El
historiador argentino Federico Finchelstein (1975) estudió Historia en la
Universidad de Buenos Aires y obtuvo su doctorado en la Cornell University de Nueva
York. En la actualidad reside en Estados Unidos, donde se desempeña como
profesor de Historia en la New School for Social Research y en el Eugene Lang College of Liberal Arts. Ha publicado numerosos artículos en
diversas revistas especializadas así como ensayos en volúmenes colectivos
acerca del fascismo, el Holocausto, la historia de los judíos en América Latina
y Europa, el populismo en América Latina y el antisemitismo. Entre sus libros
se cuentan: “Los alemanes, el Holocausto y la culpa colectiva. El debate
Goldhagen”, “La Argentina fascista. Los orígenes ideológicos de la dictadura”, “El
canon del Holocausto”, “Fascismo, liturgia e imaginario. El mito del general
Uriburu y la Argentina nacionalista” y “Fascismo trasatlántico”. En “Del
fascismo al populismo en la historia”, su más reciente obra, Finchelstein,
sostiene que aunque el fascismo y el populismo ocupen el centro de las
discusiones políticas y aparezcan mezclados, en realidad representan
trayectorias políticas e históricas diferentes. Con mucha frecuencia los
términos fascismo y populismo aparecen repetidos en el discurso de académicos, políticos
y periodistas (o de la gente común y corriente que opina con soltura sobre
cualquier cuestión) como representaciones del mal absoluto encarnado en
general en liderazgos demagógicos y autoritarios. Sin demasiadas precisiones, y
aparentemente definidos en cada caso a gusto o conveniencia del expositor,
nunca termina de quedar claro de qué se habla cuando se habla de fascismo y de populismo,
en qué se asemejan y en qué se diferencian, o cuáles son sus conexiones en
términos teóricos y cuáles en su itinerario histórico. Sin dudas, los conceptos de
líder y pueblo son esenciales para comprender el porqué de la aparición
histórica del fascismo y su desaparición para retornar luego convertido en lo
que se denomina populismo. El revolucionario ruso Leon Trotsky (1877-1940) decía
ochenta años atrás que el fascismo era “el movimiento de la desesperanza
contrarrevolucionaria”. Hoy, el capitalismo -gracias a sus agentes
principalmente encarnados en los medios de comunicación- moviliza a la pequeña
burguesía irritada, al lumpenproletariado desclasado o desmoralizado y a
cualquiera que el capital financiero haya empujado a la desesperación. Así, el
fascismo usa el nacionalismo para persuadir a los grupos que padecen la
estructural desigualdad que necesita el capitalismo para reproducirse. No es
difícil encontrar culpables, enemigos de la patria, parias que oculten las
verdaderas causas de los problemas. Es entonces cuando los líderes populistas
se reconocen en la identidad del pueblo, en esa única voz que los enaltece
mientras coloca a sus opositores en la denominada anti patria. Dicen
interpretar a aquellos que son excluidos, que viven alejados de los beneficios
sociales, de los que, como ellos, sólo entienden a la democracia como una forma
legítima de gestión y gobierno. En América, el populismo del general Juan D.
Perón (1895-1974) fue un claro ejemplo de ese caudillismo populista; en Europa,
la derrota del fascismo se cinceló en los pilares del así llamado Estado de Bienestar.
Cuando en la década de los ‘80 éste entró en la etapa de su definitivo declive,
comenzó un proceso en el que el populismo resurgió de la mano de un neofascismo
que ya no lleva uniforme. Esta lenta muerte del coyuntural pacto entre capital
y trabajo implicó que el capitalismo regresase a su lógica sustancialmente
acumulativa y excluyente, lo que invariablemente se traduce en la esfera
política en erosión y deslegitimación de las instituciones. El capitalismo
siempre ha resuelto estas crisis con el fascismo; el siglo XXI no es diferente.
