LAS DOS RANAS
Dino Segre, Pitigrilli
Italia (1893-1975)
Dos ranas que iban de paseo cayeron en un
recipiente lleno de leche. Después de llevar a cabo algunas tentativas para
salir, una de ellas dijo:
- Las paredes son demasiado lisas; tienen una
inclinación de 45 grados; la fuerza de propulsión de mis patas forman un
paralelogramo en el cual A más B, multiplicado por C... dividiendo luego el
producto por el logaritmo de... Sin contar con que Arquímedes ha dicho:
"Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo" y no tenemos punto de
apoyo en esta materia fluida...
Como su compañera no daba muestras de creer en
sus palabras, sacó la regla de cálculo y realizó operaciones complicadísimas,
que demostraban que toda tentativa de salir estaba matemáticamente destinada
al fracaso. Después se metió en el bolsillo la regla de cálculo y, con la
pasividad de un estoico, se dejó morir. La otra rana no escuchó sus
explicaciones científicas y eruditas e hizo los movimientos más absurdos, más
irracionales, violando todo lo que la matemática, la física y la mecánica han
establecido. A fuerza de realizar toda suerte de movimientos desordenados, la
leche se condensó bajo sus patas y el animal se encontró apoyado sobre una pella
de manteca, desde la cual le fue fácil dar un salto.
La primera rana era una rana macho; la
segunda, una rana hembra.
MOSCAS
José María Méndez
El Salvador (1916-2006)
Yo siempre había odiado las moscas; el
cosquilleo que hacen al posarse sobre la frente o sobre la calva (transcurridos
los años da lo mismo); el ruido como de pequeños aviones que hacen al zumbar
por las orejas. Pero lo verdaderamente horrible es cómo se posan en nuestros
ojos abiertos que ya no podemos cerrar, cómo se meten en el hueco de nuestras
narices, cómo entran en grupo en nuestra boca abierta que quisiéramos mantener
cerrada, sobre todo cuando hemos quedado tendidos cara al sol, con un rifle
bajo el hombro, antes sobre el hombro, pues no tuvimos tiempo de usarlo.
NO SE EXPLICA
Miguel Ángel de Rus
NO SE EXPLICA
Miguel Ángel de Rus
España (1963)
¿Cómo se lo podría decir? Son dos hombres de cultura, sí, pero el fútbol es sagrado. La vida es importante, pero el fútbol lo es más. Incluso dos intelectuales pueden cagarse a trompadas por veintidós tipos en calzoncillos correteando como potros sobre el pasto. Y eso fue lo que les pasó.
¿Cómo se lo podría decir? Son dos hombres de cultura, sí, pero el fútbol es sagrado. La vida es importante, pero el fútbol lo es más. Incluso dos intelectuales pueden cagarse a trompadas por veintidós tipos en calzoncillos correteando como potros sobre el pasto. Y eso fue lo que les pasó.
Estaban en la mesa más escondida del boliche: Fontanarrosa, el
Negro, el escritor argentino más grande de la época, y Mayr, el Guille, sí, el
del Jinete Insomne. Jugaba Rosario Central en la cancha de River, se puede
figurar el ambiente, cada cual con los colores de su club. El Negro se quejaba
de no aparecer nunca en el blog del otro. "¿Y qué querés? No sos conciso, sólo
publico relatos muy breves y vos no bajás de ocho páginas para contar cómo se
patea un penal", se defendía el agraviado. Pero el Negro no aflojaba. "Y bien
que decís que te gusta el cuentito del que se lleva a la chica al sur, allá
donde sólo hay ballenas, viento y arena, y acaba harto". "Y bueno, resumilo en
dos páginas y lo pongo en el blog; no me rompás las pelotas".
