24 de diciembre de 2017

Edgar Allan Poe por Julio Cortázar. El bostoniano maldito según el cronopio trujamán (X)

En la edición del 14 de diciembre de 1978 del diario "Clarín", apareció un breve texto de Cortázar -hasta entonces inédito- titulado “Translate, traduire, tradurre: traducir”. En él, entre otros temas, comparaba el “placer” de traducir con el “trabajo” de traducir: “Trujamán silencioso, en mi juventud viví tiempos de delicia mientras traducía libros como Mémoires d’Adrien, de Marguerite Yourcenar, o L’immoraliste, de André Gide, y años después los pagué con jornadas de horror o de letargo frente a los informes de algunos expertos de las Naciones Unidas en las esferas (ellos lo escriben así) de la sociología / alfabetización / regadío / medios masivos de comunicación (sic) / biblioteconomía / reactores atómicos de agua pesada, etcétera, que en general merecían su denominación de informes pero en segunda acepción”. En la misma dirección pero mucho más jocoso fue el texto “Posibilidades de la abstracción”, incluido en su libro “Historias de Cronopios y de Famas” que publicó en 1962: “Trabajo desde hace años en la Unesco y otros organismos internacionales, pese a lo cual conservo algún sentido del humor y especialmente una notable capacidad de abstracción, es decir, que si no me gusta un tipo lo borro del mapa con sólo decidirlo, y mientras él habla y habla yo me paso a Melville y el pobre cree que lo estoy escuchando. De la misma manera, si me gusta una chica puedo abstraerle la ropa apenas entra en mi campo visual, y mientras me habla de lo fría que está la mañana yo me paso largos minutos admirándole el ombliguito. A veces es casi malsana esta facilidad que tengo”.
Resulta evidente que la propuesta de traducir a Poe le vino como anillo al dedo, tanto para terminar con las “jornadas de horror o de letargo” vividas como traductor temporario en la UNESCO como para profundizar en la obra de aquel escritor que había comenzado a leer a los nueve años y que “con sus terroríficas historias no me dejaba dormir por las pesadillas que sufría”. De modo que, durante aquel verano de 1953, su primera decisión con la carta de Ayala aprobando su propuesta en la mano, fue dejar su trabajo en la distribuidora de libros con el argumento de que Roma “bien vale un ‘laissez-passer’ y dos o tres beneficios estudiantiles”. En ese momento Cortázar quedaba atrapado en la “graciosa situación de un individuo que es millonario”, ya que lo que cobraría por traducir a Poe rondaba el millón de francos, aunque al mismo tiempo se preguntaba cómo se las iba a arreglar para vivir durante el tiempo que le llevase semejante tarea pues, entre las tradiciones de la Universidad de Puerto Rico, estaba no adelantar un centavo hasta la entrega de la traducción. La salida, una vez más, fue pedir dinero prestado a los amigos.
La génesis, el progreso y el desenlace de la traducción cortazariana de la obra en prosa de Poe apareció minuciosamente narrada por el periodista español Juan Tallón (1975) en el suplemento cultural “Babelia” del diario “El País” en su edición del 11 de noviembre de 2016 bajo el título “Cortázar y un tal Poe”. “Como si fuese una parte más del viaje o un trámite de la traducción -cuenta Tallón-, el 22 de agosto de 1953 Julio se casó con Aurora. Después desarrendaron su habitación de la Rue de Gentilly, vendieron la Vespa, almacenaron sus libros en un guardamuebles, y sin más, el 16 de septiembre partieron de París en tren hacia una Roma veraniega. Durante los primeros días se instalaron en el Albergo Pelliccioni, junto a la estación Termini, para después trasladarse a la Via di Propaganda Fide, a una pensión a cien metros de la Piazza di Spagna, cerca de la casa en la que vivió y murió su amado John Keats, circunstancia que hizo las delicias de ambos. Pagarían 20.000 liras al mes”.
