A mediados
de 1951, Cortázar obtuvo una beca del gobierno francés para estudiar la
literatura francesa contemporánea -tanto narrativa como poética- y sus
influencias y vinculaciones con las letras inglesas. La subvención comprendía
su estadía en París durante de diez meses, esto es, desde octubre de ese año
hasta julio de 1952. Concluida esa labor, y con la firme intención de quedarse
allí, gracias a un aviso en el diario Cortázar consigue un empleo en una
distribuidora de libros. Su trabajo consistía en empaquetarlos y llevarlos a
distintas librerías de la ciudad, para lo cual le compró una moto Vespa de
segunda mano a un médico argentino. Si bien el sueldo no era gran cosa, lo que
más le importó fue la flexibilidad horaria, lo que le dejaba tiempo libre para
vagar por la “ville lumière” (ciudad luz), leer y, por supuesto, escribir.
También, y gracias a las gestiones de la escritora y editora argentina Victoria
Ocampo (1890-1979) -fundadora de la revista “Sur” en la que Cortázar publicó
entre 1948 y 1953 ensayos y reseñas literarias- pudo establecer una vinculación
profesional como traductor de documentos públicos y técnicos en la UNESCO.
Así,
repartiendo su tiempo entre los dos empleos, Cortázar pudo superar al fin la
agobiante situación que atravesaba por aquellos años, algo que deja entrever en
la copiosa correspondencia que mantuvo con su amigo el artista plástico
argentino Eduardo Jonquières (1918-2000): “Todo el cariño de mis amigos no
hubiera podido salvarme de la soledad de Buenos Aires, esa entrañable enemiga
que puedo vencer poéticamente, pero que me destroza en lo personal”. Para él,
en la Argentina de entonces se respiraba una atmósfera de fraude, violencia y
fascismo intolerable. Sus continuas migrañas y alergias lo llevaron a visitar a
un médico quien, después de escucharlo atentamente, le dijo: “Lo suyo no es una
enfermedad, es una opinión. Váyase”. Y Cortázar se fue. En París, mientras iba
dándole forma a sus “Cronopios”, sigue traduciendo para la editorial
“Sudamericana”. Así, fueron sucediéndose entre 1952 y 1953 las traducciones de
“La vouivre” (La víbora), de Marcel Aymé (1902-1967); “La vie des autres” (La
vida de los otros), de Ladislas Dormandi (1898-1967), y "Ainsi soit-il ou
Les Jeux sont faits” (Así sea o la suerte está echada), de André Gide
(1869-1951). Lo que obtenía con el oficio de traductor le alcanzaba para vivir,
pero, también, como decía bromeando, le facilitaba papel, una máquina y tiempo
para escribir.
Mientras
tanto, a fines de diciembre de 1952, en medio de una descomunal ventisca
llegaba a París Aurora Bernárdez (1920-2014), con quien se había conocido a
fines de la década del ‘40 en Buenos Aires. Los había presentado una amiga en
común, la escritora y periodista Inés Malinow (1922-2016), en una confitería de
la calle Florida. Bernárdez, traductora literaria también ella, se convertiría
en la compañera incondicional de Cortázar. “Comíamos kilos de papas fritas,
hacíamos los bifes casi clandestinamente porque en la pieza del hotel no había
cocina ni se nos autorizaba a cocinar; abríamos la ventana del cuarto para que
no humeara tanto”, recordaría muchos años después. A poco de llegar consiguió
varios trabajos de traducción independiente (Flaubert, Faulkner, Sartre y
Camus, entre muchos otros) y también en la UNESCO, lo que le permitió a la
pareja mantenerse económicamente. En una carta a su amigo Jonquières fechada el
16 de marzo de 1953 diría Cortázar: “Me resulta muy extraordinario pensar que,
antes de salir de Buenos Aires, exactamente un mes antes, descubrí lo que nunca
hubiera creído posible descubrir en mí sin sospecha de mentira o autoengaño.
Tuve el valor de hacerme las preguntas esenciales y salí limpio de la prueba.
Pude hablar, pude decirle a Aurora lo que tenía que decirle, y pude venirme a
Francia sin ninguna esperanza, pero con la serenidad que era por sí sola una
altísima recompensa a mi cariño. El resto lo sabes, ella ha venido a su vez,
está aquí, su mano duerme de noche entre las mías. Y esta felicidad se parece
tanto a un huracán que me da miedo”.
