Pionero en el estudio de la obra de grandes
filósofos, sociólogos y economistas como Georg W.F. Hegel (1770-1831), Karl
Marx (1818-1883), György Lukács (1885-1971), Walter Benjamin (1892-1940), Jean
Paul Sartre (1905-1980) o Ernst Mandel (1923-1995), mediante penetrantes
lecturas de cada uno de ellos, Jameson desarrolló un método crítico que ha
tenido una gran influencia, al proporcionar un marco para analizar las
conexiones entre el arte y las circunstancias históricas de su realización. En
obras como “A singular modernity” (Una modernidad singular), “The ideologies of
theory” (Las ideologías de la teoría) y “The geopolitical aesthetic” (La
estética geopolítica), plantea la dimensión mercantil del arte que ha llevado
la expresión creativa a la banalización, al pastiche, a la frugalidad y la
superficialidad. La profundidad de la cultura ha sido sustituida por la
multiplicidad de lo superficial, donde el significado se oculta tras los
simulacros, el vaciado de la razón y el ser de la historia. Así, en ensayos
como “The cultural turn” (El giro cultural), “Theory of culture” (Teoría de la
cultura) y “Postmodernism & cultural theories” (Postmodernismo y teorías
culturales), define a la postmodernidad como la lógica cultural del capitalismo,
como la pantalla mediática y cultural que cubre el tránsito hacia una escena de
globalización económica. Los medios de comunicación habilitan la nueva
expresión del ‘capitalismo mediático’, al tiempo que la tecnología adquiere el
carácter de icono de la postmodernidad y todo objeto se convierte en mercancía.
Jameson es autor de una vasta obra que incluye, entre otros títulos, “The Hegel
variations. On the ‘Fhenomenology of spirit’” (Las variaciones de Hegel. (Sobre
la “Fenomenología del espíritu”), “Marxism and form. 20th-Century dialectical
theories of literatura” (Marxismo y forma. Teorías dialécticas en la
bibliografía del siglo XX), “Archeologies of the future” (Arqueologías del
futuro), “A singular modernity” (Una modernidad singular), “Brecht and Method”
(Brecht y el Método), “Seeds of time”(Las semillas del tiempo), “Imaginary and
symbolic in Lacan” (Imaginario y simbólico en Lacan), “The geopolitical
aesthetic” (La estética geopolítica), “Late marxism. Adorno or the persistence
of the dialectic” (Marxismo tardío. Adorno y la persistencia de la dialéctica),
“The ideology of theory” (Las ideologías de la teoría), “The prison house of
language” (La cárcel del lenguaje), “Sartre. The origins of a style” (Sartre. Los
orígenes de un estilo) y “Narrative as a socially symbolic” (La narrativa como
acto socialmente simbólico). A continuación, la segunda parte de la versión
editada de las entrevistas publicadas en las revistas “Archipiélago” y
“Minerva”.
Tal vez la
aportación teórica por la que es más conocido para los lectores en lengua
española sea su análisis marxista de la posmodernidad como “lógica cultural del
capitalismo tardío”, análisis que ha venido desarrollando en otras obras suyas
durante los años ‘80. ¿Considera que, en lo esencial, aquel análisis sigue siendo
válido? A grandes rasgos, ¿qué modificaciones ha supuesto la deriva
reaccionaria de la cultura postmoderna?