El auge populista en Europa y Estados Unidos así lo atestigua. Para Finchelstein,
fascismo y populismo son categorías que se contraponen al liberalismo, ambos
implican una “condena moral del orden de cosas de la democracia liberal y ambos
representan una reacción masiva que líderes fuertes promueven en nombre del
pueblo contra élites y políticos tradicionales”. En cuanto al fascismo,
enfatiza que éste intentó dominar el mundo creando una ideología a su medida y
semejanza (que varía de país a país) en la cual lo irracional, lo inconsciente
y lo mítico son una misma cosa y esa cosa sólo produce una violencia política
que elimina la capacidad de pensar. Por lo tanto, el autor no pone en un plano
igualitario al fascismo y al populismo. El populismo nace del fascismo como
resultado de la derrota de éste último y en la necesidad de convertirse en una
opción válida dentro de los cánones que se imponían en el nuevo mundo y que
tenían que estar dentro de un ámbito democrático. El populismo, de tal modo,
viene a representar la imagen civilizada del fascismo. La siguiente es una entrevista
que el historiador concedió a Inés Hayes y publicada en la revista “Ñ” nº 773 el
21 de julio de 2018.
“Este libro contradice la idea de que las
experiencias fascistas y populistas del pasado y el presente pueden reducirse a
condiciones nacionales o regionales particulares”, ¿cómo se puede explicar esta
afirmación con la que se inicia tu texto?
La idea es
que todo fenómeno histórico tiene tanto dimensiones nacionales como globales.
Por ejemplo, no se puede explicar a Juan Domingo Perón sin la así llamada
“Década Infame” de los ’30, pero tampoco sin pensar en el ejemplo de Benito
Mussolini. Para Perón, Mussolini era un héroe y también un ejemplo problemático
para el nuevo momento mundial que se conforma tras la derrota fascista y el
nacimiento de la primera Guerra Fría. Mientras que en Estados Unidos muchos piensan
que su historia nada tiene que ver con la de otros países, en países como el
nuestro se postula la idea de que nuestra historia es tan especial, tan única,
que no es necesario entender procesos convergentes que se dieron y se dan en
otros lugares. La historia argentina sólo se explicaría a través de la historia
argentina. Por ejemplo, por mucho tiempo se creyó la imposible idea de que el
peronismo era absolutamente diferente a otros casos similares en América Latina
que, sin embargo, presentan similitudes e incluso influencias muy marcadas
entre ellos. Detrás de estos argumentos a favor de la originalidad local se
esconde un nacionalismo metodológico o incluso muchas veces un nacionalismo a
secas que es pura ideología. Es decir, presenta una forma narcisista de pensar
la historia que es igual a la de las fuentes y se arrodilla ante ellas. Estos
historiadores nacionalistas rinden un gran servicio a sus patrones políticos,
pero no promueven una comprensión compleja y global del pasado. En Argentina,
esto se vio claramente todas las veces que los historiadores, u otros
profesionales de las ciencias sociales, se pusieron a sueldo del gobierno (en
la televisión, en otros medios, manejando presupuestos y secretarías) para
promover el nacionalismo y vincularlo con el liderazgo de turno. Esto pasa
siempre que los intelectuales (de izquierda y de derecha) se acercan y se ponen
al servicio del poder. Lejos del poder es fácil reconocer que no somos ni tan
buenos ni tan originales. En suma, que no somos tan diferentes al resto del
mundo.
¿Cómo se explica desde la teoría que el
“populismo intentaba reformar y modular el legado fascista en clave
democrática”?
El
fascismo había aparecido a nivel nacional pero también global (con influencias
y vasos comunicantes) como una alternativa al liberalismo y al socialismo. Era
una tercera vía, una tercera posición que planteaba la dictadura con apoyo
popular como una mejor opción que la democracia liberal o la dictadura
comunista. Proponía la violencia política y la guerra como la mejor forma de
engrandecer naciones y pueblos. Era un nacionalismo extremo que hacía del
racismo un caballito de batalla y eventualmente una política de exterminio.
Este modelo es derrotado y luego del ‘45 se abren pocas perspectivas para
aquellos fascistas y derechistas que renegaban de los modelos norteamericano y
ruso victoriosos. En este marco surge el populismo como una tercera posición
que retoma el antiliberalismo y el antisocialismo del fascismo pero en clave
democrática y no dictatorial. El peronismo es el primer populismo en la
historia que llega al poder.
¿Qué diferencias radicales hay entre el
populismo de izquierda y el de derecha?