Así de tranquilas siguieron las cosas hasta que comenzaron a
hablar de fútbol. Las pasiones lo embarullan todo. De sus bocas salían apodos
de futbolistas: el búfalo, la pepona, el burrito, la saeta, el matador… como si
nadie tuviera derecho a un nombre propio. "En el 71 les metimos tres y salimos
campeones, gil", recordó uno. "En el 75 les ganamos sobre la hora y les dimos
la vuelta en la cara, pelotudo", refutó el otro. "Hoy les llenamos la canasta,
gallinas", dijo uno. "Les vamos a romper el orto, canallas putos", contestó el
otro. Lo típico entre dos hombres machos que hablan de fútbol.
Y entonces entró ella en el boliche y se fue
directa, como si no se diera cuenta, a la mesa de ambos. Silencio sepulcral
ante la bravísima hembra, rotunda, morocha, con dos ojos como soles que se
contemplaban con fascinación un buen rato después de haberle mirado ese pecho
como para fundar colonias en él. Ambos le ofrecieron sentarse a pesar de que en
su ropa llevaba -inconsciente- los colores de Boca Juniors. Hasta la brevísima pollera era de
Boca. Le digo más: hasta el corpiño que se clareaba a través de la blusa...
Nadie es perfecto.
Como ambos eran caballeros galantes, le ofrecieron una silla y una
bebida. Ella pidió un jugo que bebió con cañita, sorbiendo con los morritos
puestos así, así como le muestro, que daban ganas de comérselos. Ellos
resoplaron como los machos que eran, no le digo más. No, ella no sabía que
jugaban River y Central, era muy despistada. Aquello se caldeaba. Dejé de oír
bien porque el local se llenó con los barras que bajaron de un micro y cantaban
y gritaban como las sanas bestias que eran. Ella se echó adelante con ese
inmenso escote que apenas velaba las maravillas que la naturaleza le había
dado, delimitadito así el pecho, en dos partes de perfecta simetría, con sus
sombras, y ambos se asomaron. Mire si se asomaron que chocaron sus cabezas.
Ella bamboleaba sus ojos al hablarles, y claro… eran dos hombres maduros, con
mundo, un imán para las minas. Si yo lo sabré...
La chica rió enseñando hasta
el último milímetro del paladar y pasó un brazo por detrás de los hombros de
cada uno. Los estrechó contra ella y dijo algo que no entendí del todo: "lo
bien que lo podríamos pasar los tres". Les pidió permiso para irse al ñoba y se
alejó taconeando y moviendo la preciosa cola redondeadita y dura bajo el
trapito mínimo y ceñido. Ellos miraban como bisontes en celo, quizá ofendidos
por los colores de la chica, ya le digo, los colores del Boca. ¡Qué
provocadora! "Bellísima mina". "Lástima los colores". "No sabía yo que saldríamos
de levante".
Al volver, la chica, imprudente, puso un pie en la silla que había
justo enfrente de ambos, se quitó el zapato y se ajustó la media. Las bombachas
fue lo mínimo que le vieron (si llevaba, ahora que lo pienso) porque debieron
llegar a ver el origen del universo. Ellos jadearon como animales viejos, sin
duda por la emoción del partido que iba a comenzar. Sí, seguro que fue por eso.
Ella volvió a sentarse entre ambos y a pasar los brazos por sus cuellos. No
había quien escuchara, aquello era todo gritos. Pero, de repente, vi que uno le
tocaba la barba al otro, el otro la calva al uno… Creo que se putearon en un
modo lamentable entre cultos y admirables hombres de letras y, seguramente por
diferencias deportivas, acabaron a los manotazos y las trompadas. Le costará
creerlo, lo sé, pero así fue. Dos hombres tan serios… La pasión del fútbol,
claro. Oí expresiones como "la concha de tu madre" y otras delicadezas
impensables entre caballeros. Triste, triste… La chica les pidió que pararan,
cogió su bolsa y se fue contrita gritándoles "con lo bien que lo hubiéramos
pasado los tres juntos". Ya, seguro que hablaban de fútbol. A mí me van a
decir… Una charla futbolística entre hombres y mujeres, y además siendo ella de
Boca… Nada que hacer.
