30 de mayo de 2013

David Harvey: "El 1% que está en la cima no sufre por la crisis, por el contrario, se beneficia de ella"

El geógrafo y urbanista inglés Da­vid Harvey (1935) es, desde 2001, profesor distinguido de Antropología del centro de graduados de la City University of New York. Ense­ñó geografía y urbanismo en Oxford y Baltimore durante más de treinta años. En 1995 recibió la medalla de oro de la Real So­ciedad Geográfica de Londres y en 2007 ingresó en la Acade­mia Americana de Artes y Cien­cias. Estudioso de la obra de Marx, en 1982 publicó su obra destacada de teoría económica: "The limits to capital" (Los límites del capital). Luego se volcó al urbanismo con "Consciousness and the urban experience" (La conciencia y la experiencia urbana) y "The urbanization of capital" (La urbanización del capital), ambos de 1985. Otras de sus obras son "A brief history of neoliberalism" (Breve historia del neoliberalismo), "The condition of postmodernity" (La condición de la postmodernidad), "The new imperialism" (El nuevo imperialismo), "Spaces of global capitalism" (Espacios del capitalismo global) y "Rebel cities" (Ciudades rebeldes). A través de internet, Harvey invita a leer "El capital" de Marx. Prolija­mente, los distintos tomos de la obra son analizados por Harvey y ofrecidos gratuitamen­te en video a quien quiera verlo y escucharlo en la web. Gesto que es una de las modalidades de su activismo global, la reflexión del geógrafo -que re­corre la teoría económica, el ur­banismo y los estudios culturales- hilvana primorosamente entre sí los tópicos de esas disciplinas con una mirada crítica puesta en las contradicciones del presente. En los años ochenta Harvey focalizó sus estudios tanto en la economía como en las ciudades y sus transformacio­nes en relación con el capitalismo. Más recientemente, su reflexión dio un nuevo giro al ligarlo a las posibilidades concretas de activismo urbano, como el impulsado por Right to the City Alliance en Estados Unidos, movimiento con el que este académico colabora activamente. Movimientos como Occupy Wall Street en Nueva York se inspiran, en parte, en la obra de este pensador que propone la búsqueda de una ciudad que dé prioridad a la clase trabajadora, en la que no predomine el lucro inmobiliario por sobre las necesidades de vivienda y calidad de vida de la gente. La entrevista con Harvey que fuera realizada por Alejandra Ballester y publicada en el nº 504 de la revista "Ñ" del 25 de mayo de 2013, gira en torno a la crisis europea y su impacto en las economías periféricas.


¿Cuáles son para usted la causas profundas de la crisis?

Una de las cosas que me intrigan más es la desigual expresión geográfica de la crisis. En muchas partes del mundo no se siente mucho la crisis, en otras la sienten levemente y se recuperan rá­pido. Sólo en algunas partes del mundo pare­ce haber una profunda crisis: en Norteamérica, Europa y Japón. Gran parte de la economía global está en problemas pero sobre to­do porque esas regiones están en problemas. Y lo están por cuestio­nes económicas pero, sobre todo, por cuestiones políticas. Había un camino hacia la recuperación que no tomaron por cuestiones ideológicas y políticas. La política de austeridad que predomina en Europa y, en cierta medida en los Estados Unidos, es catastrófica. Querría mirar a las fuerzas políticas que están sosteniendo la crisis en vez de resolverla. ¿Por qué están sosteniendo la crisis? Creo que por que el 1% que está en la cima no sufre por la crisis, por el contrario, se beneficia de ella. Es un desas­tre para la población común, pero como los ricos tienen los medios, tienen el poder, pueden sostener esta política que profundiza la crisis en vez de resolverla.

En uno de sus libros recientes usted se refería a los nuevos imperialismos. ¿Considera que esta crisis tiene que ver con ese fenómeno?

Creo que la crisis se expresa a través de ello, no que lo dicta. El hecho de que la crisis suceda en las regiones que son el corazón de las prácticas imperiales tradicionales ha llevado a la fragmentación de las relaciones imperiales, de las relaciones de dominación. Por ejemplo, China es mucho más dominante de lo que era an­tes, de la misma manera que ha habido una práctica imperialista sudcoreana o taiwanesa. Subimperialismos que tradicionalmente anidaban en los imperialismos mayores. Cuando esos grandes imperios están en problemas, los menores ganan espacio a partir de la crisis. Brasil es más podero­so en América Latina que lo que era antaño. China es hegemónico en el lejano Este y, con intereses crecientes en Africa y América Latina, está diseminando su he­gemonía. Intereses geopolíticos y geoeconómicos están tomando forma en la situación actual.

Usted se ha referido a un retor­no del "capitalismo por despo­sesión". ¿Cómo analiza su pre­sencia en este contexto?

La acumulación por despose­sión ha sido largamente parte del capitalismo, pero en las circuns­tancias contemporáneas se ha vuelto más prominente, quizás porque los medios convenciona­les de obtener beneficios se han vuelto más difíciles. Entonces, se ha producido un enorme robo de activos de gente a través de varias tácticas. Por medio del sistema financiero, el sistema de crédito, por la apropiación de propiedades. Cuatro millones de personas perdieron sus casas en Estados Unidos: es un caso típico de pér­dida de activos. Sabemos que, por ejemplo, el grupo de afroameri­canos y de hispanos en Estados Unidos perdieron el 70% de sus activos en los últimos tres o cuatro años. Es una gran pérdida para ellos.

Con movimientos como Occupy Wall Street en Nueva York, Indignados en las ciudades es­pañolas, y otros similares, ¿po­demos considerar a las ciudades como laboratorios de la protesta social contemporánea?