Algunas personas sostienen que el postmodernismo
ha tocado a su fin, sin embargo es preciso establecer una diferencia entre el
postmodernismo como estilo y la postmodernidad como situación cultural. Existen
diversos estilos en el seno del postmodernismo, y algunos de ellos han
desaparecido al tiempo que han ido surgiendo otros. Pero la postmodernidad, tal
y como la caractericé en aquellas obras, sigue estando vigente e incluso en
expansión. Lo que quizás habría que añadir ahora para destacar su relevancia es
que finalmente postmodernidad y globalización son una misma cosa. Se trata de
las dos caras de un mismo fenómeno. La globalización lo abarca en términos de
información, en términos comerciales y económicos. Y la postmodernidad, por su
lado, consiste en la manifestación cultural de esta situación. En lo que se
refiere a si es o no productiva, desde luego, cualquier situación histórica
nueva acaba siendo productiva, o sea, produce toda una nueva cultura. Lo que
nos debería interesar en este sentido es cuáles son las posibilidades de una
cultura de oposición frente a una cultura postmoderna afirmativa, que en cambio
se limita a reproducir el sistema. Ésta es una cuestión difícil de contestar
porque no creo que, por ejemplo, se pueda o deba dictar a los artistas qué
hacer o anticipar el tipo de cosas que hay que hacer. Creo que los artistas, a
título individual, aunque quizás en menor medida en el campo literario, sí que
ejercen algún tipo de oposición. La pregunta crucial que yo plantearía aquí,
una pregunta para la que no tengo respuesta, la verdad, sería: ¿Pueden
erosionar al capitalismo las formas de oposición cultural que surgen en un
momento? ¿Precisa este sistema caracterizado por la postmodernidad y
globalización el mismo tipo de oposición que la que se generó en la época de lo
moderno? En el momento moderno hablábamos de subversión, crítica, oposición,
pero me pregunto si todas estas formas de resistencia son realmente válidas en
las condiciones presentes. Recuerdo ahora el título de un famoso libro de Sloterdijk,
“Crítica de la razón cínica”. Mucha gente usaría esos términos para describir
la situación. Sí, creo que nos encontramos inmersos en una cultura de la razón
cínica, en la que todo el mundo ya sabe todo de antemano, en la que ya no hay
sorpresas, un momento en el que todo el mundo sabe lo que es el sistema y lo
que hace, que el sistema no ofrece ilusiones a nadie y que simplemente está
basado en el beneficio, en el dinero, etc. Si es así, si todos somos tan
conscientes de este hecho, entonces es evidente que la función de la cultura de
desenmascarar y revelar ese mismo hecho deja de ser necesaria. Aunque al mismo
tiempo, si todos lo sabemos ¿por qué no resistimos? Estos son los nuevos tipos
de interrogantes a los que hoy se enfrenta la cultura, y los que tendría que
acometer una cultura postmoderna de izquierdas.
La vieja
guardia, pongamos Adorno, asociaba la oposición cultural con cosas como la
música de vanguardia, la literatura modernista, mientras que la nueva crítica
que surgió con su generación se centró más en los productos de la cultura de
masas, los medios de comunicación, el cine, la TV, el vídeo, etc. ¿Qué otras
diferencias hay entre la antigua lucha cultural y la postmoderna?
Creo que la idea de oposición y subversión iba
unida a la idea de vanguardia y a la propia diferencia entre alta cultura y
cultura de masas. Una de las cosas importantes de la postmodernidad es que esa
diferencia se diluye. En realidad, ya sucedía con Thomas Pynchon. No es que
Pynchon fuera exactamente cultura de masas, sin embargo sí que estaba
absorbiendo o impregnándose de la cultura de masas de un modo que no se había
producido anteriormente en la literatura. Pero volviendo a la pregunta, ¿cuál
es el nuevo contenido de oposición o resistencia? ¿Se trata de una muestra de
pluralismo cultural? Todo el mundo está a favor del pluralismo, pero lo cierto
es que éste no va necesariamente unido a un programa político. Tampoco sé,
igual que le sucede al resto, cuál sería el programa político adecuado, y mis
sugerencias en realidad no son útiles en el plano político. Creo que es preciso
distinguir dos niveles y hablar de lo local y lo global no es una tontería en
este punto. Desde luego, existen políticas nacionales donde se han producido
ciertas conquistas democráticas y donde se han alcanzado algunos logros
