Para
la antropóloga Michèle Petit acercar narraciones, rimas y canciones permite
organizar la experiencia humana, originalmente caótica. De allí, la perpetua
necesidad de relatos y ficciones que contrarresten la fragmentación de la
lengua cotidiana y construyan un todo ordenado e inspirador. En medios en los
cuales leer no siempre es un placer, porque es difícil, porque existen
obstáculos como el alejamiento geográfico, dificultades económicas y
prohibiciones culturales, o porque quizás la cultura escrita no estuvo presente,
la persona que no lo experimenta puede sentirse aún más excluida. “La pobreza
es algo terrible -dice Petit- porque priva de bienes materiales que hacen la
vida más fácil, menos dura, incluso más divertida y, a la vez, priva también al
acceso a los bienes culturales y a todo lo que eso puede representar, como los
intercambios que se tejen alrededor de esos bienes. Un bien cultural no sólo es
algo que puede hacer bien a cada uno de diferentes maneras, tanto en el ámbito
del saber como en el de la construcción de sí, sino que es también un objeto en
torno al cual permite intercambiar”. “Una biblioteca pública -continúa- puede
en parte, sólo en parte, y en algunos contextos pues en otros quizá sea
imposible, reparar un poco todo esto. No sólo es mi esperanza sino lo que ha
mostrado la investigación que llevamos entre los jóvenes usuarios de
bibliotecas de barrios desfavorecidos de algunas ciudades francesas. La
biblioteca puede permitir acceder, a algunos, a un poco más de lo que yo
considero como derechos culturales. Pienso que cada uno de nosotros tiene
derecho a acceder a bienes culturales. No es un lujo ni una coquetería de
burgueses, sino algo que confiere una dignidad, un sentido en la vida y a la
que todo el mundo puede ser sensible. Las personas de medios sociales muy
modestos tienen con frecuencia un inmenso deseo de saber más, de aprender más.
La biblioteca puede contribuir un poco a reparar el hecho de la pobreza y a
permitir, también un poco, el acceso a los derechos culturales”. Para
finalizar, la tercera y última parte del compendio de entrevistas a la
antropóloga francesa Michèle Petit.
Algunos afirman que la lectura es un
placer, una actividad lúdica; otros plantean que decir que la lectura es un
juego es engañoso, además de frustrante, porque oculta que detrás de todo
placer hay una dificultad. ¿Cuál es su posición ante estos discursos?
El
discurso del placer surgió siguiendo a Daniel Pennac, que había escrito su
libro, "Como una novela", en reacción a un discurso que hacía de la lectura una
faena austera. Por favor, si no hay un gozo, una alegría, un placer, entonces
para qué leemos. Aunque él lo planteaba de una manera más compleja, quienes
retomaron esta idea la redujeron solamente al “placer de leer”. A una persona
que ha crecido en un medio alejado de la cultura escrita y que le cuesta leer,
si se le dice que leer es un placer, pero él no lo siente, se lo está
excluyendo aún más. Es un poco complicado el tema del placer. Aprendí mucho de
los propios lectores que entrevisté en medios rurales, en barrios marginales o
en contextos difíciles de violencia. Esa gente no habla tanto del placer de
leer. Lo que más me impactó es que evocan de qué manera la lectura les había
permitido construir un poco de sentido a su experiencia humana. En Colombia,
estuve con chicos que han padecido la violencia y han vivido cosas atroces; han
visto morir a amigos y tienen un caparazón durísimo, heridas terribles producto
del terror. Muchos ni siquiera pueden hablar. Pero de pronto se encontraban en
espacios de lecturas y narración oral de historias típicas de Colombia y
empezaban a recordar. Y hacían un relato de la propia vida que antes no habían
podido desencadenar. La lectura reactiva el pensamiento en contextos difíciles.
No vamos a pecar de ingenuos, tampoco lo soluciona todo, pero demuestra la
importancia que tiene la lectura en la construcción o reconstrucción de uno
mismo. Esta es la dimensión que más me interesa de la lectura, de la que menos
se ha hablado, y no tanto la mera visión de la lectura como placer o
distracción. Para los chicos colombianos no es una mera distracción sino que la
lectura les permite integrar a su memoria sus propias historias.
