19 de julio de 2019

Albert Londres, reportero


Existen muchos libros que narran experiencias de presidiarios en terribles cárceles del mundo. Tal vez el más célebre sea "Papillón", de Henri Charriere (1906-1973), famosísimo libro de comienzos de los ‘70. El propio Charriere, refiriéndose a sus precursores, decía tenerlos de toda clase: ex presidiarios que habían relatado sus experiencias en la Isla del Diablo, pedagogos y médicos que habían denunciado el régimen penal francés y escritores que habían dedicado largas páginas a describir los tormentos de los condenados, tal como lo hicieran Alexandre Dumas (1802-1870) en “Le comte de Monte-Cristo” (El conde de Montecristo) o Victor Hugo (1802-1885) en “Claude Gueux” (Claudio Gueux) y “Les miserables” (Los miserables). Pero él privilegiaba por sobre todos a quien había unido por primera vez en su persona todas esas condiciones: la del testigo, la del agitador social y la del narrador convincente.
El hombre en cuestión era un periodista francés y su nombre es Albert Londres, quien había nacido en Vichy el 1 de noviembre de 1884 en el seno de una familia de origen gascón, para morir en extrañas circunstancias cuarenta y ocho años más tarde, en la noche del 15 al 16 de mayo de 1932, durante el naufragio del barco en el que viajaba desde China hacia Europa. Trabajaba en la prensa desde los veinte años y se había especializado en el periodismo de investigación, en cuya línea escribió los libros que le dieron merecida celebridad, aunque antes de ello, había publicado cuatro tomos de poesía: “Suivant les heures” (Durante las horas) en 1904, “L'a áme qui vibre” (El alma que vibra) en 1908, “Le poéme effréné I” (El poema desenfrenado I) en 1909 y “Le poéme effréné II” (El poema desenfrenado II) en 1910. Luego fue enviado especial en los frentes de guerra y su bautismo de fuego lo tuvo durante la batalla del Marne, acontecida durante la Primera Guerra Mundial.
En 1924 publicó su primer libro de investigación: “Au bagne” (En el presidio) y a éste le siguieron, entre otros, “Dante n'avait rien vu (Biribi)” (Dante no vio nada. Biribi) del mismo año, “Chez les fous” (Casa de locos) y “La Chine en folie” (China enloquecida) en 1925, “Marselle, porte du sud” (Marsella, puerta del sur) y “Le chemin de Buenos Aires” (El camino de Buenos Aires) en 1927, “L'homme qui si s’évada” (El hombre que se fugó) en 1928, “Terre d'ébéne” (Tierra de ébano) en 1929, “Le juif errant est arrivé” (El judío errante ha llegado) en 1930, “Pécheurs de perles” (Pescadores de perlas) en 1931 y “Le terrorisme dans les Balkans” (El terrorismo en los Balcanes) en 1932. Póstumamente aparecieron varios volúmenes que recogían artículos suyos: “Histoires des grands chemins” (Historias de grandes caminos), una antología preparada por Edouard Helsey, en 1954; “Si je t'oublie, Constantinople” (Si te olvido, Constantinopla), que reúne los artículos sobre la campaña de los Dardanelos de 1915-1917, en 1974; y “Mourir pour Shanghai” (Morir por Shanghai), artículos sobre la guerra chino-japonesa de 1932, en 1984.


