Nueve años
-de 1914 a 1922- le bastaron al joven actor inglés Charles Chaplin (1889-1977)
para triunfar en el naciente mundo del cine norteamericano. En ese lapso rodó
setenta y dos films (cuyo metraje no llegó a superar, cada uno, los cuatro
rollos) que lo catapultaron al pináculo de una fama innegable. Más allá de las
fronteras de Hollywood, su figura inconfundible era reconocida en las
capitales, ciudades y pueblos de todos los países que no escatimaban risas y
aplausos para el hombrecito de la galera, el bastón y un estrafalario caminar.
Charlot -o Carlitos, según la región- integró, junto con los otros monstruos sagrados del cine mudo, Douglas Fairbanks (1883-1939), Mary Pickford (1892-1979) y David Wark Griffith (1875-1948), una entidad independiente: la United Artists. Para esta compañía, en 1923 decidió llevar adelante un proyecto que daba vueltas por su cabeza desde tiempo atrás. Según su costumbre, entre agosto y noviembre de 1922 preparó el argumento, dio los toques necesarios a la producción, tomando también a su cargo la dirección, pero se mantuvo fuera del foco lumínico, salvo en una fugaz escena de escasa duración en la que interpreta a un cartero del que no se ve el rostro. La película, para la que Chaplin descontaba una masiva aceptación del público de sus otros films, se tituló definitivamente, “A woman of Paris” (Una mujer de París), e incluía en los roles centrales a la “partenaire” favorita del gran bufo, Edna Purviance (1895-1958), junto al simpático villano Adolphe Menjou (1890-1963) y el galán Carl Miller (1893-1979).
En principio, Chaplin la tituló “The public opinión” (La opinión pública), con cierto sabor ácrata, pero los integrantes de la United Artists y los productores lo disuadieron, no fuera cosa que se ofendieran las buenas conciencias de los Estados Unidos, la nación ejemplo de todas las democracias (¿?), y se adoptó finalmente el título conocido. “Una mujer de París” alcanzó ocho rollos de extensión, exactamente el doble de “The pilgrim” (El peregrino), su film anterior, que había barrido con los cálculos de taquilla, la noche del 25 de febrero de 1923. Hombre obstinado, Chaplin mantuvo su opinión contra la de colegas y amigos que dudaban de esa nueva película dramática dirigida por él, pero con la notable ausencia de Carlitos, su otro yo, su alma.
El argumento de “Una mujer de París” narraba un melodrama de amor frustrado. Ante la incomprensión de sus respectivas familias, una pareja de jóvenes enamorados -habitantes de una pequeña aldea francesa- decide fugarse a París para casarse. La súbita enfermedad del padre del novio impide que él acuda a la estación de tren el día de la partida. Ella, que desconoce los motivos de su ausencia, parte a París sin su prometido. Un año después, se ha convertido en la amante de un hombre rico, un galán apuesto y con todos los recursos de los villanos del cine.
Charlot -o Carlitos, según la región- integró, junto con los otros monstruos sagrados del cine mudo, Douglas Fairbanks (1883-1939), Mary Pickford (1892-1979) y David Wark Griffith (1875-1948), una entidad independiente: la United Artists. Para esta compañía, en 1923 decidió llevar adelante un proyecto que daba vueltas por su cabeza desde tiempo atrás. Según su costumbre, entre agosto y noviembre de 1922 preparó el argumento, dio los toques necesarios a la producción, tomando también a su cargo la dirección, pero se mantuvo fuera del foco lumínico, salvo en una fugaz escena de escasa duración en la que interpreta a un cartero del que no se ve el rostro. La película, para la que Chaplin descontaba una masiva aceptación del público de sus otros films, se tituló definitivamente, “A woman of Paris” (Una mujer de París), e incluía en los roles centrales a la “partenaire” favorita del gran bufo, Edna Purviance (1895-1958), junto al simpático villano Adolphe Menjou (1890-1963) y el galán Carl Miller (1893-1979).
En principio, Chaplin la tituló “The public opinión” (La opinión pública), con cierto sabor ácrata, pero los integrantes de la United Artists y los productores lo disuadieron, no fuera cosa que se ofendieran las buenas conciencias de los Estados Unidos, la nación ejemplo de todas las democracias (¿?), y se adoptó finalmente el título conocido. “Una mujer de París” alcanzó ocho rollos de extensión, exactamente el doble de “The pilgrim” (El peregrino), su film anterior, que había barrido con los cálculos de taquilla, la noche del 25 de febrero de 1923. Hombre obstinado, Chaplin mantuvo su opinión contra la de colegas y amigos que dudaban de esa nueva película dramática dirigida por él, pero con la notable ausencia de Carlitos, su otro yo, su alma.