En el
verano de 1952, Cortázar había planeado tomarse unas vacaciones en Italia. Su
plan incluía llevar su moto en tren hasta Milán y, desde allí, recorrer el país
durante un mes. Pero eso fue antes de que el 14 de abril de 1953 se cruzase una
viejecita en su camino y, para no atropellarla, se cayese de la Vespa y se
rompiese una pierna. En julio de ese año, aún convaleciente, recibió en su
departamento de la Rue de Gentilly una carta con lo que denominó un “notición”:
el escritor español Francisco Ayala (1906-2009), por entonces profesor en la
Universidad de Puerto Rico y director de su editorial, le comunicaba que la
institución le encargaba la traducción al español de la obra narrativa y
ensayística de Edgar Allan Poe. Por el trabajo le pagarían 2.500 dólares (que al
final fueron 3.000), una cantidad muy apreciable para la época y que le permitiría
organizar su vida durante un tiempo relativamente prolongado. “Es para que a
uno se le caigan las medias, realmente”, le confesaría lleno de felicidad a su
amigo Jonquières en una de sus cartas.
Ayala,
traductor al español de autores como Mann, Moravia, Rilke y Zweig, había
conocido a Cortázar a finales de los años ‘40 en Buenos Aires, durante su
exilio como consecuencia de la Guerra Civil en su país natal. En su libro de
memorias “Recuerdos y olvidos”, publicadas en 1983, evocó cómo en aquellas
fechas nadie hacía caso del joven Cortázar: “Yo tomaba café a veces con Daniel
Devoto, Luis Baudizzone y algún otro, y Cortázar se nos sumaba, apresurado,
jovial, irritado, asertivo”. Ya por entonces el escritor argentino alababa la
obra de Poe por “esa particular manera de ver y de sentir unas realidades
diferentes a la realidad cotidiana” y confesaba “estar sometido, desde muy
temprana edad, a la magia de los relatos” del escritor bostoniano, algo que lo
llevó a “ver el mundo de una manera distinta”. Años después, instalado en el
pequeño archipiélago caribeño, Ayala recordó aquellas conversaciones en
Argentina y le ofreció la traducción de Poe.
El idilio
de Cortázar con el autor de “The gold bug” (El escarabajo de oro),
efectivamente, había comenzado en su juventud, tal como recuerda el escritor
español Miguel Herráez (1957) en su “Julio Cortázar, una biografía revisada”:
“Sin directrices ni maestros, empezó a devorar toda la literatura fantástica
que tenía a su alcance: Horace Walpole, Joseph Sheridan Le Fanu, Charles
Maturin, Mary Shelley, Ambrose Bierce, Gustav Meyrink y Edgar Allan Poe, este
en la edición española de Blanco Belmonte”. Idéntico hechizo puede apreciarse
en los testimonios recogidos por la escritora mexicana Elena Poniatowska (1932)
en su “La vuelta a Julio Cortázar en (cerca de) 80 preguntas”. Allí Cortázar
cuenta que “Poe me enseñó lo que es una gran literatura y lo que es el cuento.
Ya adulto me preocupé por completar mis lecturas de Poe, es decir, leer los
ensayos que son poco leídos en general, salvo los dos o tres famosos”. Y más
adelante: “Francisco Ayala, en la Universidad de Puerto Rico, muy amigo mío en
Argentina, se acordó de nuestras conversaciones y me escribió preguntándome si yo
quería hacer la traducción”. En el verano de 1953 Cortázar no lo dudó y,
siguiendo las formalidades, aceptó la propuesta.
Los Poe
seguían mudándose de casa una y otra vez, hasta que, en mayo de 1846, buscando
aire puro para la moribunda Virginia, dieron con un cottage en Fordham, en las afueras
de la ciudad. Edgar debió de refugiarse en él como un animal acosado. Las
semanas anteriores habían sido horribles. Querellas (una de las cuales acabó a
golpes), acusaciones, deudas apremiantes y el alcohol y el láudano como vanos paliativos.
