30 de mayo de 2018

Testimonios subjetivos de un don nadie (5). Desenlace incierto

Encontrarse con la triste realidad de su país, envuelto una vez más en una abismal crisis económica, no lo ayudaría en nada a salir de ese estado de ánimo. La brutal codicia de las clases dominantes, el desprecio absoluto por los más desposeídos, una clase media indiferente que sólo reacciona cuando ve afectada sus propios bolsillos… Nada había cambiado durante su ausencia. No es que esperase que algo así ocurriera en tan poco tiempo, pero siempre tenía la esperanza de que algún día las cosas mejoraran. Había que disponerse otra vez a pasar por el mismo calvario por el que ya se había pasado decenas de veces, enfrentar la frustración con una huida siempre hacia delante, con diligencia y tozudez. Algo así como un optimismo por el hacer. Pero, ¿hacer qué? La gente vivía la eterna aventura de la impiedad social, de los misterios no tan complejos de una criminología de clase, de la injusticia, de la impunidad, de la corrupción, sin plantearse una discusión ética, sin dejar de lado el egoísmo, sin recordar el pasado. El olvido del pasado -diría su amiga psicoanalista- es lo que impide la actuación del sujeto en el presente. Y él, de ningún modo quería olvidar el pasado; es más, quería concentrarse en el presente teniendo en cuenta el pasado.
Recordó que alguna vez Chandler dijo que sus personajes se distinguían porque estaban más preocupados por corregir los errores de la sociedad que por resolver los crímenes. Y él -pensó- era un personaje que soñaba con cambiarla. Por eso sus clases en el Bachillerato distaban tanto de la educación formal. Resaltaba la importancia de la educación para favorecer la expansión de las capacidades y oportunidades de cada persona, pero hacía hincapié en que esa instrucción en manos de grupos con intereses económicos era una poderosa herramienta para fomentar la uniformidad social, para moldear a la sociedad, para dirigir a sus integrantes en una dirección predeterminada, para organizar y controlar sus opiniones. Y ese método constituía un atropello, un abuso a la razón.



Por eso, les recalcaba a los estudiantes, era tan importante la toma de conciencia. Pensar y no renunciar jamás al papel de la razón en nuestra sociedad. La Historia, les decía, no es una ciencia exacta como las Matemáticas ni una ciencia natural como la Biología. Es una ciencia social y, por lo tanto, sus afirmaciones no pueden refutarse o convalidarse mediante un experimento de laboratorio, de modo que nunca es imparcial. Quien la narra, incluso él mismo -les aclaraba-, puede omitir, acortar o agregar datos tanto involuntaria como premeditadamente. No tiene la última palabra, puesto que la próxima persona que la cuente, ya sea que la acepte o la rechace, la recuerde o la olvide, la ignore o la repita, esa siguiente persona, la última por el momento, será la nueva intérprete de la historia. De allí la importancia de pensar, les repetía a cada momento. Sólo pensando, razonando, reflexionando, se puede llegar como sujetos a constituirse en actores y protagonistas de la historia para elaborar un proyecto superador para todos.
Junto con la profesora titular les contaba a los estudiantes que la vida humana en el continente americano había comenzado hace unos cincuenta mil años. Que hasta el inicio de la invasión europea se había producido su poblamiento en un proceso que duró milenios y que había generado un verdadero mosaico de pueblos diferenciados entre sí, con distintos niveles de desarrollo. Que de entre todos ellos, hubo tres que llegaron a formar grandes imperios: los Incas, los Mayas y los Aztecas. Que la base de la economía de los pueblos originarios era la agricultura. Que el maíz, la papa, la batata, el cacao, el zapallo, la calabaza, el tomate, el poroto y la mandioca eran los cultivos más desarrollados. Que, tras la conquista, todos fueron llevados a Europa y rápidamente adoptados por sus habitantes. Que, en contrapartida, cuando los europeos llegaron a América trajeron otros productos agrícolas que no existían en el continente americano tales como el trigo, la cebada, la avena, el olivo, la alfalfa, la lenteja, la lechuga, el espárrago, la zanahoria y la espinaca. Que las expediciones españolas habían introducido en el continente los caballos, las ovejas, las vacas, los cerdos, los asnos, los gatos, las ratas, el café, la rueda, el hierro y las armas de fuego, entre otras cosas, pero que también trajeron numerosas enfermedades como la lepra, la difteria, el cólera, la fiebre amarilla, la peste bubónica, la viruela, el sarampión, la gripe, la varicela, la escarlatina, las paperas y la rubeola. Que esas enfermedades produjeron grandes epidemias y diezmaron a la población autóctona. Que los conquistadores europeos también habían descubierto minerales valiosos como el oro y la plata, los que, saqueados y transportados a Europa, contribuyeron en buena medida a abrir las puertas a la Revolución Industrial.



