En una
época en la que la crítica literaria, como tantas otras cosas, ha sufrido
cierto declive, y en la que tristemente son poquísimas las figuras destacables
en esta disciplina, Fredric Jameson (1934) se alza como alguien venido de un
pasado cultural de mayor grandeza, un refugiado de la era de grandes ensayistas
como Erich Auerbach (1892-1957) o Roland Barthes (1915-1980) que sin embargo
sigue siendo absolutamente contemporáneo. Crítico y teórico literario nacido en
Cleveland, Ohio (Estados Unidos), durante más de treinta años Jameson ha sido
uno de los ideólogos de la literatura más productivos en el mundo anglosajón.
Doctorado en Letras en la Universidad de Yale en 1959 con una tesis sobre Jean
Paul Sartre (1905-1980), desde la década de los ‘70 se dedicó al análisis
literario y cultural estudiando las relaciones entre el desarrollo del
capitalismo y la producción de las diferentes áreas de la cultura en lo que
habitualmente se conoce como postmodernidad, ese movimiento cultural occidental
que se caracteriza por la atención a lo formal y la búsqueda de nuevas formas
de expresión, junto con una carencia de ideología y de compromiso social. Para
Jameson, las formas estéticas que la definen se corresponden con la fase de
mundialización del mercado. Para el autor de “Postmodernism, or The cultural
logic of late capitalism” (El postmodernismo, o La lógica cultural del
capitalismo avanzado) existe una estrecha relación entre economía y cultura,
una conexión causal entre el arte y las circunstancias en las que se produce la
creación y la recepción. En el escenario del capitalismo tardío se observa una
mutación de las formas de expresión culturales y mediáticas, así como de sus
bases tecnológicas; los aspectos estéticos son, en sí, una expresión
cosificada, devenida en mercancía y puesta de moda por el mercado. Lo que sigue
es la primera parte de una versión resumida y editada de las entrevistas que
Jameson concediera a Hugo Romero y Amador Fernández Savater (para la revista
mexicana “Archipiélago” nº 63) y a David Sánchez Usanos y Ramón del Castillo (para
la revista española “Minerva” nº 16).
Empecemos hablando de la postmodernidad y el
postmodernismo. ¿Cree que esa terminología conserva su vigencia? En ocasiones
ha afirmado que cuando hablamos de la “sociedad del espectáculo”, de la
“sociedad de la imagen” o de la “globalización” básicamente nos estamos
refiriendo al mismo fenómeno.
Algunos de
los primeros usos del término “postmodernismo” se produjeron en el contexto
español; más tarde, justo después de la guerra, también los alemanes hablaron
de lo “post”: la posthistoria, la postmodernidad... Pero la palabra empezó a
emplearse en su sentido contemporáneo en los años ‘60, en el ámbito de la
arquitectura. Hoy mucha gente interpreta el término “postmodernismo” como si se
tratase de un concepto esencialmente estilístico. Y ciertamente hay algo
parecido a una arquitectura postmoderna que, fundamentalmente, fue una reacción
contra la elevada seriedad moderna y sus pretensiones filosóficas y metafísicas,
una intervención que aspiraba a ser relajada y entretenida. Creo que hay cierto
consenso en que es un estilo agotado, que ya no resulta vigente; desde ese
punto de vista, el postmodernismo ha concluido. En cambio, seguimos inmersos en
la postmodernidad, entendida como el modo en que el carácter postmoderno afecta
a todo un modo de producción, a un momento del capitalismo avanzado. Puedo
entender que alguna gente crea que la noción de postmodernismo -cierto estilo
inicial de la postmodernidad- ya no es útil, pero me parece insensato proclamar
el fin de la postmodernidad como momento del capitalismo. Podemos usar otros
sinónimos, claro está: es evidente que la globalización es la otra cara de la
postmodernidad y que ambas significan lo mismo, o podemos hablar de capital
financiero... Todos estos elementos caracterizan este nuevo momento del modo de
producción capitalista, pero resulta conveniente mantener la palabra
postmodernidad debido a que, en lugar de restringirnos a lo meramente
económico, nos empuja a buscar las implicaciones superestructurales de este
cambio en el campo de la cultura.
