7 de marzo de 2016

Entremeses literarios (CLXXXVII)

LAS DOS RANAS
Dino Segre, Pitigrilli
Italia (1893-1975)

Dos ranas que iban de paseo cayeron en un recipiente lleno de leche. Después de llevar a cabo algunas tentativas para salir, una de ellas dijo:
- Las paredes son demasiado lisas; tienen una inclinación de 45 grados; la fuerza de propulsión de mis patas forman un paralelogramo en el cual A más B, multiplicado por C... divi­diendo luego el producto por el logaritmo de... Sin contar con que Arquímedes ha dicho: "Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo" y no tenemos punto de apoyo en esta materia fluida...
Como su compañera no daba muestras de creer en sus pala­bras, sacó la regla de cálculo y realizó operaciones complicadísi­mas, que demostraban que toda tentativa de salir estaba matemá­ticamente destinada al fracaso. Después se metió en el bolsillo la regla de cálculo y, con la pasividad de un estoico, se dejó morir. La otra rana no escuchó sus explicaciones científicas y eru­ditas e hizo los movimientos más absurdos, más irracionales, violando todo lo que la matemática, la física y la mecánica han establecido. A fuerza de realizar toda suerte de movimientos desordenados, la leche se condensó bajo sus patas y el animal se encontró apoyado sobre una pella de manteca, desde la cual le fue fácil dar un salto.
La primera rana era una rana macho; la segunda, una rana hembra.


MOSCAS
José María Méndez
El Salvador (1916-2006)

Yo siempre había odiado las moscas; el cosquilleo que hacen al posarse sobre la frente o sobre la calva (transcurridos los años da lo mismo); el ruido como de pequeños aviones que hacen al zumbar por las orejas. Pero lo verdaderamente horrible es cómo se posan en nuestros ojos abiertos que ya no podemos cerrar, cómo se meten en el hueco de nuestras narices, cómo entran en gru­po en nuestra boca abierta que quisiéramos mantener cerra­da, sobre todo cuando hemos quedado tendidos cara al sol, con un rifle bajo el hombro, antes sobre el hombro, pues no tuvimos tiempo de usarlo.


NO SE EXPLICA
Miguel Ángel de Rus
España (1963)