Mi último libro, "Ciudades rebeldes", trata sobre esto. Cómo las ciudades son centros de acumulación capitalista pero también son el centro de luchas de clases no siempre reconocidas por la izquierda, integra­das por trabajadores domésticos, empleados de restaurantes, cho­feres de taxis, de "delivery", no muy bien vistos en el pensamiento de izquierda, y eso los hace intere­santes. Estamos comenzando a ver organizaciones de estos tra­bajadores que empiezan a juntar­se. Veo a las ciudades como un punto fuerte de lucha de clases en muchos temas como los alquileres y los sistemas de crédito, presentes de manera muy fuerte en áreas urbanas; por eso es que las ciudades se vuelven un medio en el que nuevas formas de lucha comienzan a surgir.

¿Considera que pueden llegar a conformar una fuerza políti­ca?

Tienen distinto tipo de potencial en El Cairo, en Madrid, los Indig­nados; hay muchos movimientos que resisten. El único problema para mi es que una cosa es resis­tir y otra es crear. Las luchas que involucran a los estudiantes chi­lenos están tratando de construir algo verdaderamente diferente en términos de educación y el acce­so a ella: hay una verdadera de­manda de cambio; parecen tener apoyo popular y resultar exitosas. Hay un movimiento paralelo en Quebec también. Uno da la vuelta al mundo y ve gran cantidad de movimientos: es claro que algo di­ferente está pasando. Muchos de estos movimientos tienen el foco en la ciudad, ya no en el lugar de trabajo. Entonces, esto despla­za algunas ideas de la izquierda sobre cuál es la estrategia viable para la lucha anticapitalista; lo urbano está reemergiendo como una cuestión y un lugar para que esa lucha ocurra.

¿Qué posibilidades tiene la gente para pelear por su derecho a la ciudad?

Hay un movimiento antidesalojos, un movimiento de ocupación, que intenta volver a poner den­tro de sus casas a la gente que ha sido desalojada en los Estados Unidos. Se llama Take back the land (Recu­perar la tierra), también se ocupa de prevenir los desalojos. El movimiento de Derecho a la Ciudad se involucra en acciones contra todo lo que resulta exclusivo en las políticas de la tierra del gran capital y los grandes aparatos. Tratan de modificar, de alguna manera, las políticas de adqui­sición de la tierra. De modo que existen ciertos intentos.

¿Cree que el rol de los nuevos medios como internet o el iphone en las revueltas, como en el caso de la primavera árabe, implican un cambio cultural?

Creo que se ha exagerado acerca de la importancia de la tecnología de la comunicación en las revuel­tas. Por supuesto que es impor­tante, la gente en las revueltas la ha usado y es importante que lo haya hecho. Internet da mayores posibilidades de comunicación y en ciertas situaciones se puede volver muy importante. Pero si se mira lo sucedido en Egipto, no es algo que haya surgido de la nada. Había habido una serie de huelgas varios años antes, había descontento en los barrios por el alza del precio de los alimentos, de manera que había descontento de los trabajadores por aquí, des­contento popular por allá. Posible­mente la clase media haya dispa­rado la cosa con el uso de internet, pero si hubiera sido sólo eso todo habría terminado rápidamente. La mayoría de la gente en la Plaza Tahrir no eran estudiantes sino trabajadores. Y siguió habiendo una fuerte movilización luego de la destitución de Mubarak. Todo tiene que ver con los niveles de descontento, la sensación de que algo tiene que cambiar, no se trata de que alguien un día escriba un twitt. Los medios occidentales, particularmente, exageran el rol de Internet y Facebook.

A su juicio, ¿cuál puede y debe ser el papel de los intelectuales o universitarios críticos?

Hay dos cosas. Lo que ocurre en el mundo universitario forma parte, desde luego, de la lucha de clases, es la lucha de clases en el ámbito de las ideas. Por tanto, una cosa que me gustaría que hiciéramos todos es luchar en el mundo universitario por diferentes tipos de producción de saberes, de reproducción de saberes. Los que están fuera de la universidad piensan a menudo que esta es una torre de marfil, pero no es así, la universidad es un terreno de lucha bastante encarnizada. Durante un tiempo estuve tratando de mantener abiertos los espacios en el interior de la universidad en los que pudieran desarrollarse cosas como las que centraban mi trabajo, y es muy duro cuando se hace frente a las presiones de la transformación neoliberal y administrativa de las universidades. Es un poco como los trabajadores de una fábrica siderúrgica, hay que organizarse en el seno de la universidad, y eso lleva mucho tiempo. Pero creo que también tenemos la obligación de tomar ciertas cosas sobre las que reflexionamos y presentarlas de manera que sean comprensibles para un público amplio, pensando en cómo la gente puede leer esto y extraer sus propias conclusiones. No creo que los universitarios conozcamos mejor el mundo que cualquier otra persona. Mi opinión es que cuando trabajo con organizaciones sociales, estas saben qué es lo que quieren y lo hacen mejor que yo, y no es mi tarea decirles qué tienen que hacer, eso ni se me ocurriría. Pero cuando tal vez yo puedo ser útil es cuando quieren saber cómo lo que están haciendo se relaciona con lo que ocurre en el capitalismo, cuál es la relación entre lo que hacen y la lucha anticapitalista. Si quieren reflexionar sobre esta relación, podemos sentarnos juntos y tratar de comprender lo que hacen en relación con prácticas y cuestiones más amplias. Creo que en el mundo universitario tratamos de desarrollar este panorama de cómo funciona la economía, o cómo se aplica la política, y a veces esto es útil para las organizaciones políticas y los movimientos sociales. Así que creo que es preciso mantener abiertos los espacios en el interior del mundo universitario para trabajos progresistas y estrechar lazos con organizaciones sociales para aprender de ellas y que ellas aprendan de nosotros en el proceso de lucha política.

