18 de abril de 2023

El libro como objeto de consumo masivo

¿Cómo se debe conceptuar a un libro, como una obra que fomenta la imaginación y difunde conocimientos o simplemente como un simple objeto de consumo masivo? El concepto “best seller” (mejor vendido o superventas) que, según la Real Academia Española se refiere a un libro de gran éxito comercial, nació a finales del siglo XIX, exactamente en 1895 cuando, en Estados Unidos, Harry Thurston Peck (1856-1914), crítico literario y editor de la revista literaria “The Bookman”, comenzó a publicar cada mes una lista de los libros más vendidos. Dicha publicación generó tanto opiniones positivas como negativas. Entre las primeras figuraron las que destacaban la repercusión que dichas listas tenían sobre las ventas de los libros que aparecían en ellas. Entre las segundas, estaban las que aseguraban que se privilegiaba la venta de un pequeño número de libros dejando de lado obras que no aparecían en las listas y que no por ello dejaban de ser buenas, sobre todo teniendo en cuenta que la mayoría de los que aparecían en esas listas caían en el olvido poco tiempo después de haber alcanzado cuantiosas ventas. Se ponía así en duda que el término “best seller” fuera sinónimo de calidad. Las obras así catalogadas sólo estaban destinadas al consumo masivo privilegiando el beneficio económico de los editores por sobre las cualidades literarias de un escritor.
Ya en la década de los años ’20 del siglo pasado, los sociólogos que investigaban los medios de difusión de la cultura destacaron la complejidad y la relatividad del papel jugado por los libros catalogados como “best sellers”, poniendo en relieve razones lingüísticas, económicas y culturales. La propaganda, difundida por la prensa que hasta entonces contribuía al éxito de dichas obras, con la llegada de la radio, la cinematografía y la televisión, todas ellas influyentes en la sociedad, se vio vigorosamente ampliada. Dichos estudiosos consideraban además que las razones que motivaban las ventas no sólo eran la propaganda y la publicidad, sino que también se debían a cuestiones ideológicas, religiosas o políticas, y ponían como ejemplo obras muy exitosas en ventas como “Ta Biblía” (La Biblia), el libro sagrado del judaísmo y el cristianismo o, en su tiempo, el “Manifest der Kommunistischen Partei” (Manifiesto del Partido Comunista) de Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895), “Permanentnaia revoliutsiia” (La revolución permanente) de León Trotsky (1877-1940) o “Mein Kampf” (Mi lucha) de Adolf Hitler (1889-1945).


En “The simple art of murder” (El simple arte de matar), publicado por primera vez en 1946, Raymond Chandler criticó a los “best sellers” en general. Escribió Chandler: "Generalmente se trata de mercadería de segunda categoría que sobrevive a la mayor parte de la narrativa de alta velocidad con que se produce, y muchas de las novelas que jamás habrían debido nacer se niegan, lisa y llanamente, a morir. Son tan perdurables como esas estatuas que hay en las plazas, e igualmente aburridas. Esto resulta muy molesto para la gente que posee lo que se llama discernimiento”. Con el paso de los años se convirtieron en “best sellers” obras anodinas como  “Think and grow rich” (Piense y hágase rico) de Napoleon Hill (1883-1970), “Cómo ganar amigos” de Dale Carnegie (1888-1955), “O alquimista” (El alquimista) de Paulo Coelho (1947) y varias de autores como Morris West (1916-1999), Sidney Sheldon (1917-2007), Tom Clancy (1947-2013) y Ken Follett (1949). En ese sentido vale la pena recordar las opiniones de algunos de estos “grandes escritores”. Sidney Sheldon, por ejemplo, aseguraba que “es el público y no el editor el que convierte un libro en ‘best seller’. Escribo para los lectores, no para los críticos. Ellos son, por lo general, estúpidos. Cuando un escritor llega a cierto punto, la crítica pierde importancia”.
Tom Clancy, por su parte, afirmaba que “los críticos se limitan a ganar estatus atacando a cualquiera que haya alcanzado un nivel de éxito como el mío. Pueden decir lo que les dé la gana; no afectarán mis finanzas. El dinero no cambió mi vida. Lo único que se puede comprar con dinero es libertad. Ahora digo todo lo que se me antoja sin preocuparme por las consecuencias”. Y Ken Follett declaraba que “la literatura trata de contar historias maravillosas, y cuando soy yo el que las cuenta, gano un montón de dinero. No creo en la distinción entre éxito comercial y excelencia literaria. El lujo y la fama deben estar presentes en los ‘best sellers’. Hay que poner todo lo que la gente quisiera tener y no tiene. La gente quiere leer libros sobre mundos llenos de glamour, por eso no hay ‘best sellers’ sobre granjeros o porteros, es más fácil escribir sobre multimillonarios. La literatura clásica me aburre. Tampoco leo las críticas de mis libros, no me preocupan. La gente que lee mis libros no lee las críticas literarias. Sólo me fijo en la lista de los más vendidos”.
