Ernest Hemingway (1899-1961) comparaba
a las buenas narraciones con un iceberg. Para él, todo relato debía reflejar
tan sólo una parte pequeña de la historia, dejando el resto a la lectura e
interpretación del lector. Su “teoría del iceberg” consistía en que el escritor
concibiese su obra conociendo mucho más de la historia de lo que finalmente contaba
en lo que escribía. Tenía que conocer la totalidad del iceberg, pero lo que debía
sobresalir del agua era sólo una pequeña porción de este. Es decir, todo lo que
se cuenta no debe ser más que una pequeña parte visible de algo mucho más
enorme y profundo. Así, al lector no sólo le queda adentrarse en la historia
contada sino también construir una parte de ella, lo que, en definitiva, lo convierte
en protagonista. Esta idea, sin dudas, es aplicable a la literatura de la
escritora argentina Samanta Schweblin (1978). "Un relato no se escribe del
todo en el papel, se completa en la cabeza del lector", dice la autora que,
tras egresar de la carrera de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires,
se radicó en Berlín, donde dicta talleres literarios para la comunidad
hispanohablante. Autora hasta el momento de tres libros de cuentos y una
novela, Schweblin mereció la aceptación de la crítica y el público desde el
comienzo de su carrera literaria, siendo sus obras varias veces premiadas y
traducidas a una docena de idiomas. Lo que sigue es la primera parte de una
síntesis de las entrevistas que la escritora concediese a Matías Méndez (diario
digital “Infobae”, 30 de agosto de 2015), Martín Lojo (diario “La Nación”, 6 de
septiembre de 2015), Verónica Abdala (revista digital “Cabal”, marzo 2016) y
Letizia Valeiras (revista “Ideas de Izquierda” nº 27, marzo 2016). En ellas Samanta
Schweblin habla de la literatura con el saber minucioso del artesano y la
pasión exigente del lector.
¿Cómo comenzó todo
esto? ¿De dónde proviene tu vocación?
Creo que es algo que siempre estuvo ahí. No hubo un momento mágico de revelación, es algo que hice desde que tengo memoria. Cuando no sabía escribir le dictaba las historias a mi mamá. Lo que si tuve fue una infancia muy estimulante. Mis papás me leían muchísimo. Y mis abuelos maternos, los dos artistas plásticos, tuvieron una presencia muy fuerte también en mi formación. A los ocho años, por ejemplo, yo ya asistía al taller de grabado de mi abuelo Alfredo de Vincenzo, que era en ese momento uno de los talleres de aguafuertes más importantes de Latinoamérica. Ahí escuchaba a los adultos discutir por horas sobre tintas, chapas y proporciones áureas. No sé si tenía verdadera consciencia del tipo de cosas que se discutían a mí alrededor, pero sí recuerdo envidiar la pasión, la energía que esas discusiones despertaban en los adultos.
¿Cómo fue el recorrido que hiciste hasta convertirte en escritora?
Empecé a escribir
para desaparecer; si escribía, o leía, todo se me perdonaba. En la primaria, al
que se distraía en matemáticas le ponían un cero, pero si yo escribía la
profesora Elvira -que hoy en día sigue felicitándome y mandándome
"besotes" por Faccbook- me perdonaba cualquier tipo de distracción.
En la secundaria estaba muy mal visto eludir los recreos y no sociabilizar, pero
si te quedabas leyendo o escribiendo, un aura de misterio perdonaba las
desapariciones sin grandes castigos. Después vinieron algunos talleres
literarios, los primeros grandes maestros, y fui enamorándome de ese mundo,
entendiéndolo de a poco. La carrera de cine también ayudó.
¿Cuándo decidiste
que querías dedicarte a escribir?
En el último año del secundario empecé a ir a talleres literarios.