Otro día les explicaban que el estudio de cualquier sociedad, en cualquier momento de su desarrollo histórico, debía necesariamente comenzar con el análisis de su modo de producción, es decir, la manera en que los hombres se adaptaron a la naturaleza y la transformaron a través del trabajo, y los acuerdos sociales por medio de los cuales ese trabajo fue organizado y distribuido. Fueron estos elementos los que definieron en las distintas épocas el marco político, económico, social, jurídico y cultural en el que se desarrollaron los pueblos. En el caso específico de América Latina, detallaban, se podían delimitar en base a esas afirmaciones cinco grandes épocas: la comunidad primitiva aborigen que vivía de la caza, la pesca, la recolección y el trueque; las rudimentarias sociedades clasistas precolombinas que lo hacían del cultivo de la tierra y las manufacturas artesanales; el heterogéneo sistema feudal-colonial que comenzó con la invasión europea y se basó en la esclavitud y la explotación; los distintos regímenes instaurados luego de las independencias de las naciones, que desarrollaron una economía de naturaleza exportadora-comercial con las potencias europeas; y los gobiernos pseudo democráticos que, tras la Segunda Guerra Mundial, sucumbieron al capitalismo dependiente y subdesarrollado que prevalece hasta hoy. Todo muy interesante, sin dudas. Los estudiantes tomaban apuntes, hacían preguntas, miraban con suma atención los videos, opinaban. Todos los días de clases, el hombre salía contento del aula con la sensación de haber contribuido aunque sea en una módica medida a la comprensión de la complejidad de la historia. Camino a su casa, recordaba al Cortázar que decía que “sólo nos queda protagonizar pequeños actos que, aunque por sí solos no resuelvan nada, por lo menos nieguen la exclusividad del despojo y la omnipotencia de la desdicha”. Y eso era lo que él trataba de hacer.



Pero no era tan sencilla la tarea. Inevitablemente, al ver lo que estaba ocurriendo por enésima vez en su país, lo asaltaron la indignación, la tristeza, la desesperanza. Una vez más -piensa- un gobierno que asume lamentándose de que comienza su gestión arrastrando la pesada herencia que le deja el anterior, desdeñando la responsabilidad que le cabe, ya sea por acción u omisión durante el período precedente, remitiéndonos al viejo cuento del huevo y la gallina; una vez más quedar sujetos a los vaivenes políticos y a las apetencias económicas de las potencias hegemónicas de turno y de sus secuaces vernáculos; una vez más los discursos huecos e inverosímiles que pretenden convencer a la gente de las bondades de la economía del libre mercado; una vez más la catarata de promesas de terminar con el desempleo, el trabajo informal, la corrupción, la pobreza; una vez más advertir que las riquezas ya no se crean a partir de la producción de bienes materiales sino a partir de especulaciones abstractas en esa suerte de garito que es la Bolsa de Valores; una vez más observar cómo las grandes multinacionales exterminan a las pequeñas y medianas empresas nacionales carentes de recursos y tecnología adecuados para competir en igualdad de condiciones y remiten periódicamente sus ganancias al exterior sin ningún tipo de trabas; una vez más creer que cuando las burguesías económicas nacionales acumulen grandes ganancias, éstas se derramarán como por arte de magia entre la gente; una vez más ver al país transformado en una feria, en el paraíso de los mercachifles; una vez más…
La lista es interminable -pensó-, y recordó al intelectual británico Terry Eagleton cuando se preguntaba por qué el sistema capitalista había acumulado más recursos de los que jamás se habían visto en la historia humana y, sin embargo, era incapaz de superar la pobreza, el hambre, la explotación y la desigualdad. ¿Cuáles eran los mecanismos por los cuales la riqueza de una minoría parece engendrar miseria e indignidad para la mayoría? ¿Por qué la riqueza privada parece ir de la mano con la miseria pública?