sociales, que están siendo destruidos por una nueva derecha conservadora muy
agresiva. En este contexto no sé si se puede sostener una política radical,
dado que uno parece obligado a defender una política de conservación del viejo
Estado de Bienestar. Pero existe otro nivel, el de la cultura global, en el que
ciertamente suceden y puede que sucedan otro tipo de cosas. Posiblemente esas
cosas no se vayan a originar entre nosotros, en el Primer Mundo, en Europa o en
Estados Unidos, son cosas que vendrán de otros lugares, quizás de lo que está
sucediendo en América Latina, de lugares en los que se está fraguando una
resistencia contra los países ricos. Podemos apoyar todo eso desde el interior
de los países ricos, pero al mismo tiempo nos es muy difícil originar una
política antiglobalización desde el Primer Mundo, desde nuestra posición
acomodada. Podemos, desde luego, identificarla y apoyarla y eso es lo que ha
representado Seattle, el Foro Social Mundial, el Foro Social Europeo. Son
acontecimientos que se producen en un ámbito internacional, mientras que en el
seno de los países se da otro nivel de política, y localmente otro. En
realidad, en cierto sentido todos ellos están desconectados entre sí, aunque
discurren en paralelo, simultáneamente, y una de las cosas que genera confusión
política es el hecho de que no podamos identificar de forma inmediata cuáles
son las grandes causas políticas de este momento. Esto también tiene que ver
con la lentitud con la que está emergiendo un nuevo movimiento obrero
internacional. Claro que el comercio internacional está operando, pero sus
movimientos son muy contradictorios, y lo que es bueno para los trabajadores
chinos resulta que es malo para los latinoamericanos y los españoles. La vieja
izquierda moderna, la izquierda comunista, se basaba en una idea
internacionalista, pero el espacio para que esa idea se desarrolle más no ha
surgido aún.
El bloqueo
de la imaginación es otro problema al que ha prestado mucha atención, en
relación, por ejemplo, con ciertos aspectos del antiurbanismo de Koolhaas o con
la ciencia-ficción contemporánea. Parece que no se trata de volver a la utopía,
sino de…
En lo que se refiere a la utopía, creo que hay
dos cuestiones relevantes. Una tiene que ver con una especie de impulso utópico
que siempre está presente. Tiene que ver con la colectividad, la felicidad, el
cuerpo. Gran parte de lo que pensamos sobre la degradación de la cultura
contemporánea se alimenta de ese impulso. Es un sentido de utopía que late en todas
partes. Lo que, sin embargo, no siempre está presente son representaciones de
la utopía, ya que éstas surgen en oleadas. En Estados Unidos, por ejemplo, el
gran momento para las utopías fue la década de 1890, el período del Movimiento
Progresista, de la formación de los sindicatos, de los Trabajadores
Industriales del Mundo, etc., un período en el que la gente experimentó
verdaderos cambios históricos y se sintió interpelada a imaginar otros futuros
que, quizás, ahora puede que no parezcan nada atractivos pero que realmente
formaron parte del imaginario de esos movimientos. Después nos encontramos con
la década de 1960, un período en el que también se asistió a un florecimiento
de las utopías, en gran medida gracias a la segunda ola feminista (que también
estaba presente en el primer período, en el primer momento de las utopías
feministas). En nuestra época también han empezado a emerger algunas nuevas
utopías, pero el fenómeno ha adquirido mucha más importancia política que
antes, dado que cada vez nos ha resultado y nos resulta más difícil imaginar
algo distinto a lo existente. Recordemos, por ejemplo, la célebre expresión de
la Sra. Thatcher: “No hay alternativa al capitalismo”. El problema político al
que nos enfrentamos desde hace tiempo es que no hay alternativa a la utopía. La
utopía, sin embargo, sigue siendo el primer paso en la emergencia del futuro y,
por eso, cosas como la ciencia ficción actual están tan relacionadas con el
problema del tiempo histórico. Vivimos en un período en el que nuestro sentido
del pasado sólo se corresponde con un montón de imágenes y de simulacros y en
el que el futuro es cada vez más difícil de imaginar. La ciencia ficción, con
todo, parece que siempre había sido la forma en la que era posible imaginar
algo y en la que se podía poner a prueba el futuro en un sentido bueno y malo.
