Para la Real Academia Española, existen tres
acepciones de la palabra “realidad”: 1. existencia real y efectiva de algo; 2.
verdad, lo que ocurre verdaderamente, y 3. lo que es efectivo o tiene valor
práctico, en contraposición con lo fantástico e ilusorio. El filósofo español
José Ferrater Mora (1912-1991), por otra parte, decía en su “Diccionario de
Filosofía” que la realidad es “la totalidad de hechos posibles y expresables
mediante el conjunto de proposiciones con sentido, tanto las verdaderas como
las falsas”. Desde luego, la realidad es un concepto que tiene no sólo varias
acepciones sino también múltiples aplicaciones en todas las áreas de
pensamiento humano, tanto filosófico como científico, tecnológico, político o
sociológico.
En cuanto
a la Filosofía, ya en el siglo V a.C. el filósofo jónico Heráclito de Éfeso
(540-470 a.C.) expresaba de modo metafórico que la realidad no era más que el
devenir, una incesante transformación. Tiempo después, Aristóteles de Estagira
(384-322 a. C.) decía en Atenas que la realidad era la forma en que se
manifestaba la verdadera existencia, algo concreto que formaba parte del mundo
sensible y material. Mucho más adelante, en el siglo XVII, el filósofo francés
René Descartes (1596-1650) aseguraba en sus “Méditations metaphysiques”
(Meditaciones metafísicas) que la realidad existía únicamente en la conciencia
del individuo. Cercanos a esta idea del Idealismo, los filósofos George
Berkeley (1685-1753) y Johann Fichte (1762-1814) atribuirían un papel clave a
la mente para el conocimiento de la realidad ya que, al estar ésta fuera de
aquella no era comprensible en sí misma.
Para Georg
W.F. Hegel (1770-1831), el pensamiento era el creador de la realidad. En su
“Phänomenologie des geistes” (Fenomenología del espíritu) afirmaba que la
realidad era la unidad de la esencia y la existencia. En cambio, para los
exponentes del Materialismo, para explicar la realidad era necesario analizar
cómo se generaba algo a partir de sus componentes materiales. En su tratado “De
corpore” (Tratado sobre el cuerpo), el filósofo inglés Thomas Hobbes
(1588-1679) sostenía que el único objeto de conocimiento era lo corporal, pues
sólo las cosas que actúan o sufren la acción de otro componen la realidad. La
causa de sus cambios y movimientos tenía lugar por el enfrentamiento de los
elementos inherentes a la propia materia y a sus continuas contradicciones.
Los
albores del siglo XX fueron una época dorada para la Física. En aquellos años
aparecieron novedosas teorías para explicar el mundo de formas radicalmente
nuevas, un prodigio que no se veía desde la revolución científica del siglo
XVII liderada por Galileo Galilei (1564-1642), Johannes Kepler (1571-1630) e
Isaac Newton (1643-1727). El punto más alto de ese período -y quizá el que
marcó su fin- fue el Congreso Solvay de 1927, un ciclo de conferencias
científicas organizadas en Bruselas por el químico industrial belga Ernest
Solvay (1838-1922) a la que asistieron personalidades notables de la ciencia
como Hendrik Lorentz (1853-1928), Max Planck (1858-1947), Niels Bohr
(1885-1962), Marie Curie (1867-1934), Albert Einstein (1879-1955) y Erwin
Schrödinger (1887-1961), por citar a los más conocidos.
Estas
conferencias marcaron una trascendental lucha por describir la naturaleza misma
de la realidad, refiriéndose, claro, a la naturaleza física de la misma. Para
algunos había que hacerlo desde la visión clásica de la causalidad, esto es, la
relación entre causa y efecto, y para otros debía hacérselo introduciendo las novedosas
teorías de la mecánica cuántica, aquella que analiza el comportamiento de la
materia de acuerdo a los diferentes entornos y situaciones.