Ahora que el fascismo se ha despersonalizado, distribuido solícitamente en el mercado, las personas, al no comprender, actúan a destiempo y resultan víctimas del desacuerdo objetivo que existe entre la realidad y la imagen que de ella se forma. No hace falta tener una mente inquisitiva o dotada de sagacidad para darse cuenta que vivimos en un mundo en el que todo puede suceder, desde lo más absurdo y ridículo hasta lo más abyecto e inverosímil. La trivialidad del mal, el bastardeo de las palabras, la venalidad de la voluntad y la relatividad de la ética son ya moneda corriente y casi nadie se asombra por ello. Por eso no podía creer en nada, tal como le pasaba cuando era apenas un niño y en la escuela de curas en la que lo había inscripto su madre le hablaban de Dios y él no podía creer ni media palabra de lo que le decían. Que el planeta Tierra tenía sólo seis mil años y había sido creado por el Supremo Hacedor en seis días; que Noé había trasladado en su arca a los dinosaurios, los que se habían extinguido hacía poco tiempo y era posible que hubiese todavía algunos vivos; que las razas del mundo eran el resultado de la Torre de Babel; que el primer hombre había sido creado con barro y la primera mujer con una costilla de aquél; que un ángel había descendido a la tierra para traer mensajes celestiales, que una virgen había parido a una criatura que, con el correr de los años, realizaba milagros como convertir el agua en vino, curar ciegos, paralíticos y leprosos, expulsar demonios y caminar sobre el agua hasta que, tras ser torturado y asesinado, había resucitado y ascendido a los cielos desde donde volvería para el Juicio Final… Relatos todos ellos que superaban en imaginación a las fábulas de Esopo, de Samaniego, de los hermanos Grimm, que su padre le leía todas las noches.



Ahora, tantos años después, como si estuviese renovando votos con el pasado, entre la vigilia y el sueño es su imaginación la que se agudiza. En ese estado de ensoñación, en su cabeza fluyen imágenes y el hombre se deja ir tras ellas, como si fueran las manos con que un ciego tantea un largo muro en busca de una puerta, del picaporte que le permita abrir esa puerta. Pero es en vano, no encuentra la salida. A lo lejos oye el murmullo del canto de los grillos y, a sus espaldas, la melodía suave de la canción de John Lennon. “Imagine all the people, sharing all the world…”, mientras la noche se cierra, concéntrica, irremediable. Él ve desde su ventana como se van apagando las luces de las casas del barrio y piensa que bien podría ser una analogía con lo que ocurría con la humanidad. Pero, a lo lejos, en un altillo recóndito, una lámpara perduraba, mínima, pálida. Todas las demás luces se habían oscurecido menos ésa. Desolada, emanaba aún su exiguo aliento, resistía apenas desde un débil y cansado filamento a punto de cortarse. ¿Será otra analogía? ¿Existirán otras lámparas que sigan emitiendo un delgado destello entre tanta sombra y silencio? ¿Habrá por ahí más luces solitarias con las que pueda iluminarse? ¿Será posible imaginarse un mundo compartido por todos? ¿O será simplemente una ingenua utopía? La canción había terminado mientras el sueño, esa sexta parte de la muerte según la fantasiosa mitología hebrea, le llegaba en puntas de pie. Con un tenue atisbo de esperanza se durmió, por fin, esa noche.

20 de mayo de 2018

Testimonios subjetivos de un don nadie (4). Preámbulo del epílogo

Subió al nuevo minibús sin saber cuál sería el trayecto a recorrer, pero lo único que quería a esa altura era seguir paseando. Eran apenas las cuatro de la tarde y había tiempo de sobra para hacerlo. Por entonces no imaginaba la impresión que le causaría todo lo que vería en las horas siguientes. Esta vez el vehículo cargó a más personas, siete u ocho, pero él volvió a ocupar el último asiento. Tomó su mapa, encendió el GPS de su celular y así comenzó la nueva excursión. Tras un breve trayecto por la Rue Jacques Kable, el autobús tomo una ancha autopista atestada de vehículos, la Autoroute A86, e inmediatamente se introdujo en un larguísimo túnel. Allí comenzaron las sorpresas. En varios tramos, estupendos grafitis decoraban sus paredes. Todo un símbolo de rebeldía, de inconformismo, pero también de talento, de ingenio. Su notable artística le hizo recordar sus extasiadas caminatas por Exarchia, en Atenas, cuando buscaba la librería española Nikolopoulos o después de pasar medio día recorriendo boquiabierto el Museo Arqueológico Nacional. Allí también había un sinnúmero de grafitis muchos de los cuales eran verdaderas obra de arte. Pero la impresión más grande, tal vez por lo inesperada, la tuvo cuando, al dejar la autopista y tomar la Rue de París para, luego de bordear un descomunal tendido de vías férreas, doblar por el Boulevard Périphérique, se encontró con una de las imágenes más desgarradoras de la miseria: los asentamientos informales.
Cientos de casillas de madera, de chapa, de cartón, de lona. Residuos por todos lados, inclusive en los techos de las precarias viviendas. Los pobladores vestidos con harapos sucios, miserables. Una verdadera tragedia. Bidonvilles, se enteró más tarde que le llaman a ese conglomerado de míseras casuchas, y no pudo evitar compararlos con las villas miseria -tal el nombre con el que se las conoce en Argentina-, muchas de las cuales él recorre cotidianamente por su trabajo. Imágenes de un París oculto, tan parecido y tan diferente a la vez a su malquerida Buenos Aires. “Migrants musulmans, cette racaille…”, escuchó que uno de los pasajeros le decía a su acompañante con una entonación notoriamente despectiva. Luego sabría que esos dignísimos caballeros franceses calificaban a esa pobre gente de “gentuza” o “escoria”. ¿Ignorancia? ¿Hipocresía? ¿Egoísmo? ¿Discriminación? No -pensó-, simplemente seres humanos.



