12 de octubre de 2021

El fandango: un antecedente del tango rioplatense

Cuentan las crónicas de antaño que en el año 1584, apenas cuatro años después de la segunda fundación de Buenos Aires por el vizcaíno Juan de Garay (1528-1583), se realizó en la rudimentaria aldea que era por entonces la primera venta de un terreno cuya ubicación era la de la actual esquina sudoeste de las calles Bolívar e Hipólito Yrigoyen, justo enfrente de la Plaza de Mayo. El precio de la transacción fue un caballo y una guitarra. Sin saberlo, “las huestes de Garay fundaban, al mismo tiempo que la inimaginable ciudad, su presunta melodía”, como dice el historiador porteño Francisco García Jiménez (1899-1983) en “El tango. Historia de medio siglo. 1880/1930” publicado en 1964.
Doscientos años más tarde, a fines del siglo XVIII, muy cerca de aquél lugar, en la esquina de San José y San Carlos (hoy Perú y Alsina, respectivamente), se alzaba el Teatro de la Ranchería. Como los espectáculos de comedia habían dejado de interesar, el virrey Juan José de Vértiz y Salcedo (1719-1799) resolvió instituir bailes públicos, autorizando en ellos el uso del disfraz, un artilugio muy usado desde siempre para amparar relaciones subrepticias. Esas reuniones consistían principalmente en una fiesta en la que abundante y desordenadamente se bebía vino y coñac, y se realizaban en forma regular sensuales danzas.
Entendía el virrey que de ese modo le daba un golpe mortal a los muy concurridos “piringundines” suburbanos, esos lugares a donde iba a bailar la gente de dudosa moralidad. El nombre de “peringundín” o “piringundín” deriva de la “périgordine” -una danza originaria de Périgord, una pequeña ciudad del suroeste de Francia- que, según parece, importaron algunos genoveses instalados en el barrio porteño de la Boca, bailándola como cosa propia. En su “Diccionario Argentino” de 1910, el docente y escritor argentino Tobías Garzón (1849-1914) explicaba las características esenciales de un “piringundín” como correspondiente a “ciertos bailes o sundines” que se daban para la gente del pueblo los jueves, domingos y feriados, los cuales duraban desde las cuatro de la tarde hasta las ocho de la noche. “Pues así como abundaban los tradicionales hogares chapados a la antigua española -continúa García Jiménez- había también un no menos ibérico desliz hacia la juerga, los pellejos de vino de los despachos y las equívocas aventuras de amor y, a veces, de muerte violenta en la calle del Pecado, vecina de la iglesia de Montserrat”.
Aquella calle era una cortada, chata y sórdida, arrinconada por una plaza de toros, que se llamó después Aroma y estaba ubicada en el sitio en donde hoy se alza el edificio de Obras Públicas, en medio de la Avenida 9 de Julio. Hacia el céntrico Teatro de la Ranchería se encaminaban los bailarines enmascarados para bailar la danza favorita de la época: el fandango, una danza de parentesco cercano con la “jota” andaluza y lejano con el “cordax” romano, cuyo aire sensual y su compás irresistible anticipaban el juego entrelazado de la futura danza rioplatense: el tango.


