LA SANCIÓN
Jacques Sternberg
Jacques Sternberg
Bélgica
(1923-2006)
Los
delitos allí son diversos, pero la sanción es una, siempre la misma. Se
introduce al condenado en un túnel interminable, se lo deja entre los rieles de
una vía ferroviaria. El condenado sabe bien lo que le espera y se larga a
correr. Escapa. No contempla otra alternativa. Pero huir es imposible porque el
túnel no tiene fin. El condenado corre y corre, hasta perder el aliento,
incluso hasta perder la vida. Puede afirmarse, sin embargo, que ningún tren ha
circulado nunca por aquellas vías.
EL ANIMAL
Stella Maris Riera
Argentina
(1958)
En
las cuadras de mi barrio deambula un animal. Todos los días hace el mismo
recorrido, solo y rutinario. A primera vista parece manso. Desconfiado, camina
con la cabeza baja. Anda como quien dice “con la cola entre las patas”.
Cualquiera al verlo sentiría pena por él. Pienso que es posible que alguno de
sus sentidos esté disminuido, como si carente de olfato no reconociera, porque
se muestra huraño y responde agresivo. Tal vez ha sido un animal maltratado:
sus impulsos y reacciones hacen dificultoso acercarse a él. Lo intenté en
diferentes oportunidades, pero fracasé. Frustrada, me di por vencida, y aunque
finalmente decidí ignorarlo, he de reconocerlo: me resulta complicado. Es que a
su lado camina un hermoso perro.
EL PRIMER BESO
Clarice Lispector
Clarice Lispector
Brasil
(1920-1977)
Más
que conversar, aquellos dos susurraban: hacía poco que el romance había
empezado y andaban tontos, era el amor. Amor con lo que trae aparejado: celos.
-
Está bien, te creo que soy tu primera novia, me pone contenta. Pero dime la
verdad: ¿nunca antes habías besado a una mujer?
-
Sí, ya había besado a una mujer.
-
¿Quién era? -preguntó ella dolorida.
Toscamente
él intentó contárselo, pero no sabía cómo. El autobús de excursión subía
lentamente por la sierra. Él, uno de los muchachos en medio de la muchachada
bulliciosa, dejaba que la brisa fresca le diese en la cara y se le hundiera en
el pelo con dedos largos, finos y sin peso como los de una madre. Qué bueno era
quedarse a veces quieto, sin pensar casi, solo sintiendo. Concentrarse en
sentir era difícil en medio de la barahúnda de los compañeros. Y hasta la sed
había empezado: jugar con el grupo, hablar a voz en cuello, más fuerte que el
ruido del motor, reír, gritar, pensar, sentir... ¡Caray! Cómo se secaba la
garganta. Y ni sombra del agua. La cuestión era juntar saliva, y eso fue lo que
hizo. Después de juntarla en la boca ardiente la tragaba despacio, y luego una
vez más, y otra. Era tibia, sin embargo, la saliva, y no quitaba la sed. Una
sed enorme, más grande que él mismo, que ahora le invadía todo el cuerpo. La
brisa fina, antes tan buena, al sol del mediodía se había tornado ahora árida y
caliente, y al entrarle por la nariz le secaba todavía más la poca saliva que
había juntado pacientemente. ¿Y si tapase la nariz y respirase un poco menos de
aquel viento del desierto? Probó un momento, pero se ahogaba en seguida. La
cuestión era esperar, esperar. Tal vez minutos apenas, tal vez horas, mientras
que la sed que tenía era de años. No sabía cómo ni por qué, pero ahora se
sentía más cerca del agua, la presentía más próxima y los ojos se le iban más
allá de la ventana recorriendo la carretera, penetrando entre los arbustos,
explorando, olfateando. El instinto animal que lo habitaba no se había
equivocado: tras una inesperada curva de la carretera, entre arbustos,
estaba... la fuente de donde brotaba un hilillo del agua soñada. El autobús se
detuvo, todos tenían sed, pero él consiguió llegar primero a la fuente de
piedra, antes que nadie. Cerrando los ojos entreabrió los labios y ferozmente
los acercó al orificio de donde chorreaba el agua. El primer sorbo fresco bajó,
deslizándose por el pecho hasta el estómago. Era la vida que volvía, y con ella
se encharcó todo el interior arenoso hasta saciarse. Ahora podía abrir los
ojos. Los abrió, y muy cerca de su cara vio dos ojos de estatua que lo miraban
fijamente, y vio que era la estatua de una mujer, y que era de la boca de la
mujer de donde salía el agua. Se acordó de que al primer sorbo había sentido
realmente un contacto gélido en los labios, más frío que el agua. Y entonces
supo que había acercado la boca a la boca de la mujer de la estatua de piedra.