Los hombres prefieren hacer abstracciones, pasar revista a todas las cuestiones sin estudiar ninguna a fondo. Recordó al Durkheim que, en sus estudios sociológicos, decía que las leyes de una realidad tan compleja como la de las sociedades humanas no se descubren con exámenes precarios basados en intuiciones rápidas, que esos análisis no eran más que generalizaciones basadas en algún ejemplo, pero que un ejemplo no era suficiente para demostrar la realidad. Es evidente -pensó- que desde el primer día y la primera noche, desde la primera vez que alguien reconoció su imagen reflejada en las aguas de un río, el hombre ha estado inventándose su propia tragedia, su propio infortunio. Triste, muy triste.
Los aledaños de las comunas de Pantin, Le Bourget, Aubervilliers y Saint Denis se fueron sucediendo en el trayecto. Más grafitis, más bidonvilles, más basura a los costados de la autopista. Aglomeraciones urbanas colmadas de decenas de insípidos monoblocks y apenas unos pocos lugares con una arquitectura clásica, armoniosa. A esa altura ya soñaba con ver algo de la irresistible belleza de París de la que hablaba siempre Cortázar, y algo de eso pudo apreciar cuando el minibús tomó el arbolado Boulevard de la Libèration a un costado del río Sena. Por ese camino se dirigieron hasta la estación del ferrocarril de Saint Denis en donde descendieron casi todos los pasajeros, sólo quedaron dos. Luego, tras una breve espera, se sumaron otros dos en un hotel sobre la Rue Gabriel Péri a poca distancia de la estación. Eran poco más de las seis de la tarde cuando tomaron la Avenue Jean Mermoz, una tranquila avenida flanqueada por edificios bajos y muchísimos negocios mayoristas que le hizo recordar a la calle principal de Oronsospe, en las cercanías de Pamplona. Cuando llegaron a La Courneuve se detuvieron en un hotel en donde el minibús hizo una parada de cuarenta y cinco minutos, tiempo que el hombre aprovechó para caminar unos metros, cruzar a la acera de enfrente e introducirse en un bar ubicado en un bonito edificio de cuatro plantas con ladrillo a la vista y beberse su imprescindible capuccino.



Todo el día el cielo había estado nublado y el clima destemplado. Ahora, que empezaba a oscurecer, el frío se intensificó. Lo notó cuando caminaba de regreso hasta el hotel Ibis Le Bourget para abordar nuevamente el minibús. Dos nuevas parejas se habían sumado al pasaje y pronto emprendieron el camino, ahora, hacia un hotel en Aulnay sous Bois en el que subió una anciana que se acomodó a su lado. Unos minutos más tarde estaban sobre la Autoroute du Nord que los conducía directamente a Roissy, comuna en la que se encuentra el aeropuerto Charles de Gaulle. Llegaron alrededor de las ocho de la noche. Se dirigió a la Terminal 2, despachó sus maletas, caminó de aquí para allá, pasó por una librería pero no encontró ningún libro en español, y finalmente entró en el restaurante Paul. Se sentó a unas de sus mesas y pidió -una vez más- un capuccino, aunque esta vez acompañado por unos exquisitos croissants. La hora de embarque se acercaba, el fin de la aventura europea también. Naturalmente, se puso a pensar. Había pasado un mes y medio colmado de experiencias asombrosas y estaba en paz. Estaba en paz como hacía mucho tiempo no lo estaba. Miraba en su celular las fotos que había tomado y sonreía emocionado. La Historia -pensó- no se compone únicamente de recuerdos del pasado sino también de los reflejos del presente. No es únicamente la manera en la que el pasado vuelve al presente sino también la estrategia con la que el presente va al pasado, los modos en que lo interpreta. Tampoco es solamente la acumulación de esas acciones del pasado, también es el presente, el día a día. Y su presente era eso, un simple pero a la vez grandioso paso por la historia, por su historia.