Las
diferencias son muy importantes. El populismo de izquierda propone una idea de
pueblo que es, sobre todo, política. Es decir, los que están en contra son
ilegítimos por pensar distinto; se oponen al líder mesiánico que piensa
representar exclusivamente los intereses del pueblo. El líder personifica al
pueblo y toma todas las decisiones por este. Pero si se está de acuerdo con
esta premisa autoritaria siempre se puede pertenecer a esta nación mayoritaria
del pueblo y la nación. Si se piensa distinto, es presentada como traidora o
idiota pero esta exclusión es política y no racial o religiosa. Esta es una
diferencia esencial con el populismo de derecha y extrema derecha que piensa al
pueblo no sólo en términos políticos (como un demos) sino también en términos
étnicos (el pueblo como etnos). Así el nuevo populismo de derecha de Trump a
Salvini en Italia, y en países como Alemania, Austria, Holanda y tantos otros
lugares que incluyen a Brasil, concibe enemigos del pueblo con una polarización
mayor y muchas veces racista que es difícil observar en los populismos de
izquierda. El populismo de izquierda, sobre todo, excluye políticamente; en el
populismo de derecha la exclusión es política, social, económica y muchas veces
xenófoba.
¿En qué tipo de democracias es más factible que
tengan lugar los proyectos populistas?
En todas.
El populismo surge de una crisis de representación que se da en todos lados y
en las diferentes historias de la democracia. Los ciudadanos perciben una
distancia entre representantes y representados. En este marco, los candidatos
populistas proponen acortar esta distancia a partir de una curiosa idea.
Sostienen que si la democracia no funciona realmente, pues los representantes
tienen diferencias de intereses económicos y sociales con la mayoría de los
ciudadanos, el líder populista sí entiende al pueblo y lo entiende
absolutamente.
Usted dice en el libro que cuando el populismo
“pasa de esa enemistad retórica a poner en práctica la identificación y
persecución de enemigos, podríamos decir que se transforma en fascismo”, ¿qué
ejemplos de la realidad sustentan esta afirmación?
La mayor
parte de los ejemplos históricos luego de 1945 van del fascismo al populismo y
no al revés. El populismo es una forma de democracia autoritaria que renuncia a
la esencia dictatorial del fascismo, que es la violencia absoluta contra los
enemigos del pueblo. Como sostengo en el libro, en el fascismo, la
homogeneización total del pueblo sólo sobreviene una vez que la democracia
electoral ha sido destruida. Al igual que los fascistas, los populistas
modernos de posguerra como Perón querían arrebatar la representación política a
los políticos profesionales. Los líderes populistas sostenían que sólo ellos
podían hablar en nombre del pueblo y protegerlo de sus enemigos, concretamente,
del antipueblo. Sin embargo, Perón no quería reemplazar por completo la
representación electoral, ni tampoco eliminar el sistema multipartidario. A
diferencia de lo que ocurre en el fascismo, en los procesos populistas el
enemigo sólo es retórico al igual que el pueblo. Los populistas históricamente
han renunciado a las prácticas de violencia extremas que definen el modo en que
el fascismo avanza de la teoría del pueblo y sus enemigos a su persecución e
incluso a su eliminación. De todas formas, no existen leyes históricas y por lo
tanto no podemos descartar una situación en la cual un líder populista decide
eliminar la legitimidad electoral y avanzar hacia la dictadura y la persecución
concreta del enemigo político o étnico. En este caso se da paso del populismo
al fascismo o a otras formas de dictaduras. En la época del peronismo de los ‘70,
con la organización paramilitar Triple A, se dio un paso semejante en el cual
una formación neofascista e incluso racista eliminaba enemigos amparada por el
poder estatal.
¿Qué diferencia hay entre populismo y fascismo
en relación con la tríada líder, nación y pueblo?
En ambos
el líder representa, e incluso personifica, tiene y siente en su propio cuerpo
al pueblo y a la nación en su conjunto. Pero en el fascismo no se necesitan
votos para confirmar esta trinidad líder-pueblo-nación. Esta tríada es entonces
eterna y a los que no están de acuerdo se los encarcela, son exiliados o se los
mata. El populismo retoma históricamente, luego de 1945, esta tríada pero la
reformula en clave democrática. Presenta esta forma autoritaria y religiosa, de
pensar y hacer política pero la ratifica constantemente a través de elecciones.
El fascismo es dictadura pero el populismo no. El populismo es una forma
autoritaria de pensar y reconstituir la democracia.
¿El populismo vive hoy en la Casa Blanca?
Sin
ninguna duda. Trump es un populista extremo. Representa, resume, toda la
historia anterior del populismo y también la cambia. Es el caso más notorio y
más influyente del nuevo populismo de derecha con dimensiones globales,
racistas y autoritarias.