La vida había chorreado de aquella boca, de una boca hacia otra. Intuitivamente,
confuso en su inocencia, se sintió intrigado: pero si no es de la mujer de
quien sale el líquido vivificante, el líquido germinador de la vida... Miró la
estatua desnuda. La había besado. Lo invadió un temblor que desde fuera no se
veía y que, empezando muy adentro, se apoderó de todo el cuerpo y convirtió el
rostro en brasa viva. Dio un paso hacia atrás o hacia delante, ya no sabía qué
estaba haciendo. Perturbado, atónito, se dio cuenta de que una parte de su
cuerpo, antes siempre serena, estaba ahora en una tensión agresiva, y eso no le
había ocurrido nunca. Dulcemente agresivo, se hallaba de pie, solo en medio de
los demás, con el corazón latiendo pausada, profundamente, sintiendo cómo se
transformaba el mundo. La vida era totalmente nueva, era otra, descubierta en
un sobresalto. Estaba perplejo, en un equilibrio frágil. Hasta que, surgiendo
de lo más hondo del ser, de una fuente oculta en él chorreó la verdad, la que
en seguida lo llenó de miedo y también de un orgullo que no había sentido
nunca. Se había... se había hecho hombre.
LA CARICIA
Patricia Nasello
Argentina
(1959)
Quizá
se debió a un ansia inconsciente de elevarme hasta encontrarte, o a un efecto
de la desesperación; el caso es que comencé a volar. Sostener
mi cuerpo en el aire, orientarme según los vientos, descubrir en las alturas un
presagio de tormenta, fue un aprendizaje arduo, un proceso peligroso que ocupó
mi tiempo y dio sentido a mi vida. En
las montañas la vista es maravillosa y el silencio casi perfecto. Los cóndores
ya no recelan de mi presencia, sin embargo bajo a diario al llano. Visito el camposanto.
Recorro con mis yemas las letras de tu nombre.
LA JAULA
Ana Vidal Pérez de la Ossa
España (1973)
A mamá no le gusta que dejemos la jaula abierta. Por si se cuelan pájaros. Desde que se escapó el periquito de Laura y papá intentó atraparlo, chocó con la cómoda donde guardamos los manteles, con la mecedora de la abuela y cayó por la ventana. Cinco pisos. Mamá tiene miedo de que se cuele otro pájaro en la jaula. Echó las cortinas aquel día, cerró las ventanas. Y Laura, cuando mamá no la ve, abre la puerta, la cortina, la ventana. Por si entra el periquito. Por si vuelve papá.
A mamá no le gusta que dejemos la jaula abierta. Por si se cuelan pájaros. Desde que se escapó el periquito de Laura y papá intentó atraparlo, chocó con la cómoda donde guardamos los manteles, con la mecedora de la abuela y cayó por la ventana. Cinco pisos. Mamá tiene miedo de que se cuele otro pájaro en la jaula. Echó las cortinas aquel día, cerró las ventanas. Y Laura, cuando mamá no la ve, abre la puerta, la cortina, la ventana. Por si entra el periquito. Por si vuelve papá.
GOLPEAN LA PUERTA
Eduardo Mancilla
Argentina
(1959)
Pregunto quién es. Del otro lado me respondo yo mismo que soy yo mismo. Desde adentro pregunto cómo se si es verdad aunque por la mirilla veo que soy yo. De afuera digo que salí sin que yo mismo me diera cuenta. Desde éste lado respondo que no puede ser, que no me moví de acá, además, de ser yo mismo hubiera salido abrigado. Mi voz me contesta que salí de urgencia por la puerta de atrás para comprar cigarrillos, a lo cual respondo que es una buena excusa y así siguió la conversación sobre cuestiones domésticas, hasta que decidí dejarme hablando solo y seguí hablando solo pero desde adentro para ignorar mi propia insistencia. A veces me pongo pesado y prefiero dejarme afuera aunque haga frío o llueva. La próxima vez que salga sin avisarme voy a tener que llevar un abrigo porque un día de estos voy a pescar un resfrío.
LA QUE DISIMULA
Paz Monserrat Revillo
España
(1962)
Por
fin me decidí a pedir hora con el psiquiatra. He de reconocer que no salió del
todo bien. Me ocurrió como a Marge Simpson en aquel episodio en el que gana un
premio consistente en que una empresa le haga una limpieza a fondo de su casa. Entré
decidida a explicarle mi mejor metáfora. Que mi alma es una lámina de cristal,
dura y brillante, pero frágil y quebradiza. Que se raya o se rompe al menor
contacto. Y que cuando -después de cada golpe- intento reconstruirla, cada vez
faltan más piezas. La lámina original, esmaltada y tersa, se está transformando
en un mosaico de fragmentos irregulares unidos entre sí por un cemento sucio y
gris. Pero comencé contándole lo afortunada que me siento, la enorme
capacidad que tengo para disfrutar con cualquier cosa, la desmedida pasión que
pongo en todo lo que hago y lo estimulante que me parece la vida: un
sorprendente e inesperado regalo diario. Justo cuando iba a empezar con el
motivo de mi visita, me dijo que daba gusto escucharme. Que para él,
acostumbrado a gestionar tantas miserias, era una gozada atender a una persona
tan vital. Yo quería haberle dicho que últimamente -a veces y sin previo aviso-
me asalta un sobrecogedor deseo de desaparecer. Que entonces me voy al garaje,
me encierro en el coche, lloro, susurro que me quiero morir…, y cuando noto que
he asustado un poco al monstruo, regreso con mi marido y mis tres hijos, que no
parecen percatarse del rímel corrido y las ojeras. Marge se deslomó haciendo
zafarrancho los días previos a que viniera la empresa de limpieza, no se fueran
a creer esos señores que era una guarra. Yo no he acudido a mi segunda cita, a
ver si ese médico tan agradable va a pensar que estoy loca y me va a hinchar a
pastillas.
