En 1864 Friedrich
Nietzsche (1844-1900) inició su carrera universitaria en Bonn estudiando Filología.
Al año siguiente se trasladó a la Universidad de Leipzig en donde se convirtió
en discípulo del encumbrado filólogo Friedrich Ritschl (1806-1876), quien
luego lograría que dicha universidad le concediese el grado de doctor por los
artículos filológicos que publicó en su revista "Rheinisches Museum für
Philologie". Ese mismo año, 1865, Nietzsche viajó a Colonia. Allí un amigo, a
quien había pedido la dirección de un restaurante, le da la de un burdel. Fue
entonces cuando contrajo, se dice, la infección sifilítica que quizá fuese la
que contribuyó a su posterior locura y muerte. Tras cumplir los años siguientes
el servicio militar como artillero, el 8 de noviembre de 1868 Nietzsche recibió
una invitación a una reunión en casa del catedrático Hermann Brockhaus (1806-1877),
cuñado de Wagner, ubicada en Triebschen, en las afueras de Lucerna. Allí daría
comienzo una de las relaciones más significativas e intempestivas de la historia
de la filosofía y del arte, tanto por su seducción como por su repulsión.
Cuando se
conocieron, ambos coincidieron en su profunda admiración por Arthur Schopenhauer (1788-1860).
Para Wagner, el autor de "Parerga und Paralipomena" (Parerga y Paralipómena) era
el único filósofo que reconocía el lugar importante que ocupaba la música entre
las artes. Para Nietzsche era la prueba contundente de que era
posible vivir de un modo distinto al del resto de los hombres sin conformarse
con llevar una vida mediocre. Al poco tiempo le ofrecieron a Nietzsche una
cátedra de Filología Clásica en la Universidad de Basilea y en abril de 1869
partió hacia esa ciudad. A partir de entonces los encuentros entre ambos se
repitieron con asiduidad. Nietzsche creía en el proyecto wagneriano de
renovación cultural y lo apoyó en su planeado festival en Bayreuth escribiendo
"Richard Wagner in Bayreuth" (Richard Wagner en Bayreuth), la cuarta de sus "Unzeitgemasse
betrachtungen" (Consideraciones intempestivas). Wagner, a su vez, lo animó a
escribir un libro que fuese una especie de respaldo teórico de su música, lo
que el filósofo haría en 1871 con el título de "Die geburt der tragödie aus dem
geiste der musik" (El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música).
Sin
embargo, con el paso de los años, las frases elogiosas del uno hacia el otro, las
similitudes, la mutua influencia, se resquebrajaron y se rompieron. Hubo una
alabanza de Nietzsche a Johannes Brahms (1833-1897) -uno de los
compositores más conservadores dentro del Romanticismo con el que Wagner
mantenía severas discordancias en cuanto a la estructura musical- que al
autor de "Rienzi, der letzte der tribunen" (Rienzi, el último de los
tribunos) disgustó sobremanera; opiniones encontradas sobre el futuro del
naciente Deutsches Reich (Imperio alemán) y sobre la figura de Wilhelm
Friedrich Ludwig (1797-1888), quien lo gobernaba bajo el nombre de Guillermo I;
advertencias de Wagner sobre la condición de judío de Paul Rée (1849-1901),
uno de los mejores amigos del autor de "Morgenröthe. Gedanken über die
moralischen vorurtheile" (Aurora. Reflexiones sobre los prejuicios
morales); y, como corolario, una ácida crítica de Nietzsche a la "cristianización"
de Wagner en "Parsifal", ópera en la que estaba trabajando.