“Yo estoy ya hasta las orejas en Poe. Hoy traduje diez páginas de los crímenes de la Rue Morgue. ¡Br…!”, le escribe a su amigo Eduardo Jonquières quien, desde Buenos Aires, les prometió enviarles algo de dinero. Sólo contaban con 36.000 liras, pocas para la Roma de entonces. Ello implicaba almorzar con modestia renunciando a la pizza -aquella que “aparte de deliciosa, aparte de ser la locura más inconmensurable del sistema solar, es barata y nos deja repletos y felices como gatos”-, traducir sin descanso y de noche comer un huevo pasado por agua y un sándwich de queso. “Como simultáneamente yo andaba traduciendo las aventuras de A. Gordon Pym, el tema del canibalismo volvía muchas veces a nuestros diálogos, y se adecuaba lúgubremente a nuestra situación”, le contaría a Jonquières. Los problemas económicos de disiparon cuando el 9 de diciembre el cartero tocó el timbre y, en un sobrecito azul, recibieron las liras que les enviaba su amigo desde Argentina.


Cortázar se consagró exclusivamente a Poe, sin embargo, cuando está a punto de llegar 1954, la traducción entra “en lo que un mal escritor llamaría el período crucial pero que yo, más purista, califico de quilombo desatado. Poe se ha propuesto escribir conmigo su mejor cuento fantástico, el del escritor que no se deja traducir del todo. Hace dos meses calculé que me faltaban unas seiscientas páginas. Traduzco diez diarias como promedio. Anoche saqué cuentas y me falta unas… seiscientas (exagero un poco en beneficio de tu sonrisa, pero la verdad es que el Edgardo tiene una elasticidad que ya la quisiera mi cuñadísimo-escritor prolífico)”, diría en otra carta a su amigo Jonquières. “Un traductor se parece a una persona que hace la maleta. Tiene la maleta abierta delante de él, mete un objeto dentro, después piensa que a lo mejor otro podría ser más útil, saca el objeto, pero lo vuelve a meter dentro, porque, pensándolo mejor, piensa que es imprescindible. En realidad, siempre existirá ese ‘algo’ que le escapa a la traducción, y el arte del traductor consiste en no permitir que se pierda nada”. Estas palabras pronunciadas por la escritora francesa Marguerite Yourcenar (1903-1987) seguramente habrán resonado en los oídos de Cortázar en aquellos días.
A fines de febrero de 1954 viajaron a Florencia donde permanecieron dos meses y, en jornadas de nueve horas de trabajo, terminaron la ciclópea tarea. Más de 2.000 páginas, incluidos prólogos, notas, biografía y otros adornos críticos que mandaron a mediados de mayo a la Universidad de Puerto Rico. Después de enviar sus maletas a París y quedarse con lo imprescindible, viajaron a Venecia y, luego de visitar algunas ciudades más, pasaron sus últimos cinco días italianos en Milán y el 9 de junio regresaron a París. Cortázar pensaba que la liquidación sería cuestión de un par de semanas; tardaría cuatro meses. Mientras tanto, ambos retomaron su trabajo en la UNESCO (donde les ofrecieron plazas de traductor fijo pero prefirieron mantener la misma relación laxa que habían conservado hasta la fecha) y aliviaron así sus apuros económicos. La obra no estuvo lista hasta 1956, cuando apareció en dos tomos en la editorial de la Universidad de Puerto Rico en colaboración con la “Revista de Occidente”. En mayo de 1957, en una carta que le envió al escritor Jean Bernabé (1942-2017), le contó que “los libros me llegaron cuando ya ni me acordaba de todo el trabajo que me había dado esa traducción”. Durante ese tiempo Cortázar retomó la escritura y siguió traduciendo. En 1955 lo hizo con “Mémoires d'Hadrien” (Memorias de Adriano) de Marguerite Yourcenar (obra que se convertiría en el otro gran hito de su trayectoria profesional como traductor), y con “Life and letters of Keats” (Vida y cartas de John Keats) de Lord Houghton (1809-1885). También publicaría sus libros de cuentos “Final del juego” en 1956 y “Las armas secretas” en 1959. “La traducción debe tender a impresionar al público a que va dirigida como impresiona el original al público que lo ha leído”, escribió Poe alguna vez. Cortázar cumplió con este principio al pie de la letra.