¿Cómo se lo podría decir? Son dos hombres de cultura, sí, pero el fútbol es sagrado. La vida es importante, pero el fútbol lo es más. Incluso dos intelectuales pueden cagarse a trompadas por veintidós tipos en calzoncillos correteando como potros sobre el pasto. Y eso fue lo que les pasó.
Estaban en la mesa más escondida del boliche: Fontanarrosa, el Negro, el escritor argentino más grande de la época, y Mayr, el Guille, sí, el del Jinete Insomne. Jugaba Rosario Central en la cancha de River, se puede figurar el ambiente, cada cual con los colores de su club. El Negro se quejaba de no aparecer nunca en el blog del otro. "¿Y qué querés? No sos conciso, sólo publico relatos muy breves y vos no bajás de ocho páginas para contar cómo se patea un penal", se defendía el agraviado. Pero el Negro no aflojaba. "Y bien que decís que te gusta el cuentito del que se lleva a la chica al sur, allá donde sólo hay ballenas, viento y arena, y acaba harto". "Y bueno, resumilo en dos páginas y lo pongo en el blog; no me rompás las pelotas".
Así de tranquilas siguieron las cosas hasta que comenzaron a hablar de fútbol. Las pasiones lo embarullan todo. De sus bocas salían apodos de futbolistas: el búfalo, la pepona, el burrito, la saeta, el matador… como si nadie tuviera derecho a un nombre propio. "En el 71 les metimos tres y salimos campeones, gil", recordó uno. "En el 75 les ganamos sobre la hora y les dimos la vuelta en la cara, pelotudo", refutó el otro. "Hoy les llenamos la canasta, gallinas", dijo uno. "Les vamos a romper el orto, canallas putos", contestó el otro. Lo típico entre dos hombres machos que hablan de fútbol.
Y entonces entró ella en el boliche y se fue directa, como si no se diera cuenta, a la mesa de ambos. Silencio sepulcral ante la bravísima hembra, rotunda, morocha, con dos ojos como soles que se contemplaban con fascinación un buen rato después de haberle mirado ese pecho como para fundar colonias en él. Ambos le ofrecieron sentarse a pesar de que en su ropa llevaba -inconsciente- los colores de Boca Juniors. Hasta la brevísima pollera era de Boca. Le digo más: hasta el corpiño que se clareaba a través de la blusa... Nadie es perfecto.
Como ambos eran caballeros galantes, le ofrecieron una silla y una bebida. Ella pidió un jugo que bebió con cañita, sorbiendo con los morritos puestos así, así como le muestro, que daban ganas de comérselos. Ellos resoplaron como los machos que eran, no le digo más. No, ella no sabía que jugaban River y Central, era muy despistada. Aquello se caldeaba. Dejé de oír bien porque el local se llenó con los barras que bajaron de un micro y cantaban y gritaban como las sanas bestias que eran. Ella se echó adelante con ese inmenso escote que apenas velaba las maravillas que la naturaleza le había dado, delimitadito así el pecho, en dos partes de perfecta simetría, con sus sombras, y ambos se asomaron. Mire si se asomaron que chocaron sus cabezas. Ella bamboleaba sus ojos al hablarles, y claro… eran dos hombres maduros, con mundo, un imán para las minas. Si yo lo sabré...
La chica rió enseñando hasta el último milímetro del paladar y pasó un brazo por detrás de los hombros de cada uno. Los estrechó contra ella y dijo algo que no entendí del todo: "lo bien que lo podríamos pasar los tres". Les pidió permiso para irse al ñoba y se alejó taconeando y moviendo la preciosa cola redondeadita y dura bajo el trapito mínimo y ceñido. Ellos miraban como bisontes en celo, quizá ofendidos por los colores de la chica, ya le digo, los colores del Boca. ¡Qué provocadora! "Bellísima mina". "Lástima los colores". "No sabía yo que saldríamos de levante".
Al volver, la chica, imprudente, puso un pie en la silla que había justo enfrente de ambos, se quitó el zapato y se ajustó la media. Las bombachas fue lo mínimo que le vieron (si llevaba, ahora que lo pienso) porque debieron llegar a ver el origen del universo. Ellos jadearon como animales viejos, sin duda por la emoción del partido que iba a comenzar. Sí, seguro que fue por eso. Ella volvió a sentarse entre ambos y a pasar los brazos por sus cuellos. No había quien escuchara, aquello era todo gritos. Pero, de repente, vi que uno le tocaba la barba al otro, el otro la calva al uno… Creo que se putearon en un modo lamentable entre cultos y admirables hombres de letras y, seguramente por diferencias deportivas, acabaron a los manotazos y las trompadas. Le costará creerlo, lo sé, pero así fue. Dos hombres tan serios… La pasión del fútbol, claro. Oí expresiones como "la concha de tu madre" y otras delicadezas impensables entre caballeros. Triste, triste… La chica les pidió que pararan, cogió su bolsa y se fue contrita gritándoles "con lo bien que lo hubiéramos pasado los tres juntos". Ya, seguro que hablaban de fútbol. A mí me van a decir… Una charla futbolística entre hombres y mujeres, y además siendo ella de Boca… Nada que hacer.
Afortunadamente vino el mozo con dos jarras frías, recién sacadas de la heladera, llenas de cerveza. "Caballero -le dijo a uno- si lo llega a saber su jermu…". "Si se enteran en la Academia de la Lengua" le reprochó al otro. Parecieron recapacitar. "Y bueno… no es para tanto". "Cierto, cierto… Dale que ya empieza el partido". Bebieron las cervezas, se levantaron como pudieron (el Negro comenzaba a tener problemas musculares por la esclerosis que acabaría con él pasado tan poco, en gloria esté), y el Guille tampoco estaba para tirar cohetes; dicen que el corazón ya se quejaba. Esto que le cuento fue hace unos años. Lo vi con estos ojos que le miran. Al Negro Fontanarrosa no lo encontré más. Tengo todos sus tebeos, al Inodoro Pereyra, al Boggie el aceitoso, todos sus libros de relatos. Luego murió, una desgracia, hasta lloré. El Guille viene a veces. Con la chica sólo coincidí una vez más: salía abrazada a dos tipos simpáticos con fama de gateros; llevaba una pollera que apenas le tapaba las ingles y una camiseta de tirante mínima con los colores de Boca. A veces recuerdo la bronca y me pregunto qué tuvo que opinar ella sobre fútbol para que acabaran a las trompadas dos hombres tan rectos. Porque tuvo que ser algo de fútbol. Si no, no se explica.


EL SUICIDA
Enrique Anderson Imbert
Argentina (1910-2000)

Al pie de la Biblia abierta -donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo- alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó. Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.
¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su revólver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien -¿pero quién, cuándo?- alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.
Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien. Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban su lisitud como el agua después que le pescan el pez. Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando. Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de hombres y mujeres desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.