Aquel baile de pareja -con giros propios de los bailes de galanteo- mereció la rápida reprobación de la Iglesia representada por el obispo Manuel Antonio de La Torre (1765-1776), que no veía con buenos ojos las flexibles ondulaciones del cuerpo de los bailarines que seguían la cadencia de la música, algo que consideraba como danzas escandalosas e indecentes; algo similar a lo que ocurriría con el tango a comienzos del siglo XX, cuando fue condenado por el cardenal Giuseppe Melchiorre Sarto (1835-1914), quien por entonces gobernaba la Iglesia Católica bajo el nombre de Pío X.
Sin embargo, la tentación fandanguera había impregnado el gusto popular, aún de aquellas gentes que decían ubicarse socialmente más alto que el común denominador del pueblo: por ir tras el picante llamado de su meneo había quedado postergada más de una selecta reunión casera de la incipiente burguesía porteña. Como si hubiese provocado la ira del cielo, el Teatro de la Ranchería acabó sus días el 16 de agosto de 1792 cuando el petardo de unos festejos cercanos cayó sobre su techo de paja y lo redujo a cenizas. Así, la danza de moda volvió a los “piringundines”.
En España -entretanto- la Corte de Madrid se escandalizó con el frenesí del fandango y resolvió abolirlo, para lo que reunió a su consejo ministerial. “Alguien se atrevió a significar al rey que no debía condenarse al culpable sin oírlo -cuenta García Jiménez-. Le pareció justa la observación al soberano, se requirió la presencia de una pareja avezada, vibró el son, repiquetearon las castañuelas, se movieron los cuerpos juncales y a los pocos minutos la severidad real y la ministerial desaparecieron: los ceños se alisaron y los sitiales quedaron vacíos porque los circunstantes se acercaron marcando el compás con las manos y luego con los pies”.
De esta manera, el fandango continuó gozando de buena salud y, ya entrado el siglo XIX, un cronista anónimo escribió: “Esta danza de Cádiz, famosa de tantos siglos, hoy se la ve ejecutar todavía en los arrabales y en las casas de esta ciudad, en medio del entusiasmo de los circunstantes; no es solamente muy estimada entre la gente y el pueblo bajo, sino también entre las mujeres honestas y las damas de alta jerarquía. El fandango lo baila a veces un hombre solo, a veces una mujer sola, o lo bailan muchas parejas”.
Unos años antes, la Real Academia Española había publicado su primer repertorio lexicográfico, un diccionario de la lengua castellana que sería conocido como “Diccionario de autoridades”. En él se definía el fandango como el “baile introducido por los que han estado en los reinos de Indias, que se hace al son de un tañido muy alegre y festivo”. Tiempo después, el historiador, anticuario y escritor español Basilio Sebastián Castellanos de Losada (1807-1891) diría en su obra “Glorias de los Azaras en el siglo XIX” que “luego que volvieron de América los primeros españoles que la conquistaron, introdujeron en la Península una porción de costumbres de aquellos países y entre ellas lo hicieron del fandango, baile que aun hoy se ejecuta de la misma suerte que el primer día. El fandango se bailaba en las casa de los nobles y de la clase media, pero cayendo en desuso desde la mitad del siglo pasado (XVIII), se abandonó al pueblo, que lo practica todavía al compás de la armoniosa guitarra, bandurria y sonora, del alegre panderillo y de las ruidosas castañuelas”. 
Mientras tanto, ya desde principios del siglo XIX existen en Buenos Aires noticias sobre las serenatas en plena calle que a veces terminaban dentro de los hogares. Eran organizadas por mozos del barrio. El acompañamiento se hacía con guitarras, flautas y violines y era sencillo como las letras populares que se cantaban, una costumbre que habría de prolongarse con el tango. Este vocablo, “tango”, comenzó a expandirse en aquellos años con acepciones equívocas, tanto como sinónimo de habanera como de candombe negro. Recién a partir de 1880 se lo denominó “tango argentino”. 
El escritor argentino Eduardo Giorlandini (1934-2016), gran estudioso del tango y del lunfardo, cuenta en su ensayo “Letras de tango y cronología de las raíces tangueras” que “en un documento hallado en diciembre de 1802 se hacía un inventario y tasación de la casa donde se reunían los morenos, llamada ‘Casa y sitio de tango’. Esta casa estaba situada en el barrio de la parroquia de la Concepción”. En ese entonces, aproximadamente la quinta parte de los extranjeros que vivían en la ciudad de Buenos Aires eran italianos y, según relata el poeta y ensayista argentino Miguel D. Etchebarne (1915-1973) en “La influencia del arrabal en la poesía argentina culta”, “el tango es casi siempre cantado por bocas de procedencia italiana”. Ya avanzado el siglo XIX, fue el compositor uruguayo Horacio Castellanos Alves (1905-1983) quien en su libro “Entre cortes y quebradas” afirmaría que el tango apareció como una danza original y “fue la primera danza del género netamente popular que rompe el fuego”. Había desplazado a otros bailes de moda de aquellos lejanos días tales como el fandango, la polka, la milonga, etcétera. “Al tango -aseguraba Castellanos Alves- le fue más fácil conquistar el ambiente porque su ritmo es lento y las figuras que en él se hacen, resultan menos complicadas, ventaja indudable para imponerse en todas partes rápidamente”.


En “Ser argentino”, ensayo que el escritor y periodista argentino Pedro Orgambide (1929-2003) publicó en 1996, vuelve a mencionarse al candombe como uno de los progenitores del tango. “En la década que empieza en 1880 -expresó-, gente de los mataderos, de las curtiembres, mayorales, cuarteadores, hombres que apenas dejaron de ser gauchos para afincarse de a poco en la ciudad, son lo que dibujan en los patios de tierra la coreografía de los tanguitos iniciales. Compadritos de Mataderos, de Pompeya, de Puente Alsina, malevos de melena cuadrada y galerita, señores del cuchillo en Palermo, en una exacta geografía: un predio de pendencia y coraje que recorren las calles Las Heras y Avenida Alvear y Pueyrredón y Centro América, hoy Coronel Díaz. Los malevos del Barrio de Las Ranas que vienen de la Quema y los de Monserrat, todavía con aire de candombe, ya tienen ocupación: el prostíbulo y el comité. Ellos serán los primeros bailarines del tango. Concurrirán a las carpas de Santa Lucía, a las romerías de Barracas al Norte, a los bailongos del Retiro, cerca de la Recova. Allí se encontrarán con las mujeres, a las que pagarán por bailar. Ellas son las primeras ficheras, las que ponen la ficha en la liga, una por cada pieza. No son aún las mujeres del amor, las de la pasión, las inspiradoras de tangos memorables”.
Poco a poco, el tango se fue estructurando hasta convertirse en un arte urbano, ganando forma y renombre como estilo de baile a ambos lados del Río de la Plata. Corrió desde entonces, mucha agua bajo el puente. Un día de 1911, el ministro de gobierno del zar de Rusia Nicolás Romanov (1868-1918), le informó a éste que dos jóvenes duques, sobrinos del monarca, estaban mezclados en un incidente ocurrido en un elegante local nocturno de San Petersburgo “donde se exhibía una nueva danza perturbadora”. La danza a que hacía referencia el ministro era un baile desconocido, de la América meridional, al que llamaban “tango argentino”. El zar se interesó por conocer el baile y, cuando lo hizo, quedó encantado. Tanto le gustó a Nicolás II y tan patente recuerdo le quedó de su legítima procedencia, que dos años más tarde, al saludar en una recepción a los representantes de distintos países, acompañando cada saludo con una referencia a la respectiva nación, dijo al llegar al diplomático argentino: “Argentina.... ¡oh, el tango!”.