LA MANZANA DE ADÁN
Mark Twain
Estados
Unidos (1835-1910)
Cuando
Adán comió la manzana del Jardín del Paraíso y aprendió a crecer y
multiplicarse, los demás animales aprendieron también dicho arte, contemplando
a Adán. Fue astuto y hábil de su parte: pudieron aprovechar todo lo bueno que
resultó de comer la manzana sin probarla ni afligirse contrayendo el desastroso
Sentido Moral, padre de todas las inmoralidades.
PUZZLE
Felix Díaz
Venezuela
(1955)
Por
fin termino el puzzle. Diez mil piezas, tan pequeñas que he tenido que usar una
lupa para verlas. Meses de trabajo a punto de finalizar cuando coloque la
última de las piezas. Ya sólo me quedan cinco. Su lugar de encaje es evidente,
simple cuestión de irlas colocando una tras otra. Ya no es como cuando empecé,
en que tardaba largos minutos hasta encontrar una sola pieza que encajara.
Coloco la cuarta. Y la tercera pieza. La imagen es la de un niño pequeño. Muy
realista. Parece mirarme a los ojos de puro realismo. Pongo la penúltima pieza.
Y la última. ¡He terminado! El niño de la imagen me mira a los ojos. ¡Me
saluda!
-
¡Hola, papá! -dice.
LA LLAVE
Jules Renard
Francia
(1864-1910)
La
vieja es vieja y avara; el viejo es aún más viejo y más avaro. Pero ambos temen
por igual a los ladrones. A cada instante del día se preguntan:
- ¿Tienes tú la llave del armario?
- Sí.
Eso los tranquiliza un poco. Guardan la llave alternativamente y llegan a desconfiar el uno de la otra. La vieja la esconde principalmente en el pecho, entre la camisa y la piel. ¡Cuántas cosas no desata para poder introducirla en las fundas de sus senos inútiles! El viejo la esconde unas veces en los bolsillos abotonados del pantalón y otras en los del chaleco, medio cosidos, que palpa con frecuencia. Pero al final, esos escondites que son siempre los mismos les han parecido cada vez menos seguros, y él acaba de encontrar un nuevo escondite del que se siente satisfecho.
La vieja le pregunta como de costumbre:
- ¿Tienes tú la llave del armario?
El viejo no responde.
- ¿Estás sordo?
El viejo hace gesto de que no está sordo.
- ¿Se te ha perdido la lengua? -dice la vieja.
Lo mira inquieta. Tiene los labios cerrados y las mejillas hinchadas. Sin embargo, su expresión no es la de un hombre que se hubiera quedado mudo de repente, y sus ojos expresan más picardía que espanto.
- ¿Dónde está la llave? -dice la vieja-; ahora me toca guardarla a mí.
El viejo sigue moviendo la cabeza con aire satisfecho, con las mejillas a punto de reventar. La vieja comprende. Se lanza con agilidad, agarra por la nariz al viejo, le abre por la fuerza -con riesgo de que la muerda- la boca de par en par, introduce en ella los cinco dedos de su mano derecha y saca la llave del armario.
- ¿Tienes tú la llave del armario?
- Sí.
Eso los tranquiliza un poco. Guardan la llave alternativamente y llegan a desconfiar el uno de la otra. La vieja la esconde principalmente en el pecho, entre la camisa y la piel. ¡Cuántas cosas no desata para poder introducirla en las fundas de sus senos inútiles! El viejo la esconde unas veces en los bolsillos abotonados del pantalón y otras en los del chaleco, medio cosidos, que palpa con frecuencia. Pero al final, esos escondites que son siempre los mismos les han parecido cada vez menos seguros, y él acaba de encontrar un nuevo escondite del que se siente satisfecho.
La vieja le pregunta como de costumbre:
- ¿Tienes tú la llave del armario?
El viejo no responde.
- ¿Estás sordo?
El viejo hace gesto de que no está sordo.
- ¿Se te ha perdido la lengua? -dice la vieja.
Lo mira inquieta. Tiene los labios cerrados y las mejillas hinchadas. Sin embargo, su expresión no es la de un hombre que se hubiera quedado mudo de repente, y sus ojos expresan más picardía que espanto.
- ¿Dónde está la llave? -dice la vieja-; ahora me toca guardarla a mí.
El viejo sigue moviendo la cabeza con aire satisfecho, con las mejillas a punto de reventar. La vieja comprende. Se lanza con agilidad, agarra por la nariz al viejo, le abre por la fuerza -con riesgo de que la muerda- la boca de par en par, introduce en ella los cinco dedos de su mano derecha y saca la llave del armario.