Sucesivamente,
entre 1959 y 1986 -con algunos intervalos- tres revistas literarias marcaron un
hito en la historia social de la Argentina dando a conocer buena parte de la
nueva literatura nacional y latinoamericana, y comprometiéndose ideológicamente
con la realidad política y cultural de su tiempo. Se trata de “El Grillo de
Papel”, “El Escarabajo de Oro” y “El Ornitorrinco”. Todas ellas fueron creadas
y dirigidas por el escritor Abelardo Castillo (1935-2017), y en todas ellas,
también, participó la narradora y ensayista argentina Liliana Heker (1943).
Empezó a escribir desde muy joven y fue justamente en “El Grillo de Papel”
donde, en 1960, apareció su primer cuento: “Los juegos”. “Yo tenía seis años y
me pasaba las tardes inventándome historias en el patio de mi abuela, mientras
giraba en círculos -cuenta-. Mis padres, que no tenían estudios ni plata pero
eran muy inteligentes y amplios, siempre nos estimularon la lectura y mi
hermana, seis años y medio mayor que yo, fue una lectora precoz y apasionada, así
que, cuando aprendí a leer, ya había muchos libros en casa. A los siete años, sólo
porque me gustó la tapa, saqué de la biblioteca una novela de la Condesa de
Segur, ‘Las niñitas modelo’: letra chica y ninguna ilustración. Me encontré
sumergida en la experiencia más fascinante que había vivido hasta entonces.
Desde ese día nunca paré de leer”. Heker es una de las últimas representantes
de una generación de escritores que combinó talento y compromiso político,
aquella que protagonizó la contracultura de los años ’60 y ’70 marcada por los
principios de libertad y responsabilidad individual que promovía el
existencialismo de Jean Paul Sartre (1905-1980) y Simone de Beauvoir
(1908-1986). Fueron años caracterizados por la agitación ideológica de una
sociedad latinoamericana que comenzaba a despertar en medio de un período de
gobiernos autoritarios en la mayoría de los países. La Revolución Cubana y la
frustrada intervención por parte de Estados Unidos fueron acontecimientos que
lograron llamar la atención pública de todo el mundo, tiempo antes de que se
originara el fenómeno literario llamado “boom latinoamericano” protagonizado,
entre otros, por escritores como Julio Cortázar (1914-1984), Gabriel García
Márquez (1927-2014) y Carlos Fuentes (1928-2012). Fue en ese contexto en el que
Heker sostuvo polémicas, publicó ensayos y críticas y participó de los
encendidos debates ideológicos y culturales de aquellos años.
Además, desde
1978 coordinó talleres literarios en los que se formaron muchos de los mejores
escritores argentinos de la actualidad, entre ellos Guillermo Martínez (1962) y
Samanta Schweblin (1978). Su obra comprende los libros de cuentos “Los que
vieron la zarza”, “Acuario”, “Las peras del mal”, “La crueldad de la vida” y “La
muerte de Dios”; el tomo de novelas cortas “Un resplandor que se apagó en el
mundo”; el de entrevistas “Diálogos sobre la vida y la muerte”; las novelas “Zona
de clivaje” y “El fin de la historia”; y los volúmenes de ensayos “Las hermanas
de Shakespeare” y “La trastienda de la escritura”. Sus cuentos completos han
sido traducidos al inglés y muchos de sus relatos se han publicado también en
Alemania, Rusia, Turquía, Holanda, Canadá y Polonia. Desde que empezó a
escribir, siempre renegó de términos como “literatura femenina”. La suya es una
toma de posición en cuanto a que esa adjetivación implica una mirada devaluada
del asunto en cuestión. “Yo tomé conciencia de que ser mujer y ser escritora
era un conflicto cuando me vinieron a hacer una entrevista de un suplemento y
me preguntaron qué escriben las mujeres, qué leen las mujeres. Me agarró una
furia terrible. ¿Si yo no puedo dar cuenta de mí misma cómo iba a dar cuenta de
todas las mujeres? ¿Quién le iba a preguntar a un hombre cómo escriben o leen
los hombres?”, recuerda con indignación. El cuento que sigue a continuación -“La
fiesta ajena”- forma parte de “Los
bordes de lo real”, un volumen publicado en 1991 que reúne, prologados y
reordenados, sus tres primeros libros de cuentos.
LA FIESTA AJENA
– No me gusta que vayas -le había dicho-. Es una fiesta de ricos.
– Los ricos también se van al cielo -dijo la chica, que aprendía religión en el colegio.
– Qué cielo ni cielo -dijo la madre-. Lo que pasa es que a usted, m’hijita, le gusta cagar más arriba del culo.
