A mediados
del siglo XIV el escritor italiano Giovanni Boccaccio (1313-1375) escribió en
dialecto florentino la que sería considerada la primera gran obra maestra de la
narrativa europea y, con el paso del tiempo, una de las obras clásicas de la
literatura universal: “Decamerone” (Decamerón). Con una elegante prosa que
sería imitada por los futuros escritores del Renacimiento, narró la historia de
siete jóvenes mujeres de la alta sociedad florentina que se encuentran con tres
muchachos en la iglesia de Santa María Novella cuando Florencia, al igual que
el resto de Italia, buena parte de Europa y algunas regiones de Asia y África,
era azotada por la peste bubónica, una plaga que mató a un tercio de la
población europea. Para evitar ser contagiados deciden aislarse en la campiña
toscana en una villa abandonada en la colina de Fiesole.
Allí, durante diez días, cada uno de ellos cuenta una historia para entretener a los demás. La llamada peste negra había golpeado fuertemente las estructuras sociales, desencadenando temor, pánico, odio, violencia y, paralelamente, delincuencia. Es por ello que, en los cien relatos que componen el libro de Boccaccio, no sólo abundan las historias en torno a las relaciones entre las personas ya sean éstas eróticas, de amor, de engaños e infidelidades, de riquezas, de la moral o de los quehaceres cotidianos de hombres y mujeres, sino también de los delitos y fechorías que se cometían en aquellos oscuros días. Así, en alguno de ellos aparece la palabra “lombardo” como sinónimo de persona poco confiable, estafadora, un concepto ligado a una vieja tradición según la cual, fueron los banqueros de Lombardía los primeros que se convirtieron en prestamistas, por lo que, a los ojos del resto de la sociedad, eran considerados como truhanes, usureros, maleantes, en definitiva, ladrones.
El gentilicio lombardo emparentado con el de ladrón subsistió en Italia a lo largo de los años y, con la masiva llegada de inmigrantes de esa nacionalidad a la Argentina durante el último cuarto del siglo XIX, se incorporó progresivamente al habla popular de los habitantes de Buenos Aires y sus alrededores con una ligera deformación: primero como “lumbardo” y finalmente como “lunfardo”. Del intento de aquellos inmigrantes italianos por hacerse comprender surgió inicialmente un lenguaje transitorio: el “cocoliche”. Luego, paulatinamente, de ese contacto lingüístico entre criollos e inmigrantes fueron surgiendo palabras que contribuirían decisivamente en la formación del lunfardo y perdurarían en el tiempo. Así, por ejemplo, “affanari” (robar) se convirtió en afanar, “atiento” (cuidado) en “atenti”, “ciao” (adiós) en “chau”, “citrullo” (tonto) en “chitrulo”, “faccia” (cara) en “facha”, “fiacca” (pereza) en “fiaca”, “girare” (recorrer) en “yirar”, “lavorare” (trabajar) en “laburar”, “parlare” (hablar) en “parlar”, etc.
Allí, durante diez días, cada uno de ellos cuenta una historia para entretener a los demás. La llamada peste negra había golpeado fuertemente las estructuras sociales, desencadenando temor, pánico, odio, violencia y, paralelamente, delincuencia. Es por ello que, en los cien relatos que componen el libro de Boccaccio, no sólo abundan las historias en torno a las relaciones entre las personas ya sean éstas eróticas, de amor, de engaños e infidelidades, de riquezas, de la moral o de los quehaceres cotidianos de hombres y mujeres, sino también de los delitos y fechorías que se cometían en aquellos oscuros días. Así, en alguno de ellos aparece la palabra “lombardo” como sinónimo de persona poco confiable, estafadora, un concepto ligado a una vieja tradición según la cual, fueron los banqueros de Lombardía los primeros que se convirtieron en prestamistas, por lo que, a los ojos del resto de la sociedad, eran considerados como truhanes, usureros, maleantes, en definitiva, ladrones.
