28 de enero de 2023

Entremeses literarios (CCXI)

EL FUTURO DEL PASADO
Paz Monserrat Revillo
España (1962)
 
La señora Capuleto y la señora Montesco se encontraron en el mercado de la Piazza delle Erbe -al fin y al cabo Verona no era más que un pueblo- quince días después de la desgraciada confusión que llevo al suicidio sucesivo de sus impulsivos hijos.
Ahora que el destino les había vetado ser las consuegras más enemistadas de la historia de la literatura universal, se miraron fijamente a los ojos buscando una salida. En lugar del odio y la tristeza previstos, no pudieron evitar imaginarse la felicidad de hacerse apacibles visitas para tomar pandoro con café y, aún más adelante en ese imposible futuro, cuidar juntas de sus bellísimos y apasionados nietecitos. 
 
 
DES/IGUALDADES
Luisa Valenzuela
Argentina (1938)
 
En cuanto el matrimonio igualitario fue aprobado por ley en el país, mi amigo el magnate maduro se casó con su nuevo novio, estibador del puerto. Joven y fornido el novio, razón por la cual los más graciosos del grupo opinaron que nuestro magnate debía de tener el sueño muy pesado para verse en la necesidad de dormir con un estibador. No les presté atención, en absoluto, no hay duda de que los encantos del novio son bastante menos alusivos y más contundentes. Además parece recatado, buen tipo, y eso me tranquiliza. Porque cuando mate a mi amigo lo hará de la manera más discreta e indolora posible. Porque de la muerte me temo que mi amigo no se salva: está muy bien que sea igualitario el matrimonio, el problema acá es el patrimonio.
 
 
EMPIRISMO
Ángel Olgoso
España (1961)
 
Cuando cierro los ojos, el mundo desaparece. Cuando los abro, el mundo corre a recomponerse casi instantáneamente. A veces, durante el período infinitesimal de esa transición -no es más que una fugaz percepción-, creo sorprenderlo ultimando su tarea, los contornos de las cosas difuminados, ciertos crujidos, algún chispazo a destiempo, un acomodarse de las distancias, la luz del día que aún no posee su sabor pleno, mis hijos demorándose apenas una milésima en desplegar sus formas habituales, el pelaje del gato parece desdibujado y sus bigotes no existen todavía, descuidos, hilachas de un tapiz evasivo, disgregador, hasta que todo irrumpe de nuevo y se reintegra velozmente al orden, hasta que todo recobra su textura, su volumen y su nombre y este mundo plegadizo vuelve, una vez más, a ser perpetuamente engendrado e inhumado.
 
 
ESPLENDOR Y DECADENCIA
Federico G. Rudolph
Argentina (1970)
 
La construcción de la ciudad tardó tanto como lo que duró la vida misma de la cultura que allí se albergaba -desde la llegada de los primitivos desde más allá de las montañas, hasta su total decadencia y extinción, concluida su época de máximo esplendor-, hoy sólo quedan ampulosas ruinas desparramadas por doquier. Otrora se alzaron potentes y excelsos en cada arte, conocimiento y labor, incluida la guerra, la caza, la pesca, la agricultura, la pintura y la literatura (entre muchos otros). Sin embargo, sus libros se escribían en la arena, sus pinturas en los árboles, sus descubrimientos no eran transmitidos de uno a otro, sus logros no fueron grabados en la piedra, sus batallas jamás fueron contadas, no enterraban a sus muertos. Por ello, el misterio de quienes eran, quienes fueron, quienes habrían sido, nunca nos será develado. Nunca, civilización alguna, quiso menos que ésta ser parte de la historia de los pueblos. Siquiera supiéramos su nombre, o su lenguaje, para poder dar testimonio de ella.
 