19 de mayo de 2013

Entremeses literarios (CLXVII)


VAIVENES
Enrique Estrázulas
Uruguay (1942)

Miró el desgarro de los arrabales como si fuera el suyo (que era otro, que no moriría con él) y creyó que en cualquier punto del universo convergían todos los puntos. Pronunció y escribió asombrosas palabras sobre lo medular de la vida y de la muerte, dispersó juicios de humor negro -humor exacto y pavoroso- sobre las cosas inmediatas: la escritura fugaz de las noticias, las efímeras dictaduras y la dudosa libertad, juicios que se encargaron de ocultar, para los ojos de los agravios, sus memorables páginas. Posó de canalla con maestría. Sintió nostalgias europeas como todos los rioplatenses y como pocos rioplatenses entendió que era un europeo en el destierro. Esa percepción cabal no lo hizo menos argentino ni menos oriental. Imaginó extraordinariamente a los malevos, a los fantasmas y a los tigres, a los héroes y a los cobardes. Y como todos los puntos del universo convergen en un sólo punto, sus patrias fueron Bue­nos Aires, Ginebra, Montevideo, el Paso del Molino, Londres y Turdera, Austin y Adrogué, el Japón y La Batería, Fray Bentos, Roma y Palermo Viejo, Islandia y Maipú 994. Fue concebido en la estancia San Francisco de la Banca Oriental y vio la luz en Buenos Aires como un lento crepúsculo. Se enamoró de seres imaginarios entre los que incluyó a María Kodama como real, en la frontera del alba y el ocaso. A causa de una distracción cumplió ochenta y seis años y entonces murió. El hombre que reinventó el idioma castellano, que venció temas y argumentos imposi­bles yace en un cementerio suizo y todavía es soñado por María quien, como en el cuento "Las ruinas circulares", sueña que Borges la sueña.


EL ABUELO
Fernando Vicente
España (1972)

Cada sábado por la noche, cuando mis padres salían a cenar por ahí, mi hermano y yo despertábamos al abuelo y le hacíamos beber media botella de anís. Luego, ya borracho, sentados en su cama le enseñábamos fotos recortadas de revistas y le decíamos que era el álbum familiar. En su delirio, mi abuelo reconocía todas las caras como familiares y nos contaba la historia de cada una. "Esta es la tía Nuri, este es mi hermano Pepe, esta es una novia que tuve antes de conocer a vuestra abuela y que era 'madame' de un 'meublé' en Barcelona...". Cuando mi abuelo se volvía a dormir farfullando, nos íbamos a la cama entre risas. Un año, a mi hermano se le ocurrió enseñarle fotos de un funeral. Mi abuelo nos dijo que eran imágenes de su entierro y que aquella tumba era la suya. Enmudeció de repente, cerró los ojos y nunca más volvió a abrirlos.


FOSFORECENCIAS
Diego Mora
Costa Rica (1983)

El jefe del departamento financiero le reclamó personalmente al agente de ventas, advirtiéndole que por disposición del gerente en adelante se lo descontarían de su salario. El agente llamó por teléfono al distribuidor independiente que se lo había entregado, quien indicó que en ese estado se lo había devuelto la dueña de una pulpería. El distribuidor se vio comprometido y al día siguiente visitó el negocio. La dueña le explicó que había sido una muchacha, quien un poco molesta llegó diciendo que se lo habían vendido defectuoso. Llamaron a la muchacha, que llegó a la pulpería con su hijo. El niño llorando dijo que lo había usado sin permiso hasta estropearlo. La joven madre se disculpó, pero no lo devolvió, por lo que el distribuidor se vio obligado a llamar al agente de ventas, quien de inmediato se comunicó con el departamento financiero, indicando los pormenores de la devolución y sustitución del artículo código B2-41 marca Starlet, tamaño mediano, color verde fosforescente a precio de introducción. De inmediato le aseguraron que ya no tenía de qué preocuparse, porque el gerente se había tomado la tarde libre para visitar a su hijo, quien le esperaba con una carta pintada en verde fosforescente.


HOMENAJE COMPROMETIDO
Leonardo Dolengiewich
Argentina (1986)

Estamos aplaudiendo hace diez minutos. No podemos parar, estamos obligados. Tenemos las palmas rojas pero seguimos. Ya van treinta minutos. Algunos están lastimados. Más sabemos que el castigo a la desobediencia podría ser severo. Una hora. A todos nos sangran las manos. El agasajado toma el micrófono. Dice que no exageremos, que se nota. Seguimos aplaudiendo.


EL DUENDE
Beatriz Alonso Aranzábal
España (1963)

Algún día se enterarían de quién era el que movía el espejito, el cepillo de plata y la polvera dorada, pero aún tenían que pasar algunos años. Y, mientras, mi abuela seguiría lamentando que los duendes, o los ratones, descolocasen cada noche su tocador. Mi madre seguiría atosigando a mi padre para que ingresara en una residencia a su señora madre, que daba ya demasiadas muestras de senilidad. Y yo, el hombrecito de la casa, seguiría esperando cada noche a que todos estuviesen dormidos para entrar en la alcoba de la abuela, y jugar a ser la mujer que había dentro de mí.


EL JABALÍ
Fari Rosario
República Dominicana (1981)

El jabalí avanza sin mirar atrás; viene de la montaña, y ahora recorre el camino a toda prisa. Trata de esconderse de una sombra que lo persigue. Avanza buscando el río de un modo furtivo, pues ha llegado ha pensar que en cuanto llegue al mismo,  la sombra desaparecerá o perderá sus huellas. Pero ya próximo al agua, el jabalí percibe otra sombra, esbelta, vertical, zigzagueándose con un rifle o escopeta. Entonces el jabalí cae en cuenta que no sólo es una sombra; ahora son dos sombras las que lo persiguen.


