Es
indudable que la traducción ocupó un lugar relevante tanto en la vida como en
la obra de Cortázar. En la década de los ’40 estudió varias lenguas extranjeras
convencido de que el oficio de traductor no sólo era un excelente observatorio
que le ofrecía la oportunidad de asimilar modelos literarios, sino también un
laboratorio que podía otorgarle soltura rítmica a su condición de escritor
incipiente. Fueron muchos los años que dedicó a esa profesión, ya sea en
carácter de traductor literario para distintas editoriales o como traductor
profesional de organizaciones nacionales e internacionales. Durante los
primeros tiempos en que ejerció esa actividad, indudablemente la valoró como un
original y provechoso recurso para asimilar las particularidades de la
literatura universal, pero sin incorporarla todavía a sus propios cuentos. En
ellos se limitó a intercalar de tanto en tanto vocablos, frases o giros
idiomáticos en francés o en inglés, tal como hizo en, por ejemplo, “Lejana”,
“Carta a una señorita en París”, “Las puertas del cielo” o “Las ménades”.
Esta
modalidad cambiaría cuando ya llevaba más de una década viviendo en París y
publicó, en 1963, la que sería considerada su obra cumbre: “Rayuela”. En ella
se ponen de manifiesto dos técnicas frecuentes en toda su obra: el tema del
desdoblamiento como búsqueda de “una realidad en la que lo fantástico irrumpe
en lo cotidiano”, y la autorreferencialidad narrativa. El protagonista, Horacio
Oliveira, es un traductor que trabaja en París. Intelectual argentino exiliado
en París, divide su tiempo entre recolectar todo tipo de desechos y alambres en
sus paseos por la ciudad para armar esculturas, reunirse con un grupo de amigos
en el Club de la Serpiente -por él fundado- para charlar sobre temas existenciales
y escuchar jazz, y llevar adelante una tormentosa relación con su amante, La
Maga. En todo momento sobrevuela la acción la figura de un anciano escritor
llamado Morelli, “un artista que tiene una idea especial del arte, consistente
más que nada en echar abajo las formas usuales, cosa corriente en todo buen
artista” y cuya presencia domina la última parte del libro. Además, la novela
contiene palabras, frases, títulos de libros y revistas, títulos y letras de
canciones y citas de otros autores en nueve lenguas diferentes. Así, el oficio
de traductor aparece por primera vez en la obra de Cortázar, quien además, se
desdobla en Oliveira en su gusto por el jazz, y en Morelli en cuanto a la
ruptura de las formas lingüísticas habituales.
Una década
más tarde publicaría “Libro de Manuel” -una novela inscripta en la estética
vanguardista típica de la época- en la que la traducción desempeña múltiples y
decisivas funciones y pasa a constituir un recurso narrativo de primer orden.
El “Libro de Manuel”, es una obra experimental en la que la disparidad, el
contraste, la desigualdad entre Europa y América Latina constituyen el eje
central de la trama. La acción se desarrolla en París, pero los personajes -en
gran parte intelectuales revolucionarios exiliados- mantienen un contacto
constante con el mundo latinoamericano. La idea predominante de la novela es la
de articular una concepción de una “sociedad nueva” en la que se desenvuelva el
“hombre nuevo” encarnado por Manuel, un niño de tres años, hijo de la única
pareja estable del grupo de personajes. Insertado en el cuerpo novelístico,
aparecen recortes de diarios, cartas, documentos, informes, artículos de
periódicos franceses y latinoamericanos en su idioma de publicación original,
los que los protagonistas recopilan entre todos para Manuel con la idea de que
algún día él vivirá la historia a través de éstos. La temática de esos
documentos ronda prioritariamente en torno a las acciones represivas que se
venían ejecutando en Argentina y el resto de los países latinoamericanos
(aunque también hay algunos recortes sobre sucesos en Alemania, Francia y
Vietnam): casos de tortura y desapariciones, lucha social e injusticias,
violencia urbana y secuestros, acciones que, en pocos años, degenerarían en
Terrorismo de Estado en varios de los países del Cono Sur. Quien se encarga de
organizar y traducir todos esos textos es Susana, madre de Manuel y traductora
profesional. Traduciendo buena parte de ellos del francés, no sólo se dirige a
su hijo sino también a los lectores de carne y hueso. De esta manera, la
traducción se suma al tejido novelesco y se convierte en táctica narrativa.
En “Diario
para un cuento”, relato que integra “Deshoras”, su libro póstumo, Cortázar
retomó el tema de la traducción en un contexto autobiográfico y real. En una
entrevista que le concedió en París al escritor y periodista argentino Osvaldo
Soriano (1943-1997) -que aparecería publicada en el nº 113 de la revista
“Humor” en septiembre de 1983- decía Cortázar: “Yo fui traductor público
nacional y lo más interesante del cuento es la parte autobiográfica porque tal
como lo cuento en el ‘Diario’, entre la clientela que me dejó mi socio cuando
se marchó de la oficina que teníamos en San Martín y Corrientes, me encontré
con cuatro o cinco clientas que eran prostitutas del puerto a quienes él les
traducía y escribía cartas en inglés y en francés. Entonces yo me encontré con
ese problema. Recuerdo que él les cobraba cinco pesos, más por la forma que por
el trabajo. Entonces, cuando yo heredé eso, me pareció cruel decirles que
porque yo era el nuevo traductor no iba a hacer ese trabajo. Por otra parte era
una experiencia psicológica interesante y durante un año les traduje cartas de
los marineros que les escribían desde otros puertos”.