Pero, ¿cuál fue la génesis de las investigaciones de este formidable reportero? Veamos: diez años había esperado el capitán Alfred Dreyfus (1859-1935) por la revisión de su causa, el reconocimiento de su inocencia y su posterior rehabilitación gracias a la intervención del escritor Émile Zola (1840-1902) con su célebre artículo “J’accuse…!” (Yo acuso) publicado en el diario “L'Aurore” el 13 de enero de 1898 en su primera plana. Más esperó Eugène Dieudonné (1884-1944) y más hubiese esperado, de no haber sido por la providencial aparición en su vida de Albert Londres, el periodista que se había tomado el trabajo de viajar hasta la Isla du Diable.
¿Quién ignoraba la existencia de las colonias penales de la Guayana? Nadie, ya que todo el mundo había sabido de ellas desde que había estallado el caso Dreyfus. Funcionaban desde los días de la Revolución en la posesión francesa de América del Sur, donde los condenados se mezclaban con tuberculosos, leprosos, enfermos crónicos de todo pelaje y ancianos dementes. Las Islas de Royale, Saint Joseph y du Diable eran utilizadas para los presidiarios más duros. A los sentenciados a perpetuidad y los deportados se los instalaba en Cayena. Había habido allí presos famosos: el dramaturgo, ensayista y activista revolucionario Jean Marie Collot d'Herbois (1749-1796), enviado por sus pares en los días del Terror; el capitán Dreyfus; el oficial naval Benjamin Ullmo (1882-1957)...
En 1924, el más conocido era Eugène Dieudonné, aislado por sus reiteradas tentativas de fuga. Albert Londres había ido a visitarle, a él y a otro convicto, un anarquista llamado Paul Roussenq (1885-1949). La visita dio como resultado un reportaje sobre la isla du Diable. Londres tituló su trabajo, publicado en libro ese mismo año, “En el presidio”. Dieudonné estaba acusado de colaboración con la banda anarquista de Jules Bonnot (1876-1912), lo que no era verdad.
El éxito del reportaje de Albert Londres fue enorme: la opinión pública aún tenía el corazón sensible, los ministros todavía renunciaban por el escándalo jurídico y los poderosos temían a la agitación. Dieudonné llevaba dieciocho años en Cayena cuando se reconsideró su sumario y se le declaró inocente. Hubo un segundo libro sobre este preso. Londres sabía administrar su material y sólo en 1928 publicó “El hombre que se fugó”, con la historia de todas las evasiones fallidas del que ya era su personaje. Tiempo después y para completar el retrato del sistema carcelario francés realizó un par de visitas trascendentales: la primera, a las colonias penitenciarias del norte de África, a Biribi. El título del libro-reportaje resultante revela a las claras su contenido: “Dante no vio nada (Biribi)”. Y poco más tarde, con un criterio envidiablemente moderno, hizo la segunda: a los manicomios.
Sin embargo, el libro que lo haría trascender estaba aún por ser escrito y se referiría a los pormenores de la mala vida porteña de comienzos del siglo XX que giraban en torno de una organización judío-polaca de prostitución denominada Zwi Migdal, la que operó fructíferamente hasta la década de los ‘30 en Buenos Aires. Al principio, no era más que un grupo de rufianes polacos que descubrieron que la mayor parte de los inmigrantes que llegaban a las Américas a hacer fortuna eran hombres solos. Proporcionar mujeres circunstanciales, sanas y baratas a millones de hombres solitarios y encelados, tenía que ser el negocio del siglo.


Empezaron a exportar centenares de prostitutas de Varsovia a Nueva York, La Habana y Buenos Aires. No bastaba con las polacas de Varsovia. Las judías de aquella ciudad también podían ser utilizadas, aunque eso implicara asociar a los rufianes judíos. Asimismo buscaron fuera de las ciudades, en el campo y las aldeas, sobre todo las más pobres, las de los asentamientos judíos. Más tarde salieron de Polonia y recolectaron su cargamento humano en Bulgaria y en Rumania. Allí no iban a buscar prostitutas, sino jovencitas. Se las compraban a sus padres o las pedían en matrimonio, para llevárselas tras una falsa boda. Así, se fueron incorporando cada vez más rufianes judíos.
Zwi Migdal se fue convirtiendo poco a poco en una sociedad de rufianes judíos. Es una historia incómoda, de doble filo: algunos callan porque suponen que si se habla de la Migdal como de una mafia judía, que es lo que en realidad llegó a ser, se fomenta el antisemitismo; otros callan por motivos opuestos: si se dice que la miseria impulsó a miles y miles de muchachas judías a la prostitución, se acaba con el mito de los judíos como ricos usureros. Para aclararlo todo, están los textos de Albert Londres. La historia empezó para él cuando preparaba su libro sobre Marsella, “Marsella, puerta del sur", en 1926. Fue entonces cuando descubrió a los tratantes franceses, conversó con ellos, se enteró de su negocio y decidió seguir su línea de producción hasta el final, hasta uno de los puertos de destino, el más generoso para el oficio, el que más mujeres consumía: Buenos Aires.
“El camino de Buenos Aires” es un libro que posee todos los méritos del periodismo de investigación. Londres convivió con los rufianes franceses y con sus mujeres, fue a comer con ellos, a veces en las mismas casas en que las damas recibían a sus clientes: no los grandes burdeles, sino las casas en las que atendía una sola mujer. Eran las francesas, las más caras, ya que los hombres pagaban cinco pesos por unos minutos en su compañía. Bordeando la condición paria, la nada, estaban las putas criollas: un peso. Las de clase simplemente inferior, la gran mayoría, las populares, las razonables, eran las polacas: dos pesos.
Albert Londres cuenta sus historias, la seducción, la compra o la boda amañada y las formas de su trabajo que implicaba hasta setenta u ochenta hombres cada día. “El camino de Buenos Aires” propone una bifurcación: por un lado, la trata de blancas como tal; por el otro, la miseria original, el motor de todo aquello. Y explicaba lo que eran las aldeas judías de la Polonia rural. Un azar lo había llevado hasta ellas. Poco después regresaría y observaría las de Rumania y las de Bulgaria. El libro resultante se llamóEl judío errante ha llegado”. Pero ésa era la segunda de las sendas iniciadas en la bifurcación, la que se podía seguir después de recorrer la primera hasta su término y regresar. La primera pasa por África y por el Caribe y está narrada en “Tierra de ébano”. En 1925, mientras en Francia se publicaba “Casa de locos”, Albert Londres viajaba a China. “China enloquecida” se tituló el reportaje en que se cuenta esa visión.


