15 de septiembre de 2021

El “Guernica” de Pablo Picasso y la lluvia de bombas experimentales

Alrededor de las 16,30 horas apareció un Heinkel He 111. Parecía otro de los aviones de observación de las fuerzas “nacionales” que capitaneaba el futuro dictador Francisco Franco (1892-1975). Sobrevoló lánguidamente la ciudad más antigua del pueblo vasco y centro de su tradición cultural, cuyos habitantes estaban atareados en los menesteres de su día de mercado. Dejó caer una bomba sobre la estación del ferrocarril que lleva a Bilbao y se alejó. Diez minutos más tarde otro Heinkel repitió la maniobra. Esta vez la bomba cayó sobre las casas. La gente incrédula, aterrada, corrió hacia los zanjones y los caminos. La clásica caravana de animales, hombres, mujeres, niños y bártulos se formó una vez más, repitiendo una escena que ya se había visto antes y que se vería mucho más en Europa durante los años siguientes.
Para Guernica, aquel lunes 26 de abril de 1937, el martirio apenas comenzaba. “Después llegaron los Junkers 52 -relató el sacerdote Alberto Onaindia (1902-1988), un gran defensor de la causa republicana, al diario ‘The Times’ tiempo después-. Venían a muy baja altura, en triángulos implacables, seguros de su impunidad, porque no contábamos con defensas antiaéreas ni con cazas. Venían en número nunca visto. Y trabajaron con lento, germánico método. Primero, las bombas de explosión. Después, las incendiarias”.


También le escribió una carta al cardenal primado de España Isidro Gomá y Tomás (1869-1940) quien, por el contrario, fomentaba y defendía al fascistoide movimiento nacional: “Llego de Bilbao con el alma destrozada después de haber presenciado personalmente el horrendo crimen que se ha perpetrado contra la pacífica villa de Guernica, símbolo de las tradiciones seculares del pueblo vasco. Tres horas de espanto y escenas dantescas. Niños y madres hundidos en las cunetas, madres que rezaban en alta voz, un pueblo creyente asesinado por criminales que no sienten el menor alarde de humanidad. Señor Cardenal, por dignidad, por honor al Evangelio, por las entrañas de misericordia de Cristo no se puede cometer semejante crimen horrendo, inaudito, apocalíptico, dantesco”.
El periodista y corresponsal de guerra británico George Steer (1909-1944), esperó un día y volvió a la ciudad demolida. Su crónica -la más polémica de la guerra civil española- fue primera plana del “New York Times”: “Pasadas las seis y media de la tarde, 19 trimotores escoltados por 10 cazas, surcaron fantasmagóricamente el cielo de la ciudad, dejando caer más de 3.000 proyectiles incendiarios de aluminio de dos libras de peso cada uno. Los cazas, mientras tanto, efectuaban pasadas en vuelo rasante sobre el centro de la ciudad y ametrallaban a la población civil que buscaba refugio”.