Mrs. Osgood se había apartado de la escena. Virginia se moría y faltaba el
dinero. La única carta que se conserva de Poe a su mujer tiene acentos
desgarradores: “Mi corazón, mi querida Virginia, nuestra madre te explicará por
qué no vuelvo esta noche. Confío en que la entrevista que debo sostener será
beneficiosa para nosotros... Hubiera perdido yo todo coraje si no fuera por ti,
mi mujercita querida... Eres mi mayor y mi único estímulo ahora para batallar
contra esta vida inconciliable, insatisfactoria e ingrata... Que duermas bien y
que Dios te dé un agradable verano junto a tu devoto Edgar”.
Virginia
se moría. Edgar la sabía muerta, y así nació “Annabel Lee”, que es la visión poética
de su vida junto a ella. “Yo era un niño y ella una niña, en un reino a orillas
del mar...”. El verano y el otoño pasaron sin que encontraran tranquilidad. Su
fama traía numerosos visitantes al placentero ‘cottage’, y de ellos quedan
testimonios de ternura, la delicadeza de Edgar para con Virginia y de los
esfuerzos de “Muddie” para darles de comer. Con el invierno la situación se
volvió desesperada. Los círculos literarios de Nueva York supieron lo que
ocurría, y la muerte inminente de Virginia ablandó muchos corazones que, de
tratarse sólo de Poe, no se hubieran mostrado tan accesibles. La mejor amiga en
ese trance fue Marie Louise Shew, vinculada indirectamente a los ‘literati’,
mujer sensible y sensata a la vez. Herido en su orgullo, Poe debió de rebelarse
al comienzo; luego tuvo que aceptar los socorros y Virginia recibió lo
indispensable para no pasar frío y hambre. Murió a fines de enero de 1847. Los
amigos recordaban cómo Poe siguió el cortejo envuelto en su vieja capa de
cadete, que durante meses había sido el único abrigo de la cama de Virginia.
Después de
semanas de semiinconsciencia y delirio, volvió a despertar frente a ese mundo en
el que faltaba Virginia. Y su conducta desde entonces es la del que ha perdido
su escudo y ataca, desesperado, para compensar de alguna manera su desnudez, su
misteriosa vulnerabilidad. Al principio fue el miedo. Se sabe que Edgar temía
la oscuridad, que no podía dormir, que “Muddie” debía quedarse horas a su lado,
teniéndole la mano. Cuando se apartaba al fin de su lado, él abría los ojos. “Todavía
no, Muddie, todavía no...”. Pero de día se puede pensar con ayuda de la luz, y
Edgar es todavía capaz de asombrosas concentraciones intelectuales. De ellas va
a nacer “Eureka”, así como del fondo de la noche, del balbuceo mismo del
terror, rezumará la maravilla de “Ulalume”.
El año
1847 mostró a Poe luchando contra los fantasmas, recayendo en el opio y el alcohol,
aferrándose a una adoración por completo espiritual de Marie Louise Shew, que había
ganado su afecto durante la agonía de Virginia. Ella contó más tarde que “Las campanas”
nacieron de un diálogo entre ambos. Contó también los delirios diurnos de Poe, sus
imaginarios relatos de viajes a España y a Francia, sus duelos, sus aventuras.
Mrs. Shew admiraba el genio de Edgar y tenía una profunda estima por el hombre.
Cuando sospechó que la presencia incesante del poeta iba a comprometerla, se
alejó apenada, como lo había hecho Frances Osgood. Y entonces entra en escena
la etérea Sarah Helen Whitman, poetisa mediocre pero mujer llena de inmaterial
encanto, como las heroínas de los mejores sueños vividos o imaginados por
Edgar, y que además se llama Helen, como él había llamado a su primer amor de
adolescencia. Mrs. Whitman había quedado tempranamente viuda, pertenecía a los ‘literati’
y cultivaba el espiritismo, como la mayoría de aquéllos. Poe descubrió de
inmediato sus afinidades con Helen, pero el mejor índice de su creciente desintegración
lo da el hecho de que, en 1848, mientras por una parte mantiene correspondencia
amorosa con Mrs. Whitman, que aún hoy conmueve a los entusiastas del género,
por otra parte conoce a Mrs. Annie Richmond, cuyos ojos le causan profunda impresión
(uno piensa en los dientes de Berenice), y de inmediato la visita, gana la confianza
de su esposo, de toda la familia, la llama “hermana Annie” y descansa en su amistad,
encuentra ese alivio espiritual que requería siempre de las mujeres y que una
sola era ya incapaz de darle.