La siguiente experiencia china de Albert Londres se realizó cuando estaba a punto de concluir la redacción de la anterior, en 1932. El año empezó con la noticia de la guerra chino-japonesa. El hombre que en el periódico "Matin" de París, en 1914, poco después de la batalla del Marne, se había iniciado como corresponsal en el frente, fue hasta allí e investigó. Descubrió cosas y las documentó con precisión. Entró en contacto con el ejército revolucionario y conversó con uno de sus dirigentes, el que se perfilaba como más lúcido, aún poco conocido: Mao Tse Tung (1893-1976). En China, Londres tomó notas. Dice la leyenda que murió por ellas.
Regresaba a Europa en el barco “Georges Philippard”. Una noche, el buque se incendió. Los pasajeros tenían esperanza de salvarse porque la tierra no estaba lejos. Apresuradamente, buscaron un lugar en los botes. Londres se ubicó en uno de ellos pero de pronto recordó sus sagradas posesiones, sus papeles que habían quedado en su camarote en el barco que se hundía. El periodista se echó al agua. Nunca más le volvieron ver. Con él, debe de haberse perdido un libro intenso, como todos los demás, pleno de contrastes, tenebroso, inclusive algo tremendista. Ese era su estilo. Sus críticos, envidioso quizás, acuñaron el término londrismo para referirse a él. Lo londrista tiene algo de violento, mucho de veraz, un toque de ingenuo asombro ante las cosas de la vida, cierta pompa retórica, una filosofía que es suma de sentido común y moral vulgar destinada a ganar público y una enorme fe en el valor del trabajo periodístico como factor de reforma de la sociedad y de la historia. El escritor argentino Roberto Arlt (1900-1942) le debe el discurso de uno de los personajes centrales de “Los siete locos”, Haffner, el Rufián Melancólico, que es calcado del de Vacabana, alias el Moro, de “El camino de Buenos Aires”.
El último capítulo de ese libro se titula “Nuestra responsabilidad” y Albert Londres escribió en él: “Me gustaría que me concedieran el honor de escucharme. Fui a la cárcel. Penetré en la casa de los locos. ¿Por qué? ¿Para contarles historias? Conozco muchas, más atractivas. A un hombre que desde hace quince años rueda sin cesar por el mundo, no le faltan historias. Quise bajar al foso al que la sociedad arroja lo que la amenaza. Y mirar lo que nadie quiere mirar. Juzgar la cosa juzgada. No he creído necesario dormir en paz sobre las mieles de la ley. Me pareció loable prestar una voz, por débil que fuese, a aquellos que no tenían el derecho de hablar. ¿Llegué a ser escuchado? No siempre. Los que viven sin cadenas, sin inconvenientes, los que comen todos los días, hacen tanto ruido que nadie percibe esas otras quejas, las que vienen de abajo”.
Albert Londres escribía en libretas pequeñas de hojas cuadriculadas, en agendas con calendarios de la década del ‘20 y en cuadernos azules con hojas rayadas. No usaba pluma, sino lápiz, y con letra grande anotaba ideas, descripciones y diálogos. “Un verdadero periodista debe saber escuchar y ver; el que sólo sepa escribir nunca será nada más que un escritor literario”, escribió en su libro “La traite des noirs” (La trata de negros). En vida fue descripto por la prensa francesa como un príncipe de los reporteros, un hombre que hacía de la locomoción su segunda patria, un as del reportaje y un ciudadano de los cinco continentes que encontraba su hogar en un camarote de barco o en cucheta de tren, y que apenas si pasaba por París, ciudad que consideraba un trampolín para saltar con un impulso nuevo hacia lo desconocido.


Su única hija, Florise Martinet Londres (1904-1975), a quien su padre le había enviado un telegrama desde Shanghai pidiéndole que lo fuera a buscar al puerto cuando llegara, creó un premio en 1933, un año después del incendio de barco, en honor a su padre. El Prix Albert Londres todavía existe y es el premio de periodismo más antiguo de Europa. Se financió durante años con la herencia que él dejó y las regalías de sus libros. El premio, que suele comparárselo con el Pulitzer de Estados Unidos, es una medalla (cuyo diseño con imágenes de luz y oscuridad es una alegoría de la vida de Londres) y la suma de 3.000 euros. Entre sus ganadores figuran los prestigiosos periodistas Jean Gérard Fleury (1905-2002), Jean Lartéguy (1920-2011), Marie Monique Robin (1960) y Philippe Broussard (1963).