En la edición del 14 de diciembre de 1978 del diario "Clarín", apareció un breve texto de Cortázar -hasta entonces inédito- titulado
“Translate, traduire, tradurre: traducir”. En él, entre otros temas, comparaba
el “placer” de traducir con el “trabajo” de traducir: “Trujamán silencioso, en
mi juventud viví tiempos de delicia mientras traducía libros como Mémoires
d’Adrien, de Marguerite Yourcenar, o L’immoraliste, de André Gide, y años
después los pagué con jornadas de horror o de letargo frente a los informes de
algunos expertos de las Naciones Unidas en las esferas (ellos lo escriben así)
de la sociología / alfabetización / regadío / medios masivos de comunicación (sic)
/ biblioteconomía / reactores atómicos de agua pesada, etcétera, que en general
merecían su denominación de informes pero en segunda acepción”. En la misma
dirección pero mucho más jocoso fue el texto “Posibilidades de la abstracción”,
incluido en su libro “Historias de Cronopios y de Famas” que publicó en 1962:
“Trabajo desde hace años en la Unesco y otros organismos internacionales, pese
a lo cual conservo algún sentido del humor y especialmente una notable
capacidad de abstracción, es decir, que si no me gusta un tipo lo borro del
mapa con sólo decidirlo, y mientras él habla y habla yo me paso a Melville y el
pobre cree que lo estoy escuchando. De la misma manera, si me gusta una chica
puedo abstraerle la ropa apenas entra en mi campo visual, y mientras me habla
de lo fría que está la mañana yo me paso largos minutos admirándole el
ombliguito. A veces es casi malsana esta facilidad que tengo”.
Resulta
evidente que la propuesta de traducir a Poe le vino como anillo al dedo, tanto
para terminar con las “jornadas de horror o de letargo” vividas como traductor
temporario en la UNESCO como para profundizar en la obra de aquel escritor que
había comenzado a leer a los nueve años y que “con sus terroríficas historias
no me dejaba dormir por las pesadillas que sufría”. De modo que, durante aquel
verano de 1953, su primera decisión con la carta de Ayala aprobando su
propuesta en la mano, fue dejar su trabajo en la distribuidora de libros con el
argumento de que Roma “bien vale un ‘laissez-passer’ y dos o tres beneficios
estudiantiles”. En ese momento Cortázar quedaba atrapado en la “graciosa
situación de un individuo que es millonario”, ya que lo que cobraría por
traducir a Poe rondaba el millón de francos, aunque al mismo tiempo se
preguntaba cómo se las iba a arreglar para vivir durante el tiempo que le
llevase semejante tarea pues, entre las tradiciones de la Universidad de Puerto
Rico, estaba no adelantar un centavo hasta la entrega de la traducción. La
salida, una vez más, fue pedir dinero prestado a los amigos.
La
génesis, el progreso y el desenlace de la traducción cortazariana de la obra en
prosa de Poe apareció minuciosamente narrada por el periodista español Juan
Tallón (1975) en el suplemento cultural “Babelia” del diario “El País” en su
edición del 11 de noviembre de 2016 bajo el título “Cortázar y un tal Poe”.
“Como si fuese una parte más del viaje o un trámite de la traducción -cuenta
Tallón-, el 22 de agosto de 1953 Julio se casó con Aurora. Después
desarrendaron su habitación de la Rue de Gentilly, vendieron la Vespa,
almacenaron sus libros en un guardamuebles, y sin más, el 16 de septiembre
partieron de París en tren hacia una Roma veraniega. Durante los primeros días
se instalaron en el Albergo Pelliccioni, junto a la estación Termini, para
después trasladarse a la Via di Propaganda Fide, a una pensión a cien metros de
la Piazza di Spagna, cerca de la casa en la que vivió y murió su amado John
Keats, circunstancia que hizo las delicias de ambos. Pagarían 20.000 liras al
mes”.
