El narrador y periodista Tomás Eloy Martínez (1934-2010)
nació en Tucumán, Argentina, ciudad en cuya universidad se graduaría como
licenciado en Literatura Española y Latinoamericana. Radicado en Buenos Aires,
ejerció como crítico de cine para el diario "La Nación" entre 1957 y 1961 y fue
jefe de redacción del semanario "Primera Plana" hasta 1969. Entre este año y
1970 fue corresponsal de la editorial Abril en Europa, con sede en París. Allí
obtendría una maestría en Literatura en la Universidad de París VII. Posteriormente
fue director del semanario "Panorama" y dirigió el suplemento cultural del
diario "La Opinión" hasta 1975, año en que tuvo que partir al exilio en
Caracas, Venezuela, debido a las amenazas de la Triple A. En Venezuela continuó
su labor periodística en el diario "El Nacional" y fundó "El Diario de Caracas",
del que fue director de Redacción y, en 1991, participó en la creación del
diario "Siglo 21" de Guadalajara, México, que se editó hasta diciembre de 1998.
De regreso en Buenos Aires, colaboró en la revista "El Porteño" y en el diario
"Página/12". Luego sería columnista permanente de los diarios "La Nación" de
Argentina, "El País" de España y "The New York Times" de Estados
Unidos.
Fecundo novelista ("La mano del amo", "El vuelo
de la reina", "El cantor de tango", entre otras), sus obras más conocidas
transitaron la veta intermedia entre ficción e historia tal como sucedió en "La
novela de Perón" y "Santa Evita", las que lograron una enorme difusión
internacional. También fue guionista cinematográfico y ensayista, género en el
que sobresalen "Estructuras del cine argentino", "Ficciones verdaderas" y "Lugar
común la muerte". Sus crónicas periodísticas
las volcó en "La
pasión según Trelew", "Las memorias del General. Una crónica sobre los años '70
en Argentina", "El sueño argentino" y "La
otra realidad".
"Para mí -declaró Tomás Eloy Martínez-, el periodismo ha sido un buen modo de ganarme el pan. Un modo decoroso, esforzado y muy laborioso. El periodismo generalmente no está bien pagado, pero sea cual fuese el salario yo he procurado dar lo mejor de mí, porque lo que siempre me pareció es que estaba en juego mi persona, mi ser, mi naturaleza humana, y no lo que recibiese a cambio. Eso es lo que me ha dado el oficio. Ser periodista, escribió Gabriel García Márquez, es el mejor oficio del mundo pues el periodista, al decir de Carpentier, es un cronista de su tiempo. El ejercicio del periodismo supone llevar a cuestas la lección del Principito y descifrar lo que es invisible a los ojos".
A continuación se reproducen algunos fragmentos de la conferencia que pronunció el 26 octubre de 1997 ante la asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) que se llevó a cabo en la ciudad de Guadalajara, México. El texto íntegro de dicha conferencia fue publicado originalmente bajo el título "Periodismo y narración. Desafíos para el siglo XXI" por la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano en Cartagena ese mismo año. En el suplemento cultural del diario "La Nación", el texto actualizado, reestructurado y titulado "El periodismo vuelve a contar historias" apareció el 21 de noviembre de 2001. Allí, Martínez esbozó varias de las características propias de la redacción en los diarios en los tiempos que corren y planteó algunas ideas de interés en el marco de la vieja y compleja relación del periodismo y la ficción.
"Para mí -declaró Tomás Eloy Martínez-, el periodismo ha sido un buen modo de ganarme el pan. Un modo decoroso, esforzado y muy laborioso. El periodismo generalmente no está bien pagado, pero sea cual fuese el salario yo he procurado dar lo mejor de mí, porque lo que siempre me pareció es que estaba en juego mi persona, mi ser, mi naturaleza humana, y no lo que recibiese a cambio. Eso es lo que me ha dado el oficio. Ser periodista, escribió Gabriel García Márquez, es el mejor oficio del mundo pues el periodista, al decir de Carpentier, es un cronista de su tiempo. El ejercicio del periodismo supone llevar a cuestas la lección del Principito y descifrar lo que es invisible a los ojos".
