A punto de
cumplir los veinte años, Charles Baudelaire (1821-1867) se matriculó en la
Facultad de Derecho de la Universidad de París. Al futuro poeta precursor del Simbolismo,
más que la rigidez de las aulas de La Sorbona, lo que más le interesó fue el
suburbio que la circunda y el trajín que lo caracteriza, esto es, el célebre
Barrio Latino y su vida bohemia. Allí conoció y trabó amistad con el novelista Honoré
de Balzac (1799-1850) y los poetas Gérard de Nerval (1808-1855), Louis
Ménard (1822-1901) y Théodore de Banville (1823-1891). Pero también
frecuentó sus prostíbulos y mantuvo amoríos escandalosos que describiría años
después en el más célebre de sus poemarios: "Les fleurs du mal" (Las
flores del mal). Una de sus amantes, una mulata bellísima llamada Jeanne Duval,
llegaría a ser retratada por Édouard Manet (1832-1883); la otra, Sarah
"La louchette", una judía bizca y calva, le contagió la sífilis que años
más tarde terminaría con su vida.
A
principios de 1845 comenzó a consumir hachís y se dedicó a la crítica de arte. Sus
primeros ensayos, "Salon de 1845" (El salón de 1845) y "Salon de 1846" (El salón
de 1846), los dedicó a los pintores Léon Cogniet (1794-1880), Camille Corot (1796-1875), Robert
Fleury (1797-1890), Henri Scheffer (1798-1862) y Théodore Chassériau (1819-1856) entre
muchos otros, y a hacer sesudas apreciaciones sobre la estética en la pintura y
la escultura. En 1847
escribió la que sería su única novela, "La Fanfarlo", a la vez que colaboraba en diversas revistas con
artículos y poemas. Al año siguiente comenzó a traducir al francés la obra de Edgar
Allan Poe (1809-1849), un trabajo que realizaría durante casi veinte años y del
cual fue pionero. Una copiosa selección de cuentos y el ensayo filosófico "Eureka.
A prose poem" (Eureka. Un poema en prosa) fueron apareciendo de forma
dispersa en diversos periódicos. Luego, en 1856 y 1857, publicó en forma de
libro "Histoires extraordinaires" (Historias extraordinarias) y "Nouvelles
histoires extraordinaires" (Nuevas historias extraordinarias), conteniendo trece
y veintitrés cuentos del autor de "The raven" (El cuervo) respectivamente.
Ambas ediciones fueron prologadas por Baudelaire: "Edgar Poe, sa vie et ses
oeuvres" (Edgar Poe, su vida y sus obras), el primero, y "Notes nouvelles
sur Edgar Poe" (Nuevas notas sobre Edgar Poe), el segundo.
En 1858
publicó una nueva traducción de Poe. Esta vez fue su única novela: "Les aventures
d'Arthur Gordon Pym" (Las aventuras de Arthur Gordon Pym), al tiempo que
también lanzaba "Les paradis artificiels" (Los paraísos artificiales), un
ensayo en el que analizó la relación entre el consumo de drogas y la
creación poética, compuesto por dos partes: "Un mangeur d'opium" (Un consumidor
de opio) y "Le poème du haschisch" (El poema del hachís). Partiendo de "Confessions
of an english opium eater" (Confesiones de un opiómano inglés) del escritor Thomas
de Quincey (1785-1859), Baudelaire analizó las vivencias creadas por el
opio, el hachís y otras sustancias alucinógenas desde un punto de vista tanto
filosófico y científico como ético y psicológico. Poco tiempo antes, ante el
escándalo que provocó la publicación de "Las flores del mal" (el diario "Le
Figaro" lo consideró un libro "lleno de monstruosidades"), Baudelaire
y su editor, Auguste Poulet Malassis (1825-1878), habían sido procesados bajo
el cargo de "ofensas a la moral pública y las buenas costumbres". No obstante
ello, en 1861 la obra fue reeditada conteniendo, incluso, una treintena de textos
inéditos. Luego llegaría "Petits poèmes en prose" (Pequeños poemas en
prosa), una colección de cincuenta piezas poéticas que habían sido publicadas
en la revista literaria "L'Artiste" y en periódicos como "La Presse" y "Le
Figaro".