¿No cree que el postmodernismo, entendido como
estilo, era realmente “moderno” o elevado en comparación con la producción
cultural actual procedente, por ejemplo, de China?
Sí, no es
sólo un término negativo o reactivo... Tengo algunos problemas con la palabra
“estilo” pero, en cualquier caso, me parece una apreciación acertada. Lo que
ahora llamamos postmoderno -y eso sería aplicable también al arte actual de
Rusia o China- no es sólo un estilo sino cierta nueva concepción de la obra de
arte y pienso que eso puede describirse en sus propios términos y no
simplemente como una secuela de lo moderno.
La cuestión del estilo es un tanto paradójica,
pues usted ha afirmado en no pocas ocasiones que la postmodernidad significa
precisamente el final del estilo que, en cambio, era un asunto crucial para los
modernistas.
Entiendo
el concepto de “estilo” en el sentido que le daba Roland Barthes. Alude a una
forma de expresión, típicamente moderna, de la personalidad de un sujeto. En un
mundo postindividual como éste, en el que hemos ido más allá de la personalidad
y del sujeto, el término estilo ya no parece de gran utilidad. Lo que quiero
decir es que, aunque hoy en día puede haber artistas muy importantes, no
inventan su propio estilo de la manera en la que lo hacían los grandes pintores
o escritores del período moderno. Hacen algo distinto.
Retomando el tema del modo de producción, ¿por
qué hablar de modo de producción? La idea de modo de producción, ¿no implica
que hay varios modos? ¿Y no parece como si la globalización fuese algo que está
más allá de los modos?
Bueno, uso
la idea en su sentido marxista original. A lo largo de la historia se ha dado
cierto número de modos de producción: feudalismo, esclavitud, capitalismo... Es
un concepto totalizador que trata de capturar la interconexión entre
determinado tipo de trabajo, de tecnología, de cultura, de religión... Pero es
cierto, no es del todo correcto decir que estamos viviendo un nuevo modo de
producción. Es sólo otra etapa del capitalismo. Creo que cada una de esas fases
se ha caracterizado por una expansión del sistema. El capitalismo comienza
sobre una base local o nacional y se extiende al ámbito europeo, después se expande
por el mundo por medio de un proceso imperialista y finalmente entra en una
fase de globalización (que ya no cabe calificar de imperialista, pues se trata
de algo nuevo). Claro, también están las cínicas objeciones de cierta gente que
dice que siempre ha habido globalización, aduciendo que en el Neolítico se
podían encontrar en África materiales procedentes de la India, y ejemplos por
el estilo. Creo que no es una forma seria de describir los tremendos cambios
que ha traído la globalización por medio de las tecnologías de la comunicación
e internet, y todo lo que implican tanto para la producción como para las
finanzas.
¿Diría que estamos en la misma fase del capital
que a comienzos de los años ‘80 -cuando escribió “El posmodernismo o la lógica
cultural del capitalismo avanzado”-, o se ha incrementado el dominio de la
economía? Parece como si el mundo estuviera interconectado sobre todo en los
aspectos financieros, mientras que lo político y lo cultural se limitaran a
seguir la senda que marcan las finanzas.