 
EL ZORRO Y EL TIGRE, UNA HISTORIA CORTA SOBRE LA ASTUCIA
Francisco Tario
México (1911-1977)
 
Había una vez un enorme tigre que cazaba en los bosques de China. El poderoso animal se topó y empezó a atacar a un pequeño zorro, el cual ante el peligro únicamente tuvo como opción recurrir a la astucia. Así, el zorro le increpó y le indicó que no sabía hacerle daño puesto que él era el rey de los animales por designio del emperador del cielo. Asimismo le indicó que si no le creía le acompañara: así vería como todos los animales huían atemorizados al verle llegar. El tigre así lo hizo, observando en efecto cómo a su paso los animales escapaban. Lo que no sabía era que esto no era debido a que estuvieran confirmando las palabras del zorro (algo que el tigre acabó por creer), sino que de hecho huían de la presencia del felino.
 
 
MIRANDO ENFERMEDADES
Ana María Shua
Argentina (1951)
 
En el Diccionario de Agronomía y Veterinaria había ilustraciones y muchas fotos. Una extraña tumoración nudosa deformaba la articulación de una rama. ¿Esto qué es? preguntaba yo, la niña. Es una enfermedad de los árboles me decía papá.
¿Esto qué es? preguntaba yo, señalando, en la foto, el sexo de un toro. Es una enfermedad de las vacas me decía papá. Era lindo mirar enfermedades con mi papá. Como sabía que me estaba mintiendo, observaba con asombro y regocijo los desmesurados genitales que crecían deformes en los árboles machos.
 
 
LA ÚLTIMA FLOR
James Thurber
Estados Unidos (1894-1961)
 
La duodécima guerra mundial, como todo el mundo sabe, trajo el hundimiento de la civilización. Pueblos, ciudades y capitales desaparecieron de la faz de la tierra. Hombres, mujeres y niños quedaron situados debajo de las especies más ínfimas. Libros, pinturas y música desaparecieron, y las personas sólo sabían sentarse, inactivos, en círculos.
Pasaron años y más años. Los chicos y las chicas crecieron mirándose estúpidamente extrañados: el amor había huido de la tierra. Un día, una chica que no había visto nunca una flor, se encontró con la última flor que nacía en este mundo. Y corrió a decir a las gentes que se moría la última flor. Sólo un chico le hizo caso, un chico al que encontró por casualidad. El chico y la chica se encargaron, los dos, de cuidar la flor. Y la flor comenzó a revivir. Un día una abeja vino a visitar a la flor. Después vino un colibrí. Pronto fueron dos flores; después cuatro… y después muchas, muchas. Los bosques y selvas reverdecieron. Y la chica comenzó a preocuparse de su figura y el chico descubrió que le gustaba acariciarla. El amor había vuelto al mundo.
Sus hijos fueron creciendo sanos y fuertes y aprendieron a reír y a correr. Poniendo piedra sobre piedra, el chico descubrió que podrían hacer un refugio. Muy deprisa toda la gente se puso a hacer casas. Pueblos, ciudades y capitales surgieron en la tierra. De nuevo los cantos volvieron a extenderse por todo el mundo. Se volvieron a ver trovadores y juglares, sastres y zapateros, pintores y poetas, soldados, lugartenientes y capitanes, generales, mariscales y libertadores. La gente escogía vivir aquí o allí. Pero entonces, los que vivían en los valles se lamentaban por no haber elegido las montañas. Y a los que habían escogido las montañas, les apenaba no vivir en los valles… Invocando a Dios, los libertadores enardecían ese descontento. Y enseguida el mundo estuvo nuevamente en guerra. Esta vez la destrucción fue tan completa que nada sobrevivió en el mundo. Sólo quedó un hombre… una mujer… y una flor.
 
 
HABÍA MARIPOSAS…
Bachi Salas
Argentina (1951)
 
La hembra tenía alas multicolores. El macho la olió a una distancia de cien árboles. En la cúspide de una flor el polen iniciaba su viaje de fecundación. La tierra estaba húmeda y el aire dulce, agrio, viscoso.
Las mariposas iniciaron su cortejo. Una subterránea fertilidad multiplicaba seres que todavía no habían sido nombrados. Berreaba un ciervo rojo. El celo de lobos y aves salvajes anticipaba ciclos y repeticiones.
Las mariposas comenzaron su vuelo nupcial. Lluvia tenue horadando verdes y ocres. Podredumbre de hojarascas estremeciendo raíces entrelazadas. Una mujer ingresó a la escena. Su humanidad no desconcertó a la naturaleza porque estaba tan desnuda como la tierra, tan desasosegada como los pájaros, los peces y los felinos.
El macho emprendió un vuelo con la hembra prendida a su abdomen, mientras seguían copulando. Una manzana madura pendía de un árbol. La mujer sintió el deseo de la fruta como un mandato genético. Después, buscó al único que podría completar su paraíso.
 