Para mí era una gran aventura porque, como vivía en Hurlingham, los talleres
representaban viajar hasta la ciudad de Buenos Aires, recorrer las librerías de
Corrientes y conocer gente de mi edad a la que le gustaba lo mismo. Erré por
varios talleres hasta que llegué, ya con El núcleo del
disturbio publicado, al de Liliana Heker. Ella fue mi gran maestra. Su
enseñanza tuvo tal impacto que sigue condicionando mi escritura en el mejor de
los sentidos.
¿Hubo algún
momento preciso en que asumiste o sentiste que eras escritora?
Según la teoría de un escritor amigo, uno empieza a ser escritor
después del quinto libro. Así que a mí todavía me faltaría uno para entrar al
club. Pero sí empecé a asumirme como escritora cuando pude empezar realmente a
vivir de eso. Y acá hay que hacer una aclaración. Y es que todavía no vivo
específicamente de los libros, pero sí, al menos, de todo lo que rodea la
escritura: lecturas, talleres, charlas, invitaciones a festivales, ferias,
residencias... Finalmente la figura del escritor siempre tiene que ver con
estas cosas, con los otros, que es además la parte de "ser escritor"
que más me cuesta. Si se tratara solo de escribir sería mucho más fácil.
¿Qué es lo que más
te divierte, en lo personal, del proceso de planificación y armado de un libro?
La escritura. El momento en el que al fin sé más o menos qué es lo que
quiero contar, y empiezo a trabajar en una historia. Antes podía hacer una
distinción entre la etapa de escritura y la de reescritura, o corrección. Ahora
prácticamente se dan juntas, hace tiempo que reescribir y corregir dejó de ser
un ejercicio de recorte para convertirse en uno de amplitud, en parte de la
propia escritura.
¿Cómo corregís?
El ritmo sostiene lo argumental y viceversa. Son cuestiones de elegir
dónde ponés la luz, qué iluminás. Hay cosas que son muy importantes y que
tienen que tener su espacio, narrarse de manera escénica: "ahora está
pasando esto, y sigue así". Tienen que ser mostradas con mucha conciencia
y atención. Otras no son importantes y hay que contarlas de la manera más veloz
y eficaz posible. También me esfuerzo mucho por tratar de desaparecer como
narrador. Que el lector esté solo con la historia y el personaje, sin una voz
externa. Sobre todo en un cuento como éste, en el que yo quería que el lector
tuviera que seguirla todo el tiempo, padeciendo su muerte y padeciéndola a
ella.
Ese borrado del
narrador es habitual en tus relatos.
Sí. Incluso cuando querés que esté, es mejor que falte antes para que
su aparición sea mucho más monumental. Es una elección estética general en lo
que escribo. Es como cuando ves un paisaje detrás de un mosquitero: cuanto más
te acercás menos ves la malla, hasta que desaparece y ves el paisaje mismo, sin
obstáculos. Me interesan los personajes y las acciones, no el narrador. Salvo
cuando es un personaje. En esos casos se vuelve un recurso muy bueno, porque
aparece la posibilidad de sembrar la desconfianza en la lectura.
¿Por qué elegís el
cuento?
Es un movimiento intuitivo y natural. Aún la novela “Distancia de
rescate” nació como cuento. Trato de narrar mi historia de la forma más
efectiva posible. Cuando me recomiendan a un autor, primero averiguo si escribe
cuentos antes de pasar a una novela. Me interesan por su intensidad y por lo
que me exigen como lectora. La novela también, pero en un libro de cuentos
tengo muchas más oportunidades de recorrer mundos distintos de diversos modos.
Tus relatos se
caracterizan por una arquitectura milimétrica que busca el efecto justo. ¿Cómo
trabajás esa escritura?