A
comienzos de 1876, Nietzsche y Wagner tuvieron su último encuentro en Sorrento,
ciudad donde el filósofo estaba pasando el invierno tratando de recuperar su maltrecha
salud. Para entonces, Wagner representaba para Nietzsche la "decadencia" y el
"aburguesamiento". El Festival de Bayreuth no era la gran oportunidad para la
renovación operística, "esa obra de arte trágica que representa la lucha de los
individuos contra todo lo que los enfrenta como necesidad aparentemente
invencible", como había escrito dos años antes. Tras haber asistido bajo una
lluvia torrencial junto al compositor a la colocación de la piedra fundacional
del teatro en lo alto de la colina de Bayreuth aquel lejano 22 de mayo de 1872,
Nietzsche había opinado: "Wagner es un maestro prodigioso de la música y del
arte escénico y respecto de cada uno de los requisitos técnicos, es un inventor
e innovador. Ya no habrá quien le dispute la gloria de haber establecido el más
alto patrón para todo arte de gran exposición". Ahora, luego de presenciar su
inauguración el 13 de agosto de 1876, Nietzsche sólo veía en el Festival la
culminación de un proyecto para la gloria personal de Wagner. "Salí de allí caminando
en solitario, temblaba. No mucho después de todo aquello, estuve enfermo, más
que enfermo, a saber, estuve cansado; cansado de la irresistible desilusión por
todo lo que nos quedaba a nosotros, los seres humanos modernos, de entusiasmo,
por la fuerza, el trabajo, la esperanza, la juventud y el amor dilapidados por
todas partes, cansado de asco por toda mentira y todo el debilitamiento de
conciencia idealistas, que aquí habían triunfado una vez más".
El final definitivo
de la relación entre ambos se dio poco después. Wagner le envió un ejemplar de la
partitura de "Parsifal" con una nota dedicatoria. Nietzsche, a su vez, le remitió
su libro "Menschliches, allzumenschliches" (Humano, demasiado humano) que había
publicado en abril de aquel mismo año. Por entonces se deleitaba escuchando a Georges Bizet
(1838-1875), disgustado al enterarse de que Wagner comentaba en su círculo
íntimo que su problemática ceguera podría deberse a un onanismo descontrolado,
lo que suponía una "ofensa mortal". Al parecer recién entonces Nietzsche
advirtió que Wagner era "egocéntrico y dominante", un "soberbio autoritario", "como
escritor es un músico; como músico, un pintor; como artista, un comediante",
epítetos todos ellos que volcaría en dos de sus últimos escritos, los que mayor
repercusión tendrían posteriormente a la hora de analizar las relaciones entre
ambos: "Der fall Wagner. Ein musikanten problem" (El caso Wagner. Un problema
para los amantes de la música) en 1888, y "Nietzsche contra Wagner. Aktenstücke
eines psychologen" (Nietzsche contra Wagner. Documentos de un psicólogo) en
1889. El 3 de enero de ese año Nietzsche sufrió un colapso mental en Turín, por
lo que debió ser internado en una clínica psiquiátrica en Basilea, primero, y
en Jena, después. Antes todavía tuvo tiempo de pedir prestado el piano de la
pensión en la que se alojaba y jugar a ser Wagner, como en aquellos viejos tiempos
de Triesbchen.
NIETZSCHE CONTRA WAGNER
(Fragmentos)
Creo que
los artistas desconocen a menudo qué es lo que mejor pueden hacer: son demasiado
vanidosos para ello. Tienen puestas sus mentes en algo más soberbio de cuanto
parecen serlo esas pequeñas plantas que, nuevas, raras y bellas, saben crecer
sobre su suelo con genuina perfección. Aprecian de manera superficial lo que en
definitiva constituye lo mejor de su propio jardín y su viñedo, y su amor y su
entendimiento no son del mismo rango. He aquí a un músico que más que ningún
otro músico cifra su maestría en hallar los tonos del reino de las almas
dolientes, oprimidas, martirizadas, y aun en prestar lenguaje a la muda
miseria. Nadie le iguala en los colores del otoño tardío, en la felicidad
indescriptiblemente conmovedora de un último, ultimísimo, brevísimo goce;
conoce el sonido para esas arcanas e inquietantes medianoches del alma en que
causa y efecto parecen sacados fuera de quicio y donde, en cualquier instante,
algo puede surgir "de la nada". Con mayor acierto que ninguno, crea desde el
más hondo sustrato de la felicidad humana y, por así decirlo, desde su copa
vacía, donde, en buena y mala hora, las gotas más ásperas y amargas se
escancian junto a las más dulces. Conoce ese fatigoso deambular del alma que ya
no es capaz de saltar ni de volar, ni tan siquiera caminar; tiene la mirada
esquiva del dolor encubierto, del comprender sin consuelo, del despedirse sin
confesiones.