A la chica no le parecía nada bien la manera de hablar de su madre: ella tenía nueve años y era una de las mejores alumnas de su grado.
– Yo voy a ir porque estoy invitada -dijo-. Y estoy invitada porque Luciana es mi amiga. Y se acabó.
– Ah, sí, tu amiga -dijo la madre. Hizo una pausa-. Oíme, Rosaura -dijo por fin-, esa no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de la sirvienta, nada más.
Rosaura parpadeó con energía: no iba a llorar.
– Callate -gritó-. Qué vas a saber vos lo que es ser amiga.
Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes mientras su madre hacía la limpieza. Tomaban la leche en la cocina y se contaban secretos. A Rosaura le gustaba enormemente todo lo que había en esa casa. Y la gente también le gustaba.
– Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo. Va a venir un mago y va a traer un mono y todo. La madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las caderas.
– ¿Monos en un cumpleaños? -dijo-. ¡Por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te dicen.
Rosaura se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a las personas de mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica, ¿qué?, si un día llegaba a vivir en un hermoso palacio, ¿su madre no la iba a querer tampoco a ella? Se sintió muy triste. Deseaba ir a esa fiesta más que nada en el mundo.
– Si no voy me muero -murmuró, casi sin mover los labios. Y no estaba muy segura de que se hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de la fiesta descubrió que su madre le había almidonado el vestido de Navidad. Y a la tarde, después que le lavó la cabeza, le enjuagó el pelo con vinagre de manzanas para que le quedara bien brillante. Antes de salir Rosaura se miró en el espejo, con el vestido blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima.
La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo:
– Qué linda estás hoy, Rosaura.
Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la fiesta con paso firme. Saludó a Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso cara de conspiradora; acercó su boca a la oreja de Rosaura.
– Está en la cocina -le susurró en la oreja-. Pero no se lo digas a nadie porque es un secreto.
Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba meditando en su jaula. Tan cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y después, cada tanto, abandonaba a escondidas la fiesta e iba a verlo. Era la única que tenía permiso para entrar en la cocina, la señora Inés se lo había dicho: “Vos sí pero ningún otro, son muy revoltosos, capaz que rompen algo”. Rosaura, en cambio, no rompió nada. Ni siquiera tuvo problemas con la jarra de naranjada, cuando la llevó desde la cocina al comedor. La sostuvo con mucho cuidado y no volcó ni una gota. Eso que la señora Inés le había dicho: “¿Te parece que vas a poder con esa jarra tan grande?”. Y claro que iba a poder: no era de manteca, como otras. De manteca era la rubia del moño en la cabeza. Apenas la vio, la del moño le dijo:
– ¿Y vos quién sos?
– Soy amiga de Luciana -dijo Rosaura.
– No -dijo la del moño-, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y conozco a todas sus amigas. Y a vos no te conozco.
– Y a mí qué me importa -dijo Rosaura-, yo vengo todas las tardes con mi mamá y hacemos los deberes juntas.
– ¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? -dijo la del moño, con una risita.
– Yo y Luciana hacemos los deberes juntas -dijo Rosaura, muy seria. La del moño se encogió de hombros.
– Eso no es ser amiga -dijo-. ¿Vas al colegio con ella?
– No.
– ¿Y entonces, de dónde la conocés? -dijo la del moño, que empezaba a impacientarse.
Rosaura se acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo:
– Soy la hija de la empleada -dijo.
Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís que sos la hija de la empleada, y listo. También le había dicho que tenía que agregar: y a mucha honra. Pero Rosaura pensó que nunca en su vida se iba a animar a decir algo así.
– Qué empleada -dijo la del moño-. ¿Vende cosas en una tienda?
– No -dijo Rosaura con rabia-, mi mamá no vende nada, para que sepas.
– ¿Y entonces cómo es empleada? -dijo la del moño.
Pero en ese momento se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura si no la podía ayudar a servir las salchichitas, ella que conocía la casa mejor que nadie.
– Viste -le dijo Rosaura a la del moño, y con disimulo le pateó un tobillo.
Fuera de la del moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era Luciana, con su corona de oro; después los varones. Ella salió primera en la carrera de embolsados y en la mancha agachada nadie la pudo agarrar.
Cuando los dividieron en equipos para jugar al delegado, todos los varones pedían a gritos que la pusieran en su equipo. A Rosaura le pareció que nunca en su vida había sido tan feliz.