Yo en este
punto no hablaría de causas, sino de elementos más o menos fuertes o más
débiles de esta nueva situación. Resulta evidente que hoy en día podemos ver la
forma completa de este fenómeno con más claridad que en los años ‘80, pero creo
que, en esencia, muchos de estos procesos comenzaron entonces. Las
liberalizaciones de Thatcher y Reagan son uno de los hitos que pueden emplearse
a la hora de periodizar el comienzo de un nuevo tipo de sistema desde cualquier
punto de vista. Si dirigimos la mirada aún más atrás podemos, si se prefiere
expresar en estos términos, establecer una genealogía de lo postmoderno,
observamos aquí y allá que algo se estaba desarrollando, algo que llegaría a
ser central más tarde; pero realmente no podemos ver el modo en su forma
completa tal y como lo conocemos hoy en día. Para tratar de esto me parece muy
adecuada la terminología de Raymond Williams: él habla de lo dominante y lo
subordinado. Cosas que entonces podían parecer subordinadas resultan ahora
dominantes, quizá ésta sea la mejor manera de abordar la cuestión. También con
respecto a lo económico. Muchas de las prácticas económicas que en aquellos
días resultaban pioneras hoy se han convertido en dominantes. Uso todos estos
elementos como síntomas. Por ejemplo, creo que algo como el derivado financiero
es un síntoma excelente de lo que está sucediendo en otros campos, pero no
diría que el derivado financiero es la causa de esto o lo otro. El lenguaje de
la causalidad puede ser muy engañoso.
A menudo se le presenta como un entusiasta de la
cultura europea, ¿suscribiría esa idea? ¿Considera que todavía podemos seguir
hablando de una “cultura europea”, de una unidad europea no sólo cultural sino
también política?
Desde
luego, hay una especie de unidad europea. Podemos hablar de tradiciones
socialdemócratas, de un cierto tipo de Estado de bienestar que se remonta al
siglo XIX y de determinada primacía de la cultura en varios países europeos
(incluso en los del Este, pues pienso que los polacos y los checos también se conciben
a sí mismos como europeos). En los Estados Unidos hay una larga tradición de
“eurofilia” y “eurofobia”. Existe una antigua distinción acuñada por Philip Rav
-que durante mucho tiempo fue el editor de Partisan Review-, espero que hoy en
día no se interprete como racista, pero él hablaba de rostro-pálidos y
pieles-rojas. De modo que los eurófilos serían rostro-pálidos y los “verdaderos
americanos” pieles-rojas. Según esta clasificación, Henry James sería un
rostro-pálido y John Steinbeck un piel-roja. No pienso en estos términos acerca
de mí mismo puesto que, además de por Europa, me siento atraído por otros
lugares, como China o Rusia. Pero lo que ha tenido mucha importancia para mí ha
sido la crítica de la tradición angloamericana del empirismo o la filosofía
analítica. Europa me sirvió de contrapeso: era el lugar donde todavía existía
la dialéctica, donde aún había una política radical, donde existían ciertos
tipos de cultura que no se daban en los Estados Unidos. Pero, por otra parte,
también soy lo suficientemente norteamericano como para estar muy influido por
la cultura de masas. Creo que Norteamérica es el sitio donde se inventó la
cultura de masas, y no estoy seguro de si en Europa -o en otra parte- existe
algo así. En cierta ocasión los japoneses intentaron comprar unos grandes
estudios de música y cine, el problema fue que aparentemente lo tenían todo (la
tecnología, la fuerza productiva, el dinero...), pero no lograron generar
cultura de masas y finalmente fue un fracaso. Creo que también debe decirse
algo acerca del relativo fracaso de los países socialistas a la hora de crear
su propia cultura de masas. Recuerdo que un amigo mío, a la vuelta de sus
vacaciones en la entonces Yugoslavia me dijo: “Llevan vaqueros, tocan música
pop norteamericana... No han tenido éxito, no han producido su propia cultura
popular”. En mi opinión se trata de una cuestión muy seria. Así que en este
aspecto no me describiría como un completo antinorteamericano; pero por lo que
respecta, con matices, a la literatura, la filosofía o la poesía, la oposición
al empirismo y al anti-intelectualismo norteamericano que representa el legado
europeo ha sido muy importante para mí. Por supuesto también podríamos añadir
que no tenemos una tradición marxista o lo que, en esencia, podríamos denominar
una teoría marxista, debido a que no tenemos teoría en absoluto. La teoría
constituye fundamentalmente una reacción -una crítica- contra el empirismo y,
en este sentido, Europa me ha resultado crucial puesto que era el lugar donde
aún existía la teoría. Y supongo que, en cierto modo, mis primeros libros se
ocupan de la tradición europea de teoría y crítica cultural marxista
precisamente porque estas cuestiones prácticamente no tenían ninguna influencia
en la Norteamérica de los ‘50.