Afortunadamente vino el mozo con dos jarras frías, recién sacadas
de la heladera, llenas de cerveza. "Caballero -le dijo a uno- si lo llega a
saber su jermu…". "Si se enteran en la Academia de la Lengua " le reprochó al otro. Parecieron
recapacitar. "Y bueno… no es para tanto". "Cierto, cierto… Dale que ya empieza
el partido". Bebieron las cervezas, se levantaron como pudieron (el Negro
comenzaba a tener problemas musculares por la esclerosis que acabaría con él
pasado tan poco, en gloria esté), y el Guille tampoco estaba para tirar
cohetes; dicen que el corazón ya se quejaba. Esto que le cuento fue hace unos
años. Lo vi con estos ojos que le miran. Al Negro Fontanarrosa no lo encontré
más. Tengo todos sus tebeos, al Inodoro Pereyra, al Boggie el aceitoso, todos
sus libros de relatos. Luego murió, una desgracia, hasta lloré. El Guille viene
a veces. Con la chica sólo coincidí una vez más: salía abrazada a dos tipos
simpáticos con fama de gateros; llevaba una pollera que apenas le tapaba las
ingles y una camiseta de tirante mínima con los colores de Boca. A veces
recuerdo la bronca y me pregunto qué tuvo que opinar ella sobre fútbol para que
acabaran a las trompadas dos hombres tan rectos. Porque tuvo que ser algo de
fútbol. Si no, no se explica.
EL SUICIDA
Enrique Anderson Imbert
Argentina (1910-2000)
Al pie de la Biblia abierta -donde estaba
señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo- alineó las cartas: a su
mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó. Nada. A la
hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.
¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió
otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su
revólver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien -¿pero quién, cuándo?-
alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de
fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia,
recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel,
mucamos y curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.
Al llegar a su casa se encontró con su mujer
envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la
sien. Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando
cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía limpia como
del agua. Las carnes recobraban su lisitud como el agua después que le pescan
el pez. Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.
Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de
hombres y mujeres desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas
de la ciudad incendiada.
LA SEÑAL LEJANA DEL SIETE
Pedro Antonio Valdez
República Dominicana (1968)
El ángel se le apareció en el sueño y le
entregó un libro cuya única señal era un siete. En el desayuno miró servidas
siete tazas de café. Haciendo un leve ejercicio de memoria reparó en que había
nacido día siete, mes siete, hora siete. Abrió el periódico casualmente en la
página siete y encontró la foto de un caballo con el número siete que
competiría en la carrera siete. Era hoy su cumpleaños y todo daba siete.
Entonces recordó la señal del ángel y se persignó con gratitud. Entró al banco
a retirar todos sus ahorros. Empeñó sus pertenencias, hipotecó la casa y
consiguió préstamo. Luego llegó al hipódromo y apostó todo el dinero al caballo
del periódico en la ventanilla siete. Sentóse -sin darse cuenta- en la butaca
siete de la fila siete. Esperó. Cuando arrancó la carrera, la grada se puso de
pie uniformemente y estalló en un desorden desproporcionado, pero él se mantuvo
con serenidad. El caballo siete cogió la delantera entre el tamborileo de los
cascos y la vorágine de polvo. La carrera finalizó precisamente a las siete y
el caballo siete, de la carrera siete, llegó en el lugar número siete.
NARCISA
Luisa Valenzuela
Argentina (1938)
Como quien mira por la ventana del bar, miro
la ventana. El tipo que me ve desde afuera entra para interpelarme.
- Me gustás.
- Lo mismo digo.
- ¿Yo también te gusto?
- Nada de eso, me gusto yo. Me estaba mirando
en el reflejo.
