La
narradora española Almudena Grandes (1960) nació en Madrid y estudió Geografía
e Historia en la Universidad Complutense de esa ciudad. Tras una etapa
vinculada al mundo editorial escribiendo textos para enciclopedias y
coordinando una colección de guías turístico-culturales, comenzó su carrera
literaria en 1989 con “Las edades de Lulú”, novela que adquirió el
reconocimiento del gran público y de la crítica especializada y fue traducida a
más de veinte idiomas. Habitual colaboradora en medios de prensa,
principalmente en el diario “El País” y en algunos programas de la Sociedad
Española de Radiodifusión (Cadena SER), con el correr de los años se ha
convertido en uno de los nombres más consolidados y de mayor proyección
internacional de la literatura española contemporánea. En su obra literaria
está presente su ciudad natal, y sus personajes son un fiel muestrario de la
vida familiar de la burguesía madrileña en los años finales del siglo XX y su
rol en el establecimiento de las diferentes dinámicas de poder en la España
contemporánea. Su obra se compone de las novelas “Te llamaré Viernes”, “Malena
es un nombre de tango”, “Atlas de geografía humana”, “Los aires difíciles”, “Castillos
de cartón”, “El corazón helado” y “Los besos en el pan”. Bajo el nombre de “Episodios
de una guerra interminable” publicó “Inés y la alegría”, “El lector de Julio
Verne”, “Las tres bodas de Manolita”, “Los pacientes del doctor García”, “La
madre de Frankenstein” y “Mariano en el Bidasoa” una serie de novelas
independientes que narran momentos significativos de la resistencia
antifranquista en el período comprendido entre el fin de la Guerra Civil y mediados de los años '60. También es autora
de los libros de relatos “Modelos de mujer” y “Estaciones de paso”, y de “Mercado de Barceló” y “La herida perpetua”, libros que reúnen crónicas
y artículos aparecidos en la prensa. Lo que sigue a continuación es el cuento “Amor de madre”,
escrito un mediodía de diciembre de 1993 en Viena y publicado tres años después
en el citado “Modelos de mujer” junto a otros seis relatos protagonizados todos
por mujeres que, en distintas edades y circunstancias, se enfrentan en algún
momento a hechos extraordinarios.
AMOR DE
MADRE
Es ella,
¿no se acuerdan?, mi hija Marianne, la jovencita que está a mi lado en esta
diapositiva, la misma... A ver, voy a quitarme de delante para que la vean
mejor... Claro, si ya sabía yo que la recordarían, con la de disgustos que me
ha dado durante tantos años, un quebradero de cabeza perpetuo, no se lo pueden
ustedes ni figurar, o bueno, a lo mejor sí que se lo figuran, porque si me
hubiera tocado en suerte una hija así, no seguiría yo viniendo a las reuniones,
todos los lunes y todos los jueves, sin faltar uno, en fin... Y no saben lo
mona que era cuando era pequeña, pero monísima, de verdad una ricura de cría,
alegre, dócil, ordenada, obediente, cuando era bebé y la sacaba en su cochecito
a dar un paseo por la avenida, tardaba más de media hora en recorrer cien
metros, en serio, porque al verla tan gordita, tan rubia, tan sonrosada..., en
resumen, tan guapa, todas las señoras se paraban a admirarla, y le acariciaban
las manitas, y le hacían cucamonas, y le mandaban besitos en la punta de los
dedos, bueno, esa clase de cosas que se le hacen a los niños que se crían tan
hermosos como ésta, que parecía un anuncio de Nestlé, eso mismo parecía. De más
mayorcita, en el colegio, hacía todos los años de Virgen María en la función de Navidad -pero
todos los años, ¿eh?, no uno, ni dos, no se vayan a creer, sino todos, ¡yo me
sentía tan orgullosa!-, y por las noches, cuando se quitaba la blusa del
uniforme, me encontraba el cuello y los puños igual de limpios que cuando se la
había puesto por la mañana, pero lo mismo lo mismo, blanquísimos. Mi Marianne
no practicaba deportes violentos, no se revolcaba por el suelo, no se pegaba
con sus compañeras, qué va, nada de eso. Era una alumna ejemplar, todas las
maestras lo decían, tan simpática, tan abierta, tan sociable que, como suele
decirse, se iba con cualquiera. ¡Quién nos iba a decir, a sus maestras y a mí,
que con el tiempo, el principal problema de mi hija acabaría siendo
precisamente ése, que se larga con cualquiera!
