La
antropóloga francesa Michèle Petit (1946) ha realizado estudios en sociología,
lenguas orientales y psicoanálisis trabajando, entre 1972 y 2010, en el
prestigioso Centre National de la Recherche Scientifique, la institución de
investigación más importante de su país natal, de la que actualmente es investigadora
honoraria. Desde 1992 trabaja sobre la lectura y la relación con los libros
privilegiando los métodos cualitativos y el análisis de la experiencia intima
de los lectores. La escucha de los lectores la condujo a estudiar el papel de
la lectura en la construcción del ser. Ha coordinado investigaciones sobre la
lectura en el medio rural y sobre el papel de las bibliotecas públicas en la
lucha contra los procesos de exclusión. Desde 2005 ha profundizado en el
análisis de la contribución de la lectura en espacios que son objeto de
conflictos armados, de crisis económicas intensas, de movimientos forzados de
poblaciones o de gran pobreza, escudriñando a través de sus investigaciones en cómo
la lectura se relaciona con las personas, cómo las ayuda a construirse, a
descubrirse, a hacerse un poco más autoras de su vida, sujetos de su destino,
aun cuando se encuentren en contextos sociales desfavorables. Lo que sigue es
la primera parte del resumen editado de las entrevistas que Petit concedió a Silvina
Friera (diario “Página/12”, 11 de mayo de 2009), a Laura Casanova (diario “La Nación”,
24 de junio de 2009), a Victoria Tatti (diario “Clarín”, 28 de junio 2009), a María
Luján Picabea (revista “Ñ” nº 611, 13 de junio de 2015) y a Jaime Cabrera
Junco página web “Lee por Gusto”, 29 de junio de 2015). En ellas la
antropóloga habla sobre las situaciones sociales que influyen en el
acercamiento a la lectura, la posibilidad de que cada uno tenga la posibilidad
de acceder a los libros, considerando que leer es clave para habitar el mundo
porque sin relatos no es posible sobrevivir.
¿Cuán importante es para usted la
lectura?
Durante
un largo tiempo no pensaba en cuán importante era para mí. “Uno no habla
de lo que es evidente, del aire que respira, del rostro de sus amigos”, decía
en mi libro "Una infancia en el país de los libros" (donde narraba mis
recuerdos de lecturas de infancia y adolescencia). A lo largo de mi vida, los
libros y los periódicos fueron una evidencia, el aire que se respira, los
amigos que me acompañaron día tras día. ¡Lo que no significa que me haya
encerrado en ellos! Aclaro que me encanta deambular horas por las calles,
escuchar música, ver pinturas o imágenes, la amistad, el amor. Pero no puedo
pasar una semana sin visitar una librería en busca de algo inesperado, de una
sorpresa que va a despertar en mí una curiosidad, unas asociaciones, una
ensoñación. Aquí de nuevo se trata de la felicidad de los encuentros. En mi
infancia, yo era hija única, mis padres tenían la cabeza en otro mundo, me
encontraba a menudo sola. Y la vida en los años '50 no era muy alegre, se
sentía todavía el peso de la guerra. Pero en la casa había libros por todas
partes, álbumes, historietas. Fue una gran suerte. Y lo sigue siendo.
¿En qué momentos lee?
Para
mis estudios, todo el día, cuando no escribo. Necesito leer diferentes tipos de
escritos para relanzar las ideas, las asociaciones, nutrir mi pensamiento. De
noche, leo siempre un poco de literatura antes de dormir, como mucha gente.