El gentilicio lombardo emparentado con el de ladrón subsistió en Italia a lo largo de los años y, con la masiva llegada de inmigrantes de esa nacionalidad a la Argentina durante el último cuarto del siglo XIX, se incorporó progresivamente al habla popular de los habitantes de Buenos Aires y sus alrededores con una ligera deformación: primero como “lumbardo” y finalmente como “lunfardo”. Del intento de aquellos inmigrantes italianos por hacerse comprender surgió inicialmente un lenguaje transitorio: el “cocoliche”. Luego, paulatinamente, de ese contacto lingüístico entre criollos e inmigrantes fueron surgiendo palabras que contribuirían decisivamente en la formación del lunfardo y perdurarían en el tiempo. Así, por ejemplo, “affanari” (robar) se convirtió en afanar, “atiento” (cuidado) en “atenti”, “ciao” (adiós) en “chau”, “citrullo” (tonto) en “chitrulo”, “faccia” (cara) en “facha”, “fiacca” (pereza) en “fiaca”, “girare” (recorrer) en “yirar”, “lavorare” (trabajar) en “laburar”, “parlare” (hablar) en “parlar”, etc.
Los estudios iniciales sobre el tema consideraron que, en un principio, fue un lenguaje usado por gente de mal vivir y luego fue extendiéndose entre los sectores de clase baja para, finalmente, llegar a incorporarse al habla coloquial de la totalidad de los estratos sociales. En su difusión jugaron un rol preeminente revistas ilustradas de la época como “Don Quijote”, “Sherlock Holmes”, “Caras y Caretas”, “PBT”, “El Hogar” y “Fray Mocho”, en las que, en sus viñetas, crónicas, diálogos y relatos, predominaba una prosa en la que el lunfardo comenzó a tener una presencia cada vez más notoria.
Naturalmente, el lunfardo llegó también al género musical por entonces característico de la región del Río de la Plata y su zona de influencia, sobre todo Buenos Aires y Montevideo: el tango. Compositores insignes en esta materia, por citar sólo algunos, fueron Ángel Villoldo (1861-1919), Florencio Iriarte (1879-1919), José González Castillo (1885-1937), Enrique Maroni (1887-1957), José de Grandis (1888-1932), Pascual Contursi (1888-1932) y Celedonio Flores (1896-1947). El ensayista y profesor universitario argentino Oscar Conde (1961) decía en “El lunfardo en la literatura argentina”, una conferencia que brindó en la Facultad de Filosofía y Letras en la Universidad del Salvador en 2010, que “la letra de tango tomó posición frente a la poesía canónica. Negando el lenguaje culto y dándole curso y legitimidad al lunfardo, el tango se definió y se afirmó a sí mismo, convirtiéndose al mismo tiempo en el medio más adecuado para que el lenguaje lunfardesco creciera en sus posibilidades expresivas. Juntos, tango y lunfardo -hijos los dos de la inmigración- ganaron para sí el favor popular afianzándose el uno al otro”.
Resulta evidente que el tango cumplió un rol importante en la expansión del lunfardo. Muchas de las canciones más populares del género incluyen términos y locuciones de la jerga que se popularizaron y, ya en las primeras décadas del siglo XX, se sumaron al lenguaje convencional. Baste con recordar los tangos cantados en aquellos años por el egregio Carlos Gardel (1890-1935): “Mi noche triste” y “El bulín de la calle Ayacucho”, por citar sólo algunos ejemplos, escritos por los mencionados Pascual Contursi y Celedonio Flores respectivamente.
Como afirma el susodicho Oscar Conde en una entrevista concedida al diario “Página/12” en abril de 2018, “el lunfardo es un poco hermano del tango. Uno y otro son producto de la inmigración. Nacen aproximadamente al mismo tiempo, en la década de 1870, y se van consolidando hasta que en las décadas de 1910, tibiamente, y de 1920, casi como una explosión, están en las bocas y los oídos de todos los rioplatenses. Creo que no es necesario volver sobre el carácter híbrido del tango y las distintas influencias que confluyeron para darle forma al género. Lo cierto es que los músicos que concluirán esa tarea y desarrollarán la codificación del tango como género musical y cantable serán inmigrantes o hijos de inmigrantes. La inmigración italiana aporta mucho, sobre todo lo musical a los tangos originarios, aunque mezcla con muchas otras vertientes como pueden ser la habanera cubana, el cuplé español, y por supuesto ritmos africanos que están ahí en el mundo del tango”.