Mientras
tanto, Baudelaire nunca dejó de lado su labor como crítico, una tarea que para
él no era menos importante que su poesía. La lectura de "Le chef-d'oeuvre
inconnu" (La obra maestra desconocida) -una novela corta de su amigo Balzac cuya
principal característica es la de ser la primera en la literatura francesa en
tener a un pintor como protagonista y a la creación como tema- tuvo mucho que
ver en ello. Muchas de las ideas que Balzac desarrolló en ese libro fueron retomadas
por Baudelaire para describir la belleza moderna y la dificultad inherente a la
creación artística, algo que hizo tanto en sus poemas como en sus ensayos
críticos. Con esa percepción publicó "Réflexions sur quelques-uns de mes
contemporains" (Reflexiones sobre algunos de mis contemporáneos),
analizando las creaciones de un medio centenar de escritores de su época entre
los que puede mencionarse a Victor Hugo (1802-1885), Henri Auguste
Barbier (1805-1882) y Théophile Gautier (1811-1872). Lo mismo haría
con la pintura al publicar "Le peintre de la vie moderne" (El pintor de la vida
moderna), un ensayo sobre el dibujante y pintor Constantin Guys (1802-1892), y "L'oeuvre
et la vie d'Eugène Delacroix" (Vida y obra de
Eugene Delacroix), dedicado al más emblemático de los pintores del Romanticismo
("la expresión más reciente, la más actual de la belleza", según sus propias
palabras) a quien conoció personalmente en su juventud.
Baudelaire
inició su carrera como crítico de arte en el ámbito de las exposiciones
públicas (los célebres "salones"), una tradición creada en 1747 por el crítico
de arte Étienne de La Font de Saint-Yenne (1688-1771) y que más tarde popularizara
Denis Diderot (1713-1784). Como poeta dotado de imaginación, consiguió
desarrollar una verdadera conciencia crítica, es decir, aquella capacidad crítica
que antecede a toda verdadera creación. A través del examen profundo, de la identificación
con la obra de otros artistas, Baudelaire exploró su propio arte y, gracias a
ello, se convirtió para muchos en uno de los fundadores de la crítica moderna. Medio
siglo después de su muerte, el escritor francés Paul Valéry (1871-1945), un
escritor escéptico que creía en la superioridad moral y práctica del trabajo
por sobre las ideas irracionales y la inspiración poética, reconocía en un
artículo publicado en la revista "Variété II" titulado "La situation de
Baudelaire" (La situación de Baudelaire), que el autor de "Les épaves" (Los
despojos) fue el primer poeta moderno, poseedor de "una inteligencia crítica
asociada a la virtud de la poesía". Basando sus críticas en el conocimiento y
la imaginación, el poeta francés fue capaz de captar lo que distinguía la obra
de un artista de la de los demás, es decir, tanto su aspecto absoluto (el de su
singularidad) como su aspecto relativo (el de su novedad).
Pero
Baudelaire fue, además, un pionero en el campo de la crítica musical. Cuando Wagner
dirigió en el Théâtre des Italiens algunos fragmentos y oberturas de sus óperas
"El holandés errante", "Tannhäuser" y "Lohengrin" (el 25 de enero, el 1 y el 8
de febrero de 1860 respectivamente) Baudelaire estuvo presente. Los conciertos
obtuvieron un éxito aceptable ante el público en general, pero provocaron
reservas y ataques por parte de la crítica especializada. En ese contexto, unos
días después (el 17 de febrero) Baudelaire le envió una carta a Wagner manifestándole
su interés en las obras presenciadas, su admiración y su deseo de "traducir" en
palabras aquello que consideraba como la síntesis de un arte nuevo. En esa
carta, en la que expresó su comprensión y compenetración con la estética
wagneriana, Baudelaire realizó un análisis basado en su concepción de una doble
moral: la burguesa y la del artista, lo que suponía un choque, una contradicción,
ya que no todo el mundo estaba cualificado para juzgar correctamente el poder
creativo de la imaginación del músico alemán.