A continuación se reproducen algunos fragmentos de la conferencia que pronunció el 26 octubre de 1997 ante la asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) que se llevó a cabo en la ciudad de Guadalajara, México. El texto íntegro de dicha conferencia fue publicado originalmente bajo el título "Periodismo y narración. Desafíos para el siglo XXI" por la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano en Cartagena ese mismo año. En el suplemento cultural del diario "La Nación", el texto actualizado, reestructurado y titulado "El periodismo vuelve a contar historias" apareció el 21 de noviembre de 2001. Allí, Martínez esbozó varias de las características propias de la redacción en los diarios en los tiempos que corren y planteó algunas ideas de interés en el marco de la vieja y compleja relación del periodismo y la ficción.
PERIODISMO Y NARRACIÓN. DESAFÍOS PARA EL SIGLO XXI
Los seres humanos perdemos la vida buscando cosas que ya hemos encontrado. Todas las mañanas, en cualquier latitud, los editores de periódicos llegan a sus oficinas preguntándose cómo van a contar la historia que sus lectores han visto en la televisión ese mismo día o han leído en más de una página de Internet. ¿Con qué palabras narrar, por ejemplo, la desesperación de una madre a la que todos han visto llorar en vivo delante de las cámaras? ¿Cómo seducir, usando un arma tan insuficiente como el lenguaje, a personas que han experimentado con la vista y con el oído todas las complejidades de un hecho real? Ese duelo entre la inteligencia y los sentidos ha sido resuelto hace algunos siglos por las novelas, que todavía están vendiendo millones de ejemplares a pesar de que algunos teóricos decretaron, hace dos o tres décadas, que la novela había muerto para siempre. También el periodismo ha resuelto el problema a través de la narración, pero a los editores les cuesta aceptar que ésa es la respuesta a lo que están buscando desde hace tanto tiempo.
Eso no significa que haya menos información: hay más. Sucede que la información no viene digerida para un lector cuya inteligencia se subestima, como en los periódicos convencionales, sino que se establece un diálogo con la inteligencia del lector, se admite de antemano que ha visto la televisión, ha leído acaso algunos sitios de Internet y, sobre todo, que tiene una manera personal de ver el mundo, una opinión sobre lo que pasa. La gente ya no compra diarios para informarse. Los compra para entender, para confrontar, para analizar, para revisar el revés y el derecho de la realidad. Lo que buscan las narraciones a las que estoy aludiendo es que el lector identifique los destinos ajenos con su propio destino. Que se diga: a mí también puede pasarme esto. Hegel primero, y después Borges, escribieron que la suerte de un hombre resume, en ciertos momentos esenciales, la suerte de todos los hombres. Esa es la gran lección que están aprendiendo los periódicos en este comienzo de siglo.
Cada vez son menos los diarios que siguen dando noticias obedeciendo el mandato de responder en las primeras líneas a las seis preguntas clásicas o, en inglés, las cinco W: qué, quién, dónde, cuándo, cómo y por qué. Ese viejo principio estaba asociado, a la vez, con un respeto sacramental por la pirámide invertida, que fue impuesta por las agencias informativas hace más de un siglo, cuando los diarios se componían con plomo y antimonio y había que cortar la información en cualquier párrafo para dar cabida a la publicidad de última hora o a las noticias urgentes. Aunque en todas las viejas reglas hay una cierta sabiduría, no hay nada mejor que la libertad con que ahora podemos desobedecerlas. La única dictadura técnica de las últimas décadas es la que imponen los diagramadores, y éstos, cuando son buenos periodistas, entienden muy bien que una historia contada con inteligencia tiene derecho a ocupar todo el espacio que necesita, por mucho que sea: no más, pero tampoco menos.
De todas las vocaciones del hombre, el
periodismo es aquélla en la que hay menos lugar para las verdades absolutas. La
llama sagrada del periodismo es la duda, la verificación de los datos, la
interrogación constante. Allí donde los documentos parecen instalar una certeza,
el periodismo instala siempre una pregunta. Preguntar, indagar, conocer, dudar,
confirmar cien veces antes de informar: ésos son los verbos capitales de una
profesión en la que toda palabra es un riesgo. A la vez, no se trata de narrar
por narrar. Algunos jóvenes periodistas creen, a veces, que narrar es imaginar
o inventar, sin advertir que el periodismo es un oficio extremadamente
sensible, donde la más ligera falsedad, la más ligera desviación, pueden hacer
pedazos la confianza que se ha ido creando en el lector durante años. No todos
los redactores saben narrar y, lo que es más importante todavía, no todas las
noticias se prestan a ser narradas. Pero antes de rechazar el desafío, un
periodista verdadero debe preguntarse si se puede hacer y, luego, si conviene o
no hacerlo.