El escritor argentino José Gobello (1919-2013), un fervoroso investigador tanto del lunfardo como del tango, autor de obras como “Diccionario lunfardo”, “Poesía lunfarda. Del burdel al Parnaso”, “Tangos, letras y letristas” y “El lenguaje de mi pueblo”, decía en uno de sus muchos artículos sobre el tema: “Digámoslo pronto. ¿Quién fue el primero en llamar ‘lunfardo’ al vocabulario de aquellos términos tan característicos del ‘habla’ o ‘idiolecto’ de Buenos Aires? Tal privilegio porteño le corresponde en buena lid al joven periodista y escribiente de la policía Benigno Baldomero Lugones. Y lo concretó en sus dos artículos publicados en el diario ‘La Nación’ en marzo y en abril de 1879. Sus títulos son ‘Los beduinos urbanos’ y ‘Los caballeros de industria’. A no dudarlo, el mozo Lugones escuchó esas palabras en los labios de delincuentes y dedujo que les eran privativas”.
La interpretación de que el término “lunfardo” era una jerga ligada al ambiente de la delincuencia en realidad apareció por primera vez en un artículo anónimo publicado en el diario “La Prensa” en junio de 1878 escrito, aparentemente, por un policía. Bajo el título “El dialecto de los ladrones”, en él se enumeraban veintinueve palabras propias del habla del Buenos Aires de aquel entonces y se incluía “lunfardo” con el significado de “ladrón”. “El lunfardo -decía el artículo-, expresión del habla popular de Buenos Aires extendida también a otras regiones de la Argentina, está vinculado con una etapa demográfica y culturalmente importante para la historia del país: la gran inmigración de segunda mitad del siglo XIX y principios del XX. Las lenguas de los inmigrantes son una de las fuentes donde se originan las palabras del lunfardo, pero éste abreva también en distintas vertientes que incluyen lenguas indígenas originarias, entre ellas el quichua y el guaraní, y otras formas del habla popular propias de cualquier pueblo”.
Luego, efectivamente Benigno Lugones (1857-1884) publicó sus artículos en “La Nación” en 1879, y otro tanto hicieron el criminalista Luis María Drago (1859-1921) en su libro “Los hombres de presa” en 1888, el abogado penalista Antonio Dellepiane (1861-1939) en “El idioma del delito” en 1894, y el jurista Eusebio Gómez (1883-1954) en “La mala vida en Buenos Aires” en 1908. Todos ellos definieron el lunfardo como un vocabulario delictivo, algo que José Sixto Álvarez (1858-1903) -quien publicaba como Fray Mocho- y Luis Contreras Villamayor (1876-1961), comisario de pesquisas el uno y guardiacárcel el otro, también hicieron en sus “Memorias de un vigilante” de 1897 y “El lenguaje del bajo fondo” de 1915 respectivamente.
El propio Gobello,
la mayor autoridad en el tema y fundador en los años ’60 del siglo pasado de la
Academia Porteña del Lunfardo, explicó en “Lunfardo. Curso básico y diccionario”
-libro que escribió en coautoría con el periodista Marcelo Oliveri (1966) en
2005- que “este vocabulario no se formó, en efecto, en las cárceles, ni tampoco
en los prostíbulos -aun cuando aquellas y estos hayan contribuido a
enriquecerlo- sino en los hogares de inmigrantes, principalmente en los que ocupaban
los famosos conventillos de la Boca del Riachuelo”, y reconoció que “ya no
llamamos lunfardo al lenguaje frustradamente esotérico de los delincuentes sino
al que habla el porteño cuando comienza a entrar en confianza”.
Tal vez
sea demostrativa de esta consideración la palabra lunfarda que inventara el dramaturgo
y periodista uruguayo Florencio Sánchez (18975-1910) en su obra “Canillita” aparecida
en1902 en la que relató la historia de un chico que vendía diarios y al que
llaman así porque era muy flaco, usaba pantalones cortos y se le notaban los huesos
comprendidos entre el tobillo y la pantorrilla, justo encima de los tobillos,
llamados canillas. De ahí que a los diarieros se los llamase más adelante
canillitas. De esto se desprende que las palabras del lunfardo pueden tener
tanto un contenido afectivo, cordial o emotivo, como uno burlón, irónico o picaresco.