FUEGO PURIFICADOR
Anna Jorba Ricart
España (1952)
Vencí al miedo y se acabaron tus amenazas. Esta mañana de inclemente invierno, incrédula ante mi estrenada libertad, contemplo el cielo que lagrimea calando la tierra. Huele a mojado. La mirada, tras el cristal empañado, me sigue mostrando el paisaje plúmbeo que compartíamos. El humo de la chimenea de mi vecino se confunde con la niebla, su grácil ondulación me entretiene tanto como saber de quién es la ceniza de su lumbre. Con ella abonaré la tierra del olmo que preside la entrada de esta casa.
MEJOR QUE ARDER
Clarice Lispector
Brasil (1920-1977)
Era alta, fuerte, con mucho cabello. La madre
Clara tenía bozo oscuro y ojos profundos, negros. Había entrado en el convento
por imposición de la familia: querían verla amparada en el seno de Dios.
Obedeció. Cumplía sus obligaciones sin reclamar. Las obligaciones eran muchas.
Y estaban los rezos. Rezaba con fervor. Y se confesaba todos los días. Todos
los días recibía la hostia blanca que se deshacía en la boca. Pero empezó a
cansarse de vivir sólo entre mujeres. Mujeres, mujeres, mujeres. Escogió a una
amiga como confidente. Le dijo que no aguantaba más. La amiga le aconsejó:
- Mortifica el cuerpo.
Comenzó a dormir en la losa fría. Y se
fustigaba con el cilicio. De nada servía. Le daban fuertes gripas, quedaba toda
arañada. Se confesó con el padre. Él le mandó que siguiera mortificándose. Ella
continuó. Pero a la hora en que el padre le tocaba la boca para darle la hostia
se tenía que controlar para no morder la mano del padre. Éste percibía, pero
nada decía. Había entre ambos un pacto mudo. Ambos se mortificaban. No podía
ver más el cuerpo casi desnudo de Cristo. La madre Clara era hija de portugueses
y, secretamente, se rasuraba las piernas velludas. Si supieran, ay de ella. Le
contó al padre. Se quedó pálido. Imaginó que sus piernas debían ser fuertes,
bien torneadas. Un día, a la hora de almuerzo, empezó a llorar. No le explicó
la razón a nadie. Ni ella sabía por qué lloraba. Y de ahí en adelante vivía
llorando. A pesar de comer poco, engordaba. Y tenía ojeras moradas. Su voz,
cuando cantaba en la iglesia, era de contralto. Hasta que le dijo al padre en
el confesionario:
- ¡No aguanto más, juro que ya no aguanto más!
Él le dijo meditativo:
- Es mejor no casarse. Pero es mejor casarse
que arder.
Pidió una audiencia con la superiora. La
superiora la reprendió ferozmente. Pero la madre Clara se mantuvo firme: quería
salirse del convento, quería encontrar a un hombre, quería casarse. La
superiora le pidió que esperara un año más. Respondió que no podía, que tenía
que ser ya. Arregló su pequeño equipaje y salió. Se fue a vivir a un internado
para señoritas. Sus cabellos negros crecían en abundancia. Y parecía etérea,
soñadora. Pagaba la pensión con el dinero que su familia le mandaba. La familia
no se hacía el ánimo. Pero no podían dejarla morir de hambre. Ella misma
se hacía sus vestiditos de tela barata en una máquina de coser que una joven
del internado le prestaba. Los vestidos los usaba de manga larga, sin escote,
debajo de la rodilla. Y nada sucedía. Rezaba mucho para que algo bueno le
sucediera. En forma de hombre. Y sucedió realmente.
Fue a un bar a comprar una botella de agua.
El dueño era un guapo portugués a quien le encantaron los modales discretos de
Clara. No quiso que ella pagara el agua. Ella se sonrojó. Pero volvió al día
siguiente para comprar cocada. Tampoco pagó. El portugués, cuyo nombre era
Antonio, se armó de valor y la invitó a ir al cine con él. Ella se rehusó. Al
día siguiente volvió para tomar un cafecito. Antonio le prometió que no la
tocaría si iban al cine juntos. Aceptó. Fueron a ver una película y no pusieron
la más mínima atención. Durante la película estaban tomados de la mano.