LA SEÑAL LEJANA DEL SIETE
Pedro Antonio Valdez
República Dominicana (1968)

El ángel se le apareció en el sueño y le entregó un libro cuya única señal era un siete. En el desayuno miró servidas siete tazas de café. Haciendo un leve ejercicio de memoria reparó en que había nacido día siete, mes siete, hora siete. Abrió el periódico casualmente en la página siete y encontró la foto de un caballo con el número siete que competiría en la carrera siete. Era hoy su cumpleaños y todo daba siete. Entonces recordó la señal del ángel y se persignó con gratitud. Entró al banco a retirar todos sus ahorros. Empeñó sus pertenencias, hipotecó la casa y consiguió préstamo. Luego llegó al hipódromo y apostó todo el dinero al caballo del periódico en la ventanilla siete. Sentóse -sin darse cuenta- en la butaca siete de la fila siete. Esperó. Cuando arrancó la carrera, la grada se puso de pie uniformemente y estalló en un desorden desproporcionado, pero él se mantuvo con serenidad. El caballo siete cogió la delantera entre el tamborileo de los cascos y la vorágine de polvo. La carrera finalizó precisamente a las siete y el caballo siete, de la carrera siete, llegó en el lugar número siete.


NARCISA
Luisa Valenzuela
Argentina (1938)

Como quien mira por la ventana del bar, miro la ventana. El tipo que me ve desde afuera entra para interpelarme.
- Me gustás.
- Lo mismo digo.
- ¿Yo también te gusto?
- Nada de eso, me gusto yo. Me estaba mirando en el reflejo.


FUEGO PURIFICADOR
Anna Jorba Ricart
España (1952)

Vencí al miedo y se acabaron tus amenazas. Esta mañana de inclemente invierno, incrédula ante mi estrenada libertad, contemplo el cielo que lagrimea calando la tierra. Huele a mojado. La mirada, tras el cristal empañado, me sigue mostrando el paisaje plúmbeo que compartíamos. El humo de la chimenea de mi vecino se confunde con la niebla, su grácil ondulación me entretiene tanto como saber de quién es la ceniza de su lumbre. Con ella abonaré la tierra del olmo que preside la entrada de esta casa.


MEJOR QUE ARDER
Clarice Lispector
Brasil (1920-1977)

Era alta, fuerte, con mucho cabello. La madre Clara tenía bozo oscuro y ojos profundos, negros. Había entrado en el convento por imposición de la familia: querían verla amparada en el seno de Dios. Obedeció. Cumplía sus obligaciones sin reclamar. Las obligaciones eran muchas. Y estaban los rezos. Rezaba con fervor. Y se confesaba todos los días. Todos los días recibía la hostia blanca que se deshacía en la boca. Pero empezó a cansarse de vivir sólo entre mujeres. Mujeres, mujeres, mujeres. Escogió a una amiga como confidente. Le dijo que no aguantaba más. La amiga le aconsejó:
- Mortifica el cuerpo.
Comenzó a dormir en la losa fría. Y se fustigaba con el cilicio. De nada servía. Le daban fuertes gripas, quedaba toda arañada. Se confesó con el padre. Él le mandó que siguiera mortificándose. Ella continuó. Pero a la hora en que el padre le tocaba la boca para darle la hostia se tenía que controlar para no morder la mano del padre. Éste percibía, pero nada decía. Había entre ambos un pacto mudo. Ambos se mortificaban. No podía ver más el cuerpo casi desnudo de Cristo. La madre Clara era hija de portugueses y, secretamente, se rasuraba las piernas velludas. Si supieran, ay de ella. Le contó al padre. Se quedó pálido. Imaginó que sus piernas debían ser fuertes, bien torneadas. Un día, a la hora de almuerzo, empezó a llorar. No le explicó la razón a nadie. Ni ella sabía por qué lloraba. Y de ahí en adelante vivía llorando. A pesar de comer poco, engordaba. Y tenía ojeras moradas. Su voz, cuando cantaba en la iglesia, era de contralto. Hasta que le dijo al padre en el confesionario:
- ¡No aguanto más, juro que ya no aguanto más!
Él le dijo meditativo:
- Es mejor no casarse. Pero es mejor casarse que arder.
Pidió una audiencia con la superiora. La superiora la reprendió ferozmente. Pero la madre Clara se mantuvo firme: quería salirse del convento, quería encontrar a un hombre, quería casarse. La superiora le pidió que esperara un año más. Respondió que no podía, que tenía que ser ya. Arregló su pequeño equipaje y salió. Se fue a vivir a un internado para señoritas. Sus cabellos negros crecían en abundancia. Y parecía etérea, soñadora. Pagaba la pensión con el dinero que su familia le mandaba. La familia no se hacía el ánimo. Pero no podían dejarla morir de hambre. Ella misma se hacía sus vestiditos de tela barata en una máquina de coser que una joven del internado le prestaba. Los vestidos los usaba de manga larga, sin escote, debajo de la rodilla. Y nada sucedía. Rezaba mucho para que algo bueno le sucediera. En forma de hombre. Y sucedió realmente.
Fue a un bar a comprar una botella de agua. El dueño era un guapo portugués a quien le encantaron los modales discretos de Clara. No quiso que ella pagara el agua. Ella se sonrojó. Pero volvió al día siguiente para comprar cocada. Tampoco pagó. El portugués, cuyo nombre era Antonio, se armó de valor y la invitó a ir al cine con él. Ella se rehusó. Al día siguiente volvió para tomar un cafecito. Antonio le prometió que no la tocaría si iban al cine juntos. Aceptó. Fueron a ver una película y no pusieron la más mínima atención. Durante la película estaban tomados de la mano. Empezaron a encontrarse para dar largos paseos. Ella con sus cabellos negros. Él, de traje y corbata. Entonces una noche él le dijo:
- Soy rico, el bar deja bastante dinero para podernos casar. ¿Quieres?
- Sí -le respondió grave.
Se casaron por la iglesia y por lo civil. En la iglesia el que los casó fue el padre, quien le había dicho que era mejor casarse que arder. Pasaron la luna de miel en Lisboa. Antonio dejó el bar en manos del hermano. Ella regresó embarazada, satisfecha y alegre. Tuvieron cuatro hijos, todos hombres, todos con mucho cabello.