Al llegar
a la adolescencia empezó a torcerse, ésa es la verdad. Antes de cumplir los
veinte años, ya se había aficionado a montarme unas escenas atroces, y llegaba
a ponerse como una fiera, en serio, chillando, pataleando, me hacía pasar unos
bochornos espantosos, qué apuro, todos los vecinos la escuchaban, a mí me
resultaba tan violento...Al final, cogía la puerta y salía sin mi permiso,
gritando que ya estaba harta de que no la dejara hacer nada. ¡Nada! ¿Se lo
pueden creer? Pues eso me decía, que no la dejaba hacer nada, y a mí me daba
por llorar, porque... ¡qué barbaridad!, ¡qué ingratos pueden llegar a ser los
hijos! Creo que fue entonces cuando empecé a permitirme alguna que otra copita,
lo confieso, sé que no estaba nada bien, pero Marianne estaba ahí fuera, en la
calle, rodeada de peligros, y yo no podía vivir, ésa es la verdad, que no podía
ni respirar siquiera imaginando los riesgos que correría mi niña, sola entre
extraños, en locales subterráneos, ese aire mefítico, cargado de humo, y de
vapores alcohólicos, y del producto de los cuerpos de tantos hombres sudorosos,
esas enormes manchas húmedas que sin duda exhibirían sus camisetas oscuras
cuando levantaban los brazos para abandonarse a los ritmos infernales, y las
motos, eso es lo que más miedo me daba, que Marianne se montara en una moto,
con la cantidad de accidentes que hay en cada esquina, y violadores, y
asesinos, y drogadictos, y extranjeros, que no hay derecho, es que no hay
derecho, desde luego, sacar adelante a un ángel para condenarlo luego a vivir
en el infierno, para que luego digan que la maternidad no es un drama...En fin,
que era un no vivir, les juro que era un auténtico no vivir, y fíjense que lo
intenté todo, para retenerla, pero ella se negó a seguir celebrando guateques
en casa, como antes, decía que sus amigas no querían venir, con lo buena que me
salen a mí las medianoches, que les pongo mantequilla por los dos lados, que
ingratitud, y entonces me dejaba sola, y yo me tomaba una copita, y luego otra,
y luego otra, hasta que oía el chirrido de su llave en la cerradura, a las
diez, o a las diez y media de la noche, porque la muy desaprensiva nunca llegaba
antes, qué va, y bien que ha sabido siempre que a mí me gusta cenar a las ocho
y media...
Claro que
lo peor todavía estaba por llegar. Lo peor no mediría más de un metro cincuenta
y siete, tenía el pelo negro, crespo, largo, y una cara peculiar, despejada por
los bordes y atiborrada de rasgos en el centro, como si las cejas, los ojos, la
nariz, los pómulos y los labios –unos morros gordos, pero gordísimos, se lo
juro, propiamente como los de un mono-
se quisieran tanto que pretendieran montarse unos encima de otros,
juntarse, apiñarse, competir por el espacio. Se llamaba Néstor Roberto, tocaba
la trompeta -¡qué era lo que le faltaba, vamos, con esa boca!, y había nacido
en El Salvador. ¡Era salvadoreño! ¿Se lo pueden imaginar? ¡Salvadoreño! Y a ver, díganme ustedes..., ¿puede una madre
europea conservar la calma cuando su única hija de lía con un salvadoreño?
Naturalmente que no. Por eso le dije a Marianne que tenía que elegir. Y
Marianne eligió. Y se fue de casa con el salvadoreño.
Durante
los siguientes tres años, apenas la vi algún domingo a la hora de comer.
Reconozco que mi vicio aumentó -me pasé al coñac, dejé de imponerme un límite
diario, me enchufaba alguna que otra copa por las mañanas-, pero debo
especificar, en mi descargo, que el vicio de mi hija empeoró mucho más
intensamente que el mío. Después del salvadoreño, vino un paquistaní, tras el
paquistaní, se lió con un argelino, y terminó abandonando a aquel moro por un
terrorista -activista, decía ella, la muy lianta- norteamericano del Black Power.