De enero a junio de 1849 pareció agazaparse, esperar. Pero hay un poema, “Para Annie”, en el que Poe se describe a sí mismo muerto, feliz y abandonadamente muerto, por fin y definitivamente muerto. Era demasiado lúcido para engañarse sobre la verdad, y cuando iba a Nueva York se entregaba al láudano con desesperada avidez. Un admirador le escribió entonces ofreciéndose a financiar la revista que tanto había deseado. Era la última oportunidad de su vida, era la última carta. Pero Edgar, como Pushkin, perdía siempre en el juego y también perdió esta vez. El final comprende dos terribles etapas con un interludio amoroso.
En julio de 1849, Poe abandonó Nueva York para volver a su ciudad de Richmond. No se sabe por qué lo hizo, como no fuera movido por un oscuro instinto de refugio, de protección. Lleno de presentimientos, se despidió de la pobre “Muddie”, que no volvería a verlo. De una amiga se separó diciéndole que estaba seguro de no regresar; lloraba al decirlo. Era un hombre con los nervios a flor de piel, que temblaba a cada palabra. No se sabe cómo llegó a Filadelfia, interrumpiendo su viaje al Sur, hasta que a mediados de julio, probablemente después de muchos días de intoxicación continua, Edgar entró corriendo en la redacción de una revista donde tenía amigos y reclamó desesperadamente protección. La manía persecutoria estallaba en toda su fuerza. Estaba convencido de que “Muddie” había muerto; probablemente quiso matarse a su vez, pero el “fantasma” de Virginia lo había detenido... La alucinante teoría duró semanas enteras hasta que Edgar empezó a reaccionar.
Entonces pudo escribir a Mrs. Clemm, pero el párrafo central de su carta decía: “Apenas recibas ésta ven inmediatamente... Hemos de morir juntos. Inútil tratar de convencerme: debo morir...”. Sus desolados amigos reunieron algún dinero y lo embarcaron rumbo a Richmond; durante el viaje, sintiéndose mejor, escribió otra carta a “Muddie” reclamando su presencia. Lejos de ella, lejos de alguien que lo acompañara y cuidara, Edgar estaba siempre perdido. El más solitario de los hombres no sabía estar solo. Apenas llegado a Richmond escribió otra vez. La carta es horrible: “Llegué aquí con dos dólares, de los cuales te mando uno. ¡Oh, Dios, madre mía! ¿Nos veremos otra vez? ¡Oh, VEN si puedes! Mis ropas están en un estado tan horrible y me siento tan mal...”.


Pero los amigos de Richmond le proporcionaron sus últimos días tranquilos. Bien atendido, respirando la atmósfera virginiana que, después de todo, era la única verdaderamente suya, Edgar nadó una vez más contra la corriente negra, como había nadado de niño para asombro de sus camaradas. Se le vio de nuevo paseando reposadamente por las calles de Richmond, visitando las casas de los amigos, asistiendo a las tertulias y a las veladas, donde, claro está, lo asediaban cordialmente para que recitara “El cuervo”, que en su boca se convertía en “el poema inolvidable”. Y luego estaba Elmira, su novia lejana, convertida en una viuda de respetable apariencia, y a quien Edgar buscó de inmediato como quien necesita cerrar un círculo, completar una forma imperfecta. Luego se diría que Edgar no ignoraba la fortuna de Elmira. Sin duda no la ignoraba; pero es tan gratuito como sórdido ver en su retorno al pasado una maniobra de cazador de dotes.