Pero, ¿no existe también cierta eurofilia en la
academia norteamericana? Autores como Žižek o Derrida adquirieron relevancia
internacional cuando triunfaron en Estados Unidos, y podríamos decir que los
referentes intelectuales y culturales que gozan de más prestigio en el ámbito
universitario norteamericano en buena medida son europeos.
Es cierto,
pero un asunto diferente es la relación con el Estado. Allí el Estado no paga
casi nada, está completamente orientado a favor de las empresas. De modo que,
poco a poco, el arte va quedándose sin apoyos ni subvenciones, no existe la
clase de protección que tienen en Europa para distintos aspectos y actividades
culturales. Soy consciente de que actualmente el sistema educativo europeo en
general atraviesa un período crítico, pero en su mayor parte el nuestro es un
sistema privado, y eso hace que se den muchas diferencias en todo tipo de
ámbitos. Lo más cerca que estuvimos de tener algo parecido al sistema educativo
europeo fue el magnífico sistema estatal que se implantó en California y que ha
sido desmantelado. El caso es que, en general, siempre ha habido resistencias.
También creo que muchos de los problemas que existen en la Unión Europea son
comparables a los que tenemos nosotros con los distintos estados dentro de un
sistema federal, pero ésa es otra cuestión. En cualquier caso, creo que tenemos
la obligación de inventar algún tipo de futuro, incluso si, en cierto sentido,
ni siquiera vemos un presente. Tenemos que provocar la implicación política de
la gente. Resulta muy difícil, el sistema es tan poderoso que parece como si no
hubiera alternativa. Es una situación general en todo el mundo, no es algo que
concierna sólo a Europa o a Norteamérica.
O sea que el lector para el que usted escribe es
una especie de “lector global”.
Un lector
global... Sí, en cierto modo sí. Escribo para los académicos, para los
intelectuales. Digámoslo de este modo: me gustaría tener alguna influencia en
la producción de nuevos intelectuales. Creo que una parte de la política ha de provenir
de los intelectuales. Lenin decía aquello de que una revolución, para tener
éxito, tenía que contar con la clase trabajadora y también con los
intelectuales. Podemos intentar producir una nueva clase trabajadora adecuada a
las nuevas condiciones históricas. Pero también podemos intentar tener algún
tipo de influencia en los intelectuales y en aquello que consideran su misión.
Mi papel político, tal y como yo lo entiendo, tiene que ver más con este último
aspecto. Y la cuestión es que en los Estados Unidos hay una lucha contra los
intelectuales. Como he dicho antes, tenemos una larga tradición de
anti-intelectualismo y ello incluye combatir al intelectual como tal. Por
cierto, esa es otra de las diferencias básicas entre Estados Unidos y Europa:
en mi país los intelectuales no tienen el prestigio del que gozan en Europa. Lo
que estoy tratando de sugerir es que tenemos un papel que desempeñar, que no
deberíamos avergonzarnos de ser intelectuales, no tenemos por qué convertirnos
en otra cosa. Los intelectuales están hoy en día en la academia; bueno, ésa es
la evolución de las instituciones y creo que no hay nada indigno en ello. Me
gustaría, en definitiva, jugar algún tipo de papel en la vindicación del
intelectual.
Volviendo a la cuestión de la cultura popular,
hay una cita que usted usa a menudo, me refiero a esa predicción del cineasta
Ken Russell acerca de que en el siglo XXI las películas no durarían más de
quince minutos. ¿Cómo se conjuga eso con la actual pasión que parece existir
por las series de televisión? La gente las consume por temporadas enteras,
tratando de conseguir todos los episodios. Y desde luego eso es algo que excede
los quince minutos. ¿Estamos ante una especie de avatar de la gran novela
decimonónica?