QUIERO TENER UNA NOVIA EN BERNAL
Ricardo A. Mayr
Argentina (1950-2002)

Me gustaría tener una novia primorosa y dulce en Bernal, para poder ir a visitarla los domingos henchido de ufanía y rebosante de anhelo. Desde tem­prano desearía con impaciencia que llegara la hora y, saliendo después de almorzar, caminaría contento bajo el solecito de invierno hasta Constitución. Entrando en la estación con el recogimiento que provoca un templo, atisbaría el alto techo pletórico en tragaluces que permiten el resol, me mezclaría con pasajeros pachorrudos pero atentos al tablero indicador, formaría fila para adquirir un boleto que también me garantizara la vuelta, y rumbearía satisfecho aunque parco hacia el andén. Subido al tren de las 15, aguardaría a que partiese de una vez, descifrando rostros anónimos o viendo distraído el vuelo de las palomas bajo la bóveda colosal. Me alegraría oír la bocina de la locomotora, y con entusiasmo, asomado, sentiría la progresiva aceleración de la marcha que dejara atrás a los viajeros rezagados. Sentado junto a una ventanilla que diese al Este, extraviaría la vista en el horizonte tratando de penetrar más allá de las posibilidades, paulatinamente me aletargaría por el monótono golpeteo de las ruedas en las junturas de los rieles, y me abandona­ría a la fantasía. Permitiría que la placidez embargara mi espíritu, me enfrasca­ría en pensamientos inaveriguables, me entregaría al lúdico delirio. Y aunque fuera por un solo minuto, creería en la inmortalidad. Ya cruzaríamos el melancólico Riachuelo, ya atravesaríamos el decli­nante suburbio. Acaso me contristarían las fábricas adormecidas y las casas grises con techo de zinc. Pero sería apenas por un momento. En lontananza la dársena, las destilerías, el humo de las chimeneas confundido con el cielo, me atraerían, me llamarían. Y de súbito me envolvería una irrefrenable acucia de tocar los confines del mundo, de palpar la inmensidad anonadadora, de poseer lo inmarcesible: la eternidad. Y cuando pasásemos por el estadio de Independiente, querría que el ma­quinista pegara bocinazos mientras la multitud apretujada se desgañitara con fervor por el partido. Un muchachuelo trepado a una torre de iluminación agitaría una bandera en son de saludo, y emulando la gentileza, yo levantaría una mano con candidez pueblerina. Rebasando las tribunas, un mar de papelitos todavía flotaría en el aire por la brisa, y yo imaginaría ser el astro de la afición. El guarda picaría mi boleto desvaneciendo la ilusión de gloria, pero brindándome la oportunidad de conversar, de sentirme verdadero. Un vende­dor ambulante me ofrecería chucherías, una mujer sencilla me preguntaría la hora. Entretanto, a hurtadillas, titubeante, el tren seguiría el curso inevitable, dejando a su paso antiguas estaciones que el progreso aún no logró archivar. Mi cara reflejada en la ventanilla opuesta me acecharía, y a medida que nos acercáramos a destino, su ansiedad me obligaría a trepidar...
Si tuviera una novia primorosa y dulce en Bernal, me bajaría impruden­temente del vagón antes que se detuviera del todo, y al trotecito por la plataforma, ganaría la salida para sortear el paso a nivel. En las cercanías de la barrera compraría un ramo de rosas rojas, y en una confitería una caja de bombones. Por la vereda que entibiaran los rayos, describiría el trayecto de ocho o diez cuadras hasta su trono, ideándola radiante, sabiéndola real. Andaría presuroso, atolondrado, con el corazón palpitante a más no poder. Y cuando llegara, ella me estaría esperando con una falda corta y medias de colegiala, suéter de lana y perfume de jazmín. Luego de mirarnos fijamente un instante, la asiría de la cintura como si fuera de frágil cristal y, acercán­dola, mis labios rozarían los suyos sellando el reencuentro sublime. Toma­dos de la mano, surcaríamos el jardín y entraríamos en la casa; yo con el temor de profanar la armonía hogareña. ¿No estaría, quizás, cometiendo alguna irreverencia? ¿No me estaría inmiscuyendo donde no me correspon­de? Más sería recibido por sus padres con deferencia, y ante el menor des­cuido de ellos, le estaría robando una caricia. Solícita y complaciente, se interesaría por mi actividad de la semana., por mis preocupaciones, por mis proyectos. Y charlaríamos sin pausa, reiríamos juntos y el tiempo se nos escurriría sin darnos cuenta. Al llegar la noche yo no sufriría, al revés de los otros días, el que otro día se hubiera ido para siempre. Subiríamos a la terraza para contemplar el firmamento y abrazados pediríamos un deseo cuando divisáramos alguna estrella fugaz...
Si tuviera una novia primorosa y dulce en Bernal, no me restarían ganas de regresar a la soledad de mi cuarto en la Capital. Retardaría el forzoso retorno contando anécdotas de antaño, tocando con la guitarra unos acordes apenas ensayados, o prolongando el postre y el café. Pero como el tren de las 23.10 no toleraría mi impuntualidad, después de una apasionada despedida arribaría a la estación jadeante por el tranco largo, medroso de ambular a esas horas por alejados andurriales... Si tuviera una novia primorosa y dulce en... ¡Pucha!, ¡ya es mediodía y la desaprensiva de Clara no me viene a atender! La silla de ruedas quedó lejos de mi cama y no la puedo alcanzar...


EL QUE RÍE AL ÚLTIMO…
Angélica Santa Olaya
México (1962)

Todos querían su parcela en la Luna. Brasileños, argentinos, chilenos... nadie podía quedarse atrás. Salvadoreños, venezolanos, cubanos, mexicanos y colombianos -queriendo salvar la vida- rompieron sus alcancías para pagar 51 dólares por un título de propiedad y un pasaporte a la Luna. Cuando todos los compradores, centro y sudamericanos, estuvieron dentro de la nave que los llevaría al camino celeste para ocupar su propiedad, el "american way of life" extendió sus largos tentáculos y se dispuso a ocupar las tierras abandonadas en menos de lo que un tonto llegó a la luna, convirtiéndose, por fin, en el realizado sueño de todos.


CUERDAS
Marcos Silber
Argentina (1934)

El trapecista se desliza desde las clavijas hasta el puente del violín de su proeza. El violinista recorre su tensa marcha -sin red- de uno a otro punto de su proeza. A uno y otro se le vuelca el vaso de la fortuna y canta victoria la bruja del fracaso. El desterrado del amor subido a la mesa del cadalso liga ambas cuerdas, se rodea una dos tres veces el cuello, se deja caer en el aire como si nada.


EL SORPRENDENTE CUERPO HUMANO
Fernando Vicente
España (1972)

Tal día como hoy, pero de 1929, John Miles Carter III saltó desde la ventana de su despacho en la planta veinticinco del edificio del banco que presidía y descubrió dos cosas sorprendentes acerca del cuerpo humano. La primera fue que, si aplicaba la presión justa en un punto concreto del plexo solar a la vez que juntaba los omóplatos al máximo, se producía una reordenación de los huesos del cuerpo que variaba su centro de gravedad y resistencia al aire, de modo que podía volar. Enseguida se dio cuenta de que, si además abría o cerraba los puños, no solo planeaba, sino que remontaba el vuelo. Mientras volaba, fantaseó con la celebridad que le otorgaría este descubrimiento, pero le azoró la duda de si debería guardarse el secreto para explotarlo comercialmente o hacerlo público y permitir el acceso libre a los misterios del vuelo humano autónomo. La segunda cosa que aprendió aquella mañana sobre el cuerpo humano fue la extraordinaria capacidad del cerebro para pergeñar tales fantasías en los cuatro segundos que duró su caída.

4 de mayo de 2013

Cuentos selectos (VIII). Clarice Lispector: "Viaje a Petrópolis"

Poco tiempo antes de morir, acorralada por un cáncer, Clarice Lispector (1920-1977) escribió: "Estoy absolutamente cansada de la literatura; sólo la mudez me hace compañía. Si todavía escribo es porque no tengo nada más que hacer en el mundo mientras espero la muerte: la búsqueda de la palabra en la oscuridad. Pero, ¿dónde están las palabras? Se han agotado los significados". Aquella mujer tan hermética como mundana, tímida y altiva a la vez pero más solitaria que independientenunca perdió el contacto con la realidad a lo largo de su extensa obra, una obra literaria signada por la introspección a partir de la conciencia de su propia soledad. Una conciencia desdichada que siempre afloró en sus personajes a partir de un incidente anodino que actuaba como desencadenante del descubrimiento de lo absurdo de la vida. Pero, sobre todo, fue una maravillosa intérprete del absurdo existencial que sólo es rescatado por los pequeños placeres que todos los seres intentan procurarse para pactar con el vacío. Clarice Lispector observó así al mundo de lo cotidiano, de lo sin historia, con su mirada de mujer inteligente, una mirada a la vez visionaria e implacable capaz de captar las mínimas sensaciones, los mínimos detalles, con la convicción de que nada, por pequeño o banal que parezca, carece de importancia. Lispector, que había nacido en Tchetchelnik, Ucrania, y con sólo dos meses de vida llegó con sus padres a Brasil, su patria definitiva, comenzó su carrera escribiendo para periódicos y revistas y, en 1944, publicó "Perto do coração selvagem" (Cerca del corazón salvaje) su primera novela, un texto insólito para la literatura brasileña de entonces por su condición de novela psicológica, femenina y urbana, construida sobre el monólogo interior y prácticamente sin trama. Durante los siguientes años publicó otras dos novelas: "O lustre" (La araña) y "A cidade sitiada" (La ciudad sitiada), y las recopilaciones de relatos "Alguns contos" (Algunos cuentos) y "Laços de família" (Lazos de familia). Pero fue a partir de la aparición de la novela "A maçã no escuro" (La manzana en la oscuridad) en 1961 que despertó el interés de la crítica literaria, hecho que la situó en el centro de la ficción de vanguardia de la literatura brasileñaLuego de un nuevo volumen de cuentos -"A legião estrangeira" (La legión extranjera)- publicó su novela más conocida, "A paixão segundo G.H." (La pasión según G.H.), un relato inquietante y experimental a partir del cual entró en la madurez literaria y desarrolló su maestría en una larga serie de obras a veces de difícil clasificación. 
A lo largo de los años se fueron sucediendo, por citar sólo algunas, las novelas "Uma aprendizagem ou O livro dos prazeres" (Aprendizaje o El libro de los placeres) y "Um sopro de vida" (Un soplo de vida); los libros de cuentos "Felicidade clandestina" (Felicidad clandestina) y "A imitação da rosa" (La imitación de la rosa); poemas, correspondencias, crónicas, libros infantiles, entrevistas y el libro de narraciones eróticas "A Via Crucis do corpo" (Vía Crucis del cuerpo). Antes de su muerte publicó una de sus mejores novelas, "A hora da estrela" (La hora de la estrella) donde, por primera vez, narró una historia lineal. A modo de un verdadero folletín, en ella la muerte sobrevuela sin aspavientos todo el libro. La autora, ya enferma, sabía que se acercaba su muerte. Clarice Lispector también practicó el periodismo; desde su ingreso en 1940 en la Agência Nacional escribió multitud de artículos y entrevistas para diferentes medios. Entre 1967 y 1973 publicó un artículo semanal en el "Jornal do Brasil" sobre temas de actualidad, sucesos cotidianos y preocupaciones personales, siempre reflexionando con profundidad sobre la condición humana.
En "Viajem a Petròpolis" (Viaje a Petrópolis), publicado en 1964, la protagonista es una anciana que está sola en el mundo, alguien que ha quedado desamparada y a quien la sociedad le da la espalda. En el relato, Lispector se aleja deliberadamente de todo tremendismo y la elección de la perspectiva de la anciana para la narración contribuye al tono casi risueño que sobrevuela el cuento.

