El escritor, periodista y editor estadounidense Ambrose
Bierce (1842-1914) fue uno de los cuentistas más destacados del siglo XIX. En
sus inicios como periodista publicó artículos en diversos medios tanto de
Estados Unidos como de Inglaterra, entre ellos “The Argonaut”, “Fun”, “The
London Figaro”, “Town Crier Newspaper”, “San Francisco Examiner”, “News Letters”
y “The Overland Monthly”. Con su envenenada pluma atacó y satirizó a muchos de
sus coetáneos, ya fuesen políticos, abogados, predicadores, racistas,
capitalistas o anarquistas involucrados en el fraude económico y la corrupción
política. Gran amigo de su admirado Mark Twain (1835-1910) y heredero literario
de Nathaniel Hawthorne (1804-1864), Edgar Allan Poe (1809-1849) y Herman
Melville (1819-1891), fue admirado y
apreciado por el realismo de su obra, el cinismo y el humor negro que la
caracterizó y sus tramas colmadas de una visión satírica y mórbida de la vida.
También se le recuerda por sus incursiones en el género de terror, influyendo
en autores de la talla de H.P. Lovecraft (1890-1937). Cuando estalló la Guerra
de Secesión (guerra civil estadounidense) se alistó en el 9º Regimiento de
Voluntarios de Infantería de Indiana y formó parte del ejército de la Unión, el
bando formado por los federalistas Estados del norte. Participó en varias
batallas y en una de ellas fue herido de gravedad. Su vasta obra literaria comprende,
entre otros títulos, “The haunted valley” (El valle embrujado), “The fiend's
delight (Las delicias del diablo), “Cobwebs from an empty skull” (Telarañas de
una calavera vacía), “The dance of death” (La danza de la muerte), “An occurrence
at Owl Creek bridge” (El incidente del Puente del Búho), “Tales of soldiers and
civilians” (Cuentos de soldados y civiles), “The monk and the hangman's daughter”
(El monje y la hija del verdugo), “Fantastic fables” (Fábulas fantásticas), “The
devil's dictionary” (El diccionario del diablo), “A son of the gods” (Un hijo
de los dioses) y “A horseman in the sky” (Un jinete en el cielo).
UNA NOCHE DE VERANO
El hecho de estar enterrado no parecía probarle a Henry Armstrong que había muerto: siempre había sido hombre difícil de convencer. El testimonio de sus sentidos le obligaba a admitir que estaba enterrado. Su posición -tendido sobre la espalda, con las manos cruzadas sobre el estómago y sujetas con algo que él quebró fácilmente, lo cual en poco remedió su situación-, el estricto confinamiento en que yacía, la negra penumbra y el profundo silencio, configuraban un cuerpo de evidencias irrefutables que él aceptó sin dilación. Pero muerto… no; sólo estaba enfermo, muy enfermo. Lo sofocaba, por otra parte, la apatía típica de los inválidos, y poco le preocupaba el destino nada común que le había sido otorgado. Él no era un filósofo: apenas una persona vulgar y sencilla investida, en tal circunstancia, de una indiferencia patológica: el órgano que, según lo que se temía, lo había dejado postrado. De modo que, sin inquietarse en exceso por su futuro inmediato, se durmió y la paz descendió sobre Henry Armstrong.
Pero algo ocurría allá arriba. Era una oscura noche de verano, herida por infrecuentes relámpagos que inflamaban alguna nube que flotaba a baja altura hacia el oeste, cargada de tormenta. Tales resplandores, trémulos y fugaces, concedían una siniestra claridad a las lápidas y monumentos del cementerio, y parecían hacerlos bailar. No era noche apropiada para que eventuales testigos se pasearan por el cementerio, de modo que los tres hombres que estaban allí dedicándose a cavar en la tumba de Henry Armstrong se sentían razonablemente seguros.
Dos de ellos eran jóvenes estudiantes de un Colegio de Medicina que estaba a pocas millas de distancia; el tercero era un negro gigantesco, conocido como Jess. Durante muchos años, Jess había sido empleado del cementerio a cargo de múltiples tareas y se complacía muy especialmente diciendo que conocía a todas las almas allí enterradas. De la naturaleza del acto que ahora realizaba cabe inferir que a esas horas nadie acudiría a visitar el cementerio, por lo que difícilmente podría haber testigos. Detrás del muro del cementerio, en la parte del terreno que más lejos estaba de la carretera pública, esperaban un caballo y un furgón liviano.
El trabajo de excavación no presentó dificultades: la tierra con que la tumba había sido cubierta pocas horas antes ofreció escasa resistencia y no tardaron en removerla. Extraer el ataúd no resultó tan fácil pero lo lograron. Era una especialidad de Jess, quien empleando todas sus fuerzas quitó la tapa cuidadosamente, la depositó a un lado y expuso el cuerpo con sus pantalones negros y su camisa blanca. En ese instante se inflamó el aire, se dejó sentir un gran trueno que estremeció la tierra y Henry Armstrong, con toda tranquilidad, se sentó. Los hombres huyeron despavoridos, entre gritos inarticulados, cada cual en una dirección diversa. A dos de ellos, nada del mundo los hubiese persuadido a volver sobre sus pasos. Pero Jess estaba hecho de otra pasta.
A la mañana siguiente, a hora temprana, ambos estudiantes -aún pálidos y ojerosos a causa de la ansiedad, aún estremecido el pulso tumultuoso de su sangre a causa del terror que tal aventura les provocara- se encontraron en el Colegio de Medicina.
- ¿Lo viste? -exclamó uno.
- ¡Sí, Dios mío! ¿Qué vamos a hacer ahora?
Se encaminaron a la parte trasera del edificio, donde vieron un caballo con un furgón liviano, sujeto a un poste próximo a la puerta de la sala de disecciones. Mecánicamente entraron a la sala. Sobre un banco, en medio de la oscuridad, estaba sentado el negro Jess. Éste se incorporó, sonriente, todo dientes y ojos.
- Estoy esperando mi paga -declaró.
Un poco más allá, desnudo sobre una mesa yacía el cuerpo de Henry Armstrong, y en su cabeza se confundían el barro y la sangre a causa de los golpes recibidos con una pala.