Por
entonces el médico neurólogo austriaco Sigmund Freud (1856-1939), desde un
ángulo completamente distinto, buscaba demostrar que el psicoanálisis era capaz
de dar cuenta de la realidad de una manera verificable empíricamente. En su
obra de 1915 “Das unbewusste” (Lo inconsciente), se preguntaba cuál era la
naturaleza de la realidad y cómo influía en ella la experiencia humana y su
comunicación entre las personas. Para el padre del psicoanálisis, era
justificable suponer que la creencia en la realidad estaba relacionada con la
percepción a través de los sentidos. La relación de los seres humanos con el
mundo externo, es decir, con la realidad, dependía de la habilidad para
diferenciar entre la percepción y la idea que se tuviera de la misma.
Pero, más
allá de las disquisiciones científicas, provengan éstas de la Filosofía, de la Física
o del Psicoanálisis, para un ser humano común y corriente hay preguntas que
parecerían no tener respuesta. ¿Qué es la realidad? ¿Cómo la definimos?
¿Cuántas realidades hay? ¿Cada quien tiene su propia realidad? Con el paso de
los años, diversos estudios aparecidos parecen demostrar de manera contundente
que la naturaleza de la realidad no es objetiva sino que depende de quién la
esté mirando.
Desde un
punto de vista relacionado con la vida cotidiana de las personas, acercándonos
ya al final de las dos primeras décadas del siglo XXI, pareciera ser que ser hoy
realista no significase más que conformarse con las ideas sobre la realidad que
pregonan las clases dominantes, incluso si esas ideas son constantemente refutadas
y desmentidas por la propia realidad.
Hasta
resulta grotesco advertir que, cuánto más tonta es una idea dominante, tanto más
es aceptada como una verdad obvia y, por ende, consentida por un sinnúmero de
apáticos conformistas. Pseudo filósofos, soberbios economistas, engreídos
historiadores y vanidosos sociólogos, al amparo de los medios masivos de
comunicación (¿o debería llamárselos de manipulación?), repiten constantemente
el disparate de la completa y definitiva victoria del capitalismo liberal o de
la singular eficacia de la globalización y financiarización de la economía
mundial, a pesar de que los hechos demuestran cada día que pasa los nefastos
resultados de tales políticas.
En medio
de esta aberrante realidad, no dejan de aparecer supuestos intelectuales que
discrepan con estas posturas y presentan irrisorias alternativas sólo modificando
o retocando los mismos disparates que, más temprano que tarde, resultan incluso
peores. Ridículamente repiten constantemente que, si bien las actuales políticas económicas no son
las mejores, no caben dudas de que el capitalismo es el único sistema posible
por un período indefinido de tiempo y que es inevitable la supremacía de los intangibles
mercados dada su supuestamente probada superioridad sobre cualquier otra
alternativa para manejar la economía.
Todas
estas pretensiones de realismo son definitivamente el polo opuesto de lo que,
según el materialismo histórico, es realmente el realismo, aquello que en 1923 en
su “Novyy kurs” (El nuevo curso) León Trotsky (1879-1940) llamaba “la forma de
evaluación cuantitativa y cualitativa más elevada de la realidad objetiva con
todas sus contradicciones en transición y en constante movimiento y cambio”.
Casi un
siglo y medio antes, el filósofo prusiano Immanuel Kant (1724-1804) afirmaba en
“Kritik der reinen vernunft” (Crítica de la razón pura) que la realidad “es lo
que la mente humana percibe a través de los sentidos” y se basaba en el aspecto
externo de lo que se ve o se sabe, de lo que nos dicen o no nos dicen. Y,
posiblemente, tal afirmación tenga hoy más vigencia que nunca si se piensa en
el rol de los medios de comunicación, los que cumplen una función preponderante
en la manera de intervenir en la realidad según lo que dicen o no dicen, lo que
callan, lo que ocultan o lo que tergiversan de acuerdo a sus intereses
corporativos.