Existe una relación entre lectura y noche, lectura y sueño, y lo comentaron
muchos escritores tal como Marguerite Duras, quien decía: “La lectura es
del orden de la oscuridad de la noche. Incluso cuando se lee en pleno día, al
exterior, la noche se instala alrededor del libro”. O Michel de Certeau
cuando escribía que leer era “crear rincones de sombra y de noche en una
existencia sometida a la transparencia tecnocrática”. Leo mucho cuando estoy de
vacaciones, particularmente en Grecia. Llevo en mi maleta unos libros pesados y
entre ellos siempre hay uno o dos “clásicos” que no he podido leer. Pero nunca
leo en una playa: y es que paso el tiempo contemplando el paisaje o los peces
debajo del agua, o voy en busca de unos pedazos de ánforas (de nuevo el placer
del hallazgo). Sin embargo, una parte de mis ensoñaciones en las playas tienen
su fuente en mis lecturas: los grandes poetas griegos leídos en mi juventud,
Seferis, Elytis, Ritsos… así como Homero, hablaron de las islas del mar Egeo de
una manera tan bella que se convirtieron en unos lugares maravillosamente
habitables. Sus poesías y sus mitos me presentaron al mar, al cielo, a los
olivos, a las cuevas marinas con sus focos, y ahora las islas me cuentan
historias. Ésta es una de las grandes funciones de la literatura: interponer
palabras e imágenes entre nosotros y el mundo para que éste sea acogedor,
habitable.
¿Cuál el espacio de la literatura en la
vida cotidiana?
¿Qué
entendemos por “la literatura”? Para mí, incluye, desde luego, la literatura
oral, no sólo los mitos y las leyendas que se transmiten de una generación a
otra, sino también las historias, las anécdotas narradas en una lengua que
difiere de los intercambios comunes, una lengua más narrativa, más esmerada,
más poética. Una forma de oralidad que tenía un sitio notable en muchas
sociedades tradicionales. Hoy en día, esta lengua encuentra difícilmente un
espacio en ciertos contextos, ciertas familias, cuando la lucha por la
supervivencia acapara todo el tiempo. En estos casos, el lenguaje ya no sirve
más que para la designación inmediata de las cosas y de los seres. O para dar
órdenes, pedir, exigir. Sin embargo, esta otra lengua, narrativa, poética,
metafórica (que la lectura puede sostener) es necesaria día tras día, de la
misma manera que necesitamos dormir y soñar aunque no recordemos nada cuando
amanezca.
¿Cuál es la importancia de la voz que
narra, sobre todo en la infancia?
Los
bebés son muy sensibles al ritmo, al canto, a las modulaciones de la voz que
cambia si la madre (o la persona que le brinda los cuidados maternos) habla de
la realidad cotidiana o si se abandona a la fantasía. Parece que la melodía de
este lenguaje proporciona una continuidad tranquilizadora, que da unidad a las experiencias
corporales del niño. Poco a poco deducirá estructuras rítmicas que contribuyen
a su adquisición del lenguaje. Y, a partir del segundo año, los niños serían
capaces de hacer la diferencia entre el lenguaje utilitario, que sirve para la
designación inmediata, y el lenguaje del relato que ayuda a elaborar la
separación. O sea que el bebé necesita de la literatura para crecer, para
pensarse como un sujeto distinto de su madre y comenzar a darle forma a su
propia historia. Ahora bien: a menudo leer es reencontrar el eco lejano de una
voz amada en la infancia, el apoyo de su presencia carnal para atravesar la
noche y enfrentar la separación.
¿Cuál es la posibilidad de que un adulto
que no tuvo acceso a la literatura pueda resolver esa carencia?
Supone
casi siempre un encuentro con alguien dotado de un verdadero arte de
transmitir: un amigo, un bibliotecario apasionado o un promotor de lectura
astuto. Alguien que permite recobrar, bajo un texto, una “tierra adentro” de
sensaciones, un movimiento, un ritmo, a menudo mediante la voz, justamente.
Alguien que sabe tocar una sensibilidad primera, suscitar vaivenes entre el
cuerpo y el pensamiento.
Compartir lecturas, dice usted, más que
formar lectores, es una forma de forjar una atención ¿esto es una forma de estar
en el mundo, de asirlo?