Tras algo más de trece horas de vuelo, el avión de Air France aterrizó en Ezeiza, el noveno aeropuerto por el que anduvo en su excursión. Pasaporte en mano, superó el control aduanero rigurosamente dividido entre argentinos y extranjeros, e ignoró las capciosas murmuraciones del burócrata de turno sobre el contenido de sus valijas, cuidándose de involucrarse en controversias ya que éstas rara vez servían para algo y provocaban una triste pérdida de tiempo y humor. Luego, salió de la Terminal A para esperar al remís que pasaría a buscarlo para llevarlo hasta su casa. Mientras fumaba un cigarrillo se puso a hacer curiosas cuentas: diez aviones, ocho autobuses, un tren, ocho subterráneos, dos ferrys, dos taxis, cuatro trolebuses, siete autos y una moto habían sido los medios de transporte que había utilizado en su travesía. Además de sus dos piernas, claro. Sonrió. Pronto, el ulular de las sirenas de los patrulleros de la policía, los bocinazos de los automovilistas, los gritos de la gente, el desorden tanto vehicular como peatonal le hicieron tomar consciencia de que estaba nuevamente en Buenos Aires. Trató de abstraerse. Al rato se dio cuenta de que estaba moviendo nerviosamente la mandíbula de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, como si fuese un camello. Volvió a sonreír, aunque esta vez con un dejo de ironía. No había dudas, el ensueño había terminado.
Mientras viajaba por la Autopista Riccheri en dirección a Buenos Aires, pensó otra vez en su historia reciente, en su significado. ¿Se podía descubrir en ella una secuencia coherente de causa y efecto? ¿Cómo podría encontrarle un significado si en cualquier momento esa secuencia podía verse quebrada o desviada de su curso por otra secuencia ajena a él? Porque era plenamente consciente de que otro ciclo de su vida estaba a punto de comenzar, que ahora aparecerían situaciones tal vez irrelevantes desde su punto de vista, o no, pero que inevitablemente influirían en su cotidianeidad. 



Por otra parte, podría contarles a sus amigos una y mil veces la experiencia que acababa de transitar, pero el contexto en el cual lo hiciera ya no sería el mismo. Una lástima -pensó-. Le hubiese gustado que el tiempo se paralizase en ese instante, que las horas no pasasen más. Advirtió que ya estaban transitando por la Autopista 25 de Mayo cuando vio a su derecha la iglesia de Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa. En las dos torres de la fachada frente a la cúpula, enormes relojes marcaban la hora. Los observó y no pudo evitar recordar los episodios ocurridos durante la Comuna de París, cuando la gente disparaba contra los relojes de las torres de las iglesias y de los palacios para expresar, consciente o inconscientemente, la necesidad de detener el tiempo, de que al menos había que detener el tiempo predominante, la sucesión temporal establecida, y que debía comenzar un tiempo nuevo. Esa evocación le generó una idea tan fugaz como fantasiosa y descabellada que le dibujó una sonrisa en su cara, otra más, pero esta vez de amargura.
Ya en su casa, vació sus valijas, acomodó la ropa y, cuidadosamente, esparció sobre la mesa los libros, las revistas, los folletos, las guías turísticas, los mapas, todo el material con el que mantendría por siempre vivos los recuerdos de aquel viaje. Los observó fascinado, tal como haría los días siguientes con las algo más de tres mil fotografías que había tomado en cada rincón, en cada paraje, en cada uno de los cientos de lugares que había visitado. Ejercitar la memoria -pensó- porque, lejos de ser un simple producto de la historia, la memoria es el motor de su desarrollo, el dinamizador del presente. Y ese presente era, por lo menos hasta unas pocas horas atrás, un estupendo viaje que, por lo fantástico, parecía una obra literaria. Claro -pensó-, en realidad viajar por distintos lugares, más que escribir varios cuentos era como escribir en cada etapa un capítulo distinto de una novela. Una novela que lo había sumergido en el infinito de la imaginación y que, por otro lado, le había mostrado lo sensibles y caóticas que pueden ser las experiencias humanas. Pero, ahora, la novela había llegado a su fin. Había visto una pequeñísima parte del mundo de la cual atesoraba un sinfín de imágenes, eso era verdad, pero la visión del mundo es un fenómeno estético y por lo tanto -pensó- esa verdad no era más que una combinación de imágenes para legitimar realidades vistas desde perspectivas particulares, en este caso la suya. Sí, efectivamente, todo lo que había vivido no era más que su versión de los hechos. ¿Y ahora, qué? se preguntó.