Pero faltaba lo mejor. Lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas. Primero, la torta: la señora Inés le había pedido que la ayudara a servir la torta y Rosaura se divirtió muchísimo porque todos los chicos se le vinieron encima y le gritaban “a mí, a mí”. Rosaura se acordó de una historia donde había una reina que tenía derecho de vida y muerte sobre sus súbditos. Siempre le había gustado eso de tener derecho de vida y muerte. A Luciana y a los varones les dio los pedazos más grandes, y a la del moño una tajadita que daba lástima.
Después de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago de verdad. Desanudaba pañuelos con un solo soplo y enhebraba argollas que no estaban cortadas por ninguna parte. Adivinaba las cartas y el mono era el ayudante. Era muy raro el mago: al mono lo llamaba socio. “A ver, socio, dé vuelta una carta”, le decía. “No se me escape, socio, que estamos en horario de trabajo”.
La prueba final era la más emocionante. Un chico tenía que sostener al mono en brazos y el mago lo iba a hacer desaparecer.
– ¿Al chico? -gritaron todos.
– ¡Al mono! -gritó el mago.
Rosaura pensó que ésta era la fiesta más divertida del mundo.
El mago llamó a un gordito, pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer al mono. El mago lo levantó con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono hizo que sí con la cabeza.
– No hay que ser tan timorato, compañero -le dijo el mago al gordito.
– ¿Qué es timorato? -dijo el gordito. El mago giró la cabeza hacia uno y otro lado, como para comprobar que no había espías.
– Cagón -dijo-. Vaya a sentarse, compañero.
Después fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el corazón.
– A ver, la de los ojos de mora -dijo el mago. Y todos vieron cómo la señalaba a ella.
No tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al mono, ni al final, cuando el mago hizo ondular su capa roja sobre la cabeza de Rosaura, dijo las palabras mágicas… y el mono apareció otra vez allí, lo más contento, entre sus brazos. Todos los chicos aplaudieron a rabiar. Y antes de que Rosaura volviera a su asiento, el mago le dijo:
– Muchas gracias, señorita condesa.
Eso le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo primero que le contó.
– Yo lo ayudé al mago y el mago me dijo: “Muchas gracias, señorita condesa”.
Fue bastante raro porque, hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba enojada con su madre. Todo el tiempo había pensado que le iba a decir: “Viste que no era mentira lo del mono”. Pero no. Estaba contenta, así que le contó lo del mago.
Su madre le dio un coscorrón y le dijo:
– Mírenla a la condesa.
Pero se veía que también estaba contenta.
Y ahora estaban las dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy sonriente, había dicho: “Espérenme un momentito”.
Ahí la madre pareció preocupada.
– ¿Qué pasa? -le preguntó a Rosaura.
– Y qué va a pasar -le dijo Rosaura-. Que fue a buscar los regalos para los que nos vamos.
Le señaló al gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall al lado de sus madres. Y le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo sabía bien porque había estado observando a los que se iban antes. Cuando se iba una chica, la señora Inés le regalaba una pulsera. Cuando se iba un chico, le regalaba un yo-yo. A Rosaura le gustaba más el yo-yo porque tenía chispas, pero eso no se lo contó a su madre. Capaz que le decía: “Y entonces, ¿por qué no le pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?”. Era así su madre. Rosaura no tenía ganas de explicarle que le daba vergüenza ser la única distinta. En cambio le dijo:
– Yo fui la mejor de la fiesta. Y no habló más porque la señora Inés acababa de entrar en el hall con una bolsa celeste y una bolsa rosa. Primero se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado de la bolsa celeste, y el gordito se fue con su mamá. Después se acercó a la de trenzas, le dio una pulsera que había sacado de la bolsa rosa, y la de trenzas se fue con su mamá.
Después se acercó a donde estaban ella y su madre. Tenía una sonrisa muy grande y eso le gustó a Rosaura. La señora Inés la miró, después miró a la madre, y dijo algo que a Rosaura la llenó de orgullo. Dijo:
– Qué hija que se mandó, Herminia.
Por un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a hacer los dos regalos: la pulsera y el yo-yo. Cuando la señora Inés inició el ademán de buscar algo, ella también inició el movimiento de adelantar el brazo. Pero no llegó a completar ese movimiento. Porque la señora Inés no buscó nada en la bolsa celeste, ni buscó nada en la bolsa rosa. Buscó algo en su cartera.
En su mano aparecieron dos billetes.
– Esto te lo ganaste en buena ley -dijo, extendiendo la mano-. Gracias por todo, querida.
Ahora Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano de su madre se apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se apretó contra el cuerpo de su madre. Nada más. Salvo su mirada. Su mirada fría, fija en la cara de la señora Inés.
La señora Inés, inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a retirarla. Como si la perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio.