20 de diciembre de 2013

Entremeses literarios (CLXXI)

ATAQUE MASIVO
Alonso Ibarrola
España (1934)

El enemigo estaba allí, fuertemente atrincherado y protegido por numerosas baterías que cubrían con su fuego todo el valle. Era preciso atravesarlo con cargas furiosas de la caballería. El Alto Estado Mayor calculó que serían precisas cinco oleadas, cada una de ellas con cinco mil hombres. Teniendo en cuenta que el enemigo causaría un sesenta o setenta por ciento de bajas, era lógico suponer que la quinta oleada llegaría a su destino. Dadas las órdenes pertinentes se iniciaron las cargas. La batalla no se desarrolló según el cálculo previsto y lo cierto es que para la supuesta última y definitiva oleada, sólo quedaban dos soldados. Preguntaron éstos si la carga tenían que hacerla al galope forzosamente como las anteriores. Vistas las circunstancias se les dio plena libertad para hacer lo que quisieran. Y los dos soldados, pie a tierra, cansadamente, arrastrando de la brida a sus respectivos caballos, se lanzaron contra el enemigo, hablando tranquilamente de sus cosas...


EL INFIERNO DE SOR JUANA
Andrés Neuman
Argentina (1977)

La noche en que la conocí, Sor Juana me explicó que todo había sido culpa de la menopausia. Pero la menopausia, objeté con pedantería, es a los cincuenta. Juana me contempló como esos curas que están a punto de castigarte y deciden absolverte. Se me quedo mirando con una sonrisa superior, invitadora, y contestó tranquilamente: tú qué vas a saber de la menopausia de las monjas, guey. Quince minutos más tarde, Juana pagó las copas. Veintidós minutos más tarde, milagro, encontramos un taxi libre en medio del paseo de la reforma. Cuarenta y tres minutos más tarde, ella brincaba sobre mí, inmovilizándome las muñecas. Según me confesó, Juana perdió la virginidad con un fraile rubio, una semana antes de abandonar el convento. Para ser más precisos, digamos que perdió la virginidad con seis o siete frailes, no todos ellos rubios, a los treinta y nueve años de edad. Fue, en sus propias palabras, probar apenas uno y quererlos todos, todos, todos. La repetición no es mía, sino de Juana. Así lo contaba ella, con los ojos cerrados y las piernas abiertas. En cuanto comprendió que nunca más sería digna a los ojos del Señor (cosa que comprendió enseguida), Juana se dejó crecer el cabello, consiguió un trabajo de ayudante en una veterinaria y dedicó todo su tiempo libre (todo, todo, todo) a fornicar con hombres de cualquier edad, raza y religión. El único requisito, según advertía Juana, era que no se enamorasen de ella. Y que se lo prometieran desde el primer día. Yo ya he estado comprometida con mi Señor, les explicaba (nos explicaba), desde los dieciocho y los treinta y nueve. Y como es imposible aspirar a entregas más altas, ahora quiere sexo, sexo, sexo. Aunque sé que por eso me voy a condenar. Cualquiera que no se haya acostado con Juana (y reconozcamos que esa posibilidad empieza a ser remota en Ciudad de México) podría desconfiar de semejante frase: "Sé que por eso me voy a condenar". Y la consideraría quizás una excusa beata. Pero bastaba una sola noche con ella, quizás un breve coito, para comprender hasta qué punto la afirmación de Juana era severa y transparente.
La vida sexual de Juana era mucho más que eso. Que vida, me refiero. Y de no haber sido tan entusiasta, me atrevería a añadir que se trataba justo de lo contrario, de una muerte. Con sus correspondientes, y absolutamente inevitables, resurrecciones carnales. Puedo imaginar los equívocos que esto despertará en las mentes más retorcidas. Éxtasis espasmódicos. Succiones insondables. Inverosímiles duraciones. Burdas acrobacias. Por Dios, por Dios, por Dios. Lo de Juana era distinto. Llano. Sin posturas incómodas. Sin técnicas orientales. Lo de Juana era algo que nuestra civilización casi ha perdido: pura lascivia. Con sus tentaciones irrefrenables, sinceros remordimientos y reincidencias fatales. Lo increíble era que estos ciclos, que a los demás pueden llevarnos días, meses, años, Juana los resumía en pocos minutos. Intentando una aproximación científica, digamos que la población femenina suele experimentar las fases de excitación, meseta, orgasmo y resolución. Juana en cambio padecía rubor, enajenación, arrepentimiento y recaída. Sin preámbulos. Sin demora. Como una tormenta de verano.
Desde nuestro primer encuentro en su casa, asistí boquiabierto a la liturgia que se repetiría siempre. Juana me desnudaba con brutalidad. Me mordía. Me rechazaba. Se arrancaba la ropa interior y me atraía dentro de ella. Entonces daba comienzo la parte más asombrosa, esa que terminaba de capturar mis sentidos y que, de alguna forma, terminó por condenarme: Juana me hablaba. Hablaba, aullaba, rezaba, suplicaba, lloraba, reía, cantaba, daba gracias. Para hacerla ingresar en aquel trance, no hacía falta hazañas físicas de ninguna clase. Sólo había que aceptarla. La recompensa era apabullante. Entre los cientos de obscenidades bíblicas que Juana profería durante el acto, me fascinaban sobre todo las más simples: "me fuerzas a pecar, maldito", "por tu cuerpo ya no tengo perdón", "me empujas al infierno", etcétera. Algún escéptico pensará que eran meras exclamaciones de doctrina pero a mí esas cosas me conquistaban. Soy un hombre corriente. No suelo despertar grandes pasiones. Y nunca jamás, entiéndanme, había llevado a nadie hasta el infierno. Mi tragedia era esta: ¿cómo fornicar después de Juana? ¿Valía la pena salir de las voluptuosas llamas del Averno para acomodarse en las blanduras de un colchón cualquiera? Con ella, cada vez era un acontecimiento. Un placer deplorable. Un acto de maldad trascendente. Con las demás mujeres el sexo era apenas sexo. Desde que conocí a Juana, mis amantes esporádicas, especialmente las progresistas, me parecían tibias, previsibles, de una normalidad desesperante. Lo que hacíamos juntos no era terrible, ni atroz, ni imperdonable. Al tocarnos, ninguno de los dos perdía sus principios. Fingíamos encontrarnos para cenar. Bromeábamos con cortesía. Nos aburríamos gratamente. Con el tiempo fui pasando de la apatía a la fobia, y llegué a detestar los gestos vacíos que intercambiaba con mis compañeras. Los comienzos precavidos. Las pequeñas contracciones. Los grititos moderados. Ya no sabía estar con nadie, nadie, nadie.
La última noche que pasé en casa de Juana, ella estaba vestida como de costumbre: falda ancha y zapatos viejos. Sin peinar. Sin maquillarse. Y con la carne erizada. Cuando se arrancó la ropa y contemplé de nuevo su sexo velludo, no pude evitar besarla y susurrarle al oído: estoy enamorado, Juana. Ella cerró los muslos de inmediato. Se ovilló en el sofá, alzó el mentón y dijo: entonces vete. Me lo dijo tan seria que ni siquiera tuve fuerzas para insistir. Además, era yo quien había incumplido su promesa. Me vestí avergonzado. Mientras cruzaba la salita poblada de crucifijos y vírgenes, oí que Juana me chistaba. Me volví esperanzado. La vi acercarse desnuda. Caminaba rápido. Se notaba que tenía los píes fríos. Me miró a los ojos con una mezcla de rencor y compasión. No se puede ir al infierno por amor, me dijo. Después, se apagó la luz.