Un mes antes, el general sublevado Emilio Mola Vidal (1887-1937) uno de los líderes de la rebelión militar de 1936 que dio comienzo la Guerra Civil española, había concentrado 40.000 combatientes para la campaña del País Vasco, a las que arengó “si la rendición no es inmediata, arrasaré Vizcaya, empezando por las industrias de guerra. Tengo medios para hacerlo”. Mola (quien moriría cuarenta días más tarde en un sospechoso accidente de aviación que dejaría a Franco como el único líder indiscutible del bando nacional), contaba con la ayuda de la Legión Cóndor, un cuerpo de voluntarios alemanes que conformaban una fuerza básicamente aérea que proporcionó a los nacionales un inestimable impulso en el conflicto y era capitaneada por Wolfram Freiherr Von Richthofen (1895-1945), quien le aconsejó: “No es irrazonable ninguna medida capaz de destruir la moral del enemigo y es preferible hacerlo rápidamente”.
No hay cifras oficiales sobre las bajas. Las otras hablan de más de 1.600 muertos y 3.000 heridos. Francisco de Arregui Fernández (1890-1968), por entonces Director General de Seguridad del País Vasco, recordó: “Al enterarnos del bombardeo inmediatamente enviamos fuerzas motorizadas, y sin pérdida de tiempo nos trasladamos a Guernica. En Bermeo, antes de llegar, empezamos a encontrar gentes aterrorizadas con lo ocurrido, y en Sukarrieta los primeros carros de fugitivos. Era una caravana constante de gente que pugnaba por alejarse de Guernica. Llegamos a la villa incendiada y allí no observamos más que llamas. Entramos por la parte alta, por el camino que conduce a la Casa de Juntas, y el cuadro que presenciamos desde esa altura era desolador. El ambiente se poblaba con los ruidos que hacían los materiales al quemarse, el hundimiento de las vigas, la caída de paredes. Una opresión subía a la garganta al ver a pobres niños que miraban con asombro aquel fuego, a ancianos en cuyos rostros se notaba el terror y la tristeza. Allí saludamos al intendente de Guernica, que había conseguido salir ileso del refugio del Ayuntamiento, en donde estaba encerrado con gran número de vecinos desde el comienzo del bombardeo”.


Del pueblo en llamas solo quedó en pié el Ayuntamiento, la iglesia -salvada por los bomberos del vecino Bilbao- y el viejo roble donde juraban las leyes y los fueros vizcaínos los reyes de España. “Teníamos que ensayar nuevos sistemas de guerra. Comprobar el poderío y la preparación de la Luftwaffe (fuerza aérea)”, se justificó el mariscal Hermann Göring (1893-1946) durante su proceso en Nuremberg, poco tiempo antes de suicidarse con cianuro en su celda ante la inminencia de su condena a morir en la horca. La oficina de prensa falangista se apresuró en culpar de los sucesos de Guernica al presidente de la República Vasca José Antonio Aguirre (1904-1960), al asegurar tres días después del bombardeo: “Guernica ha sido destruida por el fuego y la nafta. La han incendiado y convertido en escombros las hordas rojas al servicio de Aguirre, quien preparó con diabólica intención la destrucción de Guernica a fin de atribuirla al enemigo y producir entre los vascos derrotados y desmoralizados una ola de indignación”.
Los vascos estaban, efectivamente, derrotados. Tres días más tarde, unas tropas italianas enviadas por Benito Mussolini conocidas como los “Flechas Negras”, entraron en Guernica. Poco después los falangistas ocuparon el golfo de Vizcaya. Guernica no había sido la única ciudad vasca en probar las primicias de la “guerra moderna”: Marquina, Elorrio, Durango, Ceanurri, Yurra, Auntíbar y Eibar también fueron bombardeadas e invadidas. El país vasco, superado en armamentos, se refugió en los montes procurando protegerse con los fusiles de sus soldados -los “gudaris”- y la dinamita de sus mineros. Ya caído el país vasco, aún combatieron sus hijos en el frente de Madrid, los que volvieron derrotados a su tierra o se exiliaron en Francia.