Como Orfeo
de toda secreta miseria, es superior a cualquier otro, y por mediación suya se
han añadido al arte muchas cosas que antes parecían inefables e incluso
indignas del arte, por ejemplo, las cínicas revueltas de las que sólo es capaz
el que sufre, así como un sinfín de diminutas y microscópicas cosas del alma,
por así decir, las escamas de su naturaleza anfibia; ciertamente, es el maestro
de lo diminuto. Pero no quiere serlo. ¡Su carácter prefiere más bien los
grandes muros y las pinturas murales atrevidas! No se da cuenta de que su
espíritu posee otro gusto y otra inclinación -una óptica contrapuesta- y de que
por encima de todo gusta de sentarse quedamente en los rincones de los
edificios en ruinas: allí, oculto, escondido de sí mismo, pinta sus auténticas
obras maestras, que son todas muy breves, a menudo de un único compás. Sólo
allí, quizá exclusivamente allí, se hace completamente bueno, grande y
perfecto. Wagner es alguien que ha sufrido profundamente; tal es su rango de
privilegio sobre los demás músicos. Yo admiro a Wagner en todo aquello en lo
que él se pone en música a sí mismo.
Con ello
no queda dicho que yo tenga por sana a esta música, al menos allí donde habla
Wagner. Mis objeciones a la música de Wagner son objeciones fisiológicas: ¿para
qué disfrazarlas bajo fórmulas estéticas? La estética no es ciertamente otra cosa
que una fisiología aplicada. El hecho es que ya no respiro bien cuando esta música
obra su efecto sobre mí; de inmediato mi pie se pone malo y se revuelve contra
ella, pues tiene necesidad de cadencia, de danza, de marcha. Pero, ¿no protesta
también mi estómago?, ¿mi corazón?, ¿mi circulación de la sangre? ¿No se
revuelven mis tripas? Me quedo afónico sin darme cuenta... Para escuchar a
Wagner necesito pastillas antidispépticas. Y me pregunto, pues: ¿qué es lo que
quiere propiamente todo mi cuerpo de la música en general? Porque no hay
alma... Creo que su esparcimiento: como si todas las funciones animales
tuvieran que ser aceleradas mediante ritmos ligeros, atrevidos, desenvueltos y
seguros de sí: como si esta vida férrea y plomiza tuviese que perder su pesadez
por medio de melodías doradas y suaves como el aceite. Mi melancolía quiere
reposar en los escondrijos y abismos de la perfección. Para ello necesito la música.
Pero Wagner me pone enfermo. ¿Qué me importa a mí el teatro? ¿Qué me importan las
convulsiones de sus éxtasis "éticos", en los que el pueblo -¡y quién no es "pueblo"!-
halla su satisfacción? ¿Qué me importan todos los ademanes del comediante?
La
intención que persigue la música moderna en aquello que en la actualidad, de
modo estridente pero ininteligible, se denomina "melodía infinita", puede ser
aclarado de este modo: uno se adentra en el mar, poco a poco va perdiendo pie
firme y finalmente se abandona al favor o disfavor del elemento: tiene que
nadar. En la música antigua, a veces de manera grácil, otras solemne o briosa,
más deprisa o mas despacio, debía hacerse algo completamente distinto, o sea,
danzar. La medida necesaria para ello, la conservación de determinados grados
de tiempo y fuerza equivalentes, forzaban el alma del oyente a una constante
meditación; en los contrastes entre este flujo de aire frío procedente de la
meditación y el cálido aliento del entusiasmo residía la magia de toda buena
música.
Richard
Wagner quiso otra clase de movimiento, invirtió el presupuesto fisiológico de
la música de entonces. Nadar, flotar; ya no caminar, danzar. Quizá con esto
queda dicho lo decisivo. La "melodía infinita" quiere precisamente quebrar todo
equilibrio entre tiempo y fuerza, incluso se burla del mismo, tiene su riqueza
de invención justamente en aquello que a un oído antiguo le suena como paradoja
y blasfemia rítmicas. De una imitación, de un predominio de semejante gusto ha
nacido un peligro para la música como no puede pensarse otro mayor: la
degeneración total del sentimiento rítmico, el caos en lugar del ritmo... El
peligro llega a su punto álgido cuando semejante música se apoya de modo cada
vez más estricto en un histrionismo y una mímica completamente naturalistas, no
dominados por ninguna ley de la plástica, que sólo quieren el efecto y nada
más.
