ELEGÍA
Paz Monserrat Revillo
España (1962)
Un piojo sobre la hoja en blanco. Humilde máquina de destrucción. Perfectamente artrópodo, con todas sus piezas articuladas y el vientre geométrico repleto de sangre. Se debate patas arriba luchando contra el aire que lo aplasta, contra mi mirada curiosa, contra el huracán de mi respiración. Mueve las patitas como si el mundo fuera una gran pelota y él tuviera que hacer acrobacias con ella. Consigue desplazarse un milímetro a la derecha. Se detiene para recuperar fuerzas. Parece que el peine metálico le ha perforado ligeramente el abdomen. Mi mano, escribiendo este texto, pasa por encima de su cuerpo simétrico; el párrafo se acerca a su vientre agotado. Ahora ya sólo mueve una pata y sus dos quelíceros minúsculos tantean el papel en busca de sangre, de mucosas, de grasa… Los caminos de la tinta lo alcanzan y le ceden el escenario de dos líneas en blanco. Levanta el vientre en un último gesto de orgullo parásito y se desploma rodeado de las palabras que yo escribo y que hablan de su muerte inocente y digna. Su cadáver viaja hacia la papelera envuelto en un sudario doméstico: un pañuelo blanco de celulosa. Ha muerto el piojo. Nadie lo reclama, pero sus parientes no se resignan a perder esta batalla, intermitente pero feroz, que se libra en la sedosa melena de mi hija.
CECILIA NAKAMURA
Francisco Moro
Argentina (1953)
Ahora no lo sabe, pero muchos años después, el bar donde el hombre mira la calle a través de un ventanal se volverá un lugar mítico en su propia historia. Ha sido allí donde una vez comenzó a escribir unos versos en una servilleta de papel, evocando una mirada de poderosa fragilidad, la mirada de una mujer que aún, seguramente, no se había enamorado nunca.
Paz Monserrat Revillo
España (1962)
Un piojo sobre la hoja en blanco. Humilde máquina de destrucción. Perfectamente artrópodo, con todas sus piezas articuladas y el vientre geométrico repleto de sangre. Se debate patas arriba luchando contra el aire que lo aplasta, contra mi mirada curiosa, contra el huracán de mi respiración. Mueve las patitas como si el mundo fuera una gran pelota y él tuviera que hacer acrobacias con ella. Consigue desplazarse un milímetro a la derecha. Se detiene para recuperar fuerzas. Parece que el peine metálico le ha perforado ligeramente el abdomen. Mi mano, escribiendo este texto, pasa por encima de su cuerpo simétrico; el párrafo se acerca a su vientre agotado. Ahora ya sólo mueve una pata y sus dos quelíceros minúsculos tantean el papel en busca de sangre, de mucosas, de grasa… Los caminos de la tinta lo alcanzan y le ceden el escenario de dos líneas en blanco. Levanta el vientre en un último gesto de orgullo parásito y se desploma rodeado de las palabras que yo escribo y que hablan de su muerte inocente y digna. Su cadáver viaja hacia la papelera envuelto en un sudario doméstico: un pañuelo blanco de celulosa. Ha muerto el piojo. Nadie lo reclama, pero sus parientes no se resignan a perder esta batalla, intermitente pero feroz, que se libra en la sedosa melena de mi hija.
CECILIA NAKAMURA
Francisco Moro
Argentina (1953)
Ahora no lo sabe, pero muchos años después, el bar donde el hombre mira la calle a través de un ventanal se volverá un lugar mítico en su propia historia. Ha sido allí donde una vez comenzó a escribir unos versos en una servilleta de papel, evocando una mirada de poderosa fragilidad, la mirada de una mujer que aún, seguramente, no se había enamorado nunca.
"Si
la luz la toca ya no hay duda/ que la crisálida declina en mariposa/ y que el
capullo presagio de la rosa/ es un preludio de Cecilia Nakamura./ Donde el temor
a la noche no se escuda/ en la vana indulgencia del destino/ no hay suicida que
cometa el desatino/ de compartir el pan de su locura./ Todo es piel y ojos y es
la pura/ inocencia mortal y es mi calvario/ tolerar en silencio el solitario/ amor
furtivo por Cecilia Nakamura".
El
doctor Rubén Omar Barcezat dobla el papel con cuidado, como si algo precioso
quedara allí para siempre. Lo guarda en su bolsillo, imaginando otro confín
para esos versos que vagamente lo avergüenzan al tiempo que, con legítimo
orgullo, repasa la rima.