Cuando el pintor, dibujante y escultor Pablo Picasso (1881-1973) contó para siempre la historia de gentes y caballos con las entrañas desgarradas en su cuadro más famoso, Guernica se convirtió en todo un símbolo. Trabajó en él durante dos meses, esbozando varios bocetos en los que estaban presentes los caballos heridos, los toros, las bocas que gritan y los cadáveres. Mientras la pintaba diría sobre su obra: “Mi trabajo es un grito de denuncia de la guerra y de los ataques de los enemigos de la República establecida legalmente tras las elecciones del ‘31. La pintura no está para decorar apartamentos, el arte es un instrumento de guerra ofensivo y defensivo contra el enemigo. La guerra de España es la batalla de la reacción contra el pueblo, contra la libertad. En la pintura mural en la que estoy trabajando, y que titularé Guernica, y en todas mis últimas obras, expreso claramente mi repulsión hacia la casta militar, que ha sumido a España en un océano de dolor y muerte”.
El mural se convirtió en la pieza más vista de la Exposición Mundial de París. Luego, en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, se advirtió que cuando era momentáneamente reemplazado, la afluencia del público disminuía en un 30%. El cuadro, que no relata el bombardeo, pero sí retrata la alegoría de lo ocurrido, se expone actualmente en el Museo Reina Sofía de Madrid. Durante la Segunda Guerra Mundial permaneció en París y se salvó del saqueo de los nazis porque pertenecía al “arte degenerado” y no reflejaba “las imágenes tal cual son”.
En el año 2018 el director cinematográfico italiano Claudio Poli (1938) estrenó su documental titulado “Hitler contro Picasso e gli altri” (Hitler vs. Picasso y otros artistas modernos). Hacia el final del mismo cuenta que, en el París ocupado por los nazis durante la II Guerra Mundial, un oficial de la Gestapo recibió la información de que había un artista que ocultaba miembros de la Resistencia en su taller ubicado en el nº 7 de la rue des Grands-Augustin. Al ir a inspeccionarlo personalmente no encontró allí a nadie escondido, sólo a Picasso trabajando. En las paredes del estudio estaba colgada una fotografía del “Guernica”, el mural con el que había denunciado los bombardeos de la aviación alemana durante la Guerra Civil española. El oficial señaló la imagen y le preguntó: “¿Esto es obra suya?”, a lo que el artista malagueño contestó: “No, esto lo han hecho ustedes”. Si bien la veracidad de la anécdota es imposible de corroborar, lo cierto es que a pesar de que Picasso nunca conoció Guernica, nunca observó con sus propios ojos aquel desafortunado poblado vasco inmerso en la tragedia provocada por el bombardeo de la Legión Cóndor alemana durante la Guerra Civil española, el lienzo de 3,50 metros de altura y 7,80 metros de largo -con su clásico estilo que amalgamó el surrealismo, el cubismo y el expresionismo- expresa toda la violencia, la volatilidad y la banalidad de aquel trágico y funesto episodio ocurrido el 26 de abril de 1937.

7 de septiembre de 2021

Cuentos selectos (XXII). Adolfo Pérez Zelaschi: “El poeta”

Hacia fines del siglo XX, quien fuera gerente la Asociación Argentina de Editores de Revistas, profesor de la Escuela Superior de Periodismo, miembro de número de la Academia Argentina de Letras y académico hispanoamericano de la Real Academia Española, recordaba con cierta nostalgia: “Allá en los tiempos de mi ya lejana juventud, quizás a los dieciocho años, concebí un proyecto tan adolescente como insensato: reflejar en mil cuentos, relatos o poemas la historia entera de la humanidad, incluidos sus sueños y hasta cómo éstos fracasaron, se transformaron o fueron olvidados. A los cuarenta ya había desechado esta fantasía imposible que quedó arrumbada en el último arrabal de la memoria. No sé si luego, como un remoto eco de tal inalcanzable propósito, fui escribiendo a lo largo del tiempo inspirado en curiosidades momentáneas, presentimientos incumplidos, anécdotas diarias, lecturas al pasar y otras aparentes trivialidades, tragicomedias o verdaderos dramas reales”.
Quien así se expresaba era Adolfo Pérez Zelaschi (1920-2005), autor de una prolífica obra literaria compuesta de cuentos, novelas y poemas, obras todas ellas en las que logró acabadamente reflejar aquello que se había propuesto en su juventud. Nacido en Bolívar, provincia de Buenos Aires, cuando tenía veinte años se trasladó a Buenos Aires para estudiar Derecho, Letras y Sociología sin por ello dejar de escribir. Así, en la década de los años ’40 sucesivamente fueron apareciendo el poemario “Cantos de labrador y marinero” y los libros de cuentos “Hombres sobre la pampa” y “Más allá de los espejos”. Era esta una época de creciente interés por la literatura policial, algo en lo que mucho influyeron revistas como “Leoplán” y “Vea y Lea” y, por supuesto, el lanzamiento por parte de la editorial “Emecé” de “El Séptimo Círculo”, la colección de novelas policiales dirigida por Jorge Luis Borges (1899-1986) y Adolfo Bioy Casares (1914-1999).
Fueron justamente estos escritores junto a Manuel Peyrou (1902-1974) quienes integraron el jurado de los tres concursos de narrativa policial que, durante la década del ’50, organizó la revista “Vea y Lea”, certámenes en los cuales Pérez Zelaschi obtendría respectivamente el primero y segundo premio con sus cuentos “Las señales” y “El banquero, la muerte y la luna”.