¿La palabra placer estaría asociada a un
léxico típico de las clases medias?
No.
La experiencia de la lectura no es diferente de un medio social a otro. Los
seres humanos estamos siempre en busca de ecos exteriores, de decir la
experiencia, un duelo o estar enamorado, que no son experiencias fáciles de
poner en palabras. No es por casualidad que todas las sociedades han tenido
escritores, poetas, psicoanalistas, que observan la experiencia humana y que
tratan de escribirla de manera condensada y estética. Todos estamos en busca de
un eco de lo que pasa en nosotros.
¿Cuál es el lazo entre crisis y lectura?
Cuando
hay crisis, mucha gente busca literatura. En el siglo XX, hubo personas que en
los campos de concentración pudieron aguantar lo inaguantable con los recuerdos
de unos relatos o de poesías. Con las crisis actuales, se observa en países
como Francia, España, Inglaterra, Estados Unidos un aumento del consumo de
libros y de la frecuentación de las bibliotecas. También la gente asiste más a
las ferias de libros.
¿Qué efectos producen las narraciones en
tiempos difíciles?
En
contextos de crisis, la literatura nos da otro lugar, otro tiempo, otra lengua,
una respiración. Se trata de la apertura de un espacio que permite la
ensoñación, el pensamiento, y que da ilación a las experiencias. Una crisis es
como una ruptura, un tiempo que reactiva todas las angustias de separación, de
abandono, y produce la pérdida de ese sentimiento de la continuidad que es tan
importante para el ser humano. Las narraciones, entre otras cosas, nos
reactivan ese sentimiento, no sólo porque tienen un comienzo, un principio y un
fin, sino también por el orden secreto que emana de la buena literatura. Es
como si el caos interno se apaciguara, tomara forma.
¿Por qué es tan importante la lectura
como juego?
Las
experiencias que he comparado se realizan con gente que vivió situaciones muy
difíciles. En esas experiencias, no hay ningún objetivo escolar, sino que se
trata de compartir un momento con textos. En Colombia, en las experiencias con
los desvinculados del conflicto armado no se trataba de espacios de educación.
Para la gente que armó los talleres de literatura, el objetivo era, más allá de
las preocupaciones terapéuticas o educativas, abrir un momento de juego para
gente que no había tenido esa posibilidad en su infancia. Sabemos por los
psicoanalistas que si uno no jugó mucho con el lenguaje, el aprendizaje es más
difícil. Tenemos la necesidad de momentos libres, poéticos, gratuitos, de
intercambio lúdico.
¿Las diferencias sociales determinan la
experiencia de leer?
Las
diferencias sociales son muy importantes. Quienes han vivido lejos de los
libros pueden sentir que esos objetos les dan miedos de diferentes tipos, y
pueden preguntarse sobre lo útil que pueden ser o no. La noción de utilidad es
muy fuerte en la cultura popular. Incluso, uno puede pasar como egoísta si lee
porque el grupo es muy importante para la supervivencia. Por eso las prácticas
literarias compartidas apaciguan el miedo, porque se está en grupo y no hay que
aislarse para leer.
¿Por qué se deposita en el libro una
suerte de “utopía de la salvación”, como si leer inmunizara de todos los males,
aun cuando no impidió el nazismo en Alemania ni la dictadura militar en la
Argentina?
La
lectura no va a solucionar los problemas del mundo. No forzosamente construye
gente crítica, con distanciamiento. Pero el que no puede apropiarse de la
cultura escrita está más marginado de la sociedad. La lectura no te garantiza
nada, pero si no tienes ese derecho estás más excluido porque vivimos en una
sociedad donde se cambia rápidamente de trabajo y hay que estar permanentemente
capacitándose. La lectura tampoco garantiza una ciudadanía activa, pero si no
leés tenés mucho menos voz y voto en los espacios públicos. La lectura te permite
transitar pasarelas, generar caminitos con sutileza, inventar mediaciones que
facilitan la apropiación de la cultura escrita.