En principio tengo una fuerte conciencia de cierta animosidad que quiero
transmitir. Un estado emocional y de incomodidad física despojado de lo
argumental, suena un poco cursi pero es así. La historia que encuentro es una
especie de puente entre mi emoción y la del lector, por eso no me siento a
escribir hasta que no tengo el argumento. Eso me da mucha libertad, porque sé
que el centro del cuento está en ese efecto emocional, así que no me molesta
corregir, cambiar escenarios, personajes, probar voces... Tengo un trabajo muy
consciente de la escritura que creo que fui construyendo como lectora. Temo que
mis lectores sean tan exigentes como lo soy yo con mis autores preferidos. Me
importa mucho cómo se cuenta una historia, por una cuestión sobre todo de
seducción. Más allá de los géneros, me interesa la tensión que se crea palabra
a palabra. Un relato no se escribe del todo en el papel, sino que se completa
en la cabeza del lector, con sus recorridos, cortes y palabras, y me gusta
trabajar con eso. Buscar esa lectura activa del otro implica una vigilancia
palabra a palabra. En su decálogo de escritura, Kurt Vonnegut dice que no hay
que hacer perder el tiempo al lector. Es un pacto de las primeras líneas. Dicen
que cuando montás un caballo, en los primeros segundos en que acomodás el peso,
él determina si podés dominarlo o no; si ve que no, nunca lo vas a lograr. Ese
juego se da entre el escritor y el lector. Hay que demostrar que uno está
controlando lo que dice. El taller me enseñó a leer lo que escribo de verdad,
no lo que yo creo que dice mi texto.
En tus cuentos,
sean fantásticos o no, siempre hay un clima siniestro o extraño. ¿Por qué
buscás esos efectos?
Es el mundo que me interesa, no sé si podría escribir de otra cosa.
En Siete casas vacías, un libro en el que no aparece lo fantástico, ese
clima extraño persiste. Es el mundo de lo literario, me parece, más allá de los
géneros: para que la literatura empiece, algo nuevo y distinto tiene que pasar,
y eso vale tanto para Lovecraft como para Carver. Siete casas... es
un libro que habla de este recorte que hacemos como "lo aceptable".
Qué comportamientos sociales son buenos o malos, posibles o imposibles. Las
convenciones sociales son como las anteojeras de los caballos, evitan que se
distraigan y se asusten pero sólo los dejan ver para adelante. Concentrarse en
lo inmediato implica ignorar una realidad que sucede a tu lado. Siempre me
pareció curioso que hay mucha literatura de lo extraordinario y anormal que
insistimos en llamar fantástica, pero una cosa es lo imposible y otra es lo que
difícilmente sucede. Las narraciones más interesantes son los sucesos
improbables pero posibles. En este libro enfoqué esa extrañeza desde la
interioridad, los comportamientos y pensamientos de los personajes: es la zona
en que somos más sinceros y auténticos. Te conectás con el otro, te enamorás o
te haces amigo cuando te muestra su locura. Aunque sea lo que siempre tratamos
de ocultar.
Una característica de tu literatura es que tus relatos no son
historias cerradas en la que se le revela todo al lector en el final y que
incluso en algunos casos es un espacio abierto sin resolución. ¿Eso te lo
planteás como escritora?
Sí, me lo planteo
porque es lo que me gusta encontrar como lectora, entonces le presto mucha
atención a eso. Hay un doble juego: por un lado, soy muy controladora porque
tengo una idea clara de lo que quiero contar y me gustaría que la travesía del
lector por lo que cuento fuera muy cercana a lo que yo siento, entonces
controlo mucho. Pero, por otro lado, un cuento exige un buen narrador pero
también un muy buen lector. Es un trabajo a dos partes. Un buen lector lee el
libro pero también lee al autor. Siempre hay algo de personaje ahí. Un autor no
tiene toda la verdad, incluso no la tiene acerca de lo que está pasando en su
propio texto y es increíble las cosas que descubro en los cuentos que escribo a
través de la lectura de los lectores. Los cuentos tienen que tener cierta
apertura. Para mí es bastante importante que no todo lo que escribo esté puesto
en el texto, dejar que parte de lo que escribo se produzca en la cabeza del
lector, intentar controlar eso, es casi un imposible pero me gusta jugar con
esa idea. Que algo no esté dicho no significa que no esté en el texto.