Volvió a las lecturas de Rousseau, de Piaget, de Vygotsky, de Freinet, de Gramsci, de Freire… Sus alumnos lo esperaban para que les siguiera contando la Historia como -decían ellos- sólo él sabía hacerlo. Su tarea como asistente pedagógico en un Bachillerato para adultos era muy gratificante y lo hacía feliz. Sonreía complacido cuando, en las reuniones del equipo de docentes y coordinadores, las profesoras de Instrucción Cívica le contaban que cuando hablaban del rol del Estado en una sociedad, los estudiantes les decían que ya lo habían visto en la clase de Historia. Otro tanto ocurría con el profesor de Filosofía que, cuando les explicaba la importancia de Hegel en la definición de los principios de libertad, igualdad y derechos de los ciudadanos, ellos le manifestaban que ya lo habían tratado en la clase de Historia. Era evidente que no podía con su genio, le salía espontáneamente. El programa para el primer semestre se centraba en la historia de Latinoamérica; los pueblos precolombinos, la llegada de los conquistadores españoles y sus consecuencias. Sin embargo él iba más allá. Era inevitable vincular todas esas vicisitudes de la historia latinoamericana con los sucesos que acontecían en Europa y así trataba de explicárselo a los estudiantes. Y fue unos pocos días después de haber regresado de su viaje, precisamente tras la primera jornada de clases cuando, ya en su casa, leyendo como todas las noches antes de dormirse, encontró aquella frase en un cuento de Clarice Lispector: “Los seres sensibles son más felices e infelices, simultáneamente, que los demás”. La escritora tenía razón, porque pronto volvió a inundarlo la angustia, la desazón, el desconsuelo. Fue simple para la desdicha volver a darle alcance, y se daba cuenta de lo difícil que le resultaba sufrir con decoro. Fue entonces cuando surgió una nueva pregunta: ¿Seguiría intacta su capacidad de resiliencia?

10 de mayo de 2018

Testimonios subjetivos de un don nadie (3). Una plétora de adjetivos

Volver a pisar la tierra de Sócrates, de Pitágoras, de Sófocles, de Hipócrates, de Homero y de tantos otros notables manantiales de sabiduría que cimentaron la cultura occidental, lo llenó de emoción y dinamismo. Reencontrarse con su hijo, con sus amigos, compartir sus comidas, sus anécdotas, su música, sus paseos, todo, todo fue fascinante. Se había propuesto visitar lugares a los que no había podido ir en su viaje anterior, de modo que los barrios de Kallithea, Nea Smyrni, Mets, Zappio y las colinas Lofos Strefi y Philopappos fueron recorridos día tras día en interminables y parsimoniosas caminatas. Ello no le impidió volver a deambular por Anafiotika, por Neos Kosmos, por Plaka, por Psyri, por Monastiraki y, sobre todo, por Exarchia, para deleitarse una vez más con sus artísticos grafitis y encontrar allí, en el barrio anarquista, la única librería en toda Atenas que vendía libros en español y poder así cumplir con el rito de comprar algunos ejemplares. Raudamente, nuevas antologías pasaron a engrosar su biblioteca: “El futuro no es nuestro”, “Historias pasadas”, “La dimensión en el tiempo”, “Puerto Rico indócil”, “Así escriben los chilenos”, “16 cuentos latinoamericanos” y “El libro de los nuevos pecados capitales”, todos de distintos autores hispanoamericanos.
El hombre visitó el Museo Arqueológico Nacional y la Universidad Politécnica, el puerto de Marina Alimos-Kalamaki y el centro de conferencias y exposiciones Zappeion. Concurrió a los recitales de su hijo, multinstrumentista en una banda de música latina, asistió a la presentación del nuevo libro de un poeta amigo de él, presenció un impresionante concierto de jazz en la acogedora Art Music School Fakanas y recorrió extasiado el Centro Cultural Stavros Niarchos, con su colosal edificio de mármol, acero y cristal, su parque inabarcable y su grandiosa biblioteca. También volvió a vagar por la Plaza Syntagma, por el Jardín Nacional y por la Acrópolis y sus alrededores, para contemplar una vez más el Partenón, el Erecteion, el Areópago, el Ágora, el Teatro de Dioniso, el Liceo de Aristóteles, la Prisión de Sócrates, el Arco de Adriano, la Cisterna Bizantina, la Torre de los Vientos y los templos de Roma y Augusto, de Zeus Olímpico, de Asclepio y de Atenea Niké. Dos mil quinientos años de historia al alcance de la mano. Un recorrido luminoso que le hizo aflorar la huella de alguna incertidumbre, alguna vacilación, y que lo llevó a pensar que su caminata condensaba capas de significación inagotable.