No son pocos los editores y críticos literarios que vienen afirmando desde hace algunos años que, si bien la mayoría de la literatura de consumo masivo es considerada como baja cultura, ello no impide la posibilidad de que surjan “best sellers” de calidad. Otros, más punzantes, aseguran que en los “best sellers” no suelen ir juntas la popularidad editorial y la calidad literaria, y las obras en las que ambas se unen constituyen una excepción. Afortunadamente hubo excepciones.
A lo largo de los años, obras como “El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha” de Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616), “Prestupl
éniye i nakazániye” (Crimen y castigo) de Fiódor Dostoyevski (1821-1881), “Voiná i mir” (Guerra y paz) de León Tolstói (1828-1910), “Der steppenwolf” (El lobo estepario) de Hermann Hesse (1877-1962), “Ficciones” de Jorge Luis Borges (1899-1986), “Le petit prince” (El principito) de Antoine de Saint Exupéry (1900-1944), “Nineteen eighty four” (1984) de George Orwell (1903-1950), “Veinte poemas de amor y una canción desesperada” de Pablo Neruda (1904-1973), “Rayuela” de Julio Cortázar (1914-1984), “The catcher in the rye” (El guardián entre el centeno) de J.D. Salinger (1919- 2010), “Cien años de soledad” de Gabriel García Márquez (1927-2014) e “Il nome della rosa” (El nombre de la rosa) de Umberto Eco (1932-2016), por citar sólo algunas, se transformaron en “best sellers”.
Si bien estas obras fueron publicadas por grandes editoriales, muchas de ellas lo fueron en un principio en pequeñas empresas editoriales, a las cuales, sobre todo en la actualidad, se las suele menospreciar. Como dijo en “Atlas. Deutsche autoren über ihren ort” (Atlas. Autores alemanes en su lugar) el editor alemán Klaus Wagenbach (1930-2021), “las editoriales pequeñas no están repletas de expertos en ‘marketing’. Las llevan gente que hacen libros animadas por la pasión o por la fuerza de sus convicciones, y por cierto no por la perspectiva de beneficios. Si los libros de tiradas pequeñas desaparecen queda comprometido el porvenir. El primer libro de Kafka tiró 800 ejemplares, y el de Brecht 600. ¿Qué habría pasado si alguien hubiera decidido que no valía la pena publicarlos? No hay que sobrestimar la importancia cuantitativa del trabajo de las pequeñas editoriales”. Se refería a “Der prozess” (El proceso) de Franz Kafka (1883-1924) y a “Trommeln in der nacht” (Tambores en la noche) de Berthold Brecht (1898-1956).
El tema de cómo lograr que una obra se convierta en “best seller” no es nuevo. Allá por 1973 se fundó en Nueva York la agencia literaria Writers House y desde entonces se ha dedicado a lograr que ignotos autores se conviertan en personajes exitosos cuyas obras se venden en todo el mundo por millones. La receta propuesta por esta prestigiosa firma representante de escritores de los Estados Unidos se basaba en tres principios indispensables: imaginación, cultura y tenacidad.
La receta parece sencilla, pero la llave maestra para ingresar en el mundo de los ricos y famosos de la literatura estaba, al parecer, en otro sitio. Así se desprende del “manual” escrito por uno de sus agentes, un tal Albert Zuckerman (1931), quien en 1996, bajo el didáctico título de “Writing the blockbuster novel” (Cómo escribir un “best seller”), explicó que “es necesario que haya un personaje con el que se puedan identificar los lectores; un ambiente que a la gente le guste visitar -en vez de desarrollar la trama en un distrito de clase obrera pobre-, y una gran cuestión dramática que sea capaz de captar la atención del lector desde el principio hasta el final”.


La dichosa cuestión dramática podía girar en torno a submarinos atómicos que amenazaran la presunta paz mundial, oscuras maniobras fraudulentas en el gobierno de algún país, astutos millonarios a punto de perder -o engrosar- sus enormes fortunas, o la lucha despiadada por el control del narcotráfico y/o la venta de armamentos. Los protagonistas invariablemente debían ser apuestos empresarios, desde jóvenes ambiciosos hasta inescrupulosos veteranos, y hermosas mujeres siempre de treinta años y siempre rubias, aunque se admitía la variante de la chica pobre e ingenua que cae rendida a los pies de algún cruel representante del desaforado mundo de los negocios. Se aconsejaba mezclar con algo de violencia y bastante sexo, una pizca de intriga, algún asesinato, y agregar escenografías de mansiones espectaculares, playas paradisíacas o las oficinas de alguna poderosísima empresa multinacional. Con esta imaginación, esta cultura y esta tenacidad, ya estaría listo un nuevo “best seller” dispuesto a ser consumido por millones de lectores en el mundo entero.