El autor
de “No habrá más penas ni olvido” había conocido a Cortázar diez años antes
cuando le hizo una entrevista para el diario “La Opinión” en Mendoza. En 1973
ese periódico había organizado junto con la Editorial Sudamericana un concurso
de novela latinoamericana cuyos jurados eran Juan Carlos Onetti (1909-1994),
Augusto Roa Bastos (1917-2005), Rodolfo Walsh (1927-1977) y el propio Cortázar.
Luego, con el advenimiento de la dictadura militar, Soriano marchó al exilio,
primero en Bruselas y después en París, en donde trabó amistad con Cortázar.
Ambos, junto a otros exiliados argentinos, fundaron el periódico “Sin Censura”
e, incluso, Cortázar escribió el prólogo de la edición francesa de “Triste,
solitario y final”. Por ese entonces, en una entrevista aparecida en mayo de
1975 en el n°44 de la revista mexicana “Plural”, Cortázar manifestaba que había
comenzado a escribir cuentos por Edgar Allan Poe quien le había enseñado “lo
que es la gran literatura y lo que es el cuento”.
El período
de Nueva York señala el resurgimiento del poeta en Edgar, a quien el tema de “El
cuervo” seguía obsesionando de continuo. El poema habría de adquirir pronto
forma definitiva, y las circunstancias fueron por una vez favorables. El calor
del verano hacía daño a la desfalleciente Virginia, y Edgar buscó, reuniendo
dinero con su trabajo periodístico, algún lugar en las afueras de Nueva York
donde pasar los meses de estío. Lo encontró en una granja de Bloomingdale, que
habría de convertirse para los Poe en un pequeño y efímero paraíso. Allí había
aire puro, praderas, alimento en abundancia, hasta alegría. Edgar halló un poco
de paz lejos de Nueva York y su mundo inconciliable con el suyo. El famoso
busto de Palas, inmortalizado en “El cuervo”, estaba sobre una puerta interior
de la casa. Edgar empezó a escribir regularmente, y los cuentos y artículos se sucedían
y hasta se publicaban en seguida, porque el nombre del autor bastaba para interesar
a los lectores de todo el país. “El entierro prematuro”, mezcla de crónica y
cuento, fue escrito en el “perfecto cielo” de Bloomingdale y prueba la
ambivalencia invariable de la mente de Poe; es uno de sus relatos más mórbidos
y angustiosos, lleno de una malsana fascinación por los horrores de la tumba,
que el pretexto del tema disfraza malamente.
“El cuervo”
alcanzó aquel verano su versión casi definitiva -pues los retoques de Edgar a
sus poemas eran infinitos y se multiplicaban en tas diferentes publicaciones de
cada uno-. El autor lo leyó a muchos amigos, y hay anécdotas que lo muestran
recitando el poema y pidiendo luego la opinión de los presentes con vistas a
posibles cambios. Todo ello está muy lejos de su propia versión en el ensayo
titulado “Filosofía de la composición”, aunque éste pueda estar más cerca de la
verdad de lo que se suele creer. Que el poema pasó por diversos “estados” es
cierto; pero la estructura central, a la que se alude en el ensayo, pudo nacer
de un proceso lógico (poéticamente lógico, mejor, y todo poeta sabe que no hay contradicción
en los términos) como el que se describe en el ensayo.
Se acercaba
el invierno y había que volver a Nueva York, donde Poe acababa de obtener un
modesto empleo en el flamante “Evening Mirror”. El año 1845 -Edgar tenía treinta
y seis años- se abrió con su amistosa separación del “Mirror” y su ingreso en
el “Broadway Journal”. De pronto, inesperadamente para todos, pero quizá no
para él, la fama habría de difundir su nombre más allá de las fronteras de su
patria y convertido en el hombre del día. Hábilmente preparada por Poe y sus
amigos, la publicación de “El cuervo” conmovió los círculos literarios y todas
las capas sociales, hasta un punto que actualmente resulta difícil imaginar. La
misteriosa magia del poema, su oscuro llamado, el nombre del autor,
satánicamente aureolado con una “leyenda negra”, se confabularon para hacer de “El
cuervo” la imagen misma del romanticismo en Norteamérica, y una de las
instancias más memorables de la poesía de todos los tiempos.
Las puertas de los
salones literarios se abrieron inmediatamente para Poe. El público acudía a sus
conferencias con el deseo de oírle recitar “El cuervo” -experiencia memorable
para muchos oyentes y de la cual quedan testimonios inequívocos-. Las damas,
sobre todo, estaban fascinadas oyéndolo hablar.
