En varios
de sus ensayos, Étienne Balibar expone argumentos para entender el
florecimiento de múltiples y variados movimientos sociales en distintos lugares
del mundo. Para el filósofo francés, lejos de debilitar las instituciones
democráticas, estos movimientos propician su fortalecimiento. Es un momento
fecundo de desestabilización de una institucionalización neoliberal
configuradora, dice Balibar, de una especie de “estatismo sin Estado” como
forma específica de privatización del Estado “desde arriba”. Asegura que “el
porvenir de la ciudadanía está íntimamente ligado a invenciones democráticas
que no vienen ‘por arriba’, sino más bien por debajo de los ciudadanos mismos”.
“Ningún poder puede mantenerse a la larga contra el deseo de los ciudadanos o
del pueblo. Es ahí donde surge el dilema de la palabra populismo: ¿Qué desea el
pueblo? ¿Qué quieren los ciudadanos? Nada garantiza que quieran la emancipación
o incluso la participación igualitaria”, reflexiona el intelectual francés. En
esta línea, defiende que el acceso y las prácticas ciudadanas están motivadas
por lo que él denomina “la proposición de la igualibertad”, la que parte de la
suposición según la cual sin la libertad no habrá igualdad, al tiempo que sin
igualdad no puede haber libertad, lo cual a su juicio se puede probar de manera
empírica. En sus propias palabras: “No hay ejemplos de restricción o de
supresión de las libertades sin que se produzcan desigualdades sociales; ni
desigualdades sin restricción o supresión de las libertades, incluso cuando se
puede hablar de grados, tensiones secundarias, fases de equilibrio inestables,
situaciones comprometidas en las cuales la explotación y la dominación no se
distribuyen de manera homogénea sobre todos los individuos”. De esta manera, la
ciudadanía pensada como una práctica dentro de la lógica de la igualibertad
permite reivindicar de manera simultánea la igualdad y la libertad. Es por esa
senda por la que el autor reivindica la democracia no como algo acabado sino
como una organización social y política siempre en marcha, siempre abierta; en
ese orden de cosas el objetivo que él señala es democratizar la democracia ante
los recortes y la neta desvirtualización de la democracia a que la somete la
globalización neo-liberal, poniendo el acento en que si la combinación
propuesta se realiza será a través de las luchas, en el uso de la desobediencia
cívica -que debería estar incluida en los textos legales- , la insumisión y la
resistencia. A renglón seguido, la segunda parte del compendio de entrevistas publicadas
en el diario “Página/12” y las revistas “Review” y “Revue Internationale et
Stratégique”.
Si bien la crisis de 2007-2008 parece al menos
haber generado consenso sobre sus causas, la izquierda nunca logró realmente
sacar de ella un provecho electoral o proponer un modelo alternativo. ¿Por qué?
Si lo
supiera, se lo diría... Estoy en la misma situación que todos los
intelectuales, militantes, ciudadanos de la izquierda más o menos radical que,
en nuestros países, constatan los daños y tratan de imaginar alternativas o de
identificar alguna señal de su emergencia. Por eso adopto una posición
decididamente aporética, en el sentido filosófico de ese término, que para los
antiguos griegos quería decir “problema sin solución inmediata”. Dicho esto,
pienso que se avanza si se enuncian las dificultades, las contradicciones
reales. Observo al menos dos que están en un primer plano. La primera es que
una izquierda capaz de sacar provecho de la crisis, como dicen, debería ser una
izquierda mundial, global. Se trataría de una izquierda “altermundializadora”,
que proponga no el repliegue nacional, sino una transformación o una
bifurcación en la mundialización, y que reúna fuerzas, convicciones y pasiones
en ese sentido. Hay factores objetivamente unificadores a largo plazo, como la
emergencia climática, aun cuando no todo el mundo la sienta del mismo modo. Sin
embargo, resulta bastante claro que esta izquierda global sólo existe por el
momento en la imaginación, o más bien, que está afectada por terribles
conflictos de intereses que se amplifican localmente. Las cuestiones del
multilateralismo, el proteccionismo (o el “neomercantilismo”, tal como dice
Pierre-Noël Giraud) y la organización de la inmigración son pues una prioridad,
si no todo un sector de la izquierda se irá a la derecha. Y la segunda es que
la izquierda está dividida con respecto a la cuestión del Estado. Por supuesto,
el viejo clivaje entre izquierda estatista o planificadora, por un lado, e
izquierda libertaria o autogestionaria, por el otro, es consustancial a toda su
historia. Lo paradójico de la situación actual es que, en un sentido, el
estatismo fracasó, tanto bajo la forma de dictadura del proletariado como bajo
la forma de cogestión del Estado social, pero que sin embargo el anarquismo
puro, claramente, no tiene futuro. Recrea la pasión democrática, en particular
en la juventud, lo que es importante, pero al precio de dejar de lado la
cuestión del poder. Sin poder político no se le puede imponer ninguna
regulación al capitalismo, sólo generarle algunos problemas de gobernanza... Mi
conclusión es que necesitamos una nueva doctrina del Estado y de su uso. Esto
forma parte de la cuestión de la democracia.
