El estudio de la Historia ha demostrado que el
progreso de un pueblo se debe en gran parte a la cultura de sus ciudadanos. La
época de oro de la cultura helénica, por ejemplo, coincidió con el esplendor de
su potencialidad intelectual y artística. Su cultura se esparció por el mundo
y todavía sigue siendo una referencia cultural en todo el orbe. Por eso reviste
máxima importancia el papel asignado a la cultura, no descuidándose en nada las
artes, ya que ellas son una síntesis y la demostración del sentir de un pueblo.
Asimismo, las artes, y sobre todo la música, despiertan en el acervo popular
una fuerza moral que la eleva y la cultiva. Debido a esto, en los países más
civilizados la música ocupa un lugar destacado en la preparación humanística.
Aun quienes se orientan hacia otras artes, nunca carecen de cierta preparación
musical. Además de su parte importante en la cultura integral, la música es un
medio eficacísimo para acercar entre sí a las sociedades de una manera mucho
más sencilla que la pintura, la literatura, la escultura o la arquitectura, las
que requieren otros tiempos y medios para ejercer su influencia social.
Sería una
tarea imposible nombrar a todos los músicos que han enaltecido a lo largo de
los siglos a tan bello arte. Pero, deteniéndonos exclusivamente en aquella que,
en sentido popular, se denomina "música clásica", es inevitable mencionar la
figura de Richard Wagner (1813-1883), el notable compositor, director de
orquesta y teórico musical alemán del Romanticismo. Wagner
forma parte del selecto grupo de personajes singulares que han sido objeto de centenares
de libros controvertidos sobre su persona y su obra. Así como, entre los más destacados, Charles Darwin (1809-1882),
Karl Marx (1818-1883) o Sigmund Freud (1856-1939) suscitaron -y lo
siguen haciendo- una división maniquea sobre su obra, otro tanto ocurre con el
compositor alemán. Lo significativo en el caso de Wagner es que las polémicas
no se produjeron tanto sobre su obra sino sobre sus ideas, las que han sido -y
lo siguen siendo- objeto de todo tipo de interpretaciones. Partidario del
socialismo y el anarquismo en su juventud, pasó luego a defender la monarquía
absolutista y el cristianismo, pero lo que más suscita controversias son sus
conceptos sobre el nacionalismo alemán (que muchos asociaron al nacionalsocialismo
medio siglo después) y, sobre todo, su antisemitismo.
Como
quiera que sea, la genialidad de Wagner hoy, a poco más de doscientos años de
su nacimiento, sigue siendo objeto de devoción, rechazo, discusiones
interminables y permanente reinterpretación de su obra. Esto, claro, es
producto de la profunda ambigüedad que atraviesa todas sus creaciones y hasta
su propia biografía. Sin embargo sus contradicciones son, en realidad, las de
tantísimas personas. Desde su primera creación para la escena, "Die feen" (Las
hadas) de 1833, hasta "Parsifal" de 1882, sus obras siempre estuvieron
protagonizadas por personajes escindidos, tironeados por dos universos
enfrentados, torturados por un quiebre interior, para los que la elección de
uno de esos polos opuestos conducía invariablemente a la muerte. Como ninguna
otra creación del siglo XIX, la música de Wagner puso de manifiesto de manera
desgarradora la tensión interior de sus personajes y, en ese sentido, fue un
maestro en la elaboración de todo un programa estético a partir de ella. Es el sentimiento
romántico por excelencia, la nostalgia que genera, al mismo tiempo, dolor y
placer en dosis similares. Esto es, la melancolía como una de las bellas artes.