La versión
completa de la ópera "Tannhäuser" se estrenó el 13 de marzo de 1861 en el
Théâtre Impérial de l’Opéra. Dicho acontecimiento generó un escándalo: gritos, silbidos,
burlas, risas y manifestaciones, lo que llevó a que la ópera fuera representada
solamente dos veces más (el 18 y el 24 de marzo), siempre en medio del caos y
la confusión. Se enfrentaron en la ocasión los partidarios de la ópera
concebida como un entretenimiento, hostiles a toda tentativa de renovación, y
aquellos que la concebían como un "arte total". Entre los primeros, los
críticos musicales de las revistas "La Revue des Deux Mondes" o "La Revue et
Gazette Musicale de Paris"; entre los segundos, algunos escritores como Jules
Champfleury (1821-1889), Auguste Villiers de L'Isle-Adam (1838-1889) y,
por supuesto, Charles Baudelaire. Éste publicó el 1 de abril siguiente un
artículo titulado "Richard Wagner" en la revista "La Revue Européenne", el que,
ampliado con el postfacio "Encore quelques mots" (Algunas palabras más),
apareció luego en forma de folleto con el título definitivo de "Richard Wagner
et 'Tannhäuser' à Paris" (Richard Wagner y "Tannhäuser" en París). En la
primera parte se centró en las características generales de la ópera wagneriana
y en su rechazo de la ópera tradicional, retomando las consideraciones teóricas
de Wagner y haciéndolas completamente suyas. En la segunda, analizó la catastrófica
recepción de "Tannhäuser" durante su estreno y confirmó su confianza en el
reconocimiento futuro de la estética wagneriana.
RICHARD WAGNER Y "TANNHÄUSER" EN PARÍS
(Fragmentos)
Tan pronto
como los afiches anunciaron que Richard Wagner haría escuchar en el Théâtre
des Italiens fragmentos de sus composiciones, se produjo un hecho divertido que
prueba la necesidad instintiva, precipitada de los franceses por tomar partido
sobre todas las cosas antes de haber deliberado o examinado. Algunos anunciaron
maravillas, y otros se pusieron a denigrar exageradamente obras que todavía no
habían escuchado. Todavía hoy en día perdura esta graciosa situación, y se
puede decir que jamás un asunto desconocido fue tan discutido. En fin, los
conciertos de Wagner se anunciaban como una verdadera batalla de doctrinas,
como una de estas solemnes crisis del arte, una de estas escaramuzas donde
críticos, artistas y público tienen la costumbre de arrojar confusamente todas
sus pasiones: crisis felices que muestran la salud y la riqueza en la vida
intelectual de una nación, y que habíamos, por decirlo de alguna forma,
desaprendido desde los grandes días de Victor Hugo.
Wagner fue
audaz: el programa de su concierto no contenía ni solos de instrumentos, ni
canciones, ni ninguna de las exhibiciones tan apetecidas por un público
enamorado de los virtuosos y sus hazañas. Solamente fragmentos, coros o
sinfonías. La lucha fue violenta, es verdad. Pero el público, abandonado a sí
mismo, se entusiasmó con algunos de estos irresistibles fragmentos que
expresaban más claramente su pensamiento, y la música de Wagner triunfó por su
propia fuerza. La obertura de "Tannhäuser",
la marcha pomposa del segundo acto, la obertura de "Lohengrin" en especial, la
marcha nupcial y el epitalamio, fueron magníficamente aclamados. Sin duda
muchas cosas quedaron oscuras, pero los espíritus imparciales se decían: "Ya
que estas composiciones están hechas para la escena, hay que esperar; las cosas
no definidas lo suficientemente serán explicadas por la plástica". Mientras
tanto, se probaba que, como sinfonista, como artista que traduce por medio de
miles de combinaciones del sonido los tumultos del alma humana, Richard Wagner
estaba al nivel de lo más elevado, tan grande, es verdad, como los más grandes.
He
escuchado con frecuencia decir que la música no podía alardearse de traducir
cualquier cosa con certeza, como lo hace la palabra o la pintura. Esto es
verdad en cierta proporción, pero no es completamente la verdad. Ella traduce a
su manera, y con los medios que le son propios. En la música, como en la
pintura e inclusive en la palabra escrita, que es sin embargo la más positiva
de las artes, hay siempre una laguna completada por la imaginación del
auditorio. Son sin duda estas consideraciones las que llevaron a Wagner a
considerar el arte dramático, es decir, la reunión, la coincidencia de varias
artes, como el arte por excelencia, el más sintético y el más perfecto. Ahora
bien, si dejamos de lado por un instante la ayuda de la plástica, del decorado,
de la incorporación de los tipos soñados en actores vivos e inclusive de la
palabra cantada, es todavía irrefutable que entre más elocuente es la música
más rápida y justa es la sugestión, y hay más posibilidades para que los
hombres sensibles conciban ideas en relación con las que inspiraban al artista.