“Yo estoy
ya hasta las orejas en Poe. Hoy traduje diez páginas de los crímenes de la Rue
Morgue. ¡Br…!”, le escribe a su amigo Eduardo Jonquières quien, desde Buenos
Aires, les prometió enviarles algo de dinero. Sólo contaban con 36.000 liras,
pocas para la Roma de entonces. Ello implicaba almorzar con modestia
renunciando a la pizza -aquella que “aparte de deliciosa, aparte de ser la
locura más inconmensurable del sistema solar, es barata y nos deja repletos y
felices como gatos”-, traducir sin descanso y de noche comer un huevo pasado
por agua y un sándwich de queso. “Como simultáneamente yo andaba traduciendo
las aventuras de A. Gordon Pym, el tema del canibalismo volvía muchas veces a
nuestros diálogos, y se adecuaba lúgubremente a nuestra situación”, le contaría
a Jonquières. Los problemas económicos de disiparon cuando el 9 de diciembre el
cartero tocó el timbre y, en un sobrecito azul, recibieron las liras que les
enviaba su amigo desde Argentina.
Cortázar
se consagró exclusivamente a Poe, sin embargo, cuando está a punto de llegar
1954, la traducción entra “en lo que un mal escritor llamaría el período
crucial pero que yo, más purista, califico de quilombo desatado. Poe se ha
propuesto escribir conmigo su mejor cuento fantástico, el del escritor que no
se deja traducir del todo. Hace dos meses calculé que me faltaban unas
seiscientas páginas. Traduzco diez diarias como promedio. Anoche saqué cuentas
y me falta unas… seiscientas (exagero un poco en beneficio de tu sonrisa, pero
la verdad es que el Edgardo tiene una elasticidad que ya la quisiera mi cuñadísimo-escritor
prolífico)”, diría en otra carta a su amigo Jonquières. “Un traductor se parece
a una persona que hace la maleta. Tiene la maleta abierta delante de él, mete
un objeto dentro, después piensa que a lo mejor otro podría ser más útil, saca
el objeto, pero lo vuelve a meter dentro, porque, pensándolo mejor, piensa que
es imprescindible. En realidad, siempre existirá ese ‘algo’ que le escapa a la
traducción, y el arte del traductor consiste en no permitir que se pierda nada”.
Estas palabras pronunciadas por la escritora francesa Marguerite Yourcenar
(1903-1987) seguramente habrán resonado en los oídos de Cortázar en aquellos
días.
A fines de
febrero de 1954 viajaron a Florencia donde permanecieron dos meses y, en
jornadas de nueve horas de trabajo, terminaron la ciclópea tarea. Más de 2.000
páginas, incluidos prólogos, notas, biografía y otros adornos críticos que
mandaron a mediados de mayo a la Universidad de Puerto Rico. Después de enviar
sus maletas a París y quedarse con lo imprescindible, viajaron a Venecia y,
luego de visitar algunas ciudades más, pasaron sus últimos cinco días italianos
en Milán y el 9 de junio regresaron a París. Cortázar pensaba que la liquidación sería cuestión de un par de
semanas; tardaría cuatro meses. Mientras tanto, ambos retomaron su trabajo en
la UNESCO (donde les ofrecieron plazas de traductor fijo pero prefirieron
mantener la misma relación laxa que habían conservado hasta la fecha) y
aliviaron así sus apuros económicos. La obra no estuvo lista hasta 1956, cuando
apareció en dos tomos en la editorial de la Universidad de Puerto Rico en
colaboración con la “Revista de Occidente”. En mayo de 1957, en una carta que
le envió al escritor Jean Bernabé (1942-2017), le contó que “los libros me
llegaron cuando ya ni me acordaba de todo el trabajo que me había dado esa
traducción”. Durante ese tiempo Cortázar retomó la escritura y siguió
traduciendo. En 1955 lo hizo con “Mémoires d'Hadrien” (Memorias de Adriano) de
Marguerite Yourcenar (obra que se convertiría en el otro gran hito de su
trayectoria profesional como traductor), y con “Life and letters of Keats”
(Vida y cartas de John Keats) de Lord Houghton (1809-1885). También publicaría
sus libros de cuentos “Final del juego” en 1956 y “Las armas secretas” en 1959.