Tras las
penurias producidas por las interminables Guerras Napoleónicas, las grandes
cunas del arte europeo -Italia y Francia- buscaron en los placeres mundanos el
olvido de las cruentas luchas. El arte puro, en general había decaído; los
compositores sólo buscaban satisfacer los gustos del público; la profundidad
del pensamiento y la fuerza de los procedimientos habían sido desterradas del
arte melódico y la orquesta había quedado reducida al papel de acompañante. El
arte de maestros como Daniel Françoise Auber (1782-1871), Giacomo Meyerbeer
(1791-1864) o Gioachino Rossini (1792-1868) consistió en conformarse
con las exigencias de las formas convencionales; la profundidad del
pensamiento, la pureza independiente de los procedimientos, estaban
desterrados del arte melódico del siglo XIX. La propuesta musical de Wagner fue
más allá del género operístico en boga por entonces al proponer cambios en la
forma de concebir la ópera y en la naturaleza misma de la música. No se limitó
a componer la partitura musical de sus óperas -como la mayoría de los
compositores de la época- sino que, además, escribía el libreto y ejercía como director
escénico y director de orquesta. Así, la ópera wagneriana, además de su énfasis
en la melodía continua, se basó en la fusión de la poesía y la música a través
de una trama que sugería un sentido y producía una especie de imagen, musical
pero al mismo tiempo poética, que se reflejaba en la puesta en escena.
Quizá ningún otro compositor en la historia haya buscado combinar en sus obras elementos tan obviamente incompatibles. Las cualidades que generan tanto entusiasmo en los partidarios de Wagner son a menudo las mismas que repelen a sus detractores: por ejemplo, su tendencia a los extremos en todos los aspectos de la composición. Si bien estiró los límites de la armonía y la forma operística hasta el punto de ruptura, la realización de sus conceptos musicales siguió siendo siempre económica al extremo. Paradójicamente, esa misma economía definió la incomparable dimensión de sus estructuras. Es la precisión de sus indicaciones sobre la estructuración dinámica de sus partituras lo que hace aflorar la emotividad de su música. Wagner fue el primer compositor que calculó y exigió de manera muy consciente la rapidez en los desarrollos dinámicos, y es este habilidoso cálculo intelectual lo que crea la impresión de espontaneidad y la sensación de emotividad pura.
Wagner
nació en Leipzig, una ciudad poblada de referencias culturales vinculadas a la
música de Johann Sebastian Bach (1685-1750), Felix Mendelssohn (1809-1847)
y Robert Schumann (1810-1856), como también a la Taberna de Auerbach
en la que, según Johann W. von Goethe (1749- 1832), el Dr. Fausto y el mismísimo
Demonio iban de copas. Su casa natal, que fue demolida tres años después de su
muerte, estaba ubicada en la calle Brühl. En las afueras de la ciudad existe uno
de los monumentos más imponentes de Europa: el Völkerschlachtdenkmal (Monumento
a la Batalla de las Naciones), erigido en 1913 para celebrar el centenario del
triunfo de las tropas prusianas y rusas sobre el ejército napoleónico y sus
aliados. Esa batalla tuvo lugar en octubre de 1813, muy cerca de la casa en la
que unos meses antes había nacido Wagner. La coincidencia podría ser un dato
anecdótico, pero lo cierto es que, en los cien años que transcurrieron entre la
Batalla de las Naciones y la erección de su monumento, Alemania pasó de ser un
agregado de reinos y estados dispersos a una potencia en plena expansión. La
vida y la obra de Wagner no sólo se desarrollaron sobre ese telón de fondo; también
fueron, a su modo, símbolo de esa transformación.
Wagner llevó una vida bastante errante. Vivió en
Wurzburgo, donde fue director de coro en el teatro de la ciudad; en Magdeburgo,
donde fue director de orquesta en el teatro de la ciudad; en Königsberg, donde
también se convirtió en primer director de orquesta; en Riga, como director
musical de la ópera local; en París, escribiendo artículos y haciendo
adaptaciones para piano de operas italianas; en Dresde, como director musical
del teatro; en Zúrich, donde se exilió durante varios años tras participar
en los movimientos revolucionarios de 1848 y compuso "Lohengrin", "Die walküre" (La
valquiria) y "Das Rheingold" (El oro del Rin); de nuevo en París,
donde el estreno de una nueva versión de "Tannhäuser" fue un fracaso total;
otra vez en Dresde, donde estrenó "Der fliegende holländer" (El holandés
errante); en Biebrich, donde comenzó a trabajar en "Die meistersinger von
Nürnberg" (Los maestros cantores de Núremberg); en Múnich, donde estrenó "Tristan
und Isolde" (Tristán e Isolda); en Triebschen, donde completó "Los maestros
cantores..." para estrenarla luego en Múnich; y, finalmente, en Bayreuth, donde compuso
"Götterdämmerung" (El ocaso de los dioses), última parte de la tetralogía "Der ring
des nibelungen" (El anillo del nibelungo), y creó la última ópera de su
vida, "Parsifal". Pocos meses después de su estreno, frágil de salud,
se trasladó a Venecia en donde fallecería a causa de un ataque cardíaco.