O, más exactamente, yo diría que el sentido de la ciencia ficción consistía en
demostrar lo difícil que resulta imaginar un futuro diferente, algo que no es
necesariamente malo, dado que fuerza a la gente a tratar de pensar y a adoptar
distintas iniciativas. Lo importante, de hecho, sería intentar darse cuenta de
cuál está siendo la tendencia histórica y tratar de ver cómo la gente está
pensando en alternativas. Parece que asistimos a una situación límite, a una
situación en la que todo el trabajo sobre la faz de la tierra es trabajo
asalariado, en la que se produce una destrucción total de la agricultura, una
transformación global de cualquier cosa en mercancía. De modo que es desde ahí
desde donde estamos tratando de imaginar. No creo que haya razones para el
pesimismo en todo esto.
Uno de los
grandes problemas a la hora de pensar la globalización es el papel que juega
Estados Unidos en ella. Antonio Negri y Michael Hardt creen que, a pesar de su
preponderancia, Estados Unidos manifiesta una incapacidad para dirigir el
proceso de globalización (igual que le ocurriría a cualquier otro Estado). De
hecho, en su obra “Imperio” resulta confuso hablar de imperialismo y sería
mejor pensar en una idea de imperio con naturaleza no estatal. Usted, en
cambio, en artículos como “Globalización y estrategia política”, parece afirmar
lo contrario. ¿Es así? ¿Podría explicarnos su opinión sobre el papel del
Estado-nación en el proceso de globalización y de cómo se sitúa realmente
Estados Unidos en ese proceso?
Creo que es preciso recordar que ambos, Michael
Hardt y Toni Negri, son italianos, y que de algún modo para ellos imperio
significa imperio romano, no el imperio del imperialismo. El imperialismo se
corresponde más bien con un orden anterior al capitalismo y por eso seguir
utilizando la misma palabra genera cierta confusión. Cuando ellos hablan de
imperio, lo interpreto en ese sentido, en el del imperio romano: nos hallamos
ante un imperio del que forman parte Estados equiparables y existe determinado
modo de ciudadanía global; los europeos y los norteamericanos, digámoslo así,
detentamos cierta ciudadanía global de la que, en cambio, carecen otros países,
o sea, los bárbaros de la periferia del imperio romano. Sin embargo, en grandes
momentos de crisis, de repente se produce un estado de excepción en el que una
única potencia dirige todo. Esto es lo que creo que vienen a decir ellos. No se
trata de que Estados Unidos como nación sea ahora de algún modo la única
nación. Existen muchas corporaciones multinacionales que no son
estadounidenses, que son europeas o japonesas o de muchos otros sitios, lo cual
no quita que, en el estado de excepción bajo el que vivimos, los
estadounidenses se erijan como dirección de todo el imperio. Estados Unidos
está en el centro de todo el asunto, pero no se trata de Estados Unidos en sí
mismo, sino, poniéndolo en otros términos, del capitalismo. Al mismo tiempo,
creo que Estados Unidos no es exactamente una nación como el resto de las
naciones y es así por distintos motivos. Para empezar, nuestra política es algo
diferente. Una de las cosas importantes que trajo consigo el colapso del
socialismo fue el colapso del federalismo. Existe, sin duda, una crisis del
federalismo en la Rusia, en España, en Canadá, en Irlanda, en Inglaterra. Pero
algo parecido también pasaría, creo, en Estados Unidos. En la década de 1960 ya
surgieron algunas voces (algunas utopías surgieron de ahí) que hablaban de las
siete naciones de Estados Unidos. Luego se llegó a hablar de nueve, las nueve
naciones de Norteamérica. Sólo acudiendo a la geografía podemos pensar, en
efecto, en el Sur, los Apalaches, Quebec, la costa Noroccidental, California,
Arizona, etc. La cuestión es: ¿por qué no se escinde, por qué no se desune
Estados Unidos? Mi respuesta es que no lo hace porque el universo de la cultura
de masas en Estados Unidos es un factor clave de nivelación. No es un factor
político en un sentido inmediato, pero sí en un sentido más amplio gracias al
cual se produce ese proceso de igualación. En el Sur, donde vivo yo, la gente
tiene distintos acentos y sus propios movimientos locales; y hay gente que
ondea la bandera confederada, algo que, evidentemente, también implica un
asunto racial. En cualquier caso, si el impulso separatista no crece es por la
cultura de masas. En esto, el capitalismo norteamericano sí que fue pionero. No
teníamos una aristocracia que tuviera que ser desplazada, una cultura de clases
anterior, una casta cultural, y esto hizo de Estados Unidos un lugar muy
diferente. Con todo, quizás estos asuntos ya no son los más importantes para el
análisis del papel general que desempeña Estados Unidos en la situación actual.
