Carlos Drummond de
Andrade
Brasil
(1902-1987)
La
casa suntuosa en Leblon está guardada por un mastín de terrible semblante, que
duerme con los ojos abiertos; o quizás no duerma, de tan vigilante que es. Por
eso, la familia vive tranquila, y nunca hubo noticia de asalto a una residencia
tan bien protegida. Hasta la semana pasada. La noche del jueves, un hombre
logró abrir el pesado portal de hierro y penetrar en el jardín. Iba a hacer lo
mismo con la puerta de la casa, cuando el perro, que astutamente lo había
dejado acercarse (para arrancarle toda la ilusión conquistada), se lanza hacia
él y lo acomete en la pierna izquierda. El ladrón quiso sacar el revólver, pero
no hubo ni tiempo para ello. Cayendo al suelo, bajo las patas del enemigo, le
suplicó con los ojos que lo dejase vivir y con la boca prometió que jamás
intentaría asaltar aquella casa. Habló por lo bajo para no despertar a los
residentes, temiendo que la situación pudiera agravarse. El animal pareció
entender la súplica del ladrón y lo dejó salir en un estado lamentable. En el
jardín quedó un trozo de pantalón. Al día siguiente, la criada no comprendió
por qué razón una voz, al teléfono, diciendo que era de Salud Pública,
preguntaba si el perro estaba vacunado. En ese momento, el perro, que estaba al
lado de la doméstica, agitó la cola, afirmativamente.
PERPLEJIDAD
Raúl Brasca
Argentina
(1948)
La
cierva pasta con sus crías. El león se arroja sobre la cierva, que logra huir.
El cazador sorprende al león y a la cierva en su carrera y prepara el fusil.
Piensa: si mato al león tendré un buen trofeo, pero si mato a la cierva tendré
trofeo y podré comerme su exquisita pata a la cazadora. De golpe, algo ha
sobrecogido a la cierva. Piensa: si el león no me alcanza ¿volverá y se comerá
a mis hijos? Precisamente el león está pensando: ¿para qué me canso con la
madre cuando, sin ningún esfuerzo, podría comerme a las crías? Cierva, león y
cazador se han detenido simultáneamente. Desconcertados, se miran. No saben
que, por una coincidencia sumamente improbable, participan de un instante de
perplejidad universal. Peces suspendidos a media agua, aves quietas como
colgadas del cielo, todo ser animado que habita sobre la Tierra duda sin atinar
a hacer un movimiento. Es el único, brevísimo hueco que se ha producido en la
historia del mundo. Con el disparo del cazador se reanuda la vida.
UN PROBLEMA
Antonio J. Cebrián
España
(1964)
Creo
que tengo un problema. Algo extraño me está pasando pero no puedo precisar
exactamente de qué se trata. Sólo sé que entre mis manos tengo un libro y en él
puedo leer:
Creo
que tengo un problema. Algo extraño me está pasando pero no puedo precisar
exactamente de qué se trata. Sólo sé que entre mis manos tengo un libro y en él
puedo leer:
Creo
que tengo un problema. Algo extraño me está pasando pero no puedo precisar
exactamente de qué se trata. Sólo sé que entre mis manos tengo un libro y en él
puedo leer...
LAS GALLINAS
Jules Renard
Francia
(1864-1910)
-
Apuesto cualquier cosa -dijo la señora Lepic- a que Honorina se ha olvidado
otra vez de encerrar las gallinas.
Así
era. Por la ventana podía comprobarse. Abajo, al fondo del gran patio, el
pequeño techo del gallinero destacaba, en la noche, el cuadrado negro de su
puerta abierta.
-
Si fueses a cerrar el gallinero, Félix... -dijo la señora Lepic al mayor de
sus hijos.
-
¿Yo? Yo no estoy aquí para ocuparme de las gallinas -contestó Félix, muchacho
pálido, indolente y poltrón.
-
¿Y tú, Ernestina?
-
¡Oh mamá!... ¡Me da miedo!
El
hermano mayor y la hermana Ernestina habían levantado apenas la cabeza para
responder. Estaban leyendo, muy interesados, los codos sobre la mesa, y sus
cabezas casi se rozaban.
-
¡Dios mío, qué tonta soy! -exclamó la señora Lepic-. No se me había ocurrido.
¡Pelo de Zanahoria, ve a cerrar el gallinero!
Llamaba
así a su hijo menor, porque tenía los cabellos rojizos y la piel llena de
pecas. Pelo de Zanahoria, que estaba bajo la mesa, jugando, se puso de pie y
dijo tímidamente:
-
Pero, mamá... Es que yo también tengo miedo...
-
¿Cómo? -respondió la señora Lepic-. ¿Un grandullón como tú teniendo miedo? ¡Si
es cosa de echarse a reír! ¡Vamos, rápido, a hacer lo que le mandan!