VIAJE A PETRÓPOLIS


Era una vieja flaquita que, dulce y obstinada, no parecía comprender que estaba sola en el mundo. Los ojos lagrimeaban siempre, las manos reposaban sobre el vestido negro y opaco, viejo documento de su vida. En la tela ya endurecida se encontraban pequeñas costras de pan pegadas por la baba que ahora le volvía a aparecer en recuerdo de la cuna. Allá estaba una mancha amarillenta de un huevo que había comido hacía dos semanas. Y las marcas de los lugares donde dormía. Siempre encontraba dónde dormir, en casa de uno, en casa de otro. Cuando le preguntaban el nombre, decía con la voz purificada por la debilidad y por larguísimos años de buena educación:

- Muchachita.
Las personas sonreían. Contenta por el interés despertado, explicaba:
- Mi nombre, el nombre verdadero, es Margarita.
El cuerpo era pequeño, oscuro, aunque ella hubiera sido alta y clara. Tuvo padre, madre, marido, dos hijos. Todos poco a poco habían muerto. Sólo ella había quedado con los ojos sucios y expectantes, casi cubiertos por un tenue terciopelo blanco. Cuando le daban alguna limosna, le daban poca, pues era pequeña y realmente no necesitaba comer mucho. Cuando le daban cama para dormir, se la daban angosta y dura, porque Margarita había ido poco a poco perdiendo volumen. Ella tampoco agradecía mucho: sonreía y meneaba la cabeza.
Dormía ahora, no se sabe más por qué motivo, en la pieza de los fondos de una casa grande, en una calle ancha, llena de árboles, en Botafogo. La familia encontraba divertida a Muchachita, pero se olvidaba de ella la mayor parte del tiempo. Es que también se trataba de una vieja misteriosa. Se levantaba de madrugada, arreglaba su cama de enano y se disparaba ligera como si la casa se estuviera quemando. Nadie sabía por dónde andaba. Un día, una de las chicas de la casa le preguntó qué andaba haciendo. Respondió con una sonrisa gentil:
- Paseando.
Les pareció divertido que una vieja, viviendo de la caridad, anduviera paseando. Pero era verdad. Muchachita había nacido en Marañón, donde vivió siempre. Había llegado a Río no hacía mucho, con una señora muy buena que pretendía internarla en un asilo, pero después no pudo ser: la señora viajó para Minas y le dio algún dinero a Muchachita para que se las arreglara en Río. Y la vieja paseaba para ir conociendo la ciudad. Por otra parte, a una persona le bastaba sentarse en una banca de plaza y ya veía Río de Janeiro.
Su vida transcurría así sin problemas, cuando la familia de la casa de Botafogo se sorprendió un día de tenerla en casa desde hacía tanto tiempo, le pareció que era demasiado. De algún modo tenían razón. Allí todos estaban muy ocupados; de vez en cuando surgían bodas, fiestas, noviazgos, visitas. Y cuando pasaban atareados junto a la vieja, se quedaban sorprendidos como si se les interrumpiera, abordados con una palmadita en el hombro: "Mira".
Sobre todo, una de las muchachas de la casa sentía un irritado malestar; la vieja le disgustaba sin motivo. Sobre todo la sonrisa permanente, aunque la chica comprendiera que se trataba de un rictus inofensivo. Tal vez por falta de tiempo nadie habló del asunto. Pero en cuanto alguien pensó en mandarla a vivir a Petrópolis, a la casa de la cuñada alemana, hubo una adhesión más animada de la que una vieja podría provocar.
Cuando, pues, el muchacho de la casa fue con la novia y las dos hermanas a pasar un fin de semana a Petrópolis, llevó a la vieja en el coche. ¿Por qué Muchachita no durmió la noche anterior? Ante la idea de un viaje, en el cuerpo endurecido el corazón se desherrumbraba seco y desacompasado, como si ella se hubiera tragado una píldora grande sin agua. En ciertos momentos ni podía respirar. Pasó la noche hablando, a veces en voz alta. La excitación del paseo prometido y el cambio de vida le aclaraban de repente algunas ideas. Se acordó de cosas que días antes hubiera jurado que nunca existieron.
Comenzando por el hijo atropellado, muerto bajo un tranvía en Marañón: si él hubiese vivido con el tráfico de Río de Janeiro, seguro que ahí moría atropellado. Se acordó de los cabellos del hijo, de sus ropas. Se acordó de la taza que María Rosa había roto y de cómo ella le había gritado a María Rosa. Si hubiera sabido que la hija moriría de parto, es claro que no necesitaría gritar. Y se acordó del marido. Sólo recordaba al marido en mangas de camisa. Pero no era posible; estaba segura de que él iba a la dependencia con el uniforme de conserje; iba a fiestas con abrigo, sin contar que no podría haber ido al entierro del hijo y de la hija en mangas de camisa. La búsqueda del abrigo del marido cansó todavía más a la vieja que suavemente daba vueltas en la cama. De pronto descubrió que la cama era dura.
- ¡Qué cama tan dura! -dijo en voz muy alta en medio de la noche.
Es que se había sensibilizado totalmente. Partes del cuerpo de las que no tenía conciencia desde hacía mucho tiempo reclamaban ahora su atención. Y de repente, pero... ¡qué hambre furiosa! Alucinada, se levantó, desanudó el pequeño envoltorio, sacó un pedazo de pan con mantequilla reseca que había guardado secretamente hacía dos días. Comió el pan como una rata, arañando hasta la sangre los lugares de la boca donde sólo había encía. Y con la comida, cada vez se reanimaba más. Consiguió, aunque fugazmente, tener la visión del marido despidiéndose para ir al trabajo. Sólo después que el recuerdo se desvaneció, vio que se había olvidado de observar si él estaba o no en mangas de camisa.
Se acostó de nuevo, rascándose toda irritada. Pasó el resto de la noche en ese juego de ver
por un instante y después no conseguir ver más. De madrugada se durmió. Y por primera vez fue necesario despertarla. Todavía en la oscuridad, la chica vino a llamarla, con pañuelo anudado en la cabeza y ya de maletín en la mano. Inesperadamente, Muchachita pidió unos instantes para peinar sus cabellos. Las manos trémulas aseguraban el peine roto. Se peinaba, se peinaba. Nunca había sido mujer de ir a pasear sin antes peinarse bien los cabellos. Cuando por fin se acercó al automóvil, el muchacho y las chicas se sorprendieron con su aire alegre y con los pasos rápidos. "¡Tiene más salud que yo!", bromeó el muchacho. A la chica de la casa se le ocurrió: "Y yo que hasta tenía pena de ella".


Muchachita se sentó junto a la ventanilla del auto, un poco apretada por las dos hermanas acomodadas en el mismo asiento. Nada decía, sonreía. Pero cuando el automóvil dio el primer arranque, empujándola hacia atrás, sintió dolor en el pecho. No era sólo de alegría, era un desgarramiento. El muchacho se dio vuelta:
- ¡No se vaya a marear, abuela!
Las chicas rieron, principalmente la que se había sentado adelante, la que de vez en cuando apoyaba la cabeza en el hombro del muchacho. Por cortesía, la vieja quiso responder, pero no pudo. Quiso sonreír, no lo consiguió. Los miró a todos, con ojos lagrimeantes, lo que los otros ya sabían que no significaba llorar. Algo en su rostro amenguó un poco la alegría de la chica de la casa y le dio un aire obstinado. El viaje fue muy lindo. Las chicas estaban contentas. Muchachita ya había vuelto ahora a sonreír. Y, aunque el corazón latiese mucho, todo estaba mejor. Pasaron por un cementerio, pasaron por un almacén, árbol, dos mujeres, un soldado, gato, letras, todo engullido por la velocidad.
Cuando Muchachita se despertó, no sabía más adonde estaba. La carretera ya había amanecido totalmente: era estrecha y peligrosa. La boca de la vieja ardía, los pies y las manos se distanciaban helados del resto del cuerpo. Las chicas hablaban, la de adelante había apoyado la cabeza en el hombro del muchacho. Los paquetes se venían abajo constantemente. Entonces la cabeza de Muchachita comenzó a trabajar. El marido se le apareció con su abrigo -¡lo encontré, lo encontré!-, el abrigo estaba colgado todo el tiempo en el perchero. Se acordó del nombre de la amiga de María Rosa, de la que vivía enfrente: Elvira, y la madre de Elvira, incluso estaba lisiada. Los recuerdos casi le arrancaban una
exclamación. Entonces movía los labios despacio y decía por lo bajo algunas palabras.
Las chicas hablaban:
¡Ah, gracias, un regalo de ésos no lo quiero!
Fue cuando Muchachita comenzó finalmente a no entender. ¿Qué hacía ella en el automóvil?, ¿cómo había conocido a su marido y dónde?, ¿cómo es que la madre de María Rosa y Rafael, la propia madre, estaba en el automóvil con aquella gente? En seguida se acostumbró de nuevo.
El muchacho dijo a las hermanas:
- Me parece mejor que no paremos enfrente, para evitar problemas. Ella baja del auto, uno le muestra dónde es, se va sola y da el recado de que llega para quedarse.
Una de las chicas de la casa se turbó: temía que el hermano, con una incomprensión típica de hombre, hablara demasiado delante de la novia. Ellos no visitaban jamás al hermano de Petrópolis, y mucho menos a la cuñada.
- Y bueno -lo interrumpió a tiempo, antes de que él hablase demasiado-. Mira Muchachita, entras por aquel callejón y no tienes cómo equivocarte: en la casa de ladrillo rojo preguntas por Arnaldo, mi hermano, ¿oyes?, Arnaldo. Di que allá, en casa, no podías quedarte ya; di que la casa de Arnaldo tiene lugar y que tú hasta puedes vigilar un poco al chico, ¿eh?
Muchachita bajó del automóvil, y durante un tiempo se quedó aún de pie, pero como flotando atontada e inmóvil sobre ruedas. El viento fresco le soplaba la falda larga por entre las piernas.
Arnaldo no estaba. Muchachita entró en la salita donde la dueña de casa, con un trapo
de limpiar anudado en la cabeza, tomaba café. Un niño rubio -seguramente aquel que
Muchachita debería vigilar- estaba sentado ante un plato de tomates y cebollas y comía soñoliento, mientras las piernas blancas y pecosas se balanceaban bajo la mesa. La alemana le llenó el plato de papilla de avena, le puso en la mesa pan tostado con mantequilla. Las moscas zumbaban. Muchachita se sentía débil. Si bebiera un poco de café caliente, tal vez se le pasara el frío del cuerpo.
La alemana la examinaba de vez en cuando en silencio: no había creído la historia de la recomendación de la cuñada, aunque "de allá" todo podía esperarse. Pero tal vez la vieja hubiera oído de alguien la dirección, incluso en un tranvía, por casualidad; eso ocurría a veces, bastaba abrir un diario y ver qué ocurría. Es que aquella historia no estaba nada bien contada, y la vieja tenía un aire avivado, ni siquiera escondía la sonrisa. Lo mejor sería no dejarla sola en la salita, con el armario lleno de loza nueva.
- Antes tengo que tomar el desayuno -le dijo-. Después de que mi marido llegue veremos lo que se puede hacer.