Me parece
que se trata de un intento de hacer algo en televisión que resulte distintivo
desde el punto de vista cultural. Parece que esa posibilidad ha surgido en un
momento en el que -al menos en los Estados Unidos- la televisión parecía que
estaba cayendo demasiado bajo. No se trata de volver a las películas de arte y
ensayo, sino de profundizar en este medio y lograr algo nuevo, una forma nueva.
Y sí, ésa era la manera en que publicaba Dickens, la forma serial, así eran las
novelas del siglo XIX, o sea que quizá estemos ante un modo de adaptar eso a la
televisión. Se trata de un fenómeno muy prometedor.
¿Cómo influyen las formas de consumo cultural en
el modo en que se produce la cultura? Por ejemplo, en el caso concreto del
libro electrónico, ¿cree que si su uso se extiende afectará de algún modo a la
forma de escribir?
Bueno,
creo que nos falta perspectiva para juzgarlo, aún es pronto. Algunas de sus
ventajas son indudables, yo viajo mucho y desde luego es de gran ayuda poder
contar con una biblioteca entera sin tener que cargar todo ese peso. Pero, por
otra parte, hay ciertos inconvenientes. Por ejemplo, yo puedo recordar en qué
posición de la página (arriba a la derecha o en el tercer párrafo de la página
izquierda) estaba una determinada cita, y con los nuevos dispositivos no tengo
manera de localizarlo de ese modo, aunque supongo que se estarán produciendo
desarrollos en ese sentido. Es muy posible que la tecnología ejerza algún tipo
de influencia, aunque no siempre sea la esperada. Nietzsche fue el primer
filósofo en usar máquina de escribir, y también tenemos el caso del propio Mark
Twain, que perdió una fortuna invirtiendo en determinados modelos de máquinas
que finalmente no tuvieron éxito. Pero, como decía, los efectos no son siempre
los que cabría suponer. Ahí tenemos lo que sucedió con Henry James, por
ejemplo. En cierto momento de su vida debido a una lesión tuvo que dejar de
escribir; a partir de entonces se dedicó a dictar sus obras para que otro las
transcribiese. Cabría pensar que el hecho de que éstas fuesen compuestas
oralmente podría hacer que la estructura de las oraciones fuese más simple.
Pues sucede justo al contrario: las obras pertenecientes a ese período son de
un estilo y estructura más complejos, y es algo que puede observarse claramente
cuando se las compara con su producción anterior.
En otro orden de cosas, su trabajo está teniendo
una importante recepción en China.
Sí, de
hecho, en China pueden encontrarse mis obras completas en cuatro volúmenes.
Visité China por primera vez a mediados de los ‘80, cuando estaba saliendo de
la Revolución Cultural y se estaba abriendo a Occidente. Se publicaban y
traducían muchas cosas y para mí también supuso una oportunidad de tener algo
de influencia en esa zona. Está claro que los chinos mantienen una relación con
Europa y las tradiciones europeas, pero, en esencia, podemos decir que de
manera análoga a como los norteamericanos obtuvimos nuestra teoría de Europa,
ellos la obtienen de Estados Unidos. En lo relativo a la literatura y a la
cultura se mostraban realmente ansiosos por saber y aprender todas las cosas
nuevas que podían hacerse mediante el análisis teórico de obras de arte,
literatura y, en general, de productos culturales.
Así que, en cierto modo, podríamos decir que en
China se usa su obra como si se tratase de un mapa, ¿no?
En cierto
sentido sí. Diría que mi trabajo sirvió primero en los Estados Unidos como una
introducción a la teoría europea (incluido el marxismo) y quizá ahora en China
todavía funcione de ese modo. Y en tanto que son introducciones, una vez que
has aprendido lo que te ofrecen, caen en el olvido. No pretendo tener esa
influencia para siempre, pero está bien desempeñar ese papel en el momento
justo.