ESTHER
Francesc Barberá Pascual
España (1979)
Hace
ya unos meses que me mudé a Stherling con la esperanza de rehacer mi vida. Sin
embargo, cualquier intento por conseguirlo ha resultado esthéril. Todo me
recuerda a ella. Por las noches duermo sobre su estherilla de playa. Veo una y
otra vez aquellas películas con las que nos desthernillábamos de risa. Me sigo
poniendo el jersey de poliésther que tanto le gustaba. Y por si fuera poco, he
acabado cayendo en sus mismas adicciones. Ahora me fumo dos paquetes de
Chesther al día y como sin ningún control. Me he abandonado totalmente. Apenas
salgo de este esthercolero en el que se ha convertido mi casa. Ya no sé qué
hacer. Ayer fui al médico para ver si me podía ayudar. Me dijo que vigilara el
colestherol y me recetó unos estheroides para el asma. Además, me ha aconsejado
que cambie mis hábitos y emplee el tiempo en otros menestheres. Lo he
intentado, pero no puedo quitármela de la cabeza. Creo que ha llegado el
momento de volver a encontrarme con ella, pienso mientras me coloco el cuchillo
a la altura del esthernón, dispuesto a escuchar, por última vez, los
esthertores de la muerte.
EL ARREGLO
Juan Pedro Aparicio
España
(1941)
PROVERBIO
Juan Carlos Cia
Argentina (1954)
Fiel al proverbio, junto a la costa un hombre esperaba paciente ver pasar el cadáver de su enemigo. No sabía que su enemigo hacía lo mismo en la otra orilla. Ninguno de los dos imaginaba que sobre un bote en el medio del cauce, la muerte revoleaba una moneda.
MONOS
Clarice Lispector
Brasil
(1920-1977)
La
primera vez que tuvimos en casa un mico fue cerca de Año Nuevo. Estábamos sin
agua y sin empleada, se hacía cola para la carne, el calor había reventado. Y
fue cuando, muda de perplejidad, vi el regalo entrando a casa, ya comiendo
banana, ya examinando todo con gran rapidez y un largo rabo. Parecía más un
gran mono todavía no crecido, sus potencialidades eran tremendas. Subía por la
ropa colgada en la cuerda, desde donde daba gritos de marinero, y tiraba
cáscaras de banana adonde cayeran. Y yo exhausta. Cuando me olvidaba y entraba
distraída a la dependencia, el gran sobresalto: aquel hombre alegre allí. Mi
hijo menor sabía, antes de que yo lo supiera, que me desharía del gorila:
"Y si te prometiera que un día el mono se va a enfermar y a morir, dejarías
que se quedara? ¿Y si supieras que de cualquier manera él un día se va a caer
de la ventana y a morir allá abajo?". Mis sentimientos desviaban la
mirada. La inconsciencia feliz e inmunda del gran mono pequeño me hacía
responsable de su destino, ya que él mismo no aceptaba culpas. Una amiga
entendió de qué amargura estaba hecha mi aceptación, de qué crímenes se
alimentaba mi aire soñador, y rudamente me salvó: niños del morro aparecieron
en una algarabía feliz, se llevaron al hombre que reía y, en el desvitalizado
Año Nuevo, a mí por lo menos me regalaron una casa sin mono.
Un
año después, acababa de tener una alegría cuando allí en Copacabana vi el
agrupamiento. Un hombre vendía monitos. Pensé en los chicos, en las alegrías
que me daban gratis. Sin nada que ver con las preocupaciones, que también
gratis me daban, imaginé una cadena de alegrías: quien reciba ésta, que se la
pase a otro, y otro a otro, como el bramido en un rastro de pólvora. Y ahí
mismo compré a la que se llamaría Lisette. Casi no cabía en una mano. Tenía
falda, aretes, collar y pulsera de bahiana, y un aire de inmigrante que aún
desembarca con el traje típico de su tierra. De inmigrante también eran los
ojos redondos. En cuanto a ésta, era mujer en miniatura. Tres días estuvo con
nosotros. Era de tal delicadeza de huesos, de tal extrema dulzura. Más que los
ojos, la mirada era redondeada. Con cada movimiento, los aretes se estremecían;
la falda siempre arreglada, el collar rojo brillante. Dormía mucho, pero para
comer era sobria y cansada. Sus raras caricias eran sólo mordidas leves que no
dejaban marca.
En
el tercer día estábamos en la dependencia, admirando a Lisette y el modo en que
ella era nuestra. "Un poco demasiado suave", pensé extrañando a mi
gorila. Y de repente mi corazón fue respondiendo con mucha dureza: "Pero
eso no es dulzura. Esto es muerte". La sequedad de la comunicación me dejó
quieta. Después les dije a los chicos: "Lisette se está muriendo".