Con el fin
de la Guerra Franco-Prusiana tras la Batalla de Sedán -en los primeros días de septiembre de 1870-, el dominio del
mundo cultural alemán suponía, en primer lugar, imponer una música a
los ciudadanos deseosos de encontrar un sentido a la vida, lejos de la trivialidad,
la ordinariez y la incongruencia. Probablemente en esto haya tenido mucho que
ver la obra capital del filósofo Arthur
Schopenhauer (1788-1860), "Die welt als wille und vorstellung" (El mundo como
voluntad y representación), obra que, publicada por primera vez en 1819, fue
revisada y aumentada en varias ocasiones hasta su versión definitiva publicada
cuarenta años más tarde. El voluminoso tratado -sobre todo su Libro Tercero, el
referido a la Estética- supuso para Wagner un verdadero "regalo del cielo", tal
como afirmara Thomas Mann (1875-1955) en uno de los ensayos reunidos
en su libro "Schopenhauer, Nietzsche, Freud".
"La música
-había escrito Schopenhauer- no es, en modo alguno, la copia de las Ideas sino
de la voluntad misma, cuya objetividad está constituida por las Ideas; por esto
mismo, el efecto de la música es mucho más poderoso y penetrante que el de
las otras artes, pues éstas sólo nos producen sombras mientras que ella
esencias. Pero como lo que se objetiva en las Ideas y en la música es una
misma voluntad, si bien en un modo distinto en cada una de ellas, entre la
música y las ideas debe existir, si no una semejanza directa, un paralelismo,
alguna analogía cuya manifestación en la multiplicidad e imperfección es el
mundo visible". Cuando Wagner se radicó en Bayreuth, una pequeña ciudad situada
a orillas del río Meno, en el estado de Baviera, al este
de Alemania, hacía apenas unos meses que se había producido la creación
del Imperio Alemán, el Estado nacional creado tras la unificación de
los treinta y nueve estados hasta entonces independientes en que se encontraba
dividido el territorio. Alemania ya era una realidad y el propósito de Wagner
era que esa realidad se ajustara a sus ideales. La herramienta con la que
Wagner quiso construir "su" Alemania era el drama musical, esa "obra de arte
del futuro" de la que hablaba en, precisamente, "Das kunstwerk der zukunft" (La
obra de arte del futuro), un largo ensayo publicado por primera vez
en 1849 en Leipzig, su ciudad natal.
En el
verano de 1876, Wagner creó el primer festival de música de la
historia. Él mismo diseñó el edificio que lo albergaría y su interior: un
anfiteatro sin decoraciones superfluas y sin palcos, con asientos de madera a
los que sólo se podría acceder desde los laterales ya que no habría pasillo entre
ellos. El director y su más de un centenar de músicos se ubicarían en
un foso cubierto, en un nivel inferior a la platea. Al teatro, construido en
Bayreuth, se lo llamó Festspielhaus, y en él se representarían exclusivamente sus
óperas. Wagner vivió en esa ciudad desde 1872 hasta 1882,
alejado de las grandes urbes, con la idea de desarrollar allí su utopía,
aquella que había descubierto en su estancia en París entre 1839 y 1842:
redescubrir su "germanidad". Para el compositor, ésta debía desembocar en una
práctica cultural y educativa que reclamase la participación del Estado en
la formación de los ciudadanos, gracias a la cual se les inculcasen los valores
de una civilización
científica y técnica sobre los que una nación fuerte y unida debería basar
su vida política.
Wagner se propuso introducir un sistema de
valores procedente de los antiguos mitos germánicos (a los que glorificaría
en sus óperas) en el imaginario político de la nueva Alemania, dado que
consideraba que éstos constituían los fundamentos de lo auténticamente alemán.