SELF-SERVICE
María Montero
Costa Rica (1970)

La mano suicida escarba en la basura y me invita a acompañarla. Busca desesperadamente lo perdido: un ojo inalterable para el mundo, la intimidad de antes. Ahora cada letra pretende la altura que no tuvo su herida. Ya no es más la solitaria estúpida, la que repara el cuchillo y la risa de otros espectáculos. La mano suicida salta al vacío pues no arriesga más que veintisiete letras. La mano suicida se ha quedado en mi casa. Le debo la vida.


JUICIO
Ángel Olgoso
España (1961)

Aquel ciudadano no ha acusado de brujería a la mu­jer ante el Tribunal que habrá de torturarla porque cre­yera que negociaba carnalmente con Belcebú la ruina de su familia, ni porque la haya visto danzar hasta el amanecer en torno al Macho Cabrío, o amasar ungüentos con belladona y hojas de álamo y grasa de niño, o beber la leche de los jarros que reposan en los alféiza­res de las ventanas, ni siquiera para vengarse y que sus bienes sean confiscados, sino porque cuando los inquisidores busquen en su cuerpo la señal del Diablo (una heridita impía, un pliegue satánico, una pequeña pero obscena mancha, un lunar sacrílego) él podrá al fin contemplar desnuda a su vecina.


SALA DE ESPERA
Sergio Gaut vel Hartman
Argentina (1947)

Mientras aguardaba al cardiólogo reparé en el tablero que detallaba las especialidades de los médicos que empleaba la clínica, sus nombres, apellidos y las obras sociales que se atendían. No era demasiado diferente de cualquier pizarra que podía encontrarse en un consultorio, excepto por un detalle que llamó mi atención: en casi todas las palabras faltaba una letra, lo que no era un obstáculo para comprender lo escrito. A "reumatología" le faltaba la "t", a Oscar Leiva la "o", a "dermatología" la "d", y así por el estilo. Lo malo fue que en algún momento, agotado por la espera, decidí organizar las letras que faltaban en un texto coherente, y el resultado me perturbó de un modo atroz. "Todos los pacientes del Dr. Smert morirán antes de fin de mes". Está de más que señale que el Dr. Smert es el cardiólogo al que visito por primera vez.