Edgar lo
hacía admirablemente, seguro de sí mismo, pisando, por fin, el terreno que
durante tantos años había tanteado. “Su conversación -habrá de decir Griswold
con florida retórica- alcanzaba a veces una elocuencia casi sobrenatural.
Modulaba la voz con asombrosa destreza y sus grandes ojos, de variable
expresión, miraban serenos o infundían una ígnea confusión en los de sus
oyentes, mientras su rostro resplandecía o manteníase inmutablemente pálido,
según que la imaginación apresurara el correr de su sangre o la helara en torno
al corazón. Las imágenes que empleaba procedían de mundos que un mortal sólo
puede ver con la visión del genio. Partiendo bruscamente de una proposición
planteada exacta y agudamente en términos de máxima sencillez y claridad,
rechazaba las formas de la lógica habitual y, en un cristalino proceso de
acumulación, alzaba sus demostraciones oculares en formas de grandeza tan
lúgubre como fantasmal o en otras de la más aérea y deliciosa belleza, tan
detallada y claramente y con tanta rapidez, que la atención quedaba encadenada
en medio de sus asombrosas creaciones; todo ello hasta que él mismo disolvía el
embrujo y traía otra vez a sus oyentes a la existencia más baja y común
mediante fantasías vulgares o exhibiciones de las pasiones más innobles...”.
Hasta por
el mismo zarpazo final el testimonio es válido viniendo de quien viene.
Edgar
magnetizaba a su público, y su altanera confianza en sí mismo podía explayarse ahora
sin provocar el ridículo. En cuanto a los rencores ajenos, se hicieron
naturalmente más profundos. Él mismo colaboraba con los odios y las calumnias.
En marzo de 1845, en plena apoteosis, se dejó llevar otra vez por el alcohol.
La creciente agravación de Virginia y ese oscilar entre esperanza y
desesperación que el poeta mencionó alguna vez como algo peor que la muerte
misma de su mujer, podían más que sus fuerzas. En este momento empieza para Poe
una época de total desequilibrio anímico, de entrega a las amistades apasionadas
con escritoras prominentes de Nueva York, episodios que en nada afectan su tierno
y angustioso cariño por Virginia. Esto no es embellecer los hechos: Edgar
necesitaba embriagarse con algo más que alcohol. Necesitaba palabras, decirlas
y escucharlas. Virginia no le daba más que su infantil presencia, su cariño
ciego de cachorro. Una Frances Osgood, en cambio, poetisa y gran lectora, unía
a su imagen llena de gracia la cultura capaz de medir a Poe en su verdadero
valor. Y además Edgar huía de la miseria, de los sucesivos y cada vez más
lamentables cambios de domicilio, de las querellas en el “Broadway Journal”, donde
su egotismo, pero también su primacía intelectual, le creaban continuos
conflictos con sus socios. Por un lado se publicaba una edición aumentada de
los “Cuentos”; por otra, su amistad imprudente con Mrs. Osgood se veía
comprometida por los rumores que obligaban a su amiga (enferma, a su vez, de
tuberculosis) a retirarse de la escena, dejándolo otra vez frente a sí mismo.
El fin de 1845 es también el fin de la gran producción de Poe. Sólo “Eureka”
espera su hora, todavía lejana. Los mejores cuentos y casi todos los grandes
poemas están escritos. Poe empieza a sobrevivirse en muchos aspectos. Un
episodio lo prueba: invitado por los bostonianos a pronunciar una conferencia,
parece ser que bebió tanto los días anteriores que, llegado el momento, se
encontró sin material para ofrecer al público.
Poe había
prometido un nuevo poema; leyó, en cambio, “Al Aaraaf”, obra de adolescencia,
no sólo por debajo de su genio, sino la menos indicada para el recitado. La
crítica se mostró severa y él pretendió que lo había hecho ex profeso para vengarse
de los bostonianos, del “estanque de las ranas” literarias que detestaba. A fin
de año, el “Broadway Journal” dejó de aparecer y Edgar se encontró otra vez
perdido. Si 1845 marca su momento más alto en la fama, es también el comienzo
de una caída proporcionalmente acelerada. Por un tiempo, empero, brillará como
las estrellas apagadas hace mucho. A lo largo de 1846 va a circular activamente
entre los ‘literati’, como se llamaba a las marisabidillas y escritores más conocidos
de Nueva York. Aquel mundo era harto mezquino y mediocre, con honrosas excepciones.
Las damas se reunían a leer poemas, propios y ajenos, e intrigaban entre sonrisas
y cumplidos, procurando críticas favorables de los colaboradores de las
revistas literarias. Edgar, que los conocía perfectamente a todos, decidió un
día ocuparse de ellos.
Publicó en
el “Godey’s Lady’s Book” una serie de treinta y tantas críticas, casi todas implacables,
que produjo terrible conmoción, réplicas furibundas, odios y admiraciones igualmente
exagerados. Lo mejor que puede decirse de esta ejecución en masa es que el tiempo
ha dado la razón al ejecutor. Los ‘literati’ duermen en piadoso olvido; pero es
comprensible que en aquel momento no pudieran preverlo, y que reaccionaran en consecuencia.