Elmira aceptó de inmediato su compañía, su amistad, su pronto galanteo. En la adolescencia había prometido ser su mujer; los años habían pasado y Edgar estaba otra vez ahí, fatalmente bello y misterioso, aureolado por una fama donde el escándalo era una prueba más del genio que lo provocaba. Elmira aceptó casarse con él, y aunque hubo una etapa de malentendidos y algunas recaídas de Edgar, hacia septiembre de 1849 el matrimonio quedó definitivamente concertado para el mes siguiente. Decidióse que Edgar viajaría al Norte en busca de “Muddie”, y para entrevistarse con Griswold, quien había aceptado ocuparse de la edición de las obras del poeta. Edgar pronunció una última conferencia en Richmond, repitiendo su famoso texto sobre “El principio poético”, y la delicadeza de sus amigos halló la manera de proporcionarle el dinero necesario para el viaje. A las cuatro de la madrugada del 27 de septiembre de 1849, Edgar se embarcó rumbo a Baltimore. Como siempre en esas circunstancias, estaba deprimido y lleno de presentimientos. Su partida a hora tan temprana (o tan tardía, pues había pasado la noche en un restaurante con sus amigos) parece haber obedecido a un repentino capricho suyo. Y desde ese instante todo es niebla, que se desgarra aquí y allá para dejar entrever el final.
Se ha dicho que Poe, en los períodos de depresión derivados de una evidente debilidad cardiaca, acudía al alcohol como un estimulante imprescindible. Apenas bebía, su cerebro pagaba las consecuencias. Este círculo vicioso debió cerrarse otra vez a bordo durante la travesía a Baltimore. Los médicos le habían asegurado en Richmond que otra recaída sería fatal, y no se equivocaban. El 29 de septiembre el barco atracó en Baltimore; Poe debía tomar allí el tren para Filadelfia, pero se hacía necesario esperar varias horas. En una de estas horas se selló su destino. Se sabe que cuando visitó a un amigo ya estaba ebrio. Lo que pasó después es sólo materia de conjetura. Se abre un paréntesis de cinco días, al final de los cuales un médico, conocido de Poe, recibió un mensaje presurosamente escrito a lápiz, informándolo de que un caballero “más bien mal vestido” necesitaba urgentemente su ayuda. La nota procedía de un tipógrafo que acababa de reconocer a Edgar Poe en un borracho semiinconsciente, metido en una taberna y rodeado por la peor ralea de Baltimore. Eran días de elecciones, y los partidos en pugna hacían votar repetidas veces a pobres diablos, a quienes emborrachaban previamente para llevarlos de un comicio a otro. Sin que exista prueba concreta, lo más probable es que Poe fuera utilizado como votante y abandonado finalmente en la taberna donde acababan de identificarlo. La descripción que más adelante haría el médico muestra que estaba ya perdido para el mundo, a solas en su particular infierno en vida, entregado definitivamente a sus visiones.


El resto de sus fuerzas (vivió cinco días más en un hospital de Baltimore) se quemó en terribles alucinaciones, en luchar con las enfermeras que lo sujetaban, en llamar desesperadamente a Reynolds, el explorador polar que había influido en la composición de “Gordon Pym” y que misteriosamente se convertía en el símbolo final de esas tierras del más allá que Edgar parecía estar viendo, así como Pym había entrevisto la gigantesca imagen de hielo en el último instante de la novela. Ni “Muddie”, ni Annie, ni Elmira estuvieron junto a él, pues lo ignoraban todo. En un intervalo de lucidez, parece haber preguntado si quedaba alguna esperanza. Como le dijeran que estaba muy grave, rectificó: “No quiero decir eso. Quiero saber si hay esperanza para un miserable como yo”. Murió a las tres de la madrugada del 7 de octubre de 1849. “Que Dios ayude a mi pobre alma”, fueron sus últimas palabras. Más tarde, biógrafos entusiastas le harían decir otras cosas. La leyenda empezó casi en seguida, y a Edgar le hubiera divertido estar allí para ayudar, para inventar cosas nuevas, confundir a las gentes, poner su impagable imaginación al servicio de una biografía mítica.