Recordó
que alguna vez Chandler dijo que sus personajes se distinguían porque estaban
más preocupados por corregir los errores de la sociedad que por resolver los
crímenes. Y él -pensó- era un personaje que soñaba con cambiarla. Por eso sus
clases en el Bachillerato distaban tanto de la educación formal. Resaltaba la
importancia de la educación para favorecer la expansión de las capacidades y
oportunidades de cada persona, pero hacía hincapié en que esa instrucción en
manos de grupos con intereses económicos era una poderosa herramienta para
fomentar la uniformidad social, para moldear a la sociedad, para dirigir a sus
integrantes en una dirección predeterminada, para organizar y controlar sus opiniones.
Y ese método constituía un atropello, un abuso a la razón.
Por eso, les recalcaba a los estudiantes, era tan importante la toma de conciencia. Pensar y no renunciar jamás al papel de la razón en nuestra sociedad. La Historia, les decía, no es una ciencia exacta como las Matemáticas ni una ciencia natural como la Biología. Es una ciencia social y, por lo tanto, sus afirmaciones no pueden refutarse o convalidarse mediante un experimento de laboratorio, de modo que nunca es imparcial. Quien la narra, incluso él mismo -les aclaraba-, puede omitir, acortar o agregar datos tanto involuntaria como premeditadamente. No tiene la última palabra, puesto que la próxima persona que la cuente, ya sea que la acepte o la rechace, la recuerde o la olvide, la ignore o la repita, esa siguiente persona, la última por el momento, será la nueva intérprete de la historia. De allí la importancia de pensar, les repetía a cada momento. Sólo pensando, razonando, reflexionando, se puede llegar como sujetos a constituirse en actores y protagonistas de la historia para elaborar un proyecto superador para todos.
Por eso, les recalcaba a los estudiantes, era tan importante la toma de conciencia. Pensar y no renunciar jamás al papel de la razón en nuestra sociedad. La Historia, les decía, no es una ciencia exacta como las Matemáticas ni una ciencia natural como la Biología. Es una ciencia social y, por lo tanto, sus afirmaciones no pueden refutarse o convalidarse mediante un experimento de laboratorio, de modo que nunca es imparcial. Quien la narra, incluso él mismo -les aclaraba-, puede omitir, acortar o agregar datos tanto involuntaria como premeditadamente. No tiene la última palabra, puesto que la próxima persona que la cuente, ya sea que la acepte o la rechace, la recuerde o la olvide, la ignore o la repita, esa siguiente persona, la última por el momento, será la nueva intérprete de la historia. De allí la importancia de pensar, les repetía a cada momento. Sólo pensando, razonando, reflexionando, se puede llegar como sujetos a constituirse en actores y protagonistas de la historia para elaborar un proyecto superador para todos.
Junto
con la profesora titular les contaba a los estudiantes que la vida humana en el
continente americano había comenzado hace unos cincuenta mil años. Que hasta el
inicio de la invasión europea se había producido su poblamiento en un proceso
que duró milenios y que había generado un verdadero mosaico de pueblos
diferenciados entre sí, con distintos niveles de desarrollo. Que de entre todos
ellos, hubo tres que llegaron a formar grandes imperios: los Incas, los Mayas y
los Aztecas. Que la base de la economía de los pueblos originarios era la
agricultura. Que el maíz, la papa, la batata, el cacao, el zapallo, la
calabaza, el tomate, el poroto y la mandioca eran los cultivos más
desarrollados. Que, tras la conquista, todos fueron llevados a Europa y
rápidamente adoptados por sus habitantes. Que, en contrapartida, cuando los
europeos llegaron a América trajeron otros productos agrícolas que no existían
en el continente americano tales como el trigo, la cebada, la avena, el olivo,
la alfalfa, la lenteja, la lechuga, el espárrago, la zanahoria y la espinaca.
Que las expediciones españolas habían introducido en el continente los
caballos, las ovejas, las vacas, los cerdos, los asnos, los gatos, las ratas,
el café, la rueda, el hierro y las armas de fuego, entre otras cosas, pero que también
trajeron numerosas enfermedades como la lepra, la difteria, el cólera, la
fiebre amarilla, la peste bubónica, la viruela, el sarampión, la gripe, la
varicela, la escarlatina, las paperas y la rubeola. Que esas enfermedades produjeron
grandes epidemias y diezmaron a la población autóctona. Que los conquistadores
europeos también habían descubierto minerales valiosos como el oro y la plata,
los que, saqueados y transportados a Europa, contribuyeron en buena medida a
abrir las puertas a la Revolución Industrial.