Sin embargo, no hay nada peor que una noticia en
la que el redactor se finge novelista y lo hace mal. Los diarios del siglo XXI
prevalecerán con igual o mayor fuerza que ahora si encuentran ese difícil
equilibrio entre ofrecer a sus lectores informaciones que respondan a las seis
preguntas básicas e incluyan además todos los antecedentes y el contexto que
esas informaciones necesitan para ser entendidas sin problemas, pero también,
sobre todo, un puñado de historias, seis, siete o diez historias en la edición
de cada día, contadas por cronistas que también sean eficaces narradores. La
prensa escrita, que invierte fortunas en estar al día con las aceleradas
mudanzas de la cibernética y de la técnica, presta mucha menos atención -me
parece- a las más sutiles e igualmente aceleradas mudanzas de los lenguajes que
prefiere su lector. Casi todos los periodistas están mejor formados que antes,
pero tienen -habría que averiguar por qué- menos pasión; conocen mejor a los
teóricos de la comunicación pero leen mucho menos a los grandes novelistas de
su época.
Un periodista que conoce a su lector jamás se
exhibe. Establece con él, desde el principio, lo que yo llamaría un pacto de
fidelidades: fidelidad a la propia conciencia y fidelidad a la verdad. A la
avidez de conocimiento del lector no se la sacia con el escándalo sino con la
investigación honesta; no se la aplaca con golpes de efecto sino con la
narración de cada hecho dentro de su contexto y de sus antecedentes. Al lector
no se lo distrae con fuegos de artificio o con denuncias estrepitosas que se
desvanecen al día siguiente, sino que se lo respeta con la información precisa.
Cada vez que un periodista arroja leña en el fuego fatuo del escándalo está
apagando con cenizas el fuego genuino de la información. El periodismo no es un
circo para exhibirse, ni un tribunal para juzgar, ni una asesoría para
gobernantes ineptos o vacilantes, sino un instrumento de información, una
herramienta para pensar, para crear, para ayudar al hombre en su eterno combate
por una vida más digna y menos injusta.
Uno de los más agudos ensayistas
norteamericanos, Hayden White, ha establecido que lo único que el hombre
realmente entiende, lo único que de veras conserva en su memoria, son los
relatos. White lo dice de modo muy elocuente: "Podemos no comprender
plenamente los sistemas de pensamiento de otra cultura, pero tenemos mucha
menos dificultad para entender un relato que procede de otra cultura, por
exótica que nos parezca". Un relato, según White, siempre se puede
traducir "sin menoscabo esencial", a diferencia de lo que pasa con un
poema lírico o con un texto filosófico. Narrar tiene la misma raíz que conocer.
Ambos verbos tienen su remoto origen en una palabra del sánscrito, "gnâ" ,
conocimiento.
El periodismo nació para contar historias, y
parte de ese impulso inicial que era su razón de ser y su fundamento se ha
perdido ahora. Dar una noticia y contar una historia no son sentencias tan
ajenas como podría parecer a primera vista. Por lo contrario: en la mayoría de
los casos, son dos movimientos de una misma sinfonía. Los primeros grandes
narradores fueron, también, grandes periodistas. Entendemos mucho mejor cómo
fue la peste que asoló Florencia en 1347 a través del "Decamerón" de Boccaccio
que leyendo todos los documentos de esa época. Y, a la vez, no hay mejor
informe sobre la educación en Inglaterra durante la primera mitad del siglo XIX
que la magistral y caudalosa "Nicholas Nickleby" de Charles Dickens. La lección
de Boccaccio y la de Dickens, como las de Daniel Defoe, Balzac y Proust,
pretende algo muy simple: demostrar que la realidad no nos pasa delante de los
ojos como una naturaleza muerta sino como un relato, en el que hay diálogos,
enfermedades, amores, además de estadísticas y discursos.
No es por azar que, en América Latina, todos,
absolutamente todos los grandes escritores fueran alguna vez periodistas:
Vallejo, Huidobro, Borges, García Márquez, Fuentes, Onetti, Vargas Llosa,
Asturias, Neruda, Paz, Cortázar, todos, aun aquellos cuyos nombres no cito. Ese
tránsito de una profesión a otra fue posible porque, para los escritores
verdaderos, el periodismo nunca es un mero modo de ganarse la vida sino un
recurso providencial para ganar la vida. En cada una de sus crónicas, aun en
aquellas que nacieron bajo el apremio de las horas de cierre, los maestros de
la literatura latinoamericana comprometieron el propio ser tan a fondo como en
sus libros decisivos. Sabían que, si traicionaban la palabra hasta en la más
anónima de las gacetillas de prensa, estaban traicionando lo mejor de sí
mismos. Un hombre no puede dividirse entre el poeta que busca la expresión
justa de nueve a doce de la noche y el redactor indolente que deja caer las
palabras sobre las mesas de redacción como si fueran granos de maíz. El
compromiso con la palabra es a tiempo completo, a vida completa. El periodismo
no es una camisa que uno se pone encima a la hora de ir al trabajo. Es algo que
duerme con nosotros, que respira y ama con nuestras mismas vísceras y nuestros
mismos sentimientos.