¿La escala adecuada de ejercicio de la
democracia sigue siendo, no obstante, el espacio nacional?
Yo
invertiría la pregunta: ¿es el espacio nacional un nivel de ejercicio de la
democracia? Claro que sí, pero no es el único, ya que hay otros niveles de
institucionalización del poder y cristalización de los intereses que requieren
una participación y una capacidad de decisión colectiva. Algunos son
infranacionales, o si se quiere locales, aunque quizás no sea necesario ceñirse
a referencias estrictamente territoriales. Resulta evidente que no existe una
verdadera democracia sin una verdadera transferencia de poderes en los espacios
de proximidad, las comunas en un sentido amplio. Esto es objeto de un reclamo y
de una lucha, basada en iniciativas autónomas, porque los Estados centralizados
tienden a transformar las administraciones locales en sus satélites valiéndose
especialmente del arma presupuestaria. Otros niveles son supranacionales, yo
diría incluso federales, siempre y cuando se entienda que la cuestión de los
modelos de federación está en gran medida abierta. En el fondo, se trata de la
cuestión de saber cómo se crea un espacio público, y por consiguiente un pueblo
de ciudadanos que lo ocupa, más allá de las barreras estatales, culturales,
lingüísticas y corporativas que impiden a los pueblos enfrentar a las potencias
económicas con las mismas armas. Sé muy bien lo que se objeta a este
razonamiento, que multiplica los lugares de lo político: es la idea típicamente
nacionalista de la soberanía indivisible. O incluso la idea de que la voluntad
general y la soberanía del pueblo no pueden manifestarse fuera de los marcos
nacionales heredados del pasado. Lo que significa confundir la soberanía del
pueblo con la soberanía estatal, que pretende seguir encarnándola por sí sola,
precisamente cuando, por otra parte, los Estados, incluso los más poderosos,
son cada vez menos soberanos. Un Estado cuyas finanzas públicas están a merced
de los mercados financieros, que son los que determinan las tasas de interés en
función de las políticas económicas y sociales implementadas, no es
verdaderamente soberano. Por eso, en el libro “Europa, ¿crisis final?”
planteaba la cuestión de la soberanía compartida como condición para la
recuperación del poder colectivo.
Al mencionar la Unión Europea, usted afirma sin
un optimismo exagerado, que existe una “alternativa democrática europea a la
crisis de la construcción europea”. ¿Es factible aún una recuperación de la
iniciativa política? ¿Pueden los movimientos de indignados representar esa
fuerza de “democratización de la democracia”?