En el prólogo de "Leer el mundo.
Experiencias actuales de transmisión cultural" usted señala que este libro
es una respuesta a esta exigencia económica que se le hace a prácticamente a
todas las actividades humanas. ¿Cree que la lectura es percibida en estos
tiempos como una actividad “improductiva”?
De
una cierta manera, no se trata de algo nuevo. Por ejemplo, cuando empecé a
trabajar sobre la lectura, realicé entrevistas en el medio rural, en Francia.
En los pueblos que visité, había gente que solía esconderse para leer porque la
utilidad de esta actividad no estaba bien definida. Se condenaba el ocio, se le
daba valor más alto al trabajo, el cual fue durante siglos garantía de
supervivencia. Se fomentaba siempre “lo útil”. Una mujer hacía notar, por ejemplo,
que cuando se bailaba era para algo muy útil: aplanar la tierra. Sin embargo,
notemos de paso que uno hubiera podido aplanar la tierra sin bailar, sin este
placer del cuerpo, sin esta alegría compartida. O sea que incluso en una
sociedad en la que lo útil era tan apremiante, se necesitaba una otra
dimensión, lúdica, estética, artística. Y narrativa: leer era difícil pero se
contaban historias. En nuestra época
en que la “razón” económica -o mejor dicho la locura financiera- y la
rentabilidad a corto plazo prevalecen sobre todo lo demás, estoy cansada de
demostrar sin cesar que la lectura es útil para todo tipo de cosas: para el
rendimiento escolar, para el devenir profesional, para el ejercicio de la
ciudadanía, para el desarrollo cognitivo, etcétera. Sí, la verdad, lo es en
una buena medida. Pero lo que está en juego no es sólo esto. No somos tan sólo
variables económicas más o menos ajustadas a un universo productivista. Somos
seres que necesitamos sintonizar con lo que nos rodea de manera poética. Explorar
su experiencia, simbolizarla, compartirla. Necesitamos el juego, el arte, la
poesía, la narración, una estética de lo cotidiano. Desde hace milenios, se
adornan los recipientes en los que se conserva la comida, se decoran las
paredes de la casa, se pinta o se escarifica el rostro o el cuerpo, y se
cuentan historias. Lo utilitario no nos basta.
En todo este tiempo de estudio, ¿qué ha
sido lo que le ha dado más satisfacción?
Lo
que me ha dado mucha satisfacción, durante estos veinticuatro años, ha sido precisamente
el encuentro. El encuentro con los lectores, pero aún más con gente
comprometida en inventar formas de compartir libros y, de una manera más
amplia, bienes culturales. Trabajar sobre la lectura me ha brindado la
oportunidad de encontrar a muchos hombres y mujeres con los cuales siento una
profunda complicidad, una alegría en los intercambios; gente fina, poética, con
quien nos volvimos amigos. Ahora bien, muchos de ellos son latinoamericanos.
Aquí llegamos a lo esencial: lo que me ha dado más satisfacción, de manera
completamente imprevista, fue que mis estudios me permitieran reencontrar la
América Latina en la que había vivido en mi adolescencia y a la que nunca
pensaba volver. Es una bella historia de amor.
En “Leer el mundo” narra su
encuentro con un joven en el tranvía que le señala un arco iris. Dice que a él
dedica el libro aunque afirma: “Jamás leerá estas páginas”. ¿Por qué tiene esa
certeza?
Señalándome
el arco iris casi completo que yo no había visto, en un día en que todo era
gris, este joven tuvo ganas de compartir algo bello, a pesar de que no nos
conocíamos y no teníamos nada en común. Dedicarle el libro era una manera de
celebrar lo inesperado, la poesía de lo cotidiano que a menudo no vemos. A su
edad, los varones lectores no son muy numerosos y son escasas las posibilidades
de que él dé con un libro sobre transmisión cultural, pero ¡poco importa! El
simboliza a los jóvenes a los que me gustaría transmitir lo que dio sentido a
mi vida, pero ellos también tienen algo que transmitirme, algo que enseñarme,
puesto que fue él quien iluminó mi día.