Creo, también, que sería posible formar alianzas entre naciones con una jerga económica
distinta. Samir Amin acuñó una palabra maravillosa: desligarse. Resulta muy
difícil imaginar cómo podría desligarse un país. Cuba, por ejemplo, ¿cómo va a
desligarse del resto? Sin embargo, una agrupación entre, pongamos, Brasil,
Argentina, etc., hasta cierto punto podría llegar a desligarse del FMI. Si
contáramos con un grupo de Estados europeos que adoptara una posición
antineoconservadora, esto también podría constituir una suerte de contrapeso.
Hasta el momento, Europa ha intentado algo, Japón, en cambio, se muestra
increíblemente débil y poco dispuesto, pero China está demostrando que posee un
espíritu innovador sorprendente, y en cierto modo se ha mantenido desligada,
aunque en estos momentos no podemos contar con que China lleve a cabo una política
realmente radical, igual que tampoco podía esperarse en tiempos de Mao.
¿Cuáles
son, en su opinión, las características básicas del nuevo sujeto político
revolucionario global? ¿Cuáles son sus prioridades estratégicas? ¿Cómo ve la
relación entre el llamado “movimiento antiglobalización” y el movimiento contra
la guerra?
Si nos fijamos en los años ‘60, en Estados
Unidos, por ejemplo, vemos que el movimiento en contra de la guerra de Vietnam
deja de tener efectos políticos justamente después de la guerra. Frente a
ejemplos como ése, el movimiento antiglobalización parece haber sido mucho más
prometedor y por eso sería bueno que siguiera en movimiento y que se
desarrollase más, pase lo que pase en el frente de la guerra. Podría ser que se
produjera un fortalecimiento del movimiento antiglobalización a causa de la
guerra, pero es más importante que exista un movimiento anticapitalista, no
simplemente pacifista, sea cual sea la posición que sostengamos al respecto. En
lo que concierne al problema de la organización, es cierto. El concepto
político básico sobre el que aún tenemos que pensar es el de organización, en
un sentido general, y en el de partido, en un sentido particular. Uno no puede
limitarse a organizar una concentración o una manifestación; estas cosas tienen
que ir dirigidas hacia una meta, y para eso es preciso desarrollar reflexiones
nuevas, nuevas ideas sobre la organización o, más exactamente, nuevas ideas
internacionales sobre la organización. Parece claro que la globalización tiene
muchos efectos positivos, siendo uno de ellos el hecho de que ahora la
izquierda puede establecer estas conexiones, al igual que las puede establecer
la banca o el comercio. Pero eso es justamente lo que no se ha logrado aún. Lo
productivo del movimiento antiglobalización fue que, de nuevo y por primera
vez, se logró identificar a un enemigo. Eso es lo que hicieron tantos
movimientos: los Sin Tierra en Brasil, los trabajadores en otras regiones, los
nacionalistas en distintos países dirigidos por Estados Unidos o por compañías
globalizadas, todos pudieron unirse a través de la identificación de ese foco
común. Quizás esto constituya un punto de partida para pensar cómo se puede
producir una política de alianzas que sea verdaderamente una política
antiglobalización. A pesar de todo, no creo que ninguno de nosotros tenga la
solución. Lenin es para muchos de nosotros un magnífico ejemplo de cómo pensar
políticamente, es verdad; pero eso no significa que podamos volver atrás y
fundar un partido bolchevique ni nada por el estilo. Es un ejemplo de
inteligencia política, que es justamente lo que hoy necesitamos.