Hacia
fines del siglo XX, quien fuera gerente la Asociación Argentina de Editores de
Revistas, profesor de la Escuela Superior de Periodismo, miembro de número de
la Academia Argentina de Letras y académico hispanoamericano de la Real
Academia Española, recordaba con cierta nostalgia: “Allá en los tiempos de mi
ya lejana juventud, quizás a los dieciocho años, concebí un proyecto tan adolescente
como insensato: reflejar en mil cuentos, relatos o poemas la historia entera de
la humanidad, incluidos sus sueños y hasta cómo éstos fracasaron, se transformaron
o fueron olvidados. A los cuarenta ya había desechado esta fantasía imposible
que quedó arrumbada en el último arrabal de la memoria. No sé si luego, como un
remoto eco de tal inalcanzable propósito, fui escribiendo a lo largo del tiempo
inspirado en curiosidades momentáneas, presentimientos incumplidos, anécdotas
diarias, lecturas al pasar y otras aparentes trivialidades, tragicomedias o
verdaderos dramas reales”.
Quien así se expresaba era Adolfo Pérez Zelaschi
(1920-2005), autor de una prolífica obra literaria compuesta de cuentos,
novelas y poemas, obras todas ellas en las que logró acabadamente reflejar
aquello que se había propuesto en su juventud. Nacido en Bolívar, provincia de
Buenos Aires, cuando tenía veinte años se trasladó a Buenos Aires para estudiar
Derecho, Letras y Sociología sin por ello dejar de escribir. Así, en la década
de los años ’40 sucesivamente fueron apareciendo el poemario “Cantos de
labrador y marinero” y los libros de cuentos “Hombres sobre la pampa” y “Más
allá de los espejos”. Era esta una época de creciente interés por la literatura
policial, algo en lo que mucho influyeron revistas como “Leoplán” y “Vea y Lea”
y, por supuesto, el lanzamiento por parte de la editorial “Emecé” de “El
Séptimo Círculo”, la colección de novelas policiales dirigida por Jorge Luis
Borges (1899-1986) y Adolfo Bioy Casares (1914-1999).
Fueron justamente estos
escritores junto a Manuel Peyrou (1902-1974) quienes integraron el jurado de
los tres concursos de narrativa policial que, durante la década del ’50, organizó
la revista “Vea y Lea”, certámenes en los cuales Pérez Zelaschi obtendría respectivamente
el primero y segundo premio con sus cuentos “Las señales” y “El banquero, la
muerte y la luna”.
Pérez Zelaschi publicó además los tomos de cuentos “De
los pequeños y los últimos” y “El barón polaco”; el poemario “Canto
fragmentario de Newpolis” y las novelas “Los Montiel”, “El terraplén”, “Presidente
en la mira”, “Nicolasito” y “La ciudad”. Ganador de varios premios literarios como
el de la Cámara Argentina del Libro en 1949, y el del Fondo Nacional de las
Artes en 1976, así como otros internacionales, muchos de sus poemas y cuentos
fueron recogidos en antologías aparecidas en países como Bélgica, Chile y
México.
Lo que sigue es el cuento “El poeta”, uno de los “Cien cuentos para cien días”, volumen de relatos publicado en 1998 y que sería la última obra de quien fuera durante años director de los talleres literarios de la Sociedad Argentina de Escritores.
Revisando viejos periódicos en busca de datos para una crónica vi por casualidad en “El Diario” del 23 de marzo de 1932 una nota -muy corta, apenas de treinta renglones enmarcados por un necrológico recuadro negro- acerca de Floro Guzmán. Escrita con el desgano y los lugares comunes de algún anónimo redactor, decía que había sido un destacado colaborador de estas páginas mediante enjundiosos artículos, aunque la mayoría habían aparecido sin firma. “Notable poeta de fina sensibilidad, publicó también un libro de versos titulado ‘Almas en sombra’, bajo el seudónimo de Conde de Guzmán Floreal. Su obra queda ahora truncada por su trágico y voluntario fin”.
- Floro Guzmán... Conde de Guzmán Floreal... Yo nunca había sabido nada de él, ¿quién habría sido?
Recorrí los tres o cuatro ejemplares de fechas salteadas de ese viejo archivo pero no hallé pista valedera. Quizás era, sí, de él alguna de sus notas, pero nada las distinguía de cualquier otra. Dejé, pues, el periódico no sin cierta desazón y digo esto porque me pareció que era como dejar atrás a alguien sin voz que nos pide auxilio en silencio, por señas.