Los
movimientos de Edgar en estos últimos tiempos son complicados, fluctuantes, a
veces desconocidos. Dio alguna conferencia. Volvió a “su” Richmond, donde bebió
terriblemente y recitó largos pasajes de “Eureka” en los bares, para estupefacción
de honestos ciudadanos. Pero también en Richmond, cuando recobró la normalidad,
pudo vivir sus últimos días felices porque tenía allí viejos y leales amigos, familias
que lo recibían con afecto mezclado de tristeza, y quedan crónicas de paseos, bromas
y juegos en los que “Eddie” se divertía como un chico. Asoma entonces (parece que
en una de sus conferencias) la imagen de Elmira, su novia de juventud, que
había quedado viuda y no olvidaba al hombre de quien la apartara una conjura
familiar. Edgar debió de verla y pensar en ella. Pero Helen lo atraía mágicamente
y volvió al Norte con expresa intención de proponerle matrimonio. Helen era
incapaz de resistir la fascinación de Poe, pero no se sentía muy dispuesta a
casarse de nuevo. Prometió reflexionar y decidirse. Edgar se fue a esperar su
decisión a casa de Annie Richmond, lo cual es perfectamente característico.
El resto
se vuelve cada vez más brumoso. Poe recibe una carta indecisa de Helen y, entretanto,
su afecto por Annie parece haber aumentado tanto que, al separarse de ella, le arrancó
la promesa de que acudiría a su lecho de muerte. Desgarrado por un conflicto
entre imaginario y real, Edgar partió dispuesto a visitar a Helen, sin llegar a
su destino. “No me acuerdo de nada de lo sucedido”, diría luego en una carta. Pero
él mismo narra su tentativa de suicidio. Compró láudano y bebió la mitad del
frasco en Boston. Antes de tener tiempo de tomar la otra mitad (que lo hubiera
matado) sobrevino la reacción de un organismo ya habituado al opio, y Edgar
vomitó el exceso de láudano. Cuando más tarde llegó a casa de Helen tuvo lugar
una escena desgarradora, hasta que ella consintió en el matrimonio si Edgar le
prometía abstenerse para siempre de toda droga o estimulante. Poe lo prometió, volviendo
al ‘cottage’ de Fordham, donde Mrs. Clemm lo esperaba angustiada por su larga ausencia
y los rumores que llegaban sobre las locuras de “Eddie”.
Quien
quiera asomarse al Poe de esos días deberá leer la correspondencia enviada desde
ese momento a Helen, a Annie, a algunos amigos; la miseria, la inquietud, una angustia
que la promesa de Helen no alcanza a borrar -se diría que todo lo contrario-, configuran
el clima indefinible de las pesadillas. Edgar sabía que los ‘literati’ batallaban
para disuadir a Helen y que la madre de ésta temblaba por las consecuencias del
matrimonio. Le disgustó profundamente que en la redacción del contrato de bodas
los escasos bienes de Mrs. Whitman fueran puestos deliberadamente a salvo de su
alcance, como si le creyeran un aventurero. En vísperas de la boda pronunció
una conferencia que fue aplaudida con entusiasmo, pero simultáneamente Helen se
enteró de las visitas de Edgar a casa de Annie y de los rumores, por lo demás
perfectamente falsos, que circulaban al respecto. Edgar había bebido con unos
amigos, aunque sin embriagarse. Todo ello provocó a último momento la negativa
de Helen. Edgar suplicó en vano. Ella volvió a decirle que le amaba, pero se mantuvo
firme, y el poeta retornó a Fordham en un infierno de desesperación.
Quizá este
mismo infierno le ayudó a levantarse una vez más, la última. Asqueado por los
rumores, la maledicencia, la sociedad de los ‘literati’ y sus mezquinas
querellas, se encerró en el ‘cottage’ con Mrs. Clemm y luchó con los restos de
su energía para salir adelante, editar, por fin, su nunca olvidada revista y
reanudar el trabajo creador.