“La traducción debe tender a impresionar al público a que va dirigida como impresiona
el original al público que lo ha leído”, escribió Poe alguna vez. Cortázar cumplió
con este principio al pie de la letra.
De enero a
junio de 1849 pareció agazaparse, esperar. Pero hay un poema, “Para Annie”, en
el que Poe se describe a sí mismo muerto, feliz y abandonadamente muerto, por
fin y definitivamente muerto. Era demasiado lúcido para engañarse sobre la verdad,
y cuando iba a Nueva York se entregaba al láudano con desesperada avidez. Un
admirador le escribió entonces ofreciéndose a financiar la revista que tanto
había deseado. Era la última oportunidad de su vida, era la última carta. Pero
Edgar, como Pushkin, perdía siempre en el juego y también perdió esta vez. El
final comprende dos terribles etapas con un interludio amoroso.
En julio
de 1849, Poe abandonó Nueva York para volver a su ciudad de Richmond. No se
sabe por qué lo hizo, como no fuera movido por un oscuro instinto de refugio,
de protección. Lleno de presentimientos, se despidió de la pobre “Muddie”, que
no volvería a verlo. De una amiga se separó diciéndole que estaba seguro de no
regresar; lloraba al decirlo. Era un hombre con los nervios a flor de piel, que
temblaba a cada palabra. No se sabe cómo llegó a Filadelfia, interrumpiendo su
viaje al Sur, hasta que a mediados de julio, probablemente después de muchos
días de intoxicación continua, Edgar entró corriendo en la redacción de una
revista donde tenía amigos y reclamó desesperadamente protección. La manía
persecutoria estallaba en toda su fuerza. Estaba convencido de que “Muddie”
había muerto; probablemente quiso matarse a su vez, pero el “fantasma” de
Virginia lo había detenido... La alucinante teoría duró semanas enteras hasta
que Edgar empezó a reaccionar.
Entonces
pudo escribir a Mrs. Clemm, pero el párrafo central de su carta decía: “Apenas recibas
ésta ven inmediatamente... Hemos de morir juntos. Inútil tratar de convencerme:
debo morir...”. Sus desolados amigos reunieron algún dinero y lo embarcaron
rumbo a Richmond; durante el viaje, sintiéndose mejor, escribió otra carta a “Muddie”
reclamando su presencia. Lejos de ella, lejos de alguien que lo acompañara y
cuidara, Edgar estaba siempre perdido. El más solitario de los hombres no sabía
estar solo. Apenas llegado a Richmond escribió otra vez. La carta es horrible: “Llegué
aquí con dos dólares, de los cuales te mando uno. ¡Oh, Dios, madre mía! ¿Nos
veremos otra vez? ¡Oh, VEN si puedes! Mis ropas están en un estado tan horrible
y me siento tan mal...”.
Pero los
amigos de Richmond le proporcionaron sus últimos días tranquilos. Bien atendido,
respirando la atmósfera virginiana que, después de todo, era la única verdaderamente
suya, Edgar nadó una vez más contra la corriente negra, como había nadado de
niño para asombro de sus camaradas. Se le vio de nuevo paseando reposadamente
por las calles de Richmond, visitando las casas de los amigos, asistiendo a las
tertulias y a las veladas, donde, claro está, lo asediaban cordialmente para
que recitara “El cuervo”, que en su boca se convertía en “el poema inolvidable”.
Y luego estaba Elmira, su novia lejana, convertida en una viuda de respetable
apariencia, y a quien Edgar buscó de inmediato como quien necesita cerrar un
círculo, completar una forma imperfecta. Luego se diría que Edgar no ignoraba
la fortuna de Elmira. Sin duda no la ignoraba; pero es tan gratuito como
sórdido ver en su retorno al pasado una maniobra de cazador de dotes.