LOS ESCLAVOS
Jacques Sternberg
Bélgica (1923-2006)

En el comienzo, Dios creó al gato a su imagen y semejanza. Y, desde luego, pensó que eso estaba bien. Porque, de hecho, estaba bien. Salvo que el gato era holgazán y no deseaba hacer nada. Entonces, más adelante, después de algunos milenios, Dios creó al hombre, únicamente con el objeto de servir al gato, de darle al gato un esclavo para siempre. Al gato, Dios le había dado la indolencia y la lucidez; al hombre, le dio la neurosis, la habilidad manual y el amor por el trabajo. El hombre se dedicó de lleno a eso. Durante siglos construyó toda una civilización basada en la inventiva, la producción y el consumo intenso. Una civilización que, en suma, escondía un único propósito secreto: darle al gato cobijo y bienestar. Es decir que el hombre inventó millones de objetos inútiles, y por lo general absurdos, sólo para producir los contados objetos indispensables para la comodidad del gato: la estufa, el almohadón, el tazón para la leche, el tacho con aserrín, el tapiz, la alfombra, la cesta para dormir y puede que incluso la radio, porque a los gatos les gusta mucho la música. Sin embargo, los hombres ignoran esto. Porque lo desean así. Porque creen ser los bendecidos, los privilegiados. Tan perfectas son las cosas en el mundo de los gatos.


LA IMPACIENTE
Beatriz Alonso Aranzábal
España (1963)

Hasta pasado un tiempo, aquella frase de la enfermera que oyó en la sala de espera quedó olvidada. Los acontecimientos posteriores hicieron olvidar los minutos previos. Los minutos banales e insignificantes de una pareja esperando a ser atendida. En una consulta llena de gente, llena de obstetras, con puertas abriéndose y cerrándose. Una tarde de invierno convertida en noche. La mujer observa a su alrededor, preocupada porque se está agotando el tiempo de aparcamiento del coche (habría que renovar el ticket), y porque a continuación tienen otra cita. Aquí están porque la mujer tiene un pólipo. Hace mucho calor, por la calefacción. Algunas mujeres se quitan el jersey, o la chaqueta. De repente irrumpe en la sala de espera otra pareja, que se muestra impaciente. Tanto es así que vuelven donde la recepcionista para preguntar si el doctor X (sí, el mismo al que están esperando) va a tardar mucho, que tienen prisa, que van a llegar tarde a otra cita. Qué cara, piensa ella, intentan colarse. Y espera que no lo hagan, aunque ha visto que la enfermera ha entrado a la consulta de su doctor. Sería el colmo, piensa, y siente su rabia crecer. La calefacción no ayuda. Entonces sale la enfermera y discretamente se acerca a los recién llegados y les dice en voz muy baja: "El doctor tiene una paciente por delante y va a tardar un buen rato". La mujer que espera y observa no cae en la cuenta de que ha sido mencionada, de que es ella quien pasará en un par de minutos y se quedará más tiempo del previsto, quien se sentará ante el ginecólogo y éste le mostrará el resultado del análisis y le dirá que es cáncer, y a continuación le transmitirá un mensaje de calma y confianza y ella sabrá que todo irá bien, y que ha tenido mucha, mucha suerte.