El lector deberá encontrarlo.
Exactamente.
¿Qué tipo de
lecturas son las que a vos más te movilizan o conmueven?
Las que me ayudan a descubrir o entender algo nuevo, aunque solo se
trate de un detalle en el que no había pensado antes.
¿A quiénes considerás tus maestros? ¿Qué escritores te influenciaron?
Hay en tus primeros cuentos varios puntos de contacto con los cuentos de
Salinger, ¿fue una decisión?
Siempre digo que
tuve dos grandes influencias. Primero los latinoamericanos, con los que me
enamoré de la literatura: Adolfo Bioy Casares, Antonio di Benedetto, María
Luisa Bombal, Horacio Quiroga, Juan Rulfo, Felisberto Hernández. Y luego los
norteamericanos, con los que aprendí a escribir: Flannery O'Connor, Eudora
Welty, Hemingway, Cheever, Salinger, J.P. Donleavy, Yates, Paley... Luego,
algunos raros que me marcaron muy fuerte, como Kafka. Dostoievski, Beckett,
Pinter... Y muchos descubrimientos nuevos que siguen influenciándome, como
Agota Kristof, Elizabeth Strout, Amy
Hempel, Colm Tóibín...
¿Las ficciones
revelan de manera inevitable algo de la psicología de su autor, o es posible
escribir sobre lo que no se es o no se comprende?
Un lector atento puede deducir mucho de un escritor, más de lo que al
escritor le gustaría. Cuando uno lee, lee la historia pero lee también al
autor. Es incómodo, pero finalmente el lector sigue las huellas de un recorrido
que siempre es personal, incluso cuando no es autobiográfico.
¿Trabajas los
cuentos en función del final o podés partir de una idea sin tener claro dónde
te lleva? ¿Qué podes contar acerca de tu método de trabajo?
Puedo jugar un rato con algo que no sé qué forma tendrá, a modo de
prueba o de ejercicio. Pero para meterme más en la historia y ponerme realmente
a trabajar necesito entender un poco más el final, hacia dónde voy. A veces
esto puede ser descubrir la imagen final con mucha nitidez, otras, apenas tener
una idea de clima, o una sensación, pero avanzar a ciegas me trae muchos
problemas. Si no sé hacia dónde voy prefiero leer, caminar, pensar, rondar la
idea sin las fatalidades de tener un lápiz a mano, que fija y concreta las
palabras más rápido de lo que puedo elegirlas.
¿Le das más
importancia a la trama, a la atmósfera, a la construcción de los personajes, o
el relato es una unidad en la que cada uno de esos elementos debe tener peso
propio?
Es una unidad. A veces tengo claras las ideas pero no puedo avanzar
hasta no encontrar al personaje, a veces veo con claridad el personaje, pero
sin una idea que lo empuje a moverse es imposible ponerlo en acción. A veces
tengo ambas cosas pero ni el clima ni el tono parecen acompañarlos. Pero con el
tiempo también fui descubriendo que hay que prestarle mucha atención a la
primera impresión que uno tiene de una idea. Todo está ahí, la extensión, el
género, el personaje, la cadencia del narrador. El germen más auténtico de una
idea tiene a veces todas las pistas que se necesitan para avanzar.
Liliana Heker fue
tu maestra, ¿cuál dirías que fue la lección más valiosa que supo transmitirte o
que aprendiste en sus clases?
Fueron tantas... Liliana es una gran maestra. Quizá la más importante
haya sido asumir la fatalidad de que la primera versión de un cuento es solo un
mal necesario. A no enamorarse del material. También me enseñó a leer de otra
manera. Creo que una de las cosas más importantes que puede darte un taller es
aprender a leer lo que realmente dice tu texto, y no lo que uno quiso decir.
Parece una tontería, pero es una de las herramientas principales de un autor, y
requiere una distancia de uno mismo muy extraña.