El caso es que este último me sonaba bastante, y por eso me interesé por él, no
fuera a ser atleta o baloncestista, no sé, o músico de jazz, porque podría
estar forrado de pasta, y eso significaría que mi hija no habría perdido del
todo la cordura, porque, sinceramente, en cualquiera de esos casos, el color de
su piel siendo un detalle importante, pues tampoco... importaría tanto, las
cosas como son, pero en qué hora se me ocurrió preguntar, Dios bendito, ¡en qué
hora, Jesús, María y José me valgan siempre! No, mamá, me dijo Marianne, te
suena porque hace unos años, cuando vivía en Nueva York, fue modelo de un
fotógrafo muy famoso, ese que se ha muerto de sida... Yo no caía, y ella pronunció
un apellido indescifrable, que sí, mujer, continuó, si es ese que ahora se ha
puesto de moda porque le censuran las exposiciones... Cuando me enseñó las
fotos -y eso que las iba escogiendo, que se guardaba en el bolsillo por lo
menos dos de cada tres, como si yo fuera tonta-, bueno, pues cuando por fin vi
aquellas fotos, creí que me moría, que me caía redonda al suelo creí, pero ella
siguió hablando como si nada, sin comprender que me estaba matando, que yo me
estaba muriendo al escuchar cada sílaba que pronunciaba. ¡No pongas esa cara
mamá!, eso me dijo, si las fotos son de hace mucho tiempo, de cuando vivía en
América y era homosexual, es cierto, pero ahora también le gustan las chicas.
No te preocupes por mí, anda, si nunca he sido tan feliz, y yo estuve borracha
tres días, tres días enteros, lo reconozco, tres días, cuando me llamó para
contarme que se marchaba con él en moto, hasta Moscú, de vacaciones, no fui
capaz de asustarme siquiera.
En estas
circunstancias, comprenderán ustedes que el accidente se me antojara un regalo
de la Divina Providencia. Marianne volvió a estar en casa, en su cama, rodeada
de sus muñecos, de sus peluches -que estaban como nuevos, porque yo los había
seguido lavando a mano con un detergente neutro incluso después que me
abandonase, fíjense, si no la echaría de menos, que los cepillaba y todo, de
verdad que parecían recién comprados-, vestida con un camisón azul celeste
sobre el que yo misma había aplicado un delantero de ganchillo, y arropada con
una mañanita de lana a juego, tejida también por mí, o sea, igual que cuando
era una niña, aunque con todos los huesos rotos. Cuando estaba dormida me
sentaba a su lado, a mirarla, y me sentía tan feliz que me tomaba una copa para
celebrarlo. Cuando estaba despierta, se quejaba constantemente de unos dolores
tremendos, y yo no podía soportarlo, no podía soportar verla así, tan joven, mi
niña, sufriendo tanto, así que me tomaba otra copa, para insuflarme fuerzas, y
le daba un par de pastillas más. El médico se ponía pesadísimo, me lo había
advertido un centenar de veces, que era peligroso sobrepasar la dosis, que
aquellos calmantes creaban adicción, pero, claro, ¡qué sabrán los médicos del
dolor de una madre...! Y los días pasaban y Marianne mejoraba, su rostro
recobraba el color, las heridas se cerraban sobre su piel blanca, tersa y su
carácter volvía a ser el de antaño, dócil y manso, dulce y sumiso, yo le metía
en la boca aquellas pastillas maravillosas, le inclinaba la cabeza para que se
las tragara, le daba un sorbo de agua y la miraba después, y ella me sonreía
con los ojos en blanco, estaba tan contenta, y ya no me llevaba la contraria,
ya no, nunca, dormía muchísimas horas, como cuando era un bebé, y por las
noches se sentaba a mi lado a ver la televisión, y jamás se le ocurría cambiar
de canal, todo le parecía bien, las dos unidas y felices otra vez, igual que
antes.
Cuando
aquella bruja me dijo que no podía seguir vendiéndome aquel medicamento sin
receta, creí que el mundo se me venía encima. Debo confesar, porque para eso
estoy aquí, para confesar que soy alcohólica, que al volver a casa me cepillé una
botella entera del brandy español más peleón que encontré en el supermercado, y
todavía no habían dado las doce del mediodía. Pero... ¡háganse ustedes cargo de
mi angustia, de mi desesperación! Todavía se me saltan las lágrimas al
recordarlo, pensar en perderla otra vez, tan pronto, cuando apenas la había
recobrado, a ella, que tan maltrecha había vuelto a mis brazos, que estaba
deshecha, pobre hija mía, cuando por fin atinó a buscar refugio en mí, en su
madre, la única persona que de verdad la quiere, que la ha querido y que la
querrá durante el resto de su vida... Entonces decidí que nos vendríamos a
vivir aquí, a la casa donde transcurrió mi maravillosa infancia, a este
pueblecito de las montañas donde mi mejor amiga del colegio instaló, al
terminar la carrera, una farmacia surtidísima, se lo aseguro, porque tiene de
todo, mi amiga, y es madre de cuatro hijos, ¿cómo no iba a entender ella una
cosa así? A grandes males, grandes remedios, eso me dijo poniendo un montón de
cajas sobre el mostrador, y aquí estamos. A Marianne le gusta mucho vivir en el
campo, ya le encantaba esto de pequeña, cuando veníamos a veranear, y ahora,
pues lo mismo, porque nunca dice nada, no se queja de nada, sólo sonríe, está
todo el día sonriendo, pobrecilla, ahora es tan buena otra vez...