Toda
música verdadera, toda música original, es un canto de cisne. Puede que también
nuestra música más reciente, aunque domine tanto y esté tan ávida de dominio,
tenga meramente ante sí un corto espacio de tiempo pues ha surgido de una
cultura cuyo suelo está en rápido declive, de una cultura que dentro de poco
estará sepultada. Un cierto catolicismo del sentimiento y un gusto por
determinadas esencialidades e inesencialidades de vieja cepa denominadas "nacionales"
son sus presupuestos. La apropiación por parte de Wagner de antiguas sagas y
canciones, en las que el docto prejuicio había enseñado a ver algo germánico por
excelencia -hoy nos reímos de eso-, la vuelta a la vida de todos esos monstruos
escandinavos con sed de sensualidad y espiritualización extáticas, todo ese
toma y daca de Wagner con respecto a la materia, las figuras, pasiones y
nervios, expresa también claramente el espíritu de su música, suponiendo que
ella misma, como toda música, no sepa hablar de sí de manera inequívoca pues la
música es una mujer. Uno no debe dejarse inducir a error sobre semejante estado
de cosas porque en estos instantes vivamos justamente en la reacción dentro de
la reacción. La época de las guerras nacionales, del martirio ultramontano,
todo este carácter de entreacto que es propio del estado actual de Europa,
pudiera de hecho procurarle una gloria momentánea a un arte como el de Wagner,
sin garantizarle por ello un futuro. Los alemanes mismos no tienen futuro.
Tal vez
alguien recuerde, por lo menos entre mis amigos, que al principio me vi
arrojado a este mundo moderno con algunos errores y sobreestimaciones y en
cualquier caso como alguien que tenía esperanzas. Entendí -¿quién sabe en base
a qué experiencias personales?- el pesimismo filosófico del siglo XIX como
síntoma de una fuerza superior del pensamiento, de una triunfante plenitud de
vida, tal como había venido a expresarse en la filosofía de Hume, de Kant y de
Hegel. Tomé el conocimiento trágico como el más bello lujo de nuestra cultura,
como su más precioso, noble y peligroso modo de disipación, pero en todo caso
como un lujo que le era lícito en razón de su sobreabundancia. Asimismo,
interpreté la música de Wagner como expresión de un poderío dionisíaco del
alma, creí oír en ella el terremoto con el que una fuerza primordial de la
vida, retenida desde antiguo, salía por fin al aire libre, indiferente ante el
hecho de que todo lo que hoy se llama cultura resultara conmovido por ello.
Ahora se ve qué equivocado estaba.
Ya en el
verano de 1876, a mediados de temporada de los primeros Festivales, tuvo lugar
dentro de mí una despedida de Wagner. No soporto nada equívoco; desde que
Wagner estuvo en Alemania, condescendió paso a paso con todo lo que yo
desprecio, incluso con el antisemitismo. Fue entonces, en efecto, el momento
cumbre para la despedida: pronto obtuve la prueba de ello. Richard Wagner, en
apariencia el máximo triunfador, en realidad un podrido y desesperado decadente,
se postró de improviso, desamparado y abatido, ante la cruz cristiana. ¿No tuvo
entonces, pues, ningún alemán ojos en la cara ni compasión en su conciencia
para ese horrible espectáculo? ¿Fui yo el único que sufrió por ello? En suma,
el inesperado suceso arrojó sobre mí un relámpago de claridad sobre el lugar que
acababa de abandonar y también ese estremecimiento posterior que siente el que
ha corrido inconscientemente un enorme peligro. En soledad a partir de entonces,
y desconfiando penosamente de mí mismo, tomé, no sin rabia, partido contra mí y
en pro de todo lo que precisamente me hacía daño y me endurecía. Así volví a
encontrar el camino hacia ese pesimismo intrépido que es lo opuesto a toda
hipocresía idealista, y también, como quiero que me parezca, el camino hacia mí
mismo, hacia mi tarea.