Ningún
músico se destaca como Wagner pintando el espacio y la profundidad, materiales
y espirituales. Es una observación que muchos espíritus, y de los mejores, no
pudieron evitar hacer en varias ocasiones. Él posee el arte de traducir, por
medio de gradaciones sutiles, todo lo que hay de excesivo, de inmenso, de
ambicioso en el hombre espiritual y natural. Al escuchar esta música ardiente y
despótica, parece a veces que, sobre el fondo de las tinieblas destrozado por
la ensoñación, aparecieran pintadas las vertiginosas concepciones del opio. A
partir de este momento, es decir del primer concierto, fui poseído por el deseo
de profundizar en la comprensión de estas obras singulares. Yo había
experimentado (al menos me parecía así) una operación espiritual, una
revelación. Mi voluptuosidad había sido tan fuerte y tan terrible, que no podía
evitar querer regresar allí una y otra vez. En lo que yo había sentido, había
sin duda mucho de lo que Weber y Beethoven ya me habían hecho conocer, pero
también algo nuevo que era incapaz de definir, y esta impotencia me causaba
cólera y curiosidad, mezcladas con una extraña delicia.
Las burlas francesas estaban en pleno auge, y
el periodismo vulgar operaba sin tregua sus niñerías profesionales. Como Wagner
nunca había dejado de repetir que la música (dramática) debía hablar al
sentimiento, adaptarse al sentimiento, con la misma exactitud que la palabra
pero evidentemente de otra manera, es decir, que debía expresar la parte
indefinida del sentimiento que la palabra, demasiado positiva, no puede
proporcionar (con lo que no decía nada que no fuera aceptado por todos los
espíritus sensatos), mucha gente, persuadida por los chistosos del folletín, se
imaginó que el maestro atribuía a la música el poder de expresar la forma
positiva de las cosas, es decir, que él estaba invirtiendo los papeles y las
funciones. Sería tan inútil como aburrido nombrar todas las burlas fundadas
sobre esta falsedad, que provenían, a veces, de la maldad, a veces, de la
ignorancia, y que tenían como resultado extraviar de antemano la opinión del
público. Pero en París, más que en otra parte, es imposible parar una pluma que
se cree divertida. La curiosidad general, al ser atraída hacia Wagner, engendró
artículos y folletos que nos iniciaron a su vida, a sus largos esfuerzos y a
todos sus tormentos.
"¡La
prueba es palpable! ¡La música del futuro está enterrada!", exclamaron con
alegría los abucheadores e intrigantes. "¡La prueba es palpable!", repiten
todos los tontos del folletín. Y todos los desocupados les responden en coro y
muy ingenuamente: "¡La prueba es palpable!". En efecto, una prueba se había
llevado a cabo, que se renovará todavía miles de veces antes del fin del mundo:
que, primero, toda obra grande y seria no puede alojarse en la memoria humana
ni ocupar su lugar en la historia sin enérgicas contestaciones; luego, que diez
personas testarudas pueden, con la ayuda de chiflidos agudos, desconcertar a
los actores, vencer la benevolencia del público, y penetrar incluso con sus
protestas discordantes la voz inmensa de una orquesta, así esta voz fuera igual
en fuerza a la del océano. Finalmente, un inconveniente de los más interesantes
se verificó: un sistema de abono que permite abonarse al año crea una especie
de aristocracia, la cual puede, en un momento dado, por un motivo o un interés
cualquiera, excluir al vasto público de toda participación en el juicio de una
obra.
Las
personas que se creen libradas de Wagner se alegraron demasiado rápido: podemos
afirmárselo. Los invito vivamente a celebrar menos por lo alto un triunfo que
no es además de los más honorables, e incluso a llenarse de resignación para el
futuro. En verdad,
no comprenden mucho el juego de báscula de los asuntos humanos, el flujo y el
reflujo de las pasiones. Ignoran también la paciencia y la obstinación que la Providencia
siempre ha otorgado a aquellos que ella inviste de una función. Hoy la reacción
ha comenzado: nació el mismo día en que la maldad, la tontería, la rutina y la
envidia juntas trataron de enterrar la obra. La inmensidad de la injusticia
engendró mil simpatías, que ahora se muestran por todos lados.