Lo
dijo muy bien Graciela Montes: “Lo primero que hay para leer es
lo que está ahí, el enigma, el mundo”. Graciela lo decía en una entrevista en
la que incitaba a los padres no sólo a leer libros con sus hijos sino también a
leer el mundo junto con ellos. Por ejemplo, a mirar el barrio en el que viven,
los cambios que han ocurrido a lo largo del año. También pienso en Richard Ford
cuando dice: “El objetivo de mis novelas es dirigirme al lector y decirle: mira
y presta atención”. O en David Grossman cuando comenta que la enseñanza de la
literatura sería una calidad de escucha, de atención a los matices, a las
singularidades. Sí, a mi modo de ver, lo que está en juego es una cierta
relación con el mundo, con los otros y con uno mismo. Proveer y compartir
experiencias culturales contribuye a un arte de habitar, de vivir, a una
estética de la vida. También, en ciertas condiciones, a una ética, una
formación de la sensibilidad, una escucha del otro.
Advierte un riesgo al insistir a los
chicos con la lectura, cierto riesgo de rechazo, ¿cuál es el límite?
Advierto
cierto riesgo al insistir en la lectura de manera angustiada, por ejemplo si
uno piensa que leerle un libro al niño es necesario sólo para su devenir
escolar y no siente ningún placer en hacerlo. O si uno lo hace de manera
autoritaria e intrusiva, tratando de controlar los movimientos del niño pequeño
que quiere ir y venir oyendo el cuento, o preguntándole a cada rato si ha
entendido bien tal o cual palabra o en qué piensa. También se nota un riesgo
con los adolescentes, por lo menos en Francia. A veces salgo deprimida de
jornadas dedicadas a la promoción de la lectura: ¡tanta angustia, tanta demanda
entre los docentes o los bibliotecarios en busca de recetas “para que los
jóvenes lean”! Todos estos discursos tienen efectos perversos. La culpabilización
de los jóvenes, la voluntad de controlar su tiempo de ocio, han contribuido,
junto a otros factores, a la caída que tanto se deplora: muchos de ellos
resisten la lectura también porque se quiere a toda costa hacerles tragar los
libros.
Persiste la sensación del lector o la
lectora de estar robando un tiempo a otras tareas, las consideradas útiles.
¿Por qué la lectura debe rendir cuentas tan a menudo?
Sí,
en los medios en los que la vida es muy difícil, incluso hay mujeres y hombres
que se esconden para leer para no parecer haraganes. Pero de una manera más
amplia, en nuestras sociedades obsesionadas con la rentabilidad, uno debe a
cada rato demostrar que la lectura “sirve” para algo, para el recorrido
escolar, para la ciudadanía, para la salud… Y sin embargo es vital mantener
playas de vida dedicadas a otra cosa que la utilidad, particularmente en las
relaciones con los niños, pero también en las relaciones amorosas, cuando la
vida viene a su invierno. Somos animales poéticos y necesitamos, a cualquier edad,
la literatura y el arte para habitar el mundo que nos rodea.
Descartada la imposición de la lectura y
el “deber” de sentir placer, ¿qué tipo de acercamiento sugiere?
La lectura es un arte que más que enseñarse se transmite en un cara a cara.
Para que un niño se convierta en lector es importante la familiaridad física
precoz con los libros, la posibilidad de manipularlos para que no lleguen a
investirse de poder y provoquen temor. Lo más común es que alguien se vuelva
lector porque vio a su madre o padre con la nariz metida en los libros, porque
oyó leer historias, o porque las obras que había en casa eran temas de
conversación. La importancia de ver a los adultos leyendo con pasión está en
los relatos de los lectores.
¿Y en hogares donde no pasa?
Ahí
es donde debe actuar el mediador cultural porque, para que se transmita
eventualmente el deseo de apropiarse de la cultura escrita, es clave la
relación que cada uno tiene con la propia historia de lecturas, los momentos
felices y los dificultosos, todo eso actúa inconscientemente cuando somos
mediadores de un libro frente a un docente o un niño. He trabajado en
medios rurales o barrios marginales, donde la cultura escrita no es algo
dado. Allí, la gente dejaba en claro que hablaba de placer, había podido
tener un acercamiento a la lectura, les había ayudado a construirse a sí
mismos, su subjetividad o a reconstruirse en la adversidad. Es necesario
multiplicar las oportunidades de encuentro y no sólo en el ambiente del aula, porque
funciona la idea de la obligación de aprender, sino en otros como las
bibliotecas, escolares y públicas.