De manera
premonitoria, a mediados del siglo XVII el filósofo holandés Baruch Spinoza (1632-1677)
manifestaba en “Ethica ordine geometrico demonstrata” (Ética demostrada según
el orden geométrico) que los hombres se creen libres porque son conscientes de
sus deseos, pero en realidad ignoran las causas por las cuales tienen esos
deseos. En la realidad contemporánea, en la que las variables que afectan a la
formación de los individuos son algunas como el consumismo, la desinformación,
la publicidad o el miedo, es razonable preguntarse si, efectivamente, cada
persona es libre de tomar la decisión que quiera, sobre todo en la actualidad,
cuando la forma preponderante de la objetividad manifiesta las ilusiones
dominantes de las clases dirigentes a través de la retórica de la propaganda.
Allá por
1846, Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895) decían en “Die
deutsche ideologie” (La ideología alemana) que las ideas preponderantes en cada
época eran las de la clase dominante. Para los filósofos alemanes, esta clase,
al controlar los medios de producción material, también controlaba los medios
de la producción mental, imponiendo así dichas ideas al resto de la sociedad. Hoy,
la omnipotencia de las últimas tecnologías informáticas controladas por el gran
capital financiero que gobierna en un mundo globalizado más allá de la vieja
sociedad industrial de la que hablaban Marx y Engels, sustenta el imaginario
social y constituye la quintaesencia del realismo en nuestros días.
Sin
embargo este es un fenómeno novedoso sólo por el notable desarrollo del procesamiento
automático de información mediante dispositivos electrónicos y sistemas de
computación, pero no lo es desde el punto de vista de sus objetivos. Hace algo
más de ochenta años, Joseph Goebbels (1897-1945), ministro para la Ilustración
Pública
y Propaganda del Tercer Reich, se apoderó de la supervisión de los medios de
comunicación, las artes y la información en la Alemania nazi con el fin de controlar
todos los aspectos de la vida cultural e intelectual de los alemanes.
Utilizando con fines propagandísticos la prensa escrita y los medios de
comunicación relativamente nuevos por entonces como la radio y el cine,
Goebbels consiguió que la figura de Adolf Hitler (1889-1945) empezara a tomar
un cariz distinto de cara a la sociedad. Pasó de ser un criminal que había sido
encarcelado por atentar contra el Estado a ser un mártir que fuera arrestado
por las fuerzas comunistas y socialistas que estaban siendo controladas desde
Moscú. Mediante el desarrollo de sistemáticas campañas de desprestigio,
falsedades y desinformación, poco a poco fue creando una singular realidad: la
que se adecuaba a los objetivos del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán.
Este
episodio histórico podría parecer obsoleto, anticuado; sin embargo esa
caracterización es sólo aparente y superficial pues, en el fondo, todo proceso
histórico está determinado por similares intereses y conflictos. Ya lo advertía
el escritor y periodista británico George Orwell (1903-1950) en su ensayo “Politics
and the english language” (La política y la lengua inglesa), publicado en 1946:
“El lenguaje político tiene como objetivo hacer que las mentiras suenen
verdaderas”. Hoy en día, la realidad está estigmatizada por ese dualismo
perverso hasta tal punto que pareciera que los hechos objetivos no existen, lo
que nos retrotrae al principio de la transposición goebbeliano que rezaba “Si
no puedes negar las malas noticias, inventa otras que las distraigan”.
El lingüista
y filósofo estadounidense Noam Chomsky (1928) viene desde hace varias décadas
ocupándose de este tema. Lo hizo en “Necessary
illusions. Thought control in democratic societies” (Ilusiones necesarias. Control del pensamiento
en las sociedades democráticas), en “Propaganda and control of the public mind”
(La propaganda y el control de la opinión pública) y en “Silent weapons for
quiet wars” (Armas silenciosas para guerras tranquilas). En este último, habla
de las estrategias de manipulación mediática entre las que cita aquella
consistente en desviar la atención del público de los problemas importantes y
de los cambios decididos por las elites políticas y económicas, mediante la
técnica de la propagación de continuas distracciones y de informaciones
insignificantes.