Otro
día les explicaban que el estudio de cualquier sociedad, en cualquier momento
de su desarrollo histórico, debía necesariamente comenzar con el análisis de su
modo de producción, es decir, la manera en que los hombres se adaptaron a la
naturaleza y la transformaron a través del trabajo, y los acuerdos sociales por
medio de los cuales ese trabajo fue organizado y distribuido. Fueron estos
elementos los que definieron en las distintas épocas el marco político, económico,
social, jurídico y cultural en el que se desarrollaron los pueblos. En el caso
específico de América Latina, detallaban, se podían delimitar en base a esas
afirmaciones cinco grandes épocas: la comunidad primitiva aborigen que vivía de
la caza, la pesca, la recolección y el trueque; las rudimentarias sociedades
clasistas precolombinas que lo hacían del cultivo de la tierra y las
manufacturas artesanales; el heterogéneo sistema feudal-colonial que comenzó
con la invasión europea y se basó en la esclavitud y la explotación; los distintos
regímenes instaurados luego de las independencias de las naciones, que
desarrollaron una economía de naturaleza exportadora-comercial con las
potencias europeas; y los gobiernos pseudo democráticos que, tras la Segunda
Guerra Mundial, sucumbieron al capitalismo dependiente y subdesarrollado que
prevalece hasta hoy. Todo muy interesante, sin dudas. Los estudiantes tomaban
apuntes, hacían preguntas, miraban con suma atención los videos, opinaban. Todos
los días de clases, el hombre salía contento del aula con la sensación de haber
contribuido aunque sea en una módica medida a la comprensión de la complejidad
de la historia. Camino a su casa, recordaba al Cortázar que decía que “sólo nos
queda protagonizar pequeños actos que, aunque por sí solos no resuelvan nada,
por lo menos nieguen la exclusividad del despojo y la omnipotencia de la
desdicha”. Y eso era lo que él trataba de hacer.
Pero no
era tan sencilla la tarea. Inevitablemente, al ver lo que estaba ocurriendo por
enésima vez en su país, lo asaltaron la indignación, la tristeza, la
desesperanza. Una vez más -piensa- un gobierno que asume lamentándose de que
comienza su gestión arrastrando la pesada herencia que le deja el anterior,
desdeñando la responsabilidad que le cabe, ya sea por acción u omisión durante
el período precedente, remitiéndonos al viejo cuento del huevo y la gallina;
una vez más quedar sujetos a los vaivenes políticos y a las apetencias
económicas de las potencias hegemónicas de turno y de sus secuaces vernáculos;
una vez más los discursos huecos e inverosímiles que pretenden convencer a la
gente de las bondades de la economía del libre mercado; una vez más la catarata
de promesas de terminar con el desempleo, el trabajo informal, la corrupción,
la pobreza; una vez más advertir que las riquezas ya no se crean a partir de la
producción de bienes materiales sino a partir de especulaciones abstractas en
esa suerte de garito que es la Bolsa de Valores; una vez más observar cómo las
grandes multinacionales exterminan a las pequeñas y medianas empresas
nacionales carentes de recursos y tecnología adecuados para competir en
igualdad de condiciones y remiten periódicamente sus ganancias al exterior sin
ningún tipo de trabas; una vez más creer que cuando las burguesías económicas
nacionales acumulen grandes ganancias, éstas se derramarán como por arte de
magia entre la gente; una vez más ver al país transformado en una feria, en el paraíso de los mercachifles; una vez más…
La
lista es interminable -pensó-, y recordó al intelectual británico Terry Eagleton
cuando se preguntaba por qué el sistema capitalista había acumulado más
recursos de los que jamás se habían visto en la historia humana y, sin embargo,
era incapaz de superar la pobreza, el hambre, la explotación y la desigualdad.
¿Cuáles eran los mecanismos por los cuales la riqueza de una minoría parece
engendrar miseria e indignidad para la mayoría? ¿Por qué la riqueza privada
parece ir de la mano con la miseria pública?