-
Todos lo sabemos muy bien; es atrevido como un gato montés -dijo su hermana
Ernestina.
-
No le tiene miedo a nada ni a nadie -añadió Félix, su hermano mayor.
Estos
cumplimientos enorgullecieron a Pelo de Zanahoria y, avergonzado al sentirse
indigno de ellos, luchaba ya contra su cobardía. Para alentarlo
definitivamente, su madre le prometió una bofetada si no hacía caso al
instante.
-
Al menos, que alguien me alumbre -pidió el chiquillo.
La
señora Lepic se encogió de hombros y el hermano Félix sonrió con desprecio.
Ernestina, la única capaz de experimentar piedad, tomó una bujía y acompañó a
su hermano hasta el extremo del corredor.
-
Te esperaré aquí -le dijo. Pero se fue inmediatamente, aterrada, porque un
golpe de viento hizo vacilar la llama de la bujía, apagándola.
Pelo
de Zanahoria se puso entonces a temblar en las tinieblas. Sentía las nalgas
endurecidas, los talones pegados al suelo. Las sombras eran tan espesas que
por un instante se creyó ciego. A veces una ráfaga de viento lo envolvía como
una manta helada, para llevárselo. ¿No eran zorros, quizá lobos, quienes
soplaban sobre sus dedos, sobre sus mejillas? Lo mejor era precipitarse, al
parecer, sobre las tinieblas, hacia el gallinero, la cabeza erguida, para agujerear
así las sombras. Tambaleándose, llegó a empuñar la manija de la puerta. Al
ruido de sus pasos, las gallinas espantadas se agitaron resbalando sobre sus
estacas. Pelo de Zanahoria les gritó:
-
¡Cállense! ¡Soy yo!
Cerró
la puerta y salió corriendo, las piernas y los brazos ligeros como alas. Cuando
regresó, temblando, satisfecho de sí, al calor y a la luz, tuvo la sensación de
cambiar por un traje nuevo y liviano unos andrajos llenos de barro y de lluvia.
Permaneció erguido un instante, orgulloso, esperando las felicitaciones, y
sintiéndose ya fuera de peligro, buscó en el rostro de sus familiares las
huellas de las inquietudes que debió producir su ausencia. Pero su hermano
mayor y su hermana Ernestina continuaban leyendo tranquilamente, y la señora
Lepic le dijo con el tono de voz más natural del mundo:
-
Pelo de Zanahoria, de ahora en adelante te encargarás de cerrar el gallinero
todas las noches.
DE LAS CRÓNICAS DE LA
CIUDAD
Jairo Aníbal Niño
Colombia
(1941-2010)
Nadie
jamás le había hecho caso. Lo empujaban, lo pisaban, le cerraban las puertas en
las narices. Ese día, había permanecido horas enteras esperando que el
funcionario escuchara todas las verdades que tenía que decirle. Tuvo que
marcharse cuando todos habían abandonado las oficinas y él vio que la noche lo
había cogido sentado en el taburete. Cuando a la madrugada llegó a su casa de
latas y pedazos de cartón, cuando vio a lo lejos la ciudad como un reguero de
leche iluminada, se dijo a sí mismo: No te desesperes. Todo cambiará cuando
dejes de ser invisible.
CARENCIAS
David Moreno Sanz
España
(1976)
Un
tipo que vive solo llega a casa, abre la puerta, la cierra tras de sí, se
introduce en el pasillo y sale a recibirle un gato que no tiene. Ante la sorpresa
inicial permanece quieto hasta que ese mismo gato se frota contra sus piernas.
Le prepara entonces un plato de leche con galletas pero éste insiste en
conducirle primero a la habitación de los hijos que no tiene para que les
arrope y dé dos besos de buenas noches y después hasta la cama donde duerme la
mujer que tampoco tiene. Confuso se pone el pijama, se lava los dientes y se
tumba a su lado para descansar del duro día de trabajo que no tiene. Y piensa
en mañana, en el futuro.
CIEN AÑOS
Rubem Fonseca
Brasil
(1925)
Quien
le dijo a Manuel que ese día cumplía cien años fue su vecina, doña Adelina.
-
¿Cómo sabes? -le preguntó Manuel.
-
Me sé las edades de todos los vecinos. ¿Quieres que te las diga?
Manuel
fue hasta el cubículo de la casa que llamaba oficina, escarbó en un montón de
papeles y encontró el acta. Doña Adelina tenía razón. Cumplía cien años aquel
día.
-
¿No va a celebrar? Cien años se merecen un festejo -dijo doña Adelina, cuando
se encontraron de nuevo.
-
¿Cómo voy a celebrar? Todos mis parientes y amigos ya se murieron.