Zuckerman advertía que, como cualquier producto de consumo, también había que pensar cuidadosamente en el envase. Para lograr un inmediato éxito en las ventas aconsejó: “Mucho ayudan las notas o anuncios efusivos de un libro impresos en la contratapa o en las fajas en las que autores o personajes famosos hablan de lo magnífica que es la novela. Habitualmente, esas notas son conseguidas por los editores o agentes, pero todas las que el mismo autor pueda aportar, por cualquier medio, contribuirán a fomentar su causa”. Por las dudas, aclaró que su libro “no ofrecerá ayuda a aquellos autores que traten de abrir nuevos caminos en la literatura a los lectores serios deslumbrados por un equivalente contemporáneo de Proust, Joyce, Kafka o Faulkner. Sólo intentará diseccionar e iluminar lo que en la industria editorial actual suele denominarse como un ‘best seller’ comercial”.
Sin falsos pudores, el “ensayista” explicaba cómo lograr que el hecho de escribir un libro se convirtiera en un oficio rentable, proporcionándole a su autor una cantidad de dinero que no se contase en miles sino en millones de dólares, aunque debiera soportar el trastorno secundario de ser vituperado por todos los suplementos literarios. En definitiva, establecía como convertir a la literatura en un mero producto comercial. Para este agente literario, el éxito más rotundo consistía en lograr que un autor desconocido llegase a cobrar grandes sumas de dinero en concepto de adelanto, y ponía como ejemplo uno de sus grandes éxitos en la materia: el protagonizado por Eileen Goudge (1950). Esta buena señora, además de ser la propia esposa de Zuckerman, había producido una serie de novelas románticas para jóvenes. En 1986, bajo la sabia tutela de su esposo, “se puso a trabajar en una novela de mujeres, con la cual consiguió un adelanto de casi un millón de dólares, como parte de un contrato de dos libros”.
Sin embargo, no siempre los “best sellers” lograron esos suculentos anticipos. Por ejemplo, con “Jaws” (Tiburón), su autor Peter Blenchey (1941-2006) obtuvo 10 millones de dólares, incluidos los ingresos por ser llevada al cine; pero el anticipo pagado por la editorial que lo publicó fue de apenas 7.500 dólares. Otro tanto ocurrió con la famosa novela “The Godfather” (El Padrino) de Mario Puzo (1920-1999), a quien la casa editora le pagó 5.000 dólares. La compañía cinematográfica Paramount, basándose sólo en un esbozo y cuatro capítulos, le pagó 25 mil dólares por una opción sobre los derechos de filmación. Con el correr de los años, el libro vendió más de veinte millones de ejemplares.
Como dato anecdótico hay que agregar que Zuckerman, un genio indiscutido a la hora de vender un título de alguno de sus clientes, fue autor de un par de novelas que pasaron sin pena ni gloria. En casa de herrero cuchillo de palo. Claro, no es precisamente eso lo que pasó con el póker de ases de autores de “best sellers” -citados anteriormente- conformado por el australiano Morris West, el galés Ken Follett y los norteamericanos Sidney Sheldon y Tom Clancy, quienes tienen al menos dos cosas en común: sus libros se vendieron como pan caliente y todos sin excepción despreciaban a la crítica literaria.
En abril de 1999, el escritor y editor francés André Schiffrin (1935-2013) publicó en París el ensayo “L'édition sans éditeurs” (La edición sin editores). En él, con una notable claridad conceptual, expresó: “Las fuerzas del mercado han prevalecido, imponen totalmente sus propósitos más que las antiguas maquinarias de propaganda. Nuestras ciudades están atiborradas de paneles para pegar carteles, la publicidad domina la radio y la televisión, el cine es un modo cada día más eficaz de difusión de la ideología del consumo. La maquinaria internacional de persuasión comercial es más poderosa que todo lo que se hubiera podido imaginar hace unos años. La batalla también se desarrolla en el terreno del libro, que poco a poco se convierte en un simple apéndice del imperio de los medios, ofreciendo diversión ligera, viejas ideas y la seguridad de que todo es lo mejor en el mejor de los mundos”.
Y agregó más adelante: “¿Por qué diablos los que poseen máquinas tan provechosas en el cine y la televisión aceptarían producir con menor beneficio libros susceptibles de hacer reflexionar de otra manera, de poner de manifiesto las dificultades? La publicación de un libro no orientado hacia un beneficio inmediato es ya prácticamente imposible en los grandes grupos editoriales. El control de la difusión del pensamiento en las sociedades democráticas ha alcanzado un grado que nadie pudo imaginar. El debate público, la discusión abierta, que son parte integrante del ideal democrático, entran en conflicto con la necesidad imperiosa y creciente de beneficio”. Tal como dice el refrán popular, más claro échale agua.