Luego, ya en la década del ’60, la revista publicó en casi todos sus números un cuento policial, siendo frecuentes los de, entre otros autores, Pérez Zelaschi. Esta circunstancia generó que, con el paso de los años, se lo reconociese como un exponente del género policial, lo que lo llevó a comentar: “No es culpa mía sino de las antologías. Ni siquiera el 15% de mi producción es policial”. Si bien la publicación de las novelas “El caso de la muerte que telefonea” en 1966 y “Divertimento para revólver y piano” en 1981, más la antología “Mis mejores cuentos policiales” en 1989 lo sitúan en esa temática, Pérez Zelaschi sostenía que sus relatos no se caracterizaban por crímenes horrendos o escenas nefastas, sino que “eran crímenes apacibles, para fin de semana, aunque el que revise mi biblioteca hallará, entre otras cosas, dos o tres tratados de toxicología, otros tantos sobre armas de fuego y algunos más sobre medicina legal”.
Pérez Zelaschi publicó además los tomos de cuentos “De los pequeños y los últimos” y “El barón polaco”; el poemario “Canto fragmentario de Newpolis” y las novelas “Los Montiel”, “El terraplén”, “Presidente en la mira”, “Nicolasito” y “La ciudad”. Ganador de varios premios literarios como el de la Cámara Argentina del Libro en 1949, y el del Fondo Nacional de las Artes en 1976, así como otros internacionales, muchos de sus poemas y cuentos fueron recogidos en antologías aparecidas en países como Bélgica, Chile y México.


Lo que sigue es el cuento “El poeta”, uno de los “Cien cuentos para cien días”, volumen de relatos publicado en 1998 y que sería la última obra de quien fuera durante años director de los talleres literarios de la Sociedad Argentina de Escritores.