Ahora que el fascismo se ha despersonalizado, distribuido solícitamente en el mercado, las personas, al no comprender, actúan a destiempo y resultan víctimas del desacuerdo objetivo que existe entre la realidad y la imagen que de ella se forma. No hace falta tener una mente inquisitiva o dotada de sagacidad para darse cuenta que vivimos en un mundo en el que todo puede suceder, desde lo más absurdo y ridículo hasta lo más abyecto e inverosímil. La trivialidad del mal, el bastardeo de las palabras, la venalidad de la voluntad y la relatividad de la ética son ya moneda corriente y casi nadie se asombra por ello. Por eso no podía creer en nada, tal como le pasaba cuando era apenas un niño y en la escuela de curas en la que lo había inscripto su madre le hablaban de Dios y él no podía creer ni media palabra de lo que le decían. Que el planeta Tierra tenía sólo seis mil años y había sido creado por el Supremo Hacedor en seis días; que Noé había trasladado en su arca a los dinosaurios, los que se habían extinguido hacía poco tiempo y era posible que hubiese todavía algunos vivos; que las razas del mundo eran el resultado de la Torre de Babel; que el primer hombre había sido creado con barro y la primera mujer con una costilla de aquél; que un ángel había descendido a la tierra para traer mensajes celestiales, que una virgen había parido a una criatura que, con el correr de los años, realizaba milagros como convertir el agua en vino, curar ciegos, paralíticos y leprosos, expulsar demonios y caminar sobre el agua hasta que, tras ser torturado y asesinado, había resucitado y ascendido a los cielos desde donde volvería para el Juicio Final… Relatos todos ellos que superaban en imaginación a las fábulas de Esopo, de Samaniego, de los hermanos Grimm, que su padre le leía todas las noches.
Ahora que el fascismo se ha despersonalizado, distribuido solícitamente en el mercado, las personas, al no comprender, actúan a destiempo y resultan víctimas del desacuerdo objetivo que existe entre la realidad y la imagen que de ella se forma. No hace falta tener una mente inquisitiva o dotada de sagacidad para darse cuenta que vivimos en un mundo en el que todo puede suceder, desde lo más absurdo y ridículo hasta lo más abyecto e inverosímil. La trivialidad del mal, el bastardeo de las palabras, la venalidad de la voluntad y la relatividad de la ética son ya moneda corriente y casi nadie se asombra por ello. Por eso no podía creer en nada, tal como le pasaba cuando era apenas un niño y en la escuela de curas en la que lo había inscripto su madre le hablaban de Dios y él no podía creer ni media palabra de lo que le decían. Que el planeta Tierra tenía sólo seis mil años y había sido creado por el Supremo Hacedor en seis días; que Noé había trasladado en su arca a los dinosaurios, los que se habían extinguido hacía poco tiempo y era posible que hubiese todavía algunos vivos; que las razas del mundo eran el resultado de la Torre de Babel; que el primer hombre había sido creado con barro y la primera mujer con una costilla de aquél; que un ángel había descendido a la tierra para traer mensajes celestiales, que una virgen había parido a una criatura que, con el correr de los años, realizaba milagros como convertir el agua en vino, curar ciegos, paralíticos y leprosos, expulsar demonios y caminar sobre el agua hasta que, tras ser torturado y asesinado, había resucitado y ascendido a los cielos desde donde volvería para el Juicio Final… Relatos todos ellos que superaban en imaginación a las fábulas de Esopo, de Samaniego, de los hermanos Grimm, que su padre le leía todas las noches.
Ahora,
tantos años después, como si estuviese renovando votos con el pasado, entre la
vigilia y el sueño es su imaginación la que se agudiza. En ese estado de
ensoñación, en su cabeza fluyen imágenes y el hombre se deja ir tras ellas,
como si fueran las manos con que un ciego tantea un largo muro en busca de una
puerta, del picaporte que le permita abrir esa puerta. Pero es en vano, no encuentra
la salida. A lo lejos oye el murmullo del canto de los grillos y, a sus
espaldas, la melodía suave de la canción de John Lennon. “Imagine all the people, sharing all the world…”,
mientras la noche se cierra, concéntrica, irremediable. Él ve
desde su ventana como se van apagando las luces de las casas del barrio y piensa
que bien podría ser una analogía con lo que ocurría con la humanidad. Pero, a
lo lejos, en un altillo recóndito, una lámpara perduraba, mínima, pálida. Todas
las demás luces se habían oscurecido menos ésa. Desolada, emanaba aún su exiguo
aliento, resistía apenas desde un débil y cansado filamento a punto de
cortarse. ¿Será otra analogía? ¿Existirán otras lámparas que sigan emitiendo un
delgado destello entre tanta sombra y silencio? ¿Habrá por ahí más luces solitarias
con las que pueda iluminarse? ¿Será posible imaginarse un mundo compartido por
todos? ¿O será simplemente una ingenua utopía? La canción había terminado mientras
el sueño, esa sexta parte de la muerte según la fantasiosa mitología hebrea, le
llegaba en puntas de pie. Con
un tenue atisbo de esperanza se durmió, por fin, esa noche.