Elmira
aceptó de inmediato su compañía, su amistad, su pronto galanteo. En la adolescencia
había prometido ser su mujer; los años habían pasado y Edgar estaba otra vez ahí,
fatalmente bello y misterioso, aureolado por una fama donde el escándalo era
una prueba más del genio que lo provocaba. Elmira aceptó casarse con él, y aunque
hubo una etapa de malentendidos y algunas recaídas de Edgar, hacia septiembre
de 1849 el matrimonio quedó definitivamente concertado para el mes siguiente.
Decidióse que Edgar viajaría al Norte en busca de “Muddie”, y para
entrevistarse con Griswold, quien había aceptado ocuparse de la edición de las
obras del poeta. Edgar pronunció una última conferencia en Richmond, repitiendo
su famoso texto sobre “El principio poético”, y la delicadeza de sus amigos
halló la manera de proporcionarle el dinero necesario para el viaje. A las
cuatro de la madrugada del 27 de septiembre de 1849, Edgar se embarcó rumbo a
Baltimore. Como siempre en esas circunstancias, estaba deprimido y lleno de presentimientos.
Su partida a hora tan temprana (o tan tardía, pues había pasado la noche en un
restaurante con sus amigos) parece haber obedecido a un repentino capricho
suyo. Y desde ese instante todo es niebla, que se desgarra aquí y allá para
dejar entrever el final.
Se ha
dicho que Poe, en los períodos de depresión derivados de una evidente debilidad
cardiaca, acudía al alcohol como un estimulante imprescindible. Apenas bebía,
su cerebro pagaba las consecuencias. Este círculo vicioso debió cerrarse otra
vez a bordo durante la travesía a Baltimore. Los médicos le habían asegurado en
Richmond que otra recaída sería fatal, y no se equivocaban. El 29 de septiembre
el barco atracó en Baltimore; Poe debía tomar allí el tren para Filadelfia,
pero se hacía necesario esperar varias horas. En una de estas horas se selló su
destino. Se sabe que cuando visitó a un amigo ya estaba ebrio. Lo que pasó
después es sólo materia de conjetura. Se abre un paréntesis de cinco días, al
final de los cuales un médico, conocido de Poe, recibió un mensaje
presurosamente escrito a lápiz, informándolo de que un caballero “más bien mal
vestido” necesitaba urgentemente su ayuda. La nota procedía de un tipógrafo que
acababa de reconocer a Edgar Poe en un borracho semiinconsciente, metido en una
taberna y rodeado por la peor ralea de Baltimore. Eran días
de elecciones, y los partidos en pugna hacían votar repetidas veces a pobres diablos,
a quienes emborrachaban previamente para llevarlos de un comicio a otro. Sin
que exista prueba concreta, lo más probable es que Poe fuera utilizado como
votante y abandonado finalmente en la taberna donde acababan de identificarlo.
La descripción que más adelante haría el médico muestra que estaba ya perdido
para el mundo, a solas en su particular infierno en vida, entregado
definitivamente a sus visiones.
El resto de sus fuerzas (vivió cinco días más
en un hospital de Baltimore) se quemó en terribles alucinaciones, en luchar con
las enfermeras que lo sujetaban, en llamar desesperadamente a Reynolds, el explorador
polar que había influido en la composición de “Gordon Pym” y que misteriosamente
se convertía en el símbolo final de esas tierras del más allá que Edgar parecía
estar viendo, así como Pym había entrevisto la gigantesca imagen de hielo en el
último instante de la novela. Ni “Muddie”, ni Annie, ni Elmira estuvieron junto
a él, pues lo ignoraban todo. En un intervalo de lucidez, parece haber
preguntado si quedaba alguna esperanza. Como le dijeran que estaba muy grave,
rectificó: “No quiero decir eso. Quiero saber si hay esperanza para un
miserable como yo”. Murió a las tres de la madrugada del 7 de octubre de 1849. “Que
Dios ayude a mi pobre alma”, fueron sus últimas palabras. Más tarde, biógrafos
entusiastas le harían decir otras cosas. La leyenda empezó casi en seguida, y a
Edgar le hubiera divertido estar allí para ayudar, para inventar cosas nuevas,
confundir a las gentes, poner su impagable imaginación al servicio de una
biografía mítica.