 
A ENREDAR LOS CUENTOS
Gianni Rodari
Italia (1920-1980)
 
- Érase una vez una niña que se llamaba Caperucita Amarilla.
- ¡No, Roja!
- ¡Ah!, sí, Caperucita Roja. Su mamá la llamó y le dijo: “Escucha, Caperucita Verde…”.
- ¡Que no, Roja!
- ¡Ah!, sí, Roja. “Ve a casa de tía Diomira a llevarle esta piel de patata”.
- No: “Ve a casa de la abuelita a llevarle este pastel”.
- Bien. La niña se fue al bosque y se encontró una jirafa.
- ¡Qué lío! Se encontró al lobo, no una jirafa.
- Y el lobo le preguntó: “¿Cuántas son seis por ocho?”.
- ¡Qué va! El lobo le preguntó: “¿Adónde vas?”.
- Tienes razón. Y Caperucita Negra respondió…
- ¡Era Caperucita Roja, Roja, Roja!
- Sí. Y respondió: “Voy al mercado a comprar salsa de tomate”.
- ¡Qué va!: “Voy a casa de la abuelita, que está enferma, pero no recuerdo el camino”.
- Exacto. Y el caballo dijo…
- ¿Qué caballo? Era un lobo.
- Seguro. Y dijo: “Toma el tranvía número setenta y cinco, baja en la plaza de la Catedral, tuerce a la derecha, y encontrarás tres peldaños y una moneda en el suelo; deja los tres peldaños, recoge la moneda y cómprate un chicle”.
- Tú no sabes contar cuentos en absoluto, abuelo. Los enredas todos. Pero no importa, ¿me compras un chicle?
- Bueno, toma la moneda.
Y el abuelo siguió leyendo el periódico.
 
 
LA HIJA DEL GUARDAGUJAS
Vicente Huidobro
Chile (1893-1948)
 
La casita del guardagujas está junto a la línea férrea, al pie de una montaña tan empinada que sólo algunos árboles especiales pueden escalonar a gatas, aferrándose con sus raíces afiladas, agarrándose a los terrones hasta llegar a la cumbre. La casita de madera desvencijada a causa del estremecimiento constante y los fragores. La casita pequeña en un terraplén de veinte metros junto a tres líneas. Allí vive el guardagujas con su mujer, contemplando pasar los trenes cargados de fantasmas que van de ciudad en ciudad. Cientos de trenes, trenes del norte al sur y trenes del sur al norte. Todos los días, todos los meses, todo el año. Miles de trenes con millones de fantasmas, haciendo crujir los huecos de la montaña.
La mujer, como buena mujer, le ayuda a enhebrar los trenes por el justo camino. La responsabilidad de tantas vidas satisfechas les ha puesto un gesto trágico en el rostro. Apenas si pueden sonreír cuando se quedan como suspendidos mirando a su pequeña, una criatura de tres años, graciosa, delicada, con gestos de flor y de paloma. Pasan los trenes con el fragor de hierros y largos metales arrastrados de toda una ciudad que soltara sus amarras, de tantos fantasmas desencadenados y ebrios de libertad.
La hija del guardagujas juega entre los trenes de su montaña con una confianza aterradora. Ignora que los niños ricos de la ciudad se entretienen con unos trenes pequeñitos como ratones sobre rieles de lata. Ella posee los trenes más grandes del mundo… y ya empieza a mirarlos con desprecio. Es un encanto de niñita. Vive despreocupada, suelta como si no quisiera apegarse a nadie. Se diría que un tren la arrojó allí al pasar como por casualidad. En cambio sus padres viven pendientes de ella, la contemplan, mientras todavía es tiempo, la miman, la adoran. Ellos saben que un día la va a matar un tren.