¿El chico?
¡Ah! El chico se llama Klaus, y es el novio de mi hija... Claro que les tiene
que sonar, era el cajero del banco, ¿no se acuerdan? En cuanto que lo vi, me
dije, éste sí que me gusta para Marianne. Alto, delgado, apuesto, nada que ver
con la fauna de hace unos años, pero nada, ¿eh?, y bien simpático, sí señora
por aquí, sí señora por allá, hasta cuando usted quiera señora, aunque un poco
corto sí que me pareció, la verdad porque el primer día que hablamos yo le
conté que yo tenía una hija guapísima, y le invité a cenar, y no vino. Me
extrañó, pero pensé que a lo peor era tímido. Un par de días después volví a
verle, y le llevé una foto de Marianne, pero se limitó a darme la razón como a
los locos, pues sí que es guapa su hija, dijo, muy guapa, señora, claro que sí.
Le volví a invitar a cenar y se excusó, no podía. Bueno, pues venga mañana,
ofrecí, y él, dale que te pego, que tampoco podía el día siguiente, ni al otro,
ni al otro, ¡me dio una rabia! Entonces dejé de hablar con él, y cuando
necesitaba dinero, me iba derecha al cajero automático. ¡Toma!, pensaba para
mí, ¡fastídiate, que no vales más que esta máquina!
Pero no me
resigno a no ser abuela, esa es la verdad que no me resigno. Y Marianne va a
cumplir treinta años, por muy felices que seamos viviendo las dos juntas,
necesita casarse, y yo necesito que se case, celebrar la boda, vestir el traje
regional que mamá llevó a la mía, dejar escapar alguna lagrimita cuando ella
diga que sí... ¡Vamos, qué madre renunciaría a un placer semejante! Sobre todo
porque, bien mirado, esto no es un placer... ¡es un derecho! Así que, un jueves
por la tarde, cuando venía a una de estas reuniones de Alcohólicos Anónimos, vi
a Klaus cerrando la puerta del banco, y elaboré un plan perfecto. Una semana después,
el mismo día, a la misma hora, me acerqué a él por la espalda y le puse en la sien
izquierda la pistola de mi difunto marido, que en Gloria esté. ¡Hala Klaus!, le
dije, ahora vas a venirte conmigo... Déjeme señora, le daré todo lo que llevo
encima, decía, el muy desgraciado. Pero si esto no es un atraco, hijo, le
contesté... ¡esto es un secuestro! Y el muy mariquita se me echó a llorar, se
puso a gimotear como una niña. ¿Se lo pueden creer? ¡Ni hombres quedan ya en
este asco de mundo!
Ahora
vivimos los tres juntos, Marianne, Klaus y yo. ¿Qué de cuándo es esta foto? De
hace cuatro días... Si, él no parece muy contento, intenta escaparse todo el
tiempo, ésa es la verdad, que le tengo que fijar a la cama con unos grilletes
para que no se escape por la noche, pero ya se acostumbrará, ya... Yo procuro
que esté entretenido, cortando leña, trabajando en el campo, arreglando la
cerca, porque así lo lleva mejor y nos sale todo mucho más barato, por cierto,
ya que no necesitamos a nadie, lo hacemos todo entre los dos, él trabaja y yo
voy detrás con la pistola... ¿Marianne? A ella todo le parece bien, ya ven cómo
sonríe, alargando la mano para acariciarle... ¿Un gesto extraño? Bueno, sí, es
que, desde que toma las pastillas, tiene los brazos como blandos, hace movimientos
un tanto bruscos, inconexos, en fin... A mí sí que se me ve satisfecha, ¿verdad?
Claro, porque estoy segura que al final todo saldrá bien. Lo único que me hace
falta ahora es dejar de beber, y luego, un buen día, ellos se mirarán a los
ojos, y comprenderán, y todos mis sacrificios habrán servido para algo, porque,
a ver... ¿qué no haría una madre por su única hija?