Las
calañas gobernantes utilizan estas tácticas para tomar medidas impopulares que
son presentadas como “dolorosas y necesarias” y que implicarán un sacrificio
inmediato, pero siempre bajo la promesa de que “todo irá mejorar mañana” si el
pueblo se sacrifica, ya que dichas medidas no harán más que “beneficiar a la
patria”. Una estrategia que hace uso del aspecto emocional en desmedro del análisis
racional para lograr el socavamiento del sentido crítico de los individuos. Por
supuesto, lo que no se dice es que la inmensa mayoría de esas resoluciones
beneficiarán a las clases dominantes en el corto plazo y no serán ellas,
precisamente, las que tendrán que sacrificarse.
Desde ya
no están solos en esta ímproba tarea. Guiados por la ideología, intereses
personales o políticos, capitanes de la industria, periodistas, voceros de las
cámaras de comercio, sindicatos e incluso economistas académicos toman posición
con absoluta confianza, a menudo para engañar al público de acuerdo con sus
propios intereses, y convenientemente cambian de forma repentina, otra vez, de
acuerdo con sus intereses en un nuevo escenario. Así, logran en definitiva
crear una supuesta realidad.
El prolífico
escritor estadounidense Philip K. Dick (1928-1982) decía que “el instrumento
básico para la manipulación de la realidad es la manipulación de las palabras.
Si uno puede controlar el significado de las palabras puede controlar a la
gente que utiliza esas palabras”. Es por eso que la educación juega un rol
preponderante. Cuánto más pobre y mediocre sea la que se brinde a las clases
subalternas y desposeídas, más reducida será su capacidad para advertir esas
maniobras y más sencillo le resultará a la oligarquía aplicarlas. Nada es
fortuito. No existe la casualidad, lo que existe es la causalidad, tal como
decía el antes mencionado Immanuel Kant en su “Kritik der praktischen vernunft”
(Crítica de la razón práctica) hace casi dos siglos y medio atrás.
El poeta
español Ramón de Campoamor (1817-1901) decía en uno de sus poemas que “En este
mundo traidor / nada es verdad ni es mentira, / todo es según el color / del
cristal con que se mira”. Hoy, sin duda alguna, ese cristal es aleado por las
camarillas oligárquicas que gobiernan en todas partes. Aquellas que actúan en
consonancia con el 1% de los ricos del mundo que acumula el 82% de la riqueza
global.Para ello
cuentan con la notable incidencia de los medios de comunicación, llámense
televisión, radio o redes sociales, los que, subordinados a poderosos grupos
empresariales, configuran una realidad virtual, un sentido común enajenado; una
suerte de hipnosis colectiva que conduce a una obediencia inconsciente de aquellos
que se creen libres y no registran que sólo son esclavos posmodernos que cumplen
órdenes.
Cuando uno llega a tener un concepto de realidad mínimamente aproximado a los hechos, dispone de algo que es absolutamente indispensable: el conocimiento de lo que significa la condición de ser humano. Cuando el ser humano sabe lo que él es y comprende su naturaleza y su funcionalidad, está en posesión de recursos que le van a permitir tomar conciencia de sí mismo y establecer una relación objetiva con la realidad. En un momento en el que la información juega un papel de primera magnitud y es capaz de determinar el contenido y el rumbo de la política a todos los niveles, está en cada uno de nosotros determinar cuán peligrosa puede resultar la manipulación de esta información por parte de quienes distorsionan la realidad para ampliar su poder e incrementar sus beneficios.
Cuando uno llega a tener un concepto de realidad mínimamente aproximado a los hechos, dispone de algo que es absolutamente indispensable: el conocimiento de lo que significa la condición de ser humano. Cuando el ser humano sabe lo que él es y comprende su naturaleza y su funcionalidad, está en posesión de recursos que le van a permitir tomar conciencia de sí mismo y establecer una relación objetiva con la realidad. En un momento en el que la información juega un papel de primera magnitud y es capaz de determinar el contenido y el rumbo de la política a todos los niveles, está en cada uno de nosotros determinar cuán peligrosa puede resultar la manipulación de esta información por parte de quienes distorsionan la realidad para ampliar su poder e incrementar sus beneficios.