Conducido por su hijo, también tomó una carretera que lo llevó a Ellopia, a Oinoe y a Xironomi, en la región de Beocia, y otra que los condujo a Loutraki y a Corinto sobre la costa del mar Mediterráneo. Una fascinación tras otra. Pero aún le faltaba otra experiencia trascendental como lo fue embarcarse una mañana en el puerto de El Pireo y, navegando por el mar Egeo, llegar a la isla de Egina ubicada en el centro del Golfo Sarónico. Caminar desde su puerto hasta el Templo de Apolo y visitar el Museo Arqueológico fue el primer paso. Luego un autobús lo llevó hacia el este de la isla, hasta un par de kilómetros más allá de Mesargos, donde conoció el Templo de Afaya, completando así el triángulo sagrado de la mitología griega junto con el Templo de Atenea en la Acrópolis de Atenas y el Templo de Poseidón en el cabo Sounión en la región del Ática, que había visitado en su viaje anterior. A la caída de la tarde, sentado en la cubierta superior del ferry que lo llevaba de regreso a Atenas y mientras observaba en el horizonte los contornos de las islas Lagousaki, Gaidaros y Lagousa bañadas por una vaporosa luz crepuscular, se sintió un privilegiado. Dichoso por los momentos que estaba transitando, el hombre pensó en su vida, desde su infancia en la pampa húmeda argentina hasta el presente. ¿Cuál era el balance? No supo encontrar una respuesta adecuada, objetiva, indudable.
Otro día, al regreso de su hijo de una gira por Bristol, Varsovia y Budapest, éste le propuso viajar a Roma. Ni siquiera lo dudó. Es más, inmediatamente comenzó a preparar los bártulos indispensables para el viaje. Cuando a la tarde siguiente llegaron al aeropuerto de Atenas para abordar el avión que los dejaría en el municipio de Ciampino, en Italia, al hombre lo invadió la ansiedad. Ese viaje era un viejo sueño y ahora estaba a punto de convertirse en realidad. Cuando llegaron, las calles de la pequeña ciudad estaban cubiertas de nieve. Apenas tuvieron tiempo de caminar un poco por ellas antes de hospedarse en un pequeño hostel sobre la Vía San Francesco D’Assisi para, más tarde, sentarse en un acogedor “ristorante” y saborear un sabroso plato típico acompañado por un delicioso vino tinto.


A la mañana siguiente atravesaron la Piazza Luigi Rizzo y llegaron hasta la estación del ferrocarril con el que recorrieron los quince kilómetros que los separaban de la capital italiana. El Hipódromo Cappanelle, el Acueducto Aqua Appia, el Parque de la Torre del Fiscale, el Arco de Sisto V, la Piazza del Pigneto, la Porta Maggiore, la Torre Dell'Acqua fueron avistados fugazmente desde la ventanilla del tren que los dejó en Roma Termini, la estación de ferrocarril más importante de la ciudad. Y allí, el hombre comenzó una travesía sucinta que lo haría reflexionar largamente los siguientes días, semanas, meses, ¿años?
Tomaron la Vía Cavour y comenzaron la extensa caminata que su hijo había programado con antelación. La Basílica de Santa Maria della Neve, el Coliseo, el Arco de Constantino, el Parque del Celio, la Casa delle Vestali, el Foro Romano, la Basílica de Santi Giovanni e Paolo, la Plaza del Campidoglio y la Estatua de Marco Aurelio, la Plaza y el Palacio Venezia, el Monumento a Vittorio Emanuele II, el Foro, la Columna y el Mercado de Trajano, el Panteón de Agripa, el Templo de Adriano, el Palacio de Montecitorio, la Fontana di Trevi, la Plaza Navona y la Fontana del Nettuno, el Campo de’ Fiori y el Monumento a Giordano Bruno, el Palacio del Quirinal, el Palacio Farnese, la Isla Tiberina, el Foro de Nerva, la Fontana delle Tartarughe… La excursión fue interminable, apenas interrumpida por un sustancioso desayuno en una cafetería en la Vía del Solferino a la mañana, una pizza acompañada por un vino tinto en un cordial mesón sobre la Vía del Biscione al mediodía, y un sabroso capuccino en un pequeño café pub en la Vía Gioberti al atardecer. Luego, un autobús los llevó por una Vía Appia Nuova rodeada de pinos piñoneros de regreso al aeropuerto de Ciampino, donde a la medianoche abordaron el avión que los llevó de regreso a Atenas. Durante el vuelo, al hombre nuevamente lo asaltaron pensamientos rayanos a una nube gris apenas legible. La euforia y la satisfacción por la experiencia vivida lo condujeron a nuevas preguntas. ¿Qué significa esta experiencia en mi vida? ¿Quedará para siempre en mi memoria? ¿Qué es la memoria? ¿Soy plenamente consciente de la imposibilidad de la objetividad?