Allá por los años ’30, quien demostró que esto efectivamente era así fue el escritor Roberto Arlt (1900-1942). Famoso por sus “Aguafuertes porteñas” que publicara casi sin interrupciones entre 1928 y 1942 en el diario “El Mundo”, manifestó en una de ellas: “Escribo en un ‘idioma’ que no es propiamente el castellano, sino el porteño. Y es acaso por exaltar el habla del pueblo, ágil, pintoresca y variable, que interesa a todas las sensibilidades. Este léxico, que yo llamo idioma, primará en nuestra literatura a pesar de la indignación de los puristas, a quienes no leen (sic) ni leerá nadie”. Y en otra añadió: “Yo tengo esta debilidad: la de creer que el idioma de nuestras calles, el idioma en que conversamos usted y yo en el café, en la oficina, en nuestro trato íntimo, es el verdadero. ¿Qué yo hablando de cosas elevadas no debía emplear estos términos? ¿Y por qué no, compañero? Si yo no soy ningún académico. Yo soy un hombre de la calle, de barrio, como usted y como tantos que andan por ahí. Usted me escribe: ‘no rebaje más sus artículos hasta el cieno de la calle’. ¡Por favor! Yo he andado un poco por la calle, por estas calles de Buenos Aires, y las quiero mucho, y le juro que no creo que nadie pueda rebajarse ni rebajar al idioma usando el lenguaje de la calle, sino que me dirijo a los que andan por esas mismas calles y lo hago con agrado, con satisfacción”.
Una década más tarde, Leopoldo Marechal (1900-1970), en su recordada novela “Adán Buenosayres”, utilizó casi un centenar de vocablos considerados lunfardescos, entre ellos “atorrantear”, “cachuzo”, “cajetilla”, “catrera”, “chumbar”, “farabute”, “franelero”, “gaita”, “macanear”, “peludo”, “pesado”, “plantar”, “rajar”, “runfla”, “tranca” y “upite”. Es más, dos de los más famosos escritores argentinos como lo son Jorge Luis Borges (1899-1986) y Adolfo Bioy Casares (1914-1999), en el libro que publicaron en 1946 con el seudónimo de B. Suárez Lynch con el título “Dos fantasías memorables”, en “Un modelo para la muerte”, la novela corta que forma parte del libro, utilizaron un buen número de lunfardismos, entre ellos “apolillar”, “caído del catre”, “cafisho”, “coco”, “chamuyo”, “facha”, “lungo”, “manganeta”, “pesto”, “relojear”, etc.
El diccionario de la Real Academia Española define al lunfardo como la “jerga empleada originalmente por la gente de clase baja de Buenos Aires, parte de cuyos vocablos y locuciones se introdujeron posteriormente en el español popular de la Argentina y Uruguay”. No obstante ello, paulatinamente fue aceptando palabras como “conventillo” (casa de vecindad, o casa donde vivían o estaban recogidas prostitutas), “malevo” (de hábitos vulgares, propio de los arrabales, o maleante, malhechor) y “pibe” (niño o joven, o fórmula de tratamiento afectuosa), por citar sólo algunas.
Todos estos términos serían utilizados con el correr del tiempo por muchos escritores famosos. Así, desde aquella “Historia de arrabal” que Manuel Gálvez (1882-1962) publicara en 1922 hasta “Sobre héroes y tumbas” que Ernesto Sábato (1911-2011) publicara en 1961, autores emblemáticos como Juan Filloy (1894-2000), Julio Cortázar (1914-1984), Bernardo Kordon (1915-2002) o Manuel Puig (1932-1990) desacralizaron con sus obras paulatinamente al lunfardo. Más acá en el tiempo, numerosos ejemplos de lunfardismos más recientes aparecen en las obras de Alberto Laiseca (1941-2016), de Osvaldo Soriano (1943-1997), de Roberto Fontanarrosa (1944-2007), de Alejandro Dolina (1944) o de Juan Sasturain (1945).