Mirándola, noté entonces hasta qué punto de amor ya habíamos llegado. Envolví a
Lisette en una servilleta, fui con los chicos hasta la primera guardia, donde
el médico no podía atendernos porque operaba de urgencia a un perro. Otro taxi -"Lisette
cree que está paseando, mamá"-, otro hospital. Allá le dieron oxígeno. Y con un
soplo de vida, súbitamente se reveló una Lisette que desconocíamos. Con ojos
mucho menos redondos, más secretos, más a las risas; y en la cara prognata y
ordinaria, una cierta altivez irónica. Un poco más de oxígeno y le dieron unas
ganas de hablar que ella mal aguantaba ser mona; lo era, y mucho tendría para
contar. En seguida, sin embargo, sucumbía de nuevo, exhausta. Más oxígeno y
esta vez una inyección de suero a cuya picada reaccionó con una palmadita
colérica, de pulsera tintineando. El enfermero sonrió: "Lisette, querida,
¡sosiégate!". El diagnóstico: no iba a vivir, a menos que tuviese oxígeno
a mano y, aun así, improbable. "No se compran monos en la calle -me censuró
él sacudiendo la cabeza-, a veces ya vienen enfermos". No, había que
comprar a la mona adecuada, saber su origen, tener por lo menos cinco años de
garantía de amor, saber lo había hecho y lo que no, como si fuera para casarse.
Resolví un instante con los chicos. Y le dije al enfermero: "Usted la está
queriendo mucho a Lisette. Así que si usted la deja pasar algunos días cerca
del oxígeno, ni bien sane, es suya". Pero él pensaba. "Lisette es
linda", le supliqué yo. "Es hermosa", aceptó él pensativo.
Después suspiró y dijo: "Si curo a Lisette, es suya". Nos fuimos, con
la servilleta vacía.
Al
día siguiente llamaron por teléfono y les avisé a los chicos que Lisette había
muerto. El más chico me preguntó: "¿Crees que murió con los aretes?".
Yo le dije que sí. Una semana después el mayor me dijo: "¡Te pareces tanto
a Lisette!". "Yo también te quiero", contesté.
MAÑANA DE SÁBADO
Stella Maris Riera
Argentina
(1958)
Vasito
de vidrio transparente. Adentro, ardiendo en su fervor por agradar, un
capuchino explota en un pompón de espuma sabrosa. Ahí, justo al borde, entre la
emoción y el encanto. Sobre esa espuma, el rústico chocolate alardea intentando
enamorar a la aromática canela. Una boca se acerca ajena al romance y, entre
palabras y risas, se abortan los primeros momentos de un amor que nunca
llegaría a ser.
CERTEZA
Araceli Esteves
España
(1960)
Martín era el último que se acostaba después de apagar todas las luces y correr
el pestillo de la puerta. Ella, desde la cama, le oía hacer el recorrido por la
casa y contaba los clics de los interruptores antes del clac metálico del
cerrojo. Todo bajo control. Después escuchaba las chanclas golpeando los
talones, flip, flap... flip, flap y el ruido de muelles que acompañaba al
movimiento del colchón antes del cric de la lamparilla de noche. También era él
el primero que se levantaba. Para Teresa, el sonido del exprimidor de naranjas
marcaba el ritmo de sus despertares desde que vivían juntos. Siempre los mismos
shuuuuum y shuuuuum por cada naranja como primeros sonidos del día. Era un
ruido amable, de música reconocible y tranquilizadora, que ella escuchaba con
agrado desde la cama. Así fue como tuvo la certeza de que algo había ocurrido,
inesperado y terrible, aquella mañana en la que la secuencia de sonidos del
exprimidor acabó en número impar.
LA FLORISTA
Marcos Silber
Argentina
(1934)
Algo
sucedió. No se sabe pero algo sucedió. Hasta el sol de ayer, todo brillaba en su
punto, sobre todo ella en el centro ordenado del color. Pero algo sucedió.
Hasta la placidez de ayer, el paisaje se adornaba. Hasta el cierre de la tarde
de ayer, se veía saludable cada tono, festivo. Pero algo sucedió. Es un fantasma
ahora la florista, su espacio, blanco y negro. Prófugos los verdes, el rojo
pura derrota, abatido el azul. Una ruina el templo, capituló su luz. Algo
sucedió contra el corazón de la florista. No se sabe pero algo penoso sucedió.
INSTRUMENTO DE CUERDA
Agustín Martínez
Valderrama
España
(1976)
Nadie (véase el caso del piano: aquí la cuerda, en su naturaleza de cuerda,
lleva implícito el afán de atar y suspender peso. De un extremo se alinea el
tiempo y del otro el objeto que inexorable pende de él. Pero la cuerda, lo que
se dice la cuerda, no es sino un sinfín de hilos, filamentos, cerdas, a saber,
que en su torsión integran un solo cuerpo, luengo y grueso, y que con el uso
cede y se deshilacha hasta quebrarse, dejando caer el instrumento sobre el
hombre), nadie, insisto, cifra su destino en una cuerda. Salvo el ahorcado.