El argumento de “Una mujer de París” narraba un melodrama de amor frustrado. Ante la incomprensión de sus respectivas familias, una pareja de jóvenes enamorados -habitantes de una pequeña aldea francesa- decide fugarse a París para casarse. La súbita enfermedad del padre del novio impide que él acuda a la estación de tren el día de la partida. Ella, que desconoce los motivos de su ausencia, parte a París sin su prometido. Un año después, se ha convertido en la amante de un hombre rico, un galán apuesto y con todos los recursos de los villanos del cine.
Eventualmente, el antiguo novio -que finalmente pudo viajar a París- se encuentra con ella en una fiesta, en donde le cuenta que su padre murió impidiéndole emprender el viaje y le confiesa la persistencia de su amor por ella. Sin embargo ella lo rechaza. Más tarde, al escuchar una conversación de su amante y la madre de éste, descubre que ella no es más que un pasatiempo ocasional, y, arrepentida regresa al campo. Allí se entera que su novio se ha suicidado. La desesperada heroína vivirá entonces con la madre de él, cuidando huérfanos para intentar pagar de alguna forma su culpa.
En sus 82 minutos de duración, la película de Chaplin denunciaba la hipocresía y los prejuicios morales de la época, algo intolerable para quienes, escandalizados, vieron derrumbarse los valores tradicionales en la supuesta inmoralidad del argumento. A pesar de aquella escena memorable en la estación del ferrocarril en la que las luces de los vagones proyectadas sobre el rostro de ella sustituyeron al auténtico tren (un efecto que desde entonces se convirtió en un uso común en el cine), para el director fue su película maldita.
La famosa escena fue filmada por el camarógrafo preferido de Chaplin, uno de los mayores maestros de fotografía cinematográfica, Rollie Totheroh (1890-1967), quien diría tiempo después que “para ahorrar los gastos de filmación de un tren francés recorté las aperturas y representé las ventanillas del tren en un marco que luego expuse debajo de un potente foco. La luz en el rostro de Marie parece el reflejo de las luces del tren que llega. Hice el efecto en tan solo ocho tomas”.
La película fue un considerable fracaso comercial y desató un aluvión tanto de elogios como de críticas, principalmente de estas últimas. Sólo unos pocos directores de cine, compañeros de profesión, entendieron lo que Chaplin quiso decir con “Una mujer de París”. El alemán Ernst Lubitsch (1892-1947) confesó sin ambages que la visión de esa película había “cambiado su vida como cineasta”. Y el destacado director francés René Clair (1898-1981), escribió en 1931: “Chaplin demostró con esta película que es un verdadero creador. Su mano se siente en todas partes, cada personaje está formado por él”.
Quince estados de Estados Unidos prohibieron la película por inmoral. A pesar de que Chaplin ambientó la película en París para que los moralistas norteamericanos no vieran que su película era un ataque directo hacia su puritana y mojigata sociedad, el plan no funcionó. Pero la historia del séptimo arte no olvidó el traspié del creador de tantos éxitos en la década precedente, como tampoco él pudo hacerlo. Para Chaplin significó una severa decepción económica. Edna Purviance no volvió a sus papeles previos y sólo actuó en roles de extra en dos films de Chaplin que nunca dejó de pagarle lo estipulado por sus primeros contratos hasta que falleció en 1958. Distinta fue la suerte de Adolphe Menjou, que se vio catapultado a sucesivos papeles de villano no sólo durante el período del cine mudo sino también del sonoro y finalmente, en algunas series para televisión.
Decepcionado y deprimido por el fracaso comercial de la película, Chaplin hizo quitarla de cartel y recién la reestrenaría en los cines en 1976, un año antes de su muerte. A pesar de todo, “Una mujer de París” fue la primera cinta muda en utilizar la ironía y la psicología. El propio Chaplin afirmaría en “My autobiography” (Mi autobiografía) publicada en 1964: “Algunos críticos afirman que la psicología no podía expresarse en la pantalla muda; que una acción clara como, por ejemplo, el héroe apretujando bellas damas contra troncos de árboles y aspirándoles hasta las amígdalas, o bien el tirarse sillas a la cabeza en las escenas de riñas, eran sus únicos medios de expresión. ‘Una mujer de París’ fue, por lo tanto, un reto”.