Quizá movido por este oscuro sentimiento y dándome como excusa que su biografía podía resultarme útil para mi crónica de época, traté de hallar más precisas referencias en otros repositorios públicos y privados.
No encontré nada.
La Biblioteca Nacional no registraba “Almas en sombra”; tampoco la de Filosofía y Letras ni dos o tres más. Quizás habría algún ejemplar en alguna otra, remota y desconocida: hallarlo sería obra de la pura casualidad; algo así como encontrar en el follaje de un bosque una hoja cuya forma hemos imaginado.
En el archivo de “La Prensa”, el mayor, más antiguo y mejor ordenado del país, di con una ficha que me remitió a un cuidadoso sobre que contenía el recorte de “El Diario” y otro de “Mundo Argentino” donde alguien, que firmaba M. E., dedicaba unas líneas corteses y anodinas a “Almas en sombra”. “Buena expresión -decía- de un alma romántica”.
Sabido es que cuando uno se aplica a rastreos tan inútiles como éste, el tema puede llegar a convertirse en una pasajera cuasi obsesión. De aquí que -corría el año 1980- recurrí a algunos viejos ilustres y memoriosos.
Gómez Bas lo recordaba vagamente: un hombre alto, delgado y pálido, tal vez enfermo, tísico. Asistía en silencio a las reuniones de poetas y escritores del Café Tortoni.
- Ahora que me lo pregunta... eso es: llevaba siempre unas hojas en el bolsillo, de manera visible. Pienso que eran poemas, pero nunca los leyó a nadie.
Edmundo Guibourg me dijo algo parecido:
- Floro Guzmán... un periodista venido de provincias que vivía, según creía recordar, en una ínfima pensión. Se pegó un tiro, me parece. Yo no lo traté.
Borges se sorprendió cuando le pregunté por Floro Guzmán.
- Vea -me dijo- sólo recuerdo unos versos que me mandó por correo. Raro, porque podía verme en cualquier momento... Recuerdo que decían así: “La noche pone rosas misteriosas/ en tus profundos ojos de gitana/que al llegar de nuevo la mañana (falta algo, ¿no?) se hacen de vuelta, verdaderas rosas”. Lamentable, ¿no le parece? Mejor será que lo deje usted en el olvido...
Los Fernández Moreno creían recordarlo -ellos entonces eran muy chicos- como a uno de los visitantes de su padre, don Baldomero, quizá para leerle versos al amparo de la ilimitada generosidad del huésped, y de cuyo gran sombrero aludo -lo llamábamos “el sombrerudo”- se burlaban a escondidas de su padre.
Incluso entre viejos papeles que conservaban con cariño filial, hallaron una breve nota necrológica -la misma que yo había visto- recortada de un diario y guardada piadosamente por don Baldomero.
- Alguna vez, hace muchos años, tuve un ejemplar de “Almas en sombra” -me dijo Estrella Gutiérrez-. No puedo opinar; si lo leí lo he olvidado. Sin duda lo habré regalado junto con otros, a alguna escuela...
Apelé finalmente a los investigadores de nuestra literatura. Ghiano buscó el libro entre los cientos suyos.
- Creí tenerlo, pero lo habré prestado. Versos...
- Yo cité a Floro Guzmán en un artículo entre muchos otros -me informó Pagés Larraya- hoy tan olvidados como él, como probable epígono o subepígono del modernismo, pero sólo por referencias, como indiqué en ese escrito. Tengo de él nada más que la copia de una necrológica de “El Diario” y otra de una recensión aparecida en una revista, “Mundo Argentino”, si no recuerdo mal.
Los tramos de esta encuesta los hice sin apuro, a medida que se fueron presentando las oportunidades que dije, pues tenía y tengo cosas más urgentes que hacer y poco a poco también para mí el pobre Conde de Guzmán Floreal, fue siendo relegado en esas fronteras de la memoria que equivalen a un cuasi olvido.
Sólo alguna vez, en esas tardes de invierno y caminando por alguna calle solitaria y de puertas y ventanas cerradas, vuelvo a imaginármelo: alto, pálido, quizá tísico, con su sombrero aludo y sus cuartillas asomándole del bolsillo de su saco negro.
Entonces, y no siempre, vuelvo a preguntarme qué utilidad tiene tratar de rescatar del olvido a quienes pasaron por la vida como sombras o fantasmas.