Mi
optimismo hoy, debo decirlo, no va tan lejos como para pensar que la Unión
Europea como tal constituye la alternativa democrática europea de la que
hablaba en ese texto. Este es un tema central para los próximos años. Los lazos
de dependencia administrativa, jurídica y comercial entre los Estados europeos
-y, por consiguiente, entre las propias naciones- son extremadamente difíciles
de deshacer, como probablemente se comprobará en las negociaciones sobre el
Brexit. Lo que, desde mi punto de vista, no es un factor de recuperación
política sino una fuerza de inercia. Peor aún, es la expresión del hecho de que
la clase dirigente europea -entiéndase por ella un conglomerado de financistas
que se creen invulnerables e infalibles y de figuras políticas nacionales que
se creen dueñas de sus electorados- estableció una división del trabajo que
permite a la vez externalizar los centros de decisión sustrayéndolos a la
representación democrática y controlarlos desde las instancias
intergubernamentales. El hecho de que todo este mecanismo se bloquee en la
crisis y pierda poco a poco su legitimidad, más que inspirar reformas, tiende a
generar obstáculos o escenarios catastróficos. Ese es el riesgo. Una Europa que
se limite a seguir o incluso amplificar las tendencias de la globalización
financiera -y que incluso las oficialice, inscribiendo la desregulación en su
constitución bajo el nombre de “competencia libre y leal”- conduce
ineluctablemente al desarrollo de conflictos de intereses y desigualdades entre
los países miembros. Lo que se observa desde hace veinticinco años: la Unión
Europea participa así de su propia descomposición. Inversamente, ni el futuro
de Europa ni el de los Estados miembros, ni por consiguiente el de sus
poblaciones -entre las cuales incluyo también a los residentes extranjeros
permanentes, cuyas actividades e intereses están íntimamente ligados a los
nuestros- pueden consistir en negar la transformación histórica que representa
la mundialización de los intercambios, de la comunicación, de los problemas
ambientales y de seguridad, etc. Creo también que lo que se desprende del
análisis de los hechos es que el desmoronamiento de la Unión Europea no traería
ni traerá nada bueno, en particular para la democracia de los Estados miembros.
Por eso, no tenemos otra alternativa que trabajar en su refundación. Desde este
punto de vista, todos los movimientos que refuerzan el nivel de exigencia
democrática en el espacio europeo son pasos adelante. Deberían incluir una
perspectiva para la propia Europa, no marginalmente sino en el centro de sus
preocupaciones. Es necesario dotarse colectivamente de los medios para alterar
la mundialización o, si se quiere, reorientarla. Y eso, a su vez, sólo es
posible si una Europa democratizada, que trabaje en la reducción de sus
desigualdades y sus antagonismos internos, exprese con fuerza la voluntad
mayoritaria de hacerlo y la haga oír al mundo entero, buscando por todos lados
interlocutores y aliados. Parece un círculo vicioso, ya que las condiciones que
deben reunirse se parecen al objetivo mismo. Sin embargo, este círculo es el de
todos los comienzos, todas las transformaciones. En el fondo, es la propia
historia, cuando se logra construirla y no solamente padecerla. Europa se
enfrenta a esta decisión.
Se instaló la sensación, sin embargo, de que
nuestras sociedades influyen cada vez menos en su destino colectivo. ¿Es
posible que se haya externalizado su capacidad de plantear fines racionales a
un sistema en el cual el ser humano no es más que el medio?
Me parece
que existe un equívoco en su pregunta, que se debe a que el término racional se
utiliza en varios sentidos. La racionalidad capitalista, llamada a veces
instrumental, llevada a la perfección por cierto esquema de anticipaciones
racionales que gobiernan los modelos de eficiencia de los mercados y tan
brillantemente ilustrada en la crisis reciente, fue exportada al mundo entero,
al menos en apariencia, pero es una racionalidad en gran medida imaginaria.
Incluye tanto autosugestión como eficacia pragmática. De ahí la sensación de la
que usted habla, pero no veo por qué eso sería algo exclusivo de Occidente. La
tarea común es la redefinición de la idea de racionalidad, o la invención de
una nueva racionalidad. Me gustaría invocar aquí a Spinoza, porque él proponía
herramientas de pensamiento que eran demasiado diferentes de aquellas a las que
nos ha acostumbrado una crítica humanista y romántica de las formas de
alienación ligadas al triunfo de la racionalidad instrumental. No solo Spinoza
no se oponía a la idea de tratar al ser humano como un “medio”, sino que
proponía en el fondo una ética y una política basadas en la idea de que cada
uno debía saber utilizar a los demás, o servirse de ellos, para maximizar
cierta utilidad común. Así que Spinoza era un utilitarista, pero bastante sui
generis, de tipo radicalmente universalista, que planteaba que cualquier ser
humano, en cierta forma, podía ser útil a cualquier otro. O sea, todo lo
contrario de la idea de que habría seres útiles y seres inútiles, incluso
desechables, tal como escribió Bertrand Ogilvie. Creo mucho en la importancia
de conjugar la cuestión del destino colectivo con una problemática del uso y de
los usos: uso de la vida, uso de los recursos, uso de los bienes, uso de los
hombres y su diversidad.
Algunos comentaristas recurren a la noción de
“interregno”, tomada de Gramsci, para tratar de capturar las características
contradictorias del momento actual de las relaciones internacionales. ¿Qué
piensa usted de ello?
Interregno
es una palabra utilizada por Antonio Gramsci en “Cuadernos de la cárcel” para
caracterizar la suspensión del proceso de superación del capitalismo que él
mismo, junto con otros, creyó inaugurado por la guerra y la Revolución Rusa. Se
trata de un período de incertidumbre política, de fluctuaciones económicas que
pueden ser brutales -ya que los factores de crisis que intervinieron en
2007-2008 están más que nunca presentes- y, a veces, de violencia. Miremos los
Estados Unidos de Donald Trump: un país excesivamente armado tanto en términos
de capacidad de intervención externa, cuyos límites se observan hoy, como de
tenencia de armas en la población, lo que se traduce en una violencia endémica
pero que podría tener efectos más graves si se profundiza la fractura de la
sociedad estadounidense. Como hace un momento, cuando me preguntaba sobre la
democracia, estoy tentado a decir que debemos superar las distinciones
abstractas entre situación interna y relaciones internacionales. Lo que es aún
más cierto cuando se habla de la potencia hegemónica estadounidense. Por
definición, su equilibrio interno en el plano social y político depende
directamente de su capacidad de conservar e incluso incrementar continuamente
las ventajas ligadas a la dominación, por ejemplo, el financiamiento de su
deuda a través de la tenencia de la moneda global, o la nacionalidad
estadounidense de las principales multinacionales. Lo que impacta a primera
vista en Trump es el hecho de que haya sido elegido prometiendo simultáneamente
cosas opuestas, tanto en materia interna como en materia internacional: el
cierre de las fronteras y la restauración de la potencia estadounidense, la
rehabilitación de la condición obrera y la desregulación financiera sin
límites. Lo que impresiona también en el comienzo de este gobierno es el carácter
caótico de sus iniciativas en ambos terrenos. Eso no quiere decir que Trump no
promueva un programa agresivo, particularmente devastador en materia ambiental
y mortífero para las minorías. Pero sí significa que Estados Unidos entró de
hecho en el interregno, cuya salida no puede ser una marcha atrás, y quizás no
sea en absoluto pacífica. Pero con Estados Unidos es también el mundo el que
está en tela de juicio. De hecho, existen otras potencias. Es lamentable que,
como consecuencia de su propia crisis externa, Europa como tal no tenga
realmente capacidad de acción frente a Trump.
En definitiva, ¿no sería que la era de la
información vuelve la política imposible?
No existe
sociedad sin información, ni democracia sin un aprendizaje colectivo del uso de
los medios de información, que pasa eventualmente por conflictos y desfases.
Cuando la prensa comenzó a tener un papel determinante en la formación de lo
que se convertiría en la “opinión pública”, una tradición filosófica ligada al
antiguo modelo de la presencia física de los ciudadanos estatutarios en la
plaza pública la consideró como un modo de fortalecer los mecanismos de
delegación de poder y, en consecuencia, un peligro para la democracia.
Actualmente, existe sin duda un desfase entre la escala de tiempo y espacio en
la cual funciona internet, por un lado, y por el otro, la construcción
institucional de la representación, los mecanismos electorales, la protección
de los lugares de decisión, etc. Existe sobre todo, en mi opinión, la
monopolización de la organización de las redes sociales por parte de imperios
comerciales y financieros. Y, sin embargo, se observa que esas mismas redes
sociales, si se reúnen ciertas condiciones, sirven para recrear capacidades de
acción política: fundamentalmente, una aspiración a la insurrección contra el
orden existente o contra los propios monopolios de la comunicación. El uso de
las técnicas informativas de hoy, al igual que las de ayer, es entonces un
objetivo de lucha o, mejor dicho, de una carrera de velocidad entre apropiación
e imaginación.