Manuel
vivía en la misma casa hacía muchos años. Los muebles eran los mismos, los
libros eran los mismos, sólo las toallas, las sábanas y los calzones no eran
tan viejos. Hasta el clister era el mismo. Antes las cosas duraban, pensó Manuel,
ahora cada año sale una nueva versión del mismo producto, dicen que ésa es una técnica
comercial llamada obsolescencia programada. Entonces, súbitamente se acordó de
que clister era una palabra que venía del griego y que significaba “jeringa”. Padecía
de estreñimiento y usaba el clister para hacerse enemas a diario. Su aparato
era una especie de jarra de vidrio con una pequeña llave que abría y cerraba,
en la cual se colocaba un tubo largo de hule con un recipiente en la punta.
Llenaba la jarra con un líquido especial y, recostado sobre el lado izquierdo,
introducía la punta en el ano y abría la llave de la jarra, permitiendo que el
líquido entrara en sus intestinos hasta sentir ganas de evacuar.
Pero
ésa no puede ser la manera de conmemorar mis cien años; hago eso mismo desde
hace decenas y decenas de años, pensó. Cien años no se conmemoran. ¿Cien años
de qué? La vida es un sufrimiento continuo, el cuerpo sufre, la mente sufre,
hay muchas enfermedades -y pensó en todas las enfermedades que existían, eran
tantas que se podía llenar un libro de quinientas páginas-. ¿Era eso lo que iba
a festejar? Entonces tuvo una idea. La mejor manera de conmemorar cien años es
muriendo en la cama sin molestar a nadie.
-
Voy a acostarme y morir -decidió.
Se
recostó en la cama y se murió. Pero antes tuvo conciencia de una sensación de
bienestar. Estaba feliz.
LA CREMA ANTIARRUGAS
Emilio del Carril
Puerto
Rico (1959)
La
primera vez que se puso una pequeña porción de la crema antiarrugas que le
compró al vendedor de un país extraño, se le desaparecieron las pequeñas líneas
de expresión. Desesperado por obtener resultados más dramáticos, al otro día
embadurnó toda su cara. Horas después, se le había borrado el rostro. Desde ese
día, todas las mañanas se pinta una cara nueva con sus acuarelas de infancia.
Su única limitación es salir de la casa en los días lluviosos.
EL HOMBRE MIGRATORIO
Guillermo Martínez
Argentina
(1962)
Enoch,
de Rumania, soñó una noche que la muerte le daba alcance en un bosque de
alerces nevados y ríos de escarcha. Al despertar, su mente simple concibió un
plan simple. Con las primeras lluvias del otoño emigraría al hemisferio sur y,
seis meses después, volvió a escapar del invierno retornando a su patria. Desde
entonces sigue eternamente a las golondrinas en cautelosos barcos. Es entre los
inmortales el más bronceado.
EL HOMBRE DE LOS PIES
PERDIDOS
Gabriel Jiménez Emán
Venezuela
(1950)
Un
día un par de pies que habían perdido su dueño entraron a un bar a tomar
cerveza.
-
Disculpen -dijo el portero. Aquí no puede entrarse sin zapatos.
-
Ah, es verdad -dijeron los pies, y se regresaron a una zapatería. Ahí fueron
muy bien atendidos: encontraron a unos zapatos que les calzaron de maravilla.
Entonces se dirigieron nuevamente al bar, y el portero se alegró mucho de que
los pies estuviesen ahora protegidos y elegantes.
El
hombre que había perdido sus pies estaba muy incómodo, pues los necesitaba para
ir a tomar cerveza; era mediodía y hacía un calor terrible. El hombre se las
arregló para llegar hasta un taxi, y pedirle lo llevara hasta donde quería ir.
Al llegar a la puerta del bar, el portero le dijo:
-
Disculpe señor. No se puede entrar sin pies.
-
No puede hacerme esto -dijo el hombre. Es muy difícil encontrar unos pies a
esta hora.
-
No lo es -respondió el empleado-. Hace poco entraron unos aquí.
-
Entonces deben ser los míos. Solemos tomar cerveza a esta misma hora. Déjeme
entrar.
-
No puedo -replicó el portero-. Mejor se los llamo. Espere aquí.
El
portero se alejó a buscarlos, y el hombre pensó que era una gran suerte haber
coincidido en aquel bar. Cuando el portero y los pies regresaron, el hombre no
pudo reconocerlos, pues traían puestos unos extraños zapatos.
-
¿Qué desea? -preguntaron los zapatos.
-
Quiero saber si esos son mis pies -respondió el hombre-. Los necesito para
entrar al bar.
Entonces
los zapatos comenzaron a desamarrar sus trenzas. Al instante, los pies
estuvieron descubiertos, y con gran sorpresa el hombre vio que no eran los
suyos. Los pies volvieron a calzar sus zapatos y, muy contentos de no
pertenecer a nadie, regresaron al bar. El hombre aún no ha podido tomarse esa
cerveza.