 
EL POETA

Revisando viejos periódicos en busca de datos para una crónica vi por casualidad en “El Diario” del 23 de marzo de 1932 una nota -muy corta, apenas de treinta renglones enmarcados por un necrológico recuadro negro- acerca de Floro Guzmán. Escrita con el desgano y los lugares comunes de algún anónimo redactor, decía que había sido un destacado colaborador de estas páginas mediante enjundiosos artículos, aunque la mayoría habían aparecido sin firma. “Notable poeta de fina sensibilidad, publicó también un libro de versos titulado ‘Almas en sombra’, bajo el seudónimo de Conde de Guzmán Floreal. Su obra queda ahora truncada por su trágico y voluntario fin”.
- Floro Guzmán... Conde de Guzmán Floreal... Yo nunca había sabido nada de él, ¿quién habría sido?
Recorrí los tres o cuatro ejemplares de fechas salteadas de ese viejo archivo pero no hallé pista valedera. Quizás era, sí, de él alguna de sus notas, pero nada las distinguía de cualquier otra. Dejé, pues, el periódico no sin cierta desazón y digo esto porque me pareció que era como dejar atrás a alguien sin voz que nos pide auxilio en silencio, por señas.
Quizá movido por este oscuro sentimiento y dándome como excusa que su biografía podía resultarme útil para mi crónica de época, traté de hallar más precisas referencias en otros repositorios públicos y privados.
No encontré nada.
La Biblioteca Nacional no registraba “Almas en sombra”; tampoco la de Filosofía y Letras ni dos o tres más. Quizás habría algún ejemplar en alguna otra, remota y desconocida: hallarlo sería obra de la pura casualidad; algo así como encontrar en el follaje de un bosque una hoja cuya forma hemos imaginado.
En el archivo de “La Prensa”, el mayor, más antiguo y mejor ordenado del país, di con una ficha que me remitió a un cuidadoso sobre que contenía el recorte de “El Diario” y otro de “Mundo Argentino” donde alguien, que firmaba M. E., dedicaba unas líneas corteses y anodinas a “Almas en sombra”. “Buena expresión -decía- de un alma romántica”.
Sabido es que cuando uno se aplica a rastreos tan inútiles como éste, el tema puede llegar a convertirse en una pasajera cuasi obsesión. De aquí que -corría el año 1980- recurrí a algunos viejos ilustres y memoriosos.
Gómez Bas lo recordaba vagamente: un hombre alto, delgado y pálido, tal vez enfermo, tísico. Asistía en silencio a las reuniones de poetas y escritores del Café Tortoni.
- Ahora que me lo pregunta... eso es: llevaba siempre unas hojas en el bolsillo, de manera visible. Pienso que eran poemas, pero nunca los leyó a nadie.
Edmundo Guibourg me dijo algo parecido:
- Floro Guzmán... un periodista venido de provincias que vivía, según creía recordar, en una ínfima pensión. Se pegó un tiro, me parece. Yo no lo traté.
Borges se sorprendió cuando le pregunté por Floro Guzmán.
- Vea -me dijo- sólo recuerdo unos versos que me mandó por correo. Raro, porque podía verme en cualquier momento... Recuerdo que decían así: “La noche pone rosas misteriosas/ en tus profundos ojos de gitana/que al llegar de nuevo la mañana (falta algo, ¿no?) se hacen de vuelta, verdaderas rosas”. Lamentable, ¿no le parece? Mejor será que lo deje usted en el olvido...
Los Fernández Moreno creían recordarlo -ellos entonces eran muy chicos- como a uno de los visitantes de su padre, don Baldomero, quizá para leerle versos al amparo de la ilimitada generosidad del huésped, y de cuyo gran sombrero aludo -lo llamábamos “el sombrerudo”- se burlaban a escondidas de su padre.
Incluso entre viejos papeles que conservaban con cariño filial, hallaron una breve nota necrológica -la misma que yo había visto- recortada de un diario y guardada piadosamente por don Baldomero.
- Alguna vez, hace muchos años, tuve un ejemplar de “Almas en sombra” -me dijo Estrella Gutiérrez-. No puedo opinar; si lo leí lo he olvidado. Sin duda lo habré regalado junto con otros, a alguna escuela...
Apelé finalmente a los investigadores de nuestra literatura. Ghiano buscó el libro entre los cientos suyos.
- Creí tenerlo, pero lo habré prestado. Versos...
- Yo cité a Floro Guzmán en un artículo entre muchos otros -me informó Pagés Larraya- hoy tan olvidados como él, como probable epígono o subepígono del modernismo, pero sólo por referencias, como indiqué en ese escrito. Tengo de él nada más que la copia de una necrológica de “El Diario” y otra de una recensión aparecida en una revista, “Mundo Argentino”, si no recuerdo mal.
Los tramos de esta encuesta los hice sin apuro, a medida que se fueron presentando las oportunidades que dije, pues tenía y tengo cosas más urgentes que hacer y poco a poco también para mí el pobre Conde de Guzmán Floreal, fue siendo relegado en esas fronteras de la memoria que equivalen a un cuasi olvido.
Sólo alguna vez, en esas tardes de invierno y caminando por alguna calle solitaria y de puertas y ventanas cerradas, vuelvo a imaginármelo: alto, pálido, quizá tísico, con su sombrero aludo y sus cuartillas asomándole del bolsillo de su saco negro.
Entonces, y no siempre, vuelvo a preguntarme qué utilidad tiene tratar de rescatar del olvido a quienes pasaron por la vida como sombras o fantasmas.