento del traductor, él se completará
creciendo en ella”. Asimismo para Borges, la traducción no sólo es posible sino
que además es esencial para la comprensión de la literatura. En sus ensayos
“Las dos maneras de traducir”, “Las versiones homéricas”, “Los traductores de
las mil y una noches”, “El enigma de Edward Fitzgerald” y hasta en su relato
“Pierre Menard, autor del Quijote”, presentó y contextualizó sus ideas al
respecto, entre las que se destacan el valor de la traducción como paradigma de
lectura, escritura e interpretación de un texto. “Ningún problema tan
consustancial con las letras con su modesto misterio como el que propone una
traducción -escribió-. La traducción no sólo es intrínseca al proceso de
lectura sino que está destinada a ilustrar la discusión estética”.
El
escritor mexicano Octavio Paz (1914-1998) fue más lejos aún. Traductor él mismo
de autores como Guillaume Apollinaire (1880-1918) y Fernando Pessoa (1888-1935)
entre muchos otros, en su ensayo “Traducción. Literatura y literalidad”
sostenía que la traducción se encuentra en todas partes, es un procedimiento propio
del lenguaje ya que el lenguaje mismo es traducción del mundo no verbal.
“Aprender a hablar es aprender a traducir; cuando el niño pregunta a su madre
por el significado de esta o aquella palabra, lo que realmente le pide es que
traduzca a su lenguaje el término desconocido”. Para el autor de “El laberinto
de la soledad”, ningún texto puede ser original porque ambos son traducciones
de una idea que no se había expresado de forma verbal. “Es gracias al lenguaje
que podemos hablar de la traducción. La traducción literal no es verdadera
traducción. A medida que el traductor se aleja del trabajo literal se acerca al
trabajo literario”.
En ese sentido, Cortázar y Paz coincidieron en reconocer
que la relación entre traducción y literatura es inminente. “La traducción me
resulta fascinante como trabajo paraliterario o literario en segundo grado
-diría en una entrevista-. Cuando uno traduce, es decir, cuando no tiene la
responsabilidad del contenido del original, su problema no son las ideas del
autor porque él ya las puso allí; lo que uno tiene que hacer es trasladarlas y,
entonces, los valores formales y los valores rítmicos, que está sintiendo latir
en el original, pasan a un primer plano. Su responsabilidad es trasladarlos,
con las diferencias que haya, de un idioma al otro. Es un ejercicio
extraordinario desde el punto de vista rítmico”.
Desde
luego que también existen opiniones críticas sobre las traducciones. Enfadado
tras leer una traducción al francés de “Aeneis” (La Eneida) del poeta romano
Virgilio (70-19 a.C.), el filósofo Michel Foucault (1926-1984) sostuvo en la
edición del 29 de agosto de 1969 del semanario “L’Express” que hay traducciones
que “lanzan un lenguaje contra otro; toman como proyectil el texto original y
tratan la lengua meta como un blanco”. Más irónica, la escritora argentina
Silvina Bullrich (1915-1990), traductora, entre otras, de obras de Graham
Greene (1904-1991) y Simone de Beauvoir (1908-1986), diría en un diálogo
sostenido entre dos de los personajes de su novela “Mal don” aparecida en 1973:
“Estudia inglés, cuando sepas chamuyarlo te recomiendo, digo que lo hablas a la
perfección, te hago dar traducciones... Yo no sé escribirle ni una carta a mi
madre pero hablo bien inglés, muy bien, casi como el español; te voy diciendo
de lo que se trata y vos lo vas escribiendo. Saldrá regular pero todas las
traducciones son tan malas que la tuya pasará inadvertida, algunos lectores
severos se indignarán, se lo dirán al editor y éste les contestará: ‘los buenos
traductores son demasiado caros y no vale la pena, por una o dos personas como
usted, a la mayoría del público le da lo mismo, sólo les importa la anécdota’”.
Muy lejos
de esa impiedad, Cortázar seguía traduciendo. Antes de publicar su colección de
cuentos “Bestiario” en 1951, lo hizo con las obras de Alfred Stern (1899-1976)
“Philosophie du rire et des pleurs” (Filosofía de la risa y del llanto) y
“Sartre. His philosophy and existential psychoanalysis” (La filosofía de Sartre
y el psicoanálisis existencialista); con “Little women” (Mujercitas), de Louisa
May Alcott (1832-1888); y con “Tom Brown’s school days” (Tom Brown en la
escuela), de Thomas Hughes (1822-1896). Como cualquier profesional del género,
Cortázar no tuvo inconvenientes en pasar de la filosofía a la literatura
infantil y juvenil en los que fueron sus trabajos previos a la traducción de la
obra en prosa de Poe.
Entretanto,
había que ganar esos pocos dólares, y ganarlos bien. Edgar atravesaba por una
época brillantísima. Se ha dicho que inició la serie de sus “cuentos analíticos”
para desvirtuar las críticas de quienes lo acusaban de dedicarse solamente a lo
mórbido. Lo único seguro es que este cambio de técnica, más que de tema, prueba
la amplitud y la gama de su talento y la perfecta coherencia intelectual que
poseyó siempre, y de la que “Eureka” habría de ser la prueba final y dramática.
“Los crímenes de la calle Morgue” pone en escena al ‘chevalier’ C. Auguste
Dupin, ese alter ego de Poe, expresión de su egotismo cada día más intenso, de
su sed de infalibilidad y superioridad que tantas simpatías le enajenaba entre
los mediocres. Tras él apareció “El misterio de Marie Rogêt”, sagaz análisis de
un asesinato que apasionaba entonces a los amigos de un género considerado años
atrás por De Quincey como una de las bellas artes. Pero el lado macabro y
mórbido corría paralelo al frío análisis, y Poe no renunciaba a los detalles
espeluznantes, al clima congénito de sus primeros cuentos.
Este
período creador se vio trágicamente interrumpido. A fines de enero de 1842, Poe
y los suyos tomaban el té en su casa, en compañía de algunos amigos. Virginia,
que había aprendido a acompañarse en el arpa, cantaba con gracia infantil las
melodías que más le gustaban a “Eddie”. Súbitamente, su voz se cortó en una
nota aguda, mientras la sangre manaba de su boca. La tuberculosis se reveló
brutalmente en una hemoptisis inequívoca, a la que seguirían otras muchas. Para
Edgar, la enfermedad de su mujer fue la más horrible tragedia de su vida. La
sintió morir, la sintió perdida y se sintió perdido él también. ¿De qué fuerzas
espantosas se defendía junto a “Sis”? Desde ese momento, sus rasgos anormales empiezan
a mostrarse desnudamente. Bebió, con los resultados sabidos. Su corazón
fallaba, ingería alcohol para estimularse, y el resto era un infierno que duraba
días. Graham se vio precisado a llamar a otro escritor para que llenara los
frecuentes vacíos de Poe en la revista. Ese escritor era el reverendo Griswold,
de ambigua memoria en los anales poeianos.
Una famosa
carta de Edgar admite que sus irregularidades se desencadenaron a consecuencia
de la enfermedad de Virginia. Reconoce que “se volvió loco” y que bebía en estado
de inconsciencia. “Mis enemigos atribuyeron la locura a la bebida, en vez de
atribuir la bebida a la locura...”. Empieza para él una época de fuga, de
marcharse de su casa, de volver completamente deshecho, mientras “Muddie” se desespera
y trata de ocultar la verdad, limpiar las ropas manchadas, preparar una tisana
para el infeliz, que delira en la cama y tiene atroces alucinaciones. En
aquellos días el estribillo de “El cuervo” empezó a hostigarlo. Poco a poco, el
poema nacía, larval, indeciso, sujeto a mil revisiones. Cuando Edgar se sentía
bien, iba a trabajar al “Graham’s” o a llevar artículos.
Un día, al entrar, vio
a Griswold instalado en su despacho. Se sabe que giró en redondo y que no
volvió más. Y hacia julio de 1842, perdido por completo el dominio de sí mismo,
hizo un viaje fantasmal de Filadelfia a Nueva York, obsesionado por el recuerdo
de Mary Devereaux, la muchacha a cuyo tío había dado de latigazos. Mary estaba
casada, y Edgar parecía absurdamente deseoso de averiguar si amaba o no a su
marido. Después de cruzar y recruzar el río en ‘ferryboat’, preguntando a todo
el mundo por el domicilio de Mary, llegó por fin a su casa e hizo una terrible
escena. Luego se quedó a tomar el té (uno imagina las caras de Mary y su hermana,
a quienes les tocó recibirlo a la fuerza, pues se había metido en la casa en su
ausencia), y por fin se marchó, no sin antes desmenuzar con un cuchillo algunos
rábanos y exigir que Mary cantara su melodía favorita. Pasaron varios días
hasta que Mrs. Clemm, desesperada, logró la ayuda de vecinos bondadosos, que
encontraron a Edgar mientras vagaba por los bosques próximos a Jersey City, perdida,
momentáneamente, toda razón.
En una
carta, Poe se defendió alguna vez de las acusaciones que le hacían, señalando que
el mundo sólo lo veía en los momentos de locura, pero que ignoraba sus largos períodos
de vida sana y laboriosa. Esto no es hipócrita y, sobre todo, es cierto. No
todos los críticos de Poe han sabido estimar la enorme acumulación de lecturas
de que fue capaz, su voluminosa correspondencia y, sobre todo, el bulto de su
obra en prosa, cuentos, ensayos y reseñas. Pero, como él lo señala, dos días de
embriaguez pública lo volvían mucho más notorio que un mes de trabajo continuo.
La cosa no puede extrañar, naturalmente; tampoco extrañará que Poe, sabiendo
que las consecuencias eran menos sórdidas, volviera siempre que podía al opio
para olvidarse de la miseria, para salirse del mundo con más dignidad por algunas
horas.
Durante un
breve período, la amistad de escritores y críticos importantes y su propio optimismo,
casi siempre mal fundado, hicieron creer a Poe que su revista alcanzaría a materializarse.
Terminó por encontrar a un caballero dispuesto a financiarla, y entonces sus amigos
de Washington lo llamaron a la capital, a fin de que pronunciara una
conferencia, recogiera suscripciones a la revista y fuera presentado en la Casa
Blanca, de donde, sin duda, saldría con un nombramiento capaz de ponerlo al abrigo
de la miseria. Duele pensar que todo ello pudo ocurrir exactamente así, y que
Edgar tuvo la culpa de que no ocurriera. Al llegar a Washington aceptó unas
copas de oporto, y el resto fue lo de siempre. Sus amigos no pudieron hacer
nada por un hombre que insistía en presentarse ante el presidente de los
Estados Unidos con la capa negra puesta del revés, y que recorría las calles querellándose
con todo el mundo. Hubo que meterlo en un tren de vuelta, y la peor consecuencia
fue que el caballero que pensaba financiar la revista se atemorizó muy explicablemente
y no quiso volver a oír hablar del asunto. Edgar enfrentó el doble peso del remordimiento
(que lo hundía en la desesperación durante semanas enteras) y la miseria, frente
a la cual Mrs. Clemm debía acudir a los más tristes recursos para mantener a la
familia. Pero aquel año aciago debía hacerle subir otro peldaño de la fama. En
junio, Edgar ganó el premio instituido por el “Dollar Newspaper” para el mejor
relato en prosa. Este cuento llegaría a ser el más famoso de los suyos, el que
todavía tiene en suspenso el aliento de todo adolescente imaginativo. Era “El
escarabajo de oro”, mezcla felicísima del Poe analítico con el de la aventura y
el misterio.
A fines de
año encontramos a Edgar pronunciando una conferencia sobre poesía y poetas.
Poco público, poco dinero. Su período de Filadelfia terminaba tristemente
después de haber estado a punto de llevarlo a una fama definitiva. Dejaba muchos
amigos fieles, pero una gran cantidad de enemigos: los autores maltratados en
sus reseñas, los envidiosos profesionales, los Griswold, y también tantos que
tenían fundados motivos de agravio contra él. Los comienzos de 1844 son
oscuros, y lo más interesante consiste en la aparición del “Cuento de las
Montañas Escabrosas”, relato digno de los mejores. Pero ya nada quedaba por
hacer en Filadelfia y era preferible intentar otra cosa en Nueva York. Tan
pobres estaban los Poe que Edgar partió con Virginia, dejando a “Muddie” en una
casa de pensión a la espera de que aquél reuniera los dólares suficientes para
mandarla llamar. En abril de 1844 la pareja llegaba a Nueva York y otra vez se
abría un interludio favorable, estrepitosamente saludado por “El camelo del
globo”. El título del relato dice bien de lo que se trataba. Edgar lo vendió al
“New York Sun”, que publicó una edición especial anunciando que un globo
tripulado por ingleses acababa de cruzar el Atlántico. La noticia provocó una conmoción
extraordinaria y la muchedumbre se agolpó frente al periódico. No lejos de ahí,
quizá en algún balcón, un caballero de aire grave, vestido de negro, debió de
contemplar la escena con una sonrisa indefiniblemente irónica. Pero ahora “Muddie”
podía reunirse con él.