PLOBLEMA Nº 639
Álvaro Menen Desleal
El Salvador (1932-2000)

Una rata adulta, de unos 300 gramos de peso, necesita para morir alrededor de 30 gramos de raticida. El periódico "ABC" informa que en Madrid fueron censadas tres millones de ratas en 1969. Calcúlese el costo de una guerra de exter­minio contra las ratas madrileñas: a) mediante la aplicación de ratici­das; y b) mediante la explosión de una bom­ba atómica.


SERÁ ELLA, QUIÉN SABE...
Francisco Moro
Argentina (1953)

Buscó en la sentina de la memoria y encontró un tren a cuerda, unos zapatos absurdos y una mirada desolada en un tranvía 22 una tarde de verano, hace ya demasiado tiempo. Entonces recordó que aquella muchacha, Cecilia Nakamura, le dijo una vez que miraba como un niño. Se lo dijo poco después de conocerlo, cuando ya estaba en su vida desde siempre, cuando cada mujer era un esbozo de ella, cuando cada encuentro con otras que la precedieron era un simulacro, un ensayo del abrazo definitivo con la vida y con la muerte, esa impostora.
"Te imagino alta y mía / abrazada a un amor que te deja ir. / Y así desconsolada y seca / (y todavía enamorada) / te imagino entonces anegada / de íntimo orgullo en la derrota. / Te imagino apenas demorada / en un llanto duro y breve… / y con rabia. / Será entonces cuando el dolor / haga lo suyo / y el olvido en tu memoria / se haga carne. / Para que seas alta, / para que seas mía".
El doctor Barcezat escribió esos versos premonitorios en una servilleta de papel en el bar de siempre, casi sin corregir nada, porque las palabras se le amontonaban en algún rincón del alma hasta llegar a la mayoría de edad y salían entonces a nombrarla a ella. Eran las palabras que ni siquiera sabían su nombre, las que tenían la gracia de evocar a Cecilia Nakamura cuando aún no era suya. Se preguntó por el destino de esos versos que nadie leería jamás aunque hayan tenido, lo supo tiempo después, el don de anudar los vientos que barrían sus recuerdos.


TIEMPO DE AMOR
Javier Alfaro Calvo
España (1947)

El tiempo no funciona cuando llega el amor. Mañana te estuve contemplando durante dos horas seguidas. Ayer me compraré dos ojos de repuesto y así seguir mirándote.  


CONDUCTAS FILOSÓFICAS
Gilles Deleuze
Francia (1925-1995)

Un lejano sucesor de Spinoza dirá: miren a la garrapata. Admiren esa bestia que se define por tres afectos, los únicos de los que es capaz en función de las relaciones de que está compuesta, un mundo tripolar, ¡eso es todo! Si la afecta la luz, se sube hasta la punta de una rama. Si la afecta el olor de un mamífero, se deja caer sobre él. Si los pelos le molestan, busca un lugar desprovisto de ellos para hundirse bajo la piel y chupar la sangre caliente. Ciega y sor­da en ese inmenso bosque, la garrapata tiene sólo tres afectos, y el resto del tiempo puede dormir mientras espera el encuen­tro. Y a pesar de todo, ¡qué fuerza! Comiencen siempre por los animales simples, que sólo tienen un número pequeño de afec­tos y que no están en nuestro mundo ni en otro sino con un mundo asociado que ellos han sabido cortar, recortar, volver a coser: la araña y su tela, el piojo y el cráneo, la garrapata y un pedazo de piel de mamífero, ésos si que son animales filosófi­cos y no el pájaro de Minerva. Y llamamos señal a lo que pro­voca un afecto, a lo que hace susceptible algo que conviene que sea afectado: la tela se mueve, el cráneo se estremece, un poco de piel se desnuda. Tan sólo unos pocos signos en una inmen­sa noche negra. Devenir-araña, devenir-piojo, devenir-garrapata. Una vida desconocida, fuerte, oscura, obstinada.


LOS DOS CABALLOS
Ambrose Bierce
Estados Unidos (1842-1914) 

Un caballo salvaje que acababa de encontrarse con un caballo doméstico le echaba en cara su condición de esclavo. El animal amansado juraba que era tan libre como el viento.
Si es así -dijo el otro-, explícame, te lo ruego, ¿para qué sirve ese freno que llevas en la boca?
- ¿Esto? Es de hierro. Uno de los mejores tónicos que puedan encontrarse.
- ¿Y esas riendas que tiene el freno?
- Son para impedir que el freno se me caiga cuando me siento demasiado perezoso para retenerlo.
- ¿Y la montura?
- Me evita la fatiga. Cuando estoy cansado, me subo a la montura y cabalgo.