Empezaron a encontrarse para dar largos paseos. Ella con sus cabellos negros.
Él, de traje y corbata. Entonces una noche él le dijo:
- Soy rico, el bar deja bastante dinero para
podernos casar. ¿Quieres?
- Sí -le respondió grave.
Se casaron por la iglesia y por lo civil. En
la iglesia el que los casó fue el padre, quien le había dicho que era mejor
casarse que arder. Pasaron la luna de miel en Lisboa. Antonio dejó el bar en
manos del hermano. Ella regresó embarazada, satisfecha y alegre. Tuvieron
cuatro hijos, todos hombres, todos con mucho cabello.
LOS ESCLAVOS
Jacques Sternberg
Bélgica (1923-2006)
En el comienzo, Dios creó al gato a su imagen y semejanza. Y, desde luego, pensó que eso estaba bien. Porque, de hecho, estaba bien. Salvo que el gato era holgazán y no deseaba hacer nada. Entonces, más adelante, después de algunos milenios, Dios creó al hombre, únicamente con el objeto de servir al gato, de darle al gato un esclavo para siempre. Al gato, Dios le había dado la indolencia y la lucidez; al hombre, le dio la neurosis, la habilidad manual y el amor por el trabajo. El hombre se dedicó de lleno a eso. Durante siglos construyó toda una civilización basada en la inventiva, la producción y el consumo intenso. Una civilización que, en suma, escondía un único propósito secreto: darle al gato cobijo y bienestar. Es decir que el hombre inventó millones de objetos inútiles, y por lo general absurdos, sólo para producir los contados objetos indispensables para la comodidad del gato: la estufa, el almohadón, el tazón para la leche, el tacho con aserrín, el tapiz, la alfombra, la cesta para dormir y puede que incluso la radio, porque a los gatos les gusta mucho la música. Sin embargo, los hombres ignoran esto. Porque lo desean así. Porque creen ser los bendecidos, los privilegiados. Tan perfectas son las cosas en el mundo de los gatos.
LA IMPACIENTE
Beatriz Alonso Aranzábal
España (1963)
Hasta pasado un tiempo, aquella frase de la enfermera que oyó en la sala de espera quedó olvidada. Los acontecimientos posteriores hicieron olvidar los minutos previos. Los minutos banales e insignificantes de una pareja esperando a ser atendida. En una consulta llena de gente, llena de obstetras, con puertas abriéndose y cerrándose. Una tarde de invierno convertida en noche. La mujer observa a su alrededor, preocupada porque se está agotando el tiempo de aparcamiento del coche (habría que renovar el ticket), y porque a continuación tienen otra cita. Aquí están porque la mujer tiene un pólipo. Hace mucho calor, por la calefacción. Algunas mujeres se quitan el jersey, o la chaqueta. De repente irrumpe en la sala de espera otra pareja, que se muestra impaciente. Tanto es así que vuelven donde la recepcionista para preguntar si el doctor X (sí, el mismo al que están esperando) va a tardar mucho, que tienen prisa, que van a llegar tarde a otra cita. Qué cara, piensa ella, intentan colarse. Y espera que no lo hagan, aunque ha visto que la enfermera ha entrado a la consulta de su doctor. Sería el colmo, piensa, y siente su rabia crecer. La calefacción no ayuda. Entonces sale la enfermera y discretamente se acerca a los recién llegados y les dice en voz muy baja: "El doctor tiene una paciente por delante y va a tardar un buen rato". La mujer que espera y observa no cae en la cuenta de que ha sido mencionada, de que es ella quien pasará en un par de minutos y se quedará más tiempo del previsto, quien se sentará ante el ginecólogo y éste le mostrará el resultado del análisis y le dirá que es cáncer, y a continuación le transmitirá un mensaje de calma y confianza y ella sabrá que todo irá bien, y que ha tenido mucha, mucha suerte.