Unos días después, su hijo partió hacia Núremberg para una nueva actuación. Era la despedida. Además de haberlo hospedado y llevado a pasear por un sinnúmero de lugares, antes de partir le regaló “Héroes de papel. Vivir del aire”, una maravillosa antología de textos de autores como Cervantes, Dickens, Pérez Galdós, Poe, Kafka, Hemingway, Onetti, Cortázar y muchos otros. Otra joya para su biblioteca. Todavía le quedaban al hombre unos días más en Atenas antes de emprender el regreso, los que aprovechó para seguir caminando por aquí y por allá en su obstinado rastreo de la Historia. Sabía que ésta nace y renace, que es una búsqueda constante, y él quería participar de ella. Finalmente, una madrugada muy temprano, unos amigos lo alcanzaron hasta el aeropuerto Eleftherios Venizelos en donde se embarcó hacia Madrid. Tras una breve escala en el aeropuerto de Fiumicino, el avión arribó a Barajas a media mañana. De allí trasbordó a otro que lo dejó en el aeropuerto de Orly, en el sur de la Ciudad Luz. Era apenas el mediodía y su vuelo hacia Buenos Aires partía desde el aeropuerto Charles de Gaulle, a casi cincuenta kilómetros de allí, recién a la medianoche. Recordó entonces sus pensamientos cuando sobrevoló París en el viaje de ida y le fue inevitable relacionarlos con las enseñanzas de su padre. No podía precisar el momento en que sus charlas habían comenzado a vislumbrarse en su vida para convertirla en una búsqueda constante de acontecimientos de los que se aprende algo, pero, evidentemente -pensó- así había ocurrido y así ha sido siempre: un obstinado buscador. Ahora tenía bastante tiempo por delante y había que aprovecharlo.


Salió de la Terminal Ouest y, haciendo uso de su precario inglés, comenzó a averiguar las opciones para hacer un recorrido por París. Después de escuchar, en un inglés casi tan rudimentario como el suyo, varios ofrecimientos sobre diversos medios de transporte a precios dispares, se sentó sobre su maleta y se dispuso a fumar mientras decidía qué hacer. Fue entonces cuando escuchó una voz que, en español, le pedía un cigarrillo. Alzó la vista sorprendido y se encontró con un viejito de piel morena que le sonreía amistosamente mientras le hacía el típico gesto con los dedos en V. El marroquí, tal era su nacionalidad -se enteraría un rato después-, luego de agradecerle el pitillo -así lo llamó- le comentó que había escuchado sus preguntas y le recomendó una lanzadera -un minibús le explicó- que iba hasta la gare -estación ferroviaria le tradujo- de Bercy para pasar luego por un hotel en Vincennes y terminar su recorrido en un hotel en Villiers-sur-Marne. Allí, le dijo, encontraría otra lanzadera que lo llevaría hasta el aeropuerto Charles de Gaulle. Si bien no pasaría por la Torre Eiffel ni por el Arco del Triunfo, lugares emblemáticos de la ciudad, observando el mapa que había conseguido en un café del Hall 2, le pareció interesante la sugerencia de recorrer los suburbios del área metropolitana parisina. Le agradeció al ocasional guía turístico y se encaminó hacia la parada.
Compartió la primera parte del trayecto con otros cinco pasajeros (dos parejas y una señora muy emperifollada) que no le dirigieron la palabra, enfrascados en sus propias conversaciones y pensamientos. Sentado en el asiento del fondo, con ambas ventanillas a su disposición, se dedicó a disfrutar del paisaje. Gran parte del itinerario se hizo por una amplia y transitadísima autopista -la Autoroute du Soleil- que atravesó las comunas de Rungis, Arcueil y Gentilly. Desde allí, de a ratos, pudo ver a lo lejos a la insigne Torre Eiffel.


Luego siguió por el Boulevard Périphérique -por el que cruzó el río Sena- para, después de tomar varias calles más, llegar a la estación del ferrocarril en dónde descendió una de las parejas. Más que la yuxtaposición de distintos estilos arquitectónicos que pudo apreciar en el trecho recorrido, lo que más le llamó la atención fue la profusión de barrios desangelados, colmados de bloques de viviendas populares, y la cantidad de basura desparramada en las calles. Tras una media hora de espera hasta que llegó un nuevo pasajero, el minibús se dirigió hacia su siguiente parada en el hotel de la Porte Dorée en Val de Marne. Allí descendieron la dama copetuda y el señor que había subido en la estación de Bercy, quedando sólo de acompañantes la otra pareja. Tomaron una nueva autopista, esta vez la Autoroute de l'Est, atravesando Saint Maurice hasta llegar al hotel Holiday Inn en Nogent sur Marne. En el trayecto pudo apreciar un enorme parque, el río Marne y edificaciones con alternancia de arquitectura victoriana, modernista y posmoderna. Antes de descender le preguntó al “chauffeur” si hablaba en inglés y, ante su respuesta afirmativa, le pidió que le indicase qué podía tomar para llegar al Aeropuerto Charles de Gaulle. “More slowly, please”, le rogó después de escucharlo la primera vez. Le costó entenderlo, pero finalmente -más por intuición que por comprensión- llegó hasta una pequeña caseta en dónde le indicaron -más con gestos que con palabras- lo que tenía que hacer.