Esos valores debían ser explicados por medio de una música adaptada
perfectamente al espíritu de la época; es decir, debían encontrar un lenguaje
que fuera más allá de la tradición para que la sociedad alemana
pudiera entenderlos como un elemento más de las emociones nacionales. Esto
podría verificarse, según Wagner, confiándose a la magia de una prodigiosa
forma musical que él mismo se encargaría de renovar en profundidad: la ópera en
alemán. Así, convenciones musicales aceptadas como las arias y las cavatinas fueron
reemplazadas por una declamación cantada que se aproximaba al lenguaje hablado,
y las tonalidades fueron sustituidas por un flujo continuo de
"melodía sin fin". Para ello incrementó en gran medida el
protagonismo de la orquesta, la que, en sus antecedentes, no hacía más que
acompañar el canto de los personajes.
Las
escenas de los dramas líricos wagnerianos se encadenan unas a otras sin
solución de continuidad. Haciendo uso del "leitmotiv", una suerte de motivo
conductor que el compositor atribuye tanto a los personajes como a los
sentimientos que los animan y que se expresa en forma de melodías o acordes que
reaparecen cada vez que el personaje, la idea o el sentimiento desean ser
evocados, Wagner realizó su ideal operístico. Ese motivo conductor le permitió
trasformar la ópera: de un mosaico de números sueltos pasó a ser un drama
musical en el cual todas las partes se unían armoniosamente gracias a las
melodías recurrentes. En ese sentido, mucho tuvo que ver su inmediato antecesor
Carl Maria von Weber (1786-1826) quien,
en sus "Schriften zur musik" (Escritos sobre música) había expresado que
"el ambiente artístico de la ópera debe estar en un conjunto, en el que es
necesario fundir y amalgamar todas las artes que intervienen en el espectáculo
hasta el grado que desaparezcan como manifestaciones individuales, absorbidas
por el conjunto". Y fue Wagner quien consiguió amalgamar en una íntima unión
la poesía, la música y la escenografía.
De ahí que
cuando se habla de la importancia mítica de la obra de Wagner no alcance con
señalar los libretos de sus óperas, la elección de los personajes y las
situaciones. No se trata solamente de óperas protagonizadas por personajes
mitológicos (hadas, valquirias, nibelungos, guerreros, dioses), sino de sus esfuerzos
por crear un lenguaje musical que fuera, él mismo, mítico. Resulta por demás
interesante relatar las historias y los símbolos ocultos en los dramas de Wagner,
pero ello no es suficiente para apreciar en dónde reside la importancia de su
proyecto. La revolución musical producida por Wagner fue de tal magnitud que
toda Europa cayó bajo su influjo, algo fácilmente notable al observar la escena
musical de fines del siglo XIX y comienzos del XX en Francia, Inglaterra,
España o Rusia. Incluso llegó hasta América, al otro lado del océano Atlántico.
Compositores como Anton Bruckner (1824-1896), Gustav Mahler (1860-1911),
Walter Damrosch (1862-1950)
o Arnold Schönberg (1874-1951) son una demostración palpable de ello.
Pero su
influencia no sólo es perceptible en la música, también lo fue en otras artes. Los
novelistas Marcel Proust (1871-1922) y D.H. Lawrence (1885-1930); los
poetas Rainer Maria Rilke (1875-1926), T.S. Eliot (1888-1965) y W.H.
Auden (1907-1973); los pintores Pierre Auguste Renoir (1841-1919) y
Aubrey Beardsley (1872-1898), todos ellos (y muchos otros), de un modo u
otro, son tributarios de la fiebre wagneriana. Acaso Wagner haya sido, además
de tantas otras cosas, el primer compositor en considerar su propia obra como
un universo autónomo y abierto antes que una mera sucesión de títulos. Él
escribió sus óperas para la eternidad; las escribió, como él mismo lo dijo, "con
un signo de exclamación", porque estaba convencido de que quien hubiere
disfrutado con los sublimes placeres de la música sería eternamente adicto a ese
arte supremo y jamás renegaría de él. "Si mañana no enloquecéis todos mi obra
habrá fracasado", exclamó en una oportunidad. Al parecer, su obra no fracasó.