En "Viajem a Petròpolis" (Viaje a Petrópolis), publicado en 1964, la protagonista es una anciana que está sola en el mundo, alguien que ha quedado desamparada y a quien la sociedad le da la espalda. En el relato, Lispector se aleja deliberadamente de todo tremendismo y la elección de la perspectiva de la anciana para la narración contribuye al tono casi risueño que sobrevuela el cuento.
VIAJE A PETRÓPOLIS
Era una vieja flaquita que, dulce y obstinada, no parecía comprender que estaba sola en el mundo. Los ojos lagrimeaban siempre, las manos reposaban sobre el vestido negro y opaco, viejo documento de su vida. En la tela ya endurecida se encontraban pequeñas costras de pan pegadas por la baba que ahora le volvía a aparecer en recuerdo de la cuna. Allá estaba una mancha amarillenta de un huevo que había comido hacía dos semanas. Y las marcas de los lugares donde dormía. Siempre encontraba dónde dormir, en casa de uno, en casa de otro. Cuando le preguntaban el nombre, decía con la voz purificada por la debilidad y por larguísimos años de buena educación:
- Muchachita.
Las
personas sonreían. Contenta por el interés despertado, explicaba:
- Mi
nombre, el nombre verdadero, es Margarita.
El cuerpo
era pequeño, oscuro, aunque ella hubiera sido alta y clara. Tuvo padre, madre,
marido, dos hijos. Todos poco a poco habían muerto. Sólo ella había quedado con los ojos sucios y expectantes, casi cubiertos por un tenue terciopelo blanco. Cuando le daban
alguna limosna, le daban poca, pues era pequeña y realmente no necesitaba comer mucho.
Cuando le daban cama para dormir, se la daban angosta y dura, porque Margarita había ido
poco a poco perdiendo volumen. Ella tampoco agradecía mucho: sonreía y meneaba la
cabeza.
Dormía
ahora, no se sabe más por qué motivo, en la pieza de los fondos de una casa grande, en
una calle ancha, llena de árboles, en Botafogo. La familia encontraba divertida a
Muchachita, pero se olvidaba de ella la mayor parte del tiempo. Es que también
se trataba de una
vieja misteriosa. Se levantaba de madrugada, arreglaba su cama de enano y se disparaba
ligera como si la casa se estuviera quemando. Nadie sabía por dónde andaba. Un día, una
de las chicas de la casa le preguntó qué andaba haciendo. Respondió con una sonrisa
gentil:
- Paseando.
Les
pareció divertido que una vieja, viviendo de la caridad, anduviera paseando.
Pero era
verdad. Muchachita había nacido en Marañón, donde vivió siempre. Había llegado
a Río no
hacía mucho, con una señora muy buena que pretendía internarla en un asilo,
pero después no
pudo ser: la señora viajó para Minas y le dio algún dinero a Muchachita para que se las
arreglara en Río. Y la vieja paseaba para ir conociendo la ciudad. Por otra
parte, a una
persona le bastaba sentarse en una banca de plaza y ya veía Río de Janeiro.
Su vida
transcurría así sin problemas, cuando la familia de la casa de Botafogo se sorprendió
un día de tenerla en casa desde hacía tanto tiempo, le pareció que era demasiado.
De algún modo tenían razón. Allí todos estaban muy ocupados; de vez en cuando
surgían bodas, fiestas, noviazgos, visitas. Y cuando pasaban atareados junto a
la vieja, se
quedaban sorprendidos como si se les interrumpiera, abordados con una palmadita en el
hombro: "Mira".
Sobre todo, una de las muchachas de la casa sentía un
irritado malestar;
la vieja le disgustaba sin motivo. Sobre todo la sonrisa permanente, aunque la chica
comprendiera que se trataba de un rictus inofensivo. Tal vez por falta de
tiempo nadie
habló del asunto. Pero en cuanto alguien pensó en mandarla a vivir a
Petrópolis, a la casa de la
cuñada alemana, hubo una adhesión más animada de la que una vieja podría provocar.
Cuando, pues, el muchacho de la casa fue con la novia y las dos hermanas a pasar un fin de semana a Petrópolis, llevó a la vieja en el coche. ¿Por qué Muchachita no durmió la noche anterior? Ante la idea de un viaje, en el cuerpo endurecido el corazón se desherrumbraba seco y desacompasado, como si ella se hubiera tragado una píldora grande sin agua. En ciertos momentos ni podía respirar. Pasó la noche hablando, a veces en voz alta. La excitación del paseo prometido y el cambio de vida le aclaraban de repente algunas ideas. Se acordó de cosas que días antes hubiera jurado que nunca existieron.
Cuando, pues, el muchacho de la casa fue con la novia y las dos hermanas a pasar un fin de semana a Petrópolis, llevó a la vieja en el coche. ¿Por qué Muchachita no durmió la noche anterior? Ante la idea de un viaje, en el cuerpo endurecido el corazón se desherrumbraba seco y desacompasado, como si ella se hubiera tragado una píldora grande sin agua. En ciertos momentos ni podía respirar. Pasó la noche hablando, a veces en voz alta. La excitación del paseo prometido y el cambio de vida le aclaraban de repente algunas ideas. Se acordó de cosas que días antes hubiera jurado que nunca existieron.
Comenzando por el hijo atropellado, muerto bajo un tranvía en
Marañón: si él
hubiese vivido con el tráfico de Río de Janeiro, seguro que ahí moría
atropellado. Se acordó de
los cabellos del hijo, de sus ropas. Se acordó de la taza que María Rosa había roto y de
cómo ella le había gritado a María Rosa. Si hubiera
sabido que la hija moriría de parto, es claro que no necesitaría gritar. Y se acordó del
marido. Sólo recordaba al marido en mangas de camisa. Pero no era posible; estaba
segura de que él iba a la dependencia con el uniforme de conserje; iba a fiestas
con abrigo,
sin contar que no podría haber ido al entierro del hijo y de la hija en mangas
de camisa. La
búsqueda del abrigo del marido cansó todavía más a la vieja que suavemente daba
vueltas en la cama. De pronto descubrió que la cama era dura.
- ¡Qué cama
tan dura! -dijo en voz muy alta en medio de la noche.
Es que se
había sensibilizado totalmente. Partes del cuerpo de las que no tenía conciencia
desde hacía mucho tiempo reclamaban ahora su atención. Y de repente, pero... ¡qué
hambre furiosa! Alucinada, se levantó, desanudó el pequeño envoltorio, sacó un pedazo de
pan con mantequilla reseca que había guardado secretamente hacía dos días. Comió el
pan como una rata, arañando hasta la sangre los lugares de la boca donde sólo había
encía. Y con la comida, cada vez se reanimaba más. Consiguió, aunque
fugazmente, tener la
visión del marido despidiéndose para ir al trabajo. Sólo después que el
recuerdo se desvaneció,
vio que se había olvidado de observar si él estaba o no en mangas de camisa.
Se acostó
de nuevo, rascándose toda irritada. Pasó el resto de la noche en ese juego de
ver
por un
instante y después no conseguir ver más. De madrugada se durmió. Y por
primera vez fue necesario despertarla. Todavía en la oscuridad, la chica vino a llamarla, con
pañuelo anudado en la cabeza y ya de maletín en la mano. Inesperadamente, Muchachita
pidió unos instantes para peinar sus cabellos. Las manos trémulas aseguraban el peine
roto. Se peinaba, se peinaba. Nunca había sido mujer de ir a pasear sin antes peinarse
bien los cabellos. Cuando por
fin se acercó al automóvil, el muchacho y las chicas se sorprendieron con su aire
alegre y con los pasos rápidos. "¡Tiene más salud que yo!", bromeó el
muchacho. A la chica
de la casa se le ocurrió: "Y yo que hasta tenía pena de ella".
Muchachita
se sentó junto a la ventanilla del auto, un poco apretada por las dos hermanas
acomodadas en el mismo asiento. Nada decía, sonreía. Pero cuando el automóvil dio el
primer arranque, empujándola hacia atrás, sintió dolor en el pecho. No era sólo
de alegría,
era un desgarramiento. El muchacho se dio vuelta:
- ¡No se vaya a marear,
abuela!
Las chicas
rieron, principalmente la que se había sentado adelante, la que de vez en cuando
apoyaba la cabeza en el hombro del muchacho. Por cortesía, la vieja quiso responder,
pero no pudo. Quiso sonreír, no lo consiguió. Los miró a todos, con ojos lagrimeantes,
lo que los otros ya sabían que no significaba llorar. Algo en su rostro amenguó un
poco la alegría de la chica de la casa y le dio un aire obstinado. El viaje
fue muy lindo. Las chicas
estaban contentas. Muchachita ya había vuelto ahora a sonreír. Y, aunque el corazón
latiese mucho, todo estaba mejor. Pasaron por un cementerio, pasaron por un almacén,
árbol, dos mujeres, un soldado, gato, letras, todo engullido por la velocidad.
Cuando
Muchachita se despertó, no sabía más adonde estaba. La carretera ya había amanecido
totalmente: era estrecha y peligrosa. La boca de la vieja ardía, los pies y las manos se
distanciaban helados del resto del cuerpo. Las chicas hablaban, la de adelante había
apoyado la cabeza en el hombro del muchacho. Los paquetes se venían abajo constantemente. Entonces
la cabeza de Muchachita comenzó a trabajar. El marido se le apareció con su abrigo -¡lo
encontré, lo encontré!-, el abrigo estaba colgado todo el tiempo en el perchero.
Se acordó del nombre de la amiga de María Rosa, de la que vivía enfrente: Elvira, y la madre
de Elvira, incluso estaba lisiada. Los recuerdos casi le arrancaban una
exclamación.
Entonces movía los labios despacio y decía por lo bajo algunas palabras.
Las chicas
hablaban:
- ¡Ah,
gracias, un regalo de ésos no lo quiero!
Fue cuando
Muchachita comenzó finalmente a no entender. ¿Qué hacía ella en el automóvil?,
¿cómo había conocido a su marido y dónde?, ¿cómo es que la madre de María Rosa y
Rafael, la propia madre, estaba en el automóvil con aquella gente? En seguida
se acostumbró
de nuevo.
El
muchacho dijo a las hermanas:
- Me parece
mejor que no paremos enfrente, para evitar problemas. Ella baja del auto, uno le
muestra dónde es, se va sola y da el recado de que llega para quedarse.
Una de las
chicas de la casa se turbó: temía que el hermano, con una incomprensión típica de
hombre, hablara demasiado delante de la novia. Ellos no visitaban jamás al hermano de
Petrópolis, y mucho menos a la cuñada.
- Y bueno -lo interrumpió a tiempo, antes de que él hablase demasiado-. Mira Muchachita,
entras por aquel callejón y no tienes cómo equivocarte: en la casa de ladrillo rojo preguntas por Arnaldo, mi hermano, ¿oyes?, Arnaldo. Di que allá, en casa, no
podías quedarte
ya; di que la casa de Arnaldo tiene lugar y que tú hasta puedes vigilar un poco
al chico,
¿eh?
Muchachita
bajó del automóvil, y durante un tiempo se quedó aún de pie, pero como flotando
atontada e inmóvil sobre ruedas. El viento fresco le soplaba la falda larga por
entre las
piernas.
Arnaldo no
estaba. Muchachita entró en la salita donde la dueña de casa, con un trapo
de limpiar
anudado en la cabeza, tomaba café. Un niño rubio -seguramente aquel que
Muchachita
debería vigilar- estaba sentado ante un plato de tomates y cebollas y comía soñoliento,
mientras las piernas blancas y pecosas se balanceaban bajo la mesa. La alemana le llenó
el plato de papilla de avena, le puso en la mesa pan tostado con mantequilla.
Las moscas
zumbaban. Muchachita se sentía débil. Si bebiera un poco de café caliente, tal
vez se le
pasara el frío del cuerpo.
La alemana la examinaba de vez en cuando en silencio:
no había creído la historia de la recomendación
de la cuñada, aunque "de allá" todo podía esperarse. Pero tal vez la
vieja hubiera
oído de alguien la dirección, incluso en un tranvía, por casualidad; eso
ocurría a veces,
bastaba abrir un diario y ver qué ocurría. Es que aquella historia no estaba
nada bien contada, y
la vieja tenía un aire avivado, ni siquiera escondía la sonrisa. Lo mejor sería
no dejarla
sola en la salita, con el armario lleno de loza nueva.
- Antes tengo
que tomar el desayuno -le dijo-. Después de que mi marido llegue veremos lo
que se puede hacer.
Muchachita
no entendió muy bien, porque la mujer hablaba como gringa. Pero entendió que debía
continuar sentada. El olor del café le daba ganas y un vértigo que oscurecía
la sala toda. Los labios ardían secos y el corazón latía independiente. Café, café, miraba sonriendo
y lagrimeando. A sus pies el perro se mordía la pata, mostrando los dientes al gruñir. La
sirvienta, también medio gringa, alta, de cuello muy fino y senos grandes,
trajo un plato
de queso blanco y blando. Sin una palabra, la madre aplastó bastante queso en
el pan
tostado y se acercó al hijo. El chico comió todo y, con la barriga grande, tomó
un palillo y
se levantó:
- Mami,
cien cruceiros.
- No, ¿para
qué?
- Chocolate.
- No.
Mañana es domingo.
Una
pequeña luz iluminó a Muchachita: ¿domingo? ¿Qué hacía en aquella casa en vísperas
del domingo? Nunca sabría decirlo. Pero bien que le gustaría hacerse cargo de aquel
chico. Siempre le habían gustado los chicos rubios: todo chico rubio se parecía
al Niño
Jesús. ¿Qué hacía en aquella casa? La mandaban sin motivo de un lado a otro,
pero ella
contaría todo, iban a ver. Sonrió avergonzada: no contaría nada, porque lo que realmente
quería era café.
La dueña
de la casa gritó hacia adentro y la sirvienta indiferente trajo un plato
hondo, lleno de
papilla oscura. Los gringos comían mucho por la mañana; eso Muchachita lo había visto en
Marañón. La dueña de la casa, con su aire sin bromas, porque el gringo en Petrópolis
era tan serio como en Marañón, la dueña de la casa sacó una cucharada de queso blanco, lo
trituró con el tenedor y lo mezcló con la papilla. Para decir la verdad,
porquería propia de
gringo. Se puso entonces a comer, absorta, con el mismo aire de hastío que
tienen los
gringos de Marañón. Muchachita la miraba. El perro mostraba los dientes a las
pulgas.
Por fin,
Arnaldo apareció en pleno sol, la vitrina brillando. No era rubio. Habló en voz baja con
la mujer, y después de demorada confabulación, le dijo firme y curioso a Muchachita:
- No puede
ser, aquí no hay lugar, no.
Y como la
vieja no protestaba y continuaba sonriendo, él habló más fuerte:
- No hay
lugar, ¿entiendes?
Pero Muchachita
continuaba sentada. Arnaldo ensayó un gesto. Miró a las dos mujeres
en la sala
y vagamente sintió lo cómico del contraste. La esposa tensa y colorada. Y más
adelante
la vieja marchita y oscura, con una sucesión de pieles secas colgadas en los
hombros.
Ante la sonrisa maliciosa de la vieja, se impacientó:
- ¡Y ahora
estoy muy ocupado! Te doy dinero y tomas el tren para Río, ¿eh? Vuelves a
casa de mi
madre, llegas y dices: la casa de Arnaldo no es un asilo, ¿eh?, aquí no hay
lugar. Diles así:
la casa de Arnaldo no es un asilo, ¿entiendes?
Muchachita aceptó el dinero y se
dirigió a la puerta. Cuando Arnaldo ya se iba a sentar para
comer, Muchachita reapareció:
- Gracias,
Dios le ayude.
En la
calle, pensó de nuevo en María Rosa, Rafael, el marido. No sentía la menor nostalgia. Pero se acordaba. Fue hacia la carretera, alejándose cada vez más de la
estación. Sonrió
como si engañara a alguien: en lugar de volver en seguida, antes iba a pasear
un poco. Pasó
un hombre. Entonces una cosa muy curiosa, y sin ningún interés, fue iluminada: cuando aún
ella era una mujer, los hombres. No conseguía tener una imagen precisa de la figura de
los hombres, pero se vio a sí misma con blusas claras y largos cabellos.
Le
volvió la sed, quemando la garganta. El sol ardía, centelleaba en cada guijarro blanco. La
carretera de
Petrópolis es muy linda. En la
fuente de piedra negra y mojada, en plena carretera, una negra descalza llenaba una lata
de agua. Muchachita
se quedó parada, atisbando. Vio después a la negra juntar las manos y beber. Cuando la
carretera quedó nuevamente vacía, Muchachita se adelantó como si saliera de un
escondrijo y se acercó con disimulo a la fuente. Los chorros de agua se escurrieron heladísimos
dentro de las mangas hasta los codos, pequeñas gotas brillaban suspendidas en los
cabellos.
Saciada,
sorprendida, continuó paseando con los ojos más abiertos, atenta a las violentas
vueltas que el agua pesada le daba en el estómago, despertando pequeños
reflejos
como luces
en el resto del cuerpo. La
carretera subía mucho. La carretera era más linda que Río de Janeiro, y subía mucho.
Muchachita se sentó en una piedra que había junto a un árbol, para poder
apreciar. El cielo
estaba altísimo, sin una nube. Y había muchos pájaros que volaban del abismo hacia la
carretera. La carretera blanca de sol se extendía sobre un abismo verde.
Entonces, como
estaba cansada, la vieja apoyó la cabeza en el tronco del árbol y murió.