Las semillas de lo que hoy se entiende en el
mundo entero por nuevo periodismo fueron arrojadas aquí, en América Latina,
hace un siglo exacto. A partir de las lecciones aprendidas en "The Sun",
el diario que Charles Danah tenía en Nueva York y que se proponía presentar,
con el mejor lenguaje posible, "una fotografía diaria de las cosas del
mundo", maestros del idioma castellano como José Martí, Manuel Gutiérrez
Nájera y Rubén Darío se lanzaron a la tarea de retratar la realidad. Todos
obedecían, en mayor o menor grado, a las consignas de Danah y las que, hacia la
misma época, establecía Joseph Pulitzer: sabían cuándo un gato en las escaleras
de cualquier palacio municipal era más importante que una crisis en los
Balcanes y usaban sus asombrosas plumas pensando en el lector antes que en
nadie.
Cada vez que las sociedades han cambiado de piel
o cada vez que el lenguaje de las sociedades se modifica de manera radical, los
primeros síntomas de esas mudanzas aparecen en el periodismo. En el gran
periodismo se pueden siempre descubrir los modelos de realidad que se avecinan
y que aún no han sido formulados de manera consciente. Pero el periodista, a la
vez, no es policía ni censor ni fiscal. El periodista es, ante todo, un
testigo: acucioso, tenaz, incorruptible, apasionado por la verdad, pero sólo un
testigo. Su poder moral reside, justamente, en que se sitúa a distancia de los
hechos mostrándolos, revelándolos, denunciándolos, sin aceptar ser parte de los
hechos. Un periodista no es un novelista, aunque debería
tener el mismo talento y la misma gracia para contar de los novelistas mejores.
Un buen artículo no siempre es una rama de la literatura, aunque debería tener
la misma intensidad de lenguaje y la misma capacidad de seducción de los
grandes textos literarios. Y, para ir más lejos aún y ser más claro de lo que
creo haber sido, un buen diario no debería estar lleno de grandes relatos bien escritos,
porque eso condenaría a sus lectores a la saturación y al empalagamiento. Pero
si los lectores no encuentran todos los días, en los periódicos que leen, una
crónica, una sola crónica, que los hipnotice tanto como para que lleguen tarde
a sus trabajos o como para que se les queme el pan en la tostadora del
desayuno, entonces no tendremos por qué echarles la culpa a la televisión o a
Internet de los eventuales fracasos, sino a nuestra propia falta de fe en la
inteligencia de los lectores.
A comienzos de los años '60 solía decirse que en
América Latina se leían pocas novelas porque había una inmensa población
analfabeta. A fines de esa misma década, hasta los analfabetos sabían de
memoria los relatos de narradores como Gabriel García Márquez, Jorge Luis Borges
o Julio Cortázar por el simple hecho de que esos relatos se parecían a las
historias de sus parientes o de sus amigos. Contar la vida, como querían
Charles Danah y José Martí, volver a narrar la realidad con el asombro de quien
la observa y la interroga por primera vez: ésa ha sido siempre la actitud de
los mejores periodistas y ésa será, también, el arma con que los lectores del
siglo XXI seguirán aferrados a sus periódicos de siempre. Es verdad que, en algunos casos, la brutalidad o la tontería del Poder imponen
la retórica excluyente del silencio. Para poder hablar después hay que
sobrevivir ahora. Esa fue la desgarradora alternativa que afrontaron los
internados de los campos de concentración, donde quiera existieron esos campos:
en Auschwitz, en la isla Dawson, en los chupaderos de Buenos Aires.
¿Enfrentarse al Poder con la certeza de la derrota o fingir resignación ante el
Poder para dar luego testimonio de la ignominia? Pero cuando el silencio dura
demasiado tiempo, la palabra corre el riesgo de contaminarse, de volverse
cómplice. Para hablar hace falta valor, y para tener valor hace falta tener
valores. Sin valores, más vale callar.