Muchachita no entendió muy bien, porque la mujer hablaba como gringa. Pero entendió que debía continuar sentada. El olor del café le daba ganas y un vértigo que oscurecía la sala toda. Los labios ardían secos y el corazón latía independiente. Café, café, miraba sonriendo y lagrimeando. A sus pies el perro se mordía la pata, mostrando los dientes al gruñir. La sirvienta, también medio gringa, alta, de cuello muy fino y senos grandes, trajo un plato de queso blanco y blando. Sin una palabra, la madre aplastó bastante queso en el pan tostado y se acercó al hijo. El chico comió todo y, con la barriga grande, tomó un palillo y se levantó:
- Mami, cien cruceiros.
- No, ¿para qué?
- Chocolate.
- No. Mañana es domingo.
Una pequeña luz iluminó a Muchachita: ¿domingo? ¿Qué hacía en aquella casa en vísperas del domingo? Nunca sabría decirlo. Pero bien que le gustaría hacerse cargo de aquel chico. Siempre le habían gustado los chicos rubios: todo chico rubio se parecía al Niño Jesús. ¿Qué hacía en aquella casa? La mandaban sin motivo de un lado a otro, pero ella contaría todo, iban a ver. Sonrió avergonzada: no contaría nada, porque lo que realmente quería era café.
La dueña de la casa gritó hacia adentro y la sirvienta indiferente trajo un plato hondo, lleno de papilla oscura. Los gringos comían mucho por la mañana; eso Muchachita lo había visto en Marañón. La dueña de la casa, con su aire sin bromas, porque el gringo en Petrópolis era tan serio como en Marañón, la dueña de la casa sacó una cucharada de queso blanco, lo trituró con el tenedor y lo mezcló con la papilla. Para decir la verdad, porquería propia de gringo. Se puso entonces a comer, absorta, con el mismo aire de hastío que tienen los gringos de Marañón. Muchachita la miraba. El perro mostraba los dientes a las pulgas.
Por fin, Arnaldo apareció en pleno sol, la vitrina brillando. No era rubio. Habló en voz baja con la mujer, y después de demorada confabulación, le dijo firme y curioso a Muchachita:
- No puede ser, aquí no hay lugar, no.
Y como la vieja no protestaba y continuaba sonriendo, él habló más fuerte:
- No hay lugar, ¿entiendes?
Pero Muchachita continuaba sentada. Arnaldo ensayó un gesto. Miró a las dos mujeres
en la sala y vagamente sintió lo cómico del contraste. La esposa tensa y colorada. Y más
adelante la vieja marchita y oscura, con una sucesión de pieles secas colgadas en los
hombros. Ante la sonrisa maliciosa de la vieja, se impacientó:
- ¡Y ahora estoy muy ocupado! Te doy dinero y tomas el tren para Río, ¿eh? Vuelves a
casa de mi madre, llegas y dices: la casa de Arnaldo no es un asilo, ¿eh?, aquí no hay lugar. Diles así: la casa de Arnaldo no es un asilo, ¿entiendes?
Muchachita aceptó el dinero y se dirigió a la puerta. Cuando Arnaldo ya se iba a sentar para comer, Muchachita reapareció:
- Gracias, Dios le ayude.
En la calle, pensó de nuevo en María Rosa, Rafael, el marido. No sentía la menor nostalgia. Pero se acordaba. Fue hacia la carretera, alejándose cada vez más de la estación. Sonrió como si engañara a alguien: en lugar de volver en seguida, antes iba a pasear un poco. Pasó un hombre. Entonces una cosa muy curiosa, y sin ningún interés, fue iluminada: cuando aún ella era una mujer, los hombres. No conseguía tener una imagen precisa de la figura de los hombres, pero se vio a sí misma con blusas claras y largos cabellos.


Le volvió la sed, quemando la garganta. El sol ardía, centelleaba en cada guijarro blanco. La carretera de Petrópolis es muy linda. En la fuente de piedra negra y mojada, en plena carretera, una negra descalza llenaba una lata de agua. Muchachita se quedó parada, atisbando. Vio después a la negra juntar las manos y beber. Cuando la carretera quedó nuevamente vacía, Muchachita se adelantó como si saliera de un escondrijo y se acercó con disimulo a la fuente. Los chorros de agua se escurrieron heladísimos dentro de las mangas hasta los codos, pequeñas gotas brillaban suspendidas en los cabellos.
Saciada, sorprendida, continuó paseando con los ojos más abiertos, atenta a las violentas vueltas que el agua pesada le daba en el estómago, despertando pequeños reflejos
como luces en el resto del cuerpo. La carretera subía mucho. La carretera era más linda que Río de Janeiro, y subía mucho.
Muchachita se sentó en una piedra que había junto a un árbol, para poder apreciar. El cielo estaba altísimo, sin una nube. Y había muchos pájaros que volaban del abismo hacia la carretera. La carretera blanca de sol se extendía sobre un abismo verde. Entonces, como estaba